Cubierta

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Índice

A Paula, mi amor y compañera de vida.

 

A mi madre, mis hermanas y mis sobrinos, que son mi pequeña y gran familia.

 

A quienes me ofrecieron sus críticas constructivas, y colaboraron con esta obra.

Prefacio

La Real Academia Española define el término creer como “Tener por cierto algo que el entendimiento no alcanza o que no está comprobado o demostrado”. Esta definición formal nos arroja un primer acercamiento al significado de esta acción tan propia y particular del ser humano.

Todo individuo tiende a creer en algo o en alguien. Este acto deliberado es lo que nos permite albergar esos pensamientos carentes de certeza, es lo que nos brinda la posibilidad de sentirnos completos.

Esta búsqueda interminable por entenderlo todo nos obliga a cubrir con nuestras creencias lo que no logramos obtener desde la demostración científica.

Incluso es tan impetuosa esta necesidad, que solemos defender con mayor vehemencia nuestras creencias por sobre los conocimientos basados en pruebas, tal vez porque estos últimos ya se encuentran respaldados por la ciencia. En cambio, las creencias dependen exclusivamente de nuestra fe, y sin nuestro asentimiento inevitablemente dejarían de existir.

En este sentido yo expongo mi creencia hacia la vida más allá del planeta Tierra. A su vez, respeto las posiciones que expresan lo contrario, aunque dejo de manifiesto que aquel pensamiento opuesto también representaría una mera forma de creer.

Considerando que la exploración del universo por parte del hombre ha sido ínfima, resultaría lógico pensar que no hay suficientes pruebas para arribar a una conclusión definitiva, ya sea por la aceptación o rechazo de estos pensamientos. En definitiva, ambas posturas padecen la ausencia de sustento científico y deberían ser respetadas por igual.

 

Este libro propone un recorrido por aquellas historias y pensamientos que yacen en el ámbito del fenómeno OVNI. La narración nos ofrece una atrapante aventura de ciencia ficción donde, mediante personajes y sucesos ficticios, se intenta describir hechos y testimonios que hoy se refugian en el mundo de la ufología, a la espera de una mayor aceptación.

El propósito de esta obra es alentar con sus líneas la pasión por el fenómeno, y ofrecer un interesante pasatiempo a quienes disienten, dejando, quizá, la puerta abierta a la reflexión.

Capítulo I
La negación

1

Abrió sus ojos y despertó estremecido ante el recuerdo latente de un mal sueño. Al incorporarse, desprendió bruscamente su espalda sudada de la butaca que lo sostenía. Aún exaltado por aquella pesadilla, intentaba recobrar la calma mientras las escenas revoloteaban por su mente.

No era la primera vez que Ignacio Geranio padecía este tipo de sueños y, cada vez que lo perturbaban, un insólito patrón se repetía. Este reunía una agobiante sensación de pánico junto a la imagen de su cuerpo rodeado por extrañas figuras. Ignacio no lograba interpretar el significado de esa escena, pero una cosa era segura: no deseaba volver a invocarla.

Concluido ese instante de tensión, se reincorporó a la realidad dejando detrás la austera pesadilla. Una vez repuesto, dedicó un momento a reacomodar su cuerpo en el asiento y, mientras lo hacía, le fastidió sentir cómo el aire acondicionado helaba su piel aún húmeda por la transpiración.

Tras habituarse al ambiente, se tomó unos segundos para contemplar el marco que lo rodeaba. Aquel contexto mostraba una cabina de pasajeros prácticamente repleta, donde la mayoría de las personas se encontraba descansando. La escena transmitía un clima armonioso bajo una iluminación muy tenue y un silencio reconfortante.

Con el cuerpo distendido y la mente más despejada, se dispuso a aguardar las últimas horas de vuelo. Buscando la manera de conciliar con la espera, optó por retirar un pequeño libro de su mochila. Se titulaba Macbeth, y se trataba de una de sus obras literarias favoritas. Esta tragedia escrita por William Shakespeare parecía convertirse en el pasatiempo ideal para aquella instancia. Sin embargo, al momento en que volteaba las primeras páginas del ejemplar, una diminuta carta se hizo presente entre medio de las hojas. Esa nota, deteriorada por tantos pliegues hechos y deshechos decenas de veces, poseía un alto valor para él, que con cierta melancolía se disponía a repasarla nuevamente.

 

Ignacio:

 

Lamento que esta carta deba ser el modo de transmitirte mis sentimientos y no hayamos podido comunicarnos de otra manera. Tal como te dije, necesito aislarme un tiempo para encontrar respuestas a tantos interrogantes.

Por el momento prefiero que no sepas mi destino, ya que no quiero que interfieras en mis decisiones. De todos modos, te llamaré en cuanto pueda.

No te preocupes por mí porque voy a estar bien. Espero que puedas comprenderme.

Te quiero mucho.

Sofía

 

Dobló la carta y la volvió a guardar dentro del libro, pero sus líneas continuaron presentes en su mente. El anuncio fue contundente y, a pesar de la desazón, tuvo que aceptarlo: ella se había marchado.

La iniciativa fue un duro golpe, él no pudo comprender por qué ella eligió ese camino. Si bien las circunstancias admitían esa posibilidad, jamás consideró que pudiera llevarla a cabo.

En su opinión, los hechos que habían perturbado su vida no habían sido más que fantasías y alucinaciones propias de su imaginación. Sus conclusiones lo llevaron a pensar que Sofía había perdido el juicio y el control de sus actos, pero lo que más le dolió fue que prescindiera de su ayuda.

 

Eran las siete de la mañana y ya habían transcurrido más de seis horas desde que el avión había partido del aeropuerto de Ezeiza. Tras haber abandonado Buenos Aires, la aeronave se encontraba sobrevolando las aguas del Pacífico a una altura aproximada de diez mil metros. A escasas horas de ingresar en tierras norteamericanas, el destino previsto era el aeropuerto de Dallas, lugar donde Ignacio realizaría el transbordo para arribar finalmente a California.

Allí lo esperaría Julia Lirios, una amiga de su infancia que vivía en los Estados Unidos. Ella había partido hacia aquel país cuando era una adolescente, y desde entonces residía en la ciudad de Sacramento, lugar donde poseía una lujosa casona junto a su padre, un distinguido profesor de historia titular de varias cátedras en la Universidad Estatal del lugar.

Días atrás, Ignacio había sostenido una conversación telefónica con Julia. La llamada lo había alertado acerca de la delicada situación que afectaba a Sofía. Tras la noticia, Ignacio había decidido ir en su búsqueda apelando a la ayuda de su amiga, ya que era la última persona de su entorno que había tenido contacto con ella. En consecuencia, la información que ella pudiera suministrarle sería sumamente importante en sus aspiraciones de reencontrarse con Sofía.

2

La partida de Sofía fue el corolario de una etapa teñida de confusión y desasosiego, donde una serie de sucesos misteriosos desató el flagelo que afectó a la pareja durante el último tiempo. Aquellos episodios insólitos fueron socavando un abismo que derivó en la ruptura de la relación.

En los primeros meses de crisis, Ignacio mantuvo una postura solidaria ante la situación, donde ambos enfrentaron las aflicciones que corrompían el presente de Sofía. Pero con el correr de los días, su posición fue tornándose opuesta, ya que a medida que la incertidumbre se acrecentaba, su paciencia se consumía provocando cierta desconfianza hacia su compañera. Desde entonces, las discusiones se hicieron recurrentes y con ellas los conflictos se tornaron irreversibles.

En las últimas instancias, Ignacio consideraba que el origen de los hechos se debía a una conducta esquizofrénica por parte de Sofía, desacreditando así sus relatos acerca de sucesos inexplicables. Este pensamiento lo alejó definitivamente de su pareja y de la posibilidad de encontrar una solución a la crisis. La situación se prolongó por el lapso de varios meses hasta que, indefectiblemente, el quiebre se hizo presente tras una fatídica discusión.

 

El incidente se produjo durante el transcurso de la última noche compartida. En aquella oportunidad, Sofía exhibía su angustia ante la falta de comprensión de Ignacio, quien, a su vez, se mostraba intolerante y preocupado por el comportamiento que advertía en su compañera. Ante ese clima adverso, el cruce de posturas estalló poco antes de la cena. Fue entonces cuando Sofía se arrimó a la mesa para dirigirse a él incisivamente.

—Sé que no va a ser sencillo para vos, pero me siento muy presionada con esta situación —quedó en silencio un momento e hizo un gesto con su mano, dando a entender que deseaba continuar con su relato antes de que fuera interrumpida—. Estoy en una etapa delicada, y aunque resulte difícil de comprender, necesito un tiempo para recuperar mi estabilidad —dijo cautelosamente y forzando la voz para no quebrarse—. Espero que no tomes esto como algo definitivo, creo que podremos superarlo. ¡Pero ahora es necesario que nos separemos por un tiempo!

Durante un instante se prolongó un silencio agónico, mientras Ignacio trataba de asimilar lo que estaba sucediendo. Tomó a su compañera de la mano e intentó hallar la forma de revertir su decisión. Pero antes de que pudiera pronunciar palabra, Sofía estalló en llanto y dejó escapar toda la angustia que venía acumulando ya desde hacía tiempo atrás. De inmediato, Ignacio cobijó el cuerpo de ella entre sus brazos intentando contenerla. Secó las lágrimas que caían por sus mejillas y, tratando de interceptar su mirada atónita y pérdida, se esforzó por brindarle aliento con sus palabras.

—Sé que podemos superar esto juntos, pero no creo que la solución sea alejarnos. Por el contrario, eso sólo va a empeorar las cosas —acotó, mientras observaba sus ojos teñidos de confusión.

—Vos no podés comprender lo que me está pasando, esto es algo que sólo yo puedo entender. Necesito que tengas paciencia y me des un tiempo para recuperarme —contestó, haciendo esfuerzos por ser convincente.

—Discutimos esto muchas veces y no llegamos a ningún lado. Tal vez necesitemos la ayuda de un profesional que te permita ver las cosas de otra manera… —Su discurso fue interrumpido abruptamente por un espontáneo gesto de fastidio por parte de Sofía.

Su rostro, hasta hacía un instante triste y desvanecido, se convirtió en un gesto de ira. Se levantó de la mesa y se dirigió a la habitación sin hacer más comentario. En ese instante, Ignacio comprendió que la mejor opción era no insistir con el tema, por lo que se propuso no molestar a su compañera. Pero jamás imaginó que tras esa discusión no volvería a verla.

En medio de ese ambiente hostil concluyeron los actos de aquella noche desafortunada, pero los hechos más trascendentes sucederían a la mañana siguiente.

 

Ignacio despertó poco antes de la seis de la mañana aturdido por el sonido del reloj despertador. Tras apagar el artefacto, se mantuvo sentado a los pies de la cama mientras se sacaba la modorra de encima. Al incorporarse, se extrañó ante la ausencia de Sofía en el cuarto. Dedicó unos segundos a inspeccionar la casa que ambos compartían en su búsqueda, y, ante la negativa, recordó preocupado la discusión que habían mantenido la noche anterior. Un intenso escalofrío recorrió todo su cuerpo, palpitando la presencia de un nuevo hecho desafortunado.

Resignado ante la carencia de todo tipo de rastro, intentó comunicarse con el teléfono móvil de Sofía. Tras conectarse la llamada, se oyó desde la cocina, el ringtone que ella había asignado a las llamadas entrantes de Ignacio.

Asumiendo lo que esto significaba, se dirigió hacia la alacena, lugar desde donde provenía el sonido. Al abrir la puerta, se encontró con el celular de Sofía y un pequeño sobre de papel que reposaba debajo del aparato. En la parte frontal de este, se leía el nombre de Ignacio escrito prolijamente. Ansioso, retiró de inmediato la nota que se hallaba en su interior guardada. Tras leer el mensaje, comprendió que las palabras anunciadas por Sofía la noche anterior se habían convertido en un hecho. Abatido por la realidad, apoyó su cuerpo sobre la pared y deslizó su espalda hasta desplomarse en el piso, donde permaneció sentado por unos minutos. Durante aquel instante de angustia, tan sólo atinó a estrujar la carta en varios pliegues mientras sentía cómo su corazón se rompía en pedazos.

3

De pronto una turbulencia agitó fuertemente el avión en el que viajaba Ignacio. Tras el brusco movimiento, un ligero malestar se instaló entre los pasajeros exaltados por la situación.

En medio del murmullo generalizado, se destacaba la ira de una joven que bufaba enérgicamente por culpa del café derramado sobre su blusa color salmón, que había quedado prácticamente arruinada. Por otro lado, sobre uno de los asientos linderos al pasillo, un señor robusto de edad avanzada buscaba alguna pertenencia extraviada durante el desorden.

Al mismo tiempo en que Ignacio quitaba la vista de esas personas, sus ojos hicieron foco sobre un par de anteojos tirados en el suelo a unos pocos centímetros de donde estaba, y al instante asoció el objeto identificado con la preocupación de aquel hombre. Tomó las gafas con cuidado y dedicó unos segundos a revisarlas. El estado era bueno y poseían un aumento más que llamativo. Tras la breve inspección, se acercó a la ubicación del anciano y le mostró las gafas. El hombre se mostró sorprendido y exclamó efusivamente algunas palabras de agradecimiento en inglés. Su acento era extraño pero resultaba claramente entendible para Ignacio, quien dominaba perfectamente el idioma. Luego este se dirigió al anciano amablemente.

—¿Creo que los anteojos le pertenecen? —dijo el joven, en un fluido inglés.

—¡Oh!… ¡Sí! Los estaba buscando desesperadamente. Sin ellos no puedo ver casi nada. ¡Te agradezco mucho la gentileza! —correspondió el anciano con gesto de alivio—. Mi nombre es Edgar. ¡Edgar Lotus! —concluyó mientras le tendía la mano.

—El mío es Ignacio Geranio —respondió estrechándosela.

—¡Por lo visto te debo un favor!

—No me debe nada señor Lotus.

—¡Por favor, dejemos los formalismos de lado! Me haces sentir como un anciano —dijo con una sonrisa—, llámame Edgar, Ignacio.

—Muy bien entonces, Edgar —afirmó al mismo tiempo en que observaba su rostro.

Aquel hombre, de unos ochenta años de edad, lucía unas arrugas que se pronunciaban profundamente en las mejillas y debajo de los parpados. Su cabellera gris y débil declaraba aún más el paso del tiempo. Pero lo curioso de su aspecto era el contraste que presentaba su actitud enérgica y vital ante su físico envejecido.

Edgar vestía un traje elegante de alta costura italiana. Sobre el extremo superior del bolsillo del saco lucía bordado un distintivo de la Fuerza Aérea. La insignia llamó poderosamente la atención de Ignacio, quien detuvo allí su mirada por un instante. Segundos después, el anciano retrocedió unos pasos y, antes de voltearse hacia su asiento, tomó una tarjeta de su bolsillo. Mientras se la entregaba, aprovechó para despedirse de Ignacio.

—Esta es mi tarjeta. Tal vez algún día pueda devolverte el favor. ¡Buen Viaje! —concluyó cordialmente a lo que Ignacio respondió con un gesto de gratitud. Tras el breve diálogo ambos retornaron a sus asientos.

Durante un momento, Ignacio se mantuvo pensativo ya que aquel hombre le resultaba extrañamente familiar, aunque daba por sentado que jamás lo había visto con anterioridad. Tras la reflexión, se concentró en la tarjeta que aún sostenía en su mano. Al contemplarla, se sorprendió ante los cargos que precedían al nombre del anciano, quien se distinguía como Teniente Coronel de la Fuerza Aérea Norteamericana, Licenciado en Antropología y Ufólogo.

Era una diversidad de atributos que despertaba no solo asombro, sino también curiosidad. Aunque de todos ellos, el que más le llamaba la atención era el dedicado a la ufología. Esa inquietud resultaba predecible en Ignacio: él realmente no creía en esas cosas.

4

Visión retrospectiva:

Ignacio Geranio es un hombre de unos treinta y tres años de edad, nació en la ciudad de Buenos Aires y residió en ese lugar la mayor parte de su vida. Durante su juventud se esmeró por concluir su carrera universitaria. Gracias a aquel esfuerzo, se licenció en Ciencias Económicas, ejerciendo su profesión en una exitosa empresa internacional.

Hijo de padres europeos, su crianza se forjó en base a principios tradicionales y conservadores. Aquella formación rigurosa lo ha vinculado a una visión sumamente racional de la vida, acentuando en él cierto escepticismo hacia toda concepción mística o esotérica de la realidad.

De forma paradójica, Ignacio desarrolló un estilo carismático y desenfadado a la hora de relacionarse. Este rasgo de su personalidad le ha permitido integrarse con facilidad a diversos grupos sociales, conservando de esta manera grandes amistades a lo largo de su vida.

En su presente, se encuentra asentado en el partido de Brandsen, en las afueras del centro urbano de Buenos Aires. En ese pueblo rural permanece desde hace varios años, cuando decidió convivir junto a su pareja Sofía Anturio.

A la par de esta mujer, Ignacio transitó las etapas más relevantes de su vida. Desde aquel entonces ambos compartieron valiosos momentos a través de un vínculo que, formado desde temprana edad, se originó en la amistad para derivar luego en una entrañable pareja.

El amor que nació entre ellos los unió en una espléndida relación. Aquel sentimiento maravilloso fue la razón que los mantuvo juntos por tanto tiempo, donde ambos pudieron encontrar en el otro el complemento ideal para alcanzar la felicidad.

Sofía Anturio es una bella y adorable mujer. Sus treinta años de edad describen la historia de una persona llena de virtudes. Gracias al encanto de su figura y simpatía, desde joven prometía aires de princesa, pero lejos de todo glamour sus inquietudes luego se inclinarían hacia las ciencias sociales.

Con un semblante lleno de alegría y la sonrisa tallada en su rostro, Sofía es una de esas personas que jamás pasan inadvertidas y, más allá de su imagen cautivante, su verdadera belleza reluce por dentro.

Nació en un pueblo rural, pero a los pocos años de vida viajó con su familia hacia Buenos Aires, lugar donde se asentaron definitivamente. Durante su niñez se crío en un ambiente humilde, donde la educación y los valores fueron el legado más valioso que heredó de sus padres. En la actualidad trabaja como asistente social en una escuela próxima a la vivienda que comparte junto a Ignacio.

Amante de la naturaleza y la tranquilidad, su vida suele enriquecerse de las pequeñas cosas, donde los momentos compartidos con sus seres queridos constituyen su mayor satisfacción.

Sin embargo, durante el último año, un giro inesperado opacó aquella personalidad serena y encantadora. Poco a poco, sus días se tornaron confusos y sombríos, hasta que una decisión apresurada la impulsó a un rumbo incierto y peligroso.

5

El avión continuaba su trayecto rumbo a los Estados Unidos. Esta vez la aeronave abandonaba el océano para internarse definitivamente en tierras norteamericanas.

Mientras tanto, Ignacio pretendía recuperar la tranquilidad perdida tras la turbulencia. Lidiando con la pesadumbre, cerraba sus ojos en un intento por conciliar el sueño, pero su mente agobiada lo mantenía consciente. Preso de sus pensamientos, rememoraba aquellas situaciones que desdibujaron el curso de su vida en los últimos meses. Entre los recuerdos, la presencia de Sofía prevalecía indefectiblemente, y en cada alusión a su persona un suceso dramático se encontraba aparejado.

 

El malestar provocado por estos episodios había sido determinante en el quiebre de la pareja, ya que instaló una profunda crisis acentuada por la desconfianza y la incertidumbre. Ese escenario sombrío comenzó una noche de invierno, tras desatarse una situación insólita y desconcertante.

En aquella oportunidad, el frío intenso cubría las inmediaciones del pueblo, donde las bajas temperaturas inducían a la permanencia en los hogares. Sin embargo, Sofía se aventuró a un paseo nocturno de varias horas.

Ignacio fue testigo del suceso tras despertar por la noche y notar la ausencia de su pareja en la casa. Durante ese intervalo su incertidumbre se acrecentó con el correr de los minutos, pero aquella preocupación inicial se tornó alarmante una vez concluida la excursión. Fue entonces cuando Sofía se hizo presente en el frente de la casa con un aspecto llamativo. Estaba descalza y aún con sus prendas de dormir, un camisón de seda a la altura de las rodillas que apenas le cubría las piernas.

El cuadro resultaba inverosímil y la helada brisa que corría por las calles hacía aún más dramática la escena. El suceso se tornaba cada vez más extraño y el gesto de asombro que se encarnaba en el rostro de Ignacio daba un fiel reflejo de la situación. La desazón fue percibida por Sofía, quien avergonzada apartó la mirada e ingresó silenciosamente a la vivienda.

Tras su retorno al hogar, Ignacio cuestionó duramente su intrépido paseo, a lo cual ella dio respuestas poco convincentes. Argumentaba total desconocimiento acerca de la causa que la había motivado a retirarse de la habitación. Entre recuerdos confusos, admitía haber despertado mareada y confundida en el patio trasero de la casa para luego reincorporarse y dirigirse hacia la puerta de entrada.

Aunque la explicación resultaba descabellada, su mirada repleta de confusión convenció a Ignacio acerca de la veracidad de sus palabras. Transcurrido aquel instante de desconcierto, ambos regresaron a la habitación nuevamente, donde dedicaron un momento para dialogar sobre lo acontecido. A pesar de que el suceso no admitía una justificación coherente, intentaron encontrar respuestas en cuestiones tales como el sonambulismo, el stress o algún otro padecimiento que pudiera haber afectado su estado de conciencia.

Sin haber llegado a ningún tipo de conclusión, se recostaron restándole relevancia al hecho. Ignacio intentó abrazarla rodeando su espalda con los brazos, pero, al rozar uno de sus hombros, Sofía se sobresaltó en un gesto de dolor. Alarmado ante la queja abrupta, se reincorporó y encendió la luz.

Lo que sus ojos vieron rompió toda hipótesis por encontrar una explicación lógica a los misterios de aquella noche. Una extraña herida, aún abierta pero sin mostrar sangrado, se hallaba sobre uno de los hombros de ella. Esta emulaba un triángulo representado por cuatro orificios circulares, uno en el centro y el resto en los extremos a una distancia simétrica de pocos milímetros. La perfección de la figura hacía realmente estremecedora la escena, ya que esta no parecía el producto de un golpe o accidente. Esa herida insinuaba la obra de alguien que dispuso de la destreza y el tiempo necesarios como para llevar a cabo esa tarea minuciosa.

Tras la sorpresa, la situación se tornó aún más confusa. Sofía sostuvo su postura de desconocimiento ante sus acciones, mientras que Ignacio se vio desbordado por el desconcierto y la inconsistencia de los hechos.

Aquella noche marcó un hito en la relación de ambos. Tras la experiencia, los siguientes días fueron plagándose de episodios similares, donde actitudes confusas e irracionales por parte de Sofía fueron incrementando la incertidumbre.

En un principio, las anomalías se manifestaron a través de extrañas pesadillas que corrompían el sueño de ella a altas horas de la noche. Durante estos sobresaltos, su conducta se alteraba frenéticamente, dando lugar a un estado de shock que se prolongaba por varios minutos. Tras recuperar la compostura, Sofía solía retener en su mente ciertos pasajes de las alucinaciones, donde los recuerdos remanentes exponían una agobiante sensación de parálisis agravada por intensos dolores punzantes. Estas pesadillas se destacaban por aflicciones corporales sumamente desagradables, donde las representaciones visuales eran confusas e indescifrables.

La primera ocasión en que ocurrió este tipo de incidente, fue a los pocos días, luego de la noche en que Sofía se había ausentado. En aquella oportunidad, mediaban las cuatro de la madrugada cuando esta despertó repentinamente. Con su cuerpo exaltado, reaccionó en un salto espontáneo que la incorporó de rodillas sobre la cama. El brusco movimiento también despertó a Ignacio, quien al ver la situación se acercó para asistirla.

Atrapada en un estado de nerviosismo casi irreal, su pecho se agitaba fuertemente, acelerando cada vez más el ritmo de la respiración. Sus ojos entreabiertos parecían perdidos, como atravesando el limbo que se aleja del sueño para ingresar paulatinamente en la realidad. Al mismo tiempo, sus dedos tensos rasgaban con dureza las sabanas, deshilachando el tejido con el roce de las uñas.

Aquel momento de alta tensión se había extendido por el lapso de varios segundos, hasta que finalmente cayó exhausta en brazos de su compañero. Ese marco de confusión y angustia la silenció por un momento, ya que sus palabras se ahogaban cuando intentaba expresar lo que afligía a su mente.

Tras aquel intervalo, su estado comenzó a estabilizarse y finalmente pudo describir lo que aún recordaba de la perturbadora pesadilla. Lo que dijo resultó escalofriante:

—No recuerdo cómo llegue hasta allí. Solo sé que me encontraba en una habitación desolada donde era muy difícil observar a mí alrededor. Esa bruma espesa lo cubría todo, ni siquiera podía distinguir mi propio cuerpo —relató confusa, como si el recuerdo no fuera del todo claro—. Luego una luz blanca muy brillante se encendió iluminando un poco más el lugar. De pronto sentí un fuerte pinchazo en mi espalda, como si algún objeto punzante se introdujese en mi cuerpo. El dolor era muy intenso y al querer alejarme… ¡Me di cuenta que mi cuerpo estaba completamente paralizado! Por más esfuerzo que hiciera no podía moverme, y no tenía más opción que esperar a que el dolor cediera. Pero cuando acabó, sentí otro pinchazo similar en el estómago. La misma situación se repitió varias veces, mi cuerpo inmóvil y aquel dolor insoportable hiriéndome por todas partes —continuó explicando aquel episodio con fervor, con tanto ímpetu que Ignacio comenzó a dudar de si era solo una mera pesadilla—. El dolor cada vez se hacía más intenso. Creo que luego desperté porque ya no tengo más recuerdos… ¡Fue un sueño horrible! y lo peor de todo es que parecía real.

Finalmente, Sofía concluyó su relato. Pero ese suceso no fue un hecho aislado, ya que estas pesadillas continuaron apareciendo en las noches siguientes, produciéndose con la misma confusión y dramatismo.

6

Preocupado y meditabundo, Ignacio divagaba entre los recuerdos de aquellos hechos que lo habían alejado de Sofía. Cautivo de su pensamiento, se abstrajo por varios minutos de su actual vuelo. Pero la reflexión se vio interrumpida cuando percibió un leve golpe en uno de sus hombros.

Al levantar la mirada, se encontró con el amable rostro de la azafata, la misma que horas atrás le había convidado algunos aperitivos. En aquella oportunidad, esta le había ofrecido una medida de Jameson, un exquisito whisky irlandés que Ignacio agradeció con una propina acorde.

Pero esta vez la gentil mujer no poseía ninguna bebida para ofrecer y con tono enérgico se dirigía hacia él.

—Nos encontramos próximos a arribar al aeropuerto de Dallas. Solicitamos a los pasajeros abrocharse el cinturón de seguridad. Hace instantes lo anunciamos por los altoparlantes. Por favor, colóqueselo cuanto antes. ¡Gracias! —concluyó su pedido señalando con su dedo índice el cinturón destinado para su asiento.

—¡Ahora mismo me lo coloco! —contestó Ignacio asintiendo con la cabeza.

Colocó el cinturón tal como le fue solicitado y se dedicó a contemplar la vista de la ventanilla, la cual ofrecía una excelente panorámica de la ciudad. Aquella metrópolis perteneciente al estado de Texas, sería el punto desde donde Ignacio realizaría transbordo para acceder finalmente al avión que lo llevaría rumbo a Sacramento.

 

La mañana se encontraba plenamente instalada en el territorio de Texas, donde el clima era adecuado y la ausencia de nubes propiciaba un arribo exitoso. Favorecido por ese entorno ideal, el avión se preparaba para realizar el aterrizaje sobre el aeropuerto internacional Dallas-Fort Worth.

Durante los últimos instantes de vuelo, la aeronave comenzó a tomar posición, mientras que, por los altoparlantes, se escuchaba la voz del capitán anunciando la llegada a la ciudad. Por su parte, Ignacio sufría ante el nerviosismo que le ocasionaba el ingreso a la fase de descenso. Si bien no era su primera experiencia, aún no lograba superar el miedo a volar en avión.

Finalmente, el aterrizaje se desarrolló sin contratiempos y, en cuestión de minutos, el avión se encontraba detenido en tierra firme.

Luego del arribo, se inició la instancia de descenso de pasajeros. Tras abandonar la aeronave, Ignacio se disponía por primera vez a pisar tierras norteamericanas.

Una vez en el interior del aeropuerto, se dirigió al sector de aduanas, donde demoró unos minutos en registrar su ingreso al país. Mientras desarrollaba ese trámite, su mente dispersa se enfocaba en su próximo trayecto. Este con destino a California implicaba el abordaje a un nuevo avión en cuestión de una hora. Aquel itinerario le otorgaba unos minutos libres antes de la partida, propiciando así una ocasión ideal para recorrer las instalaciones del lugar.

7

Ignacio caminaba por una de las galerías que se desprendían del hall principal del aeropuerto. Allí descollaba un bar estilo francés con un cartel muy llamativo que decía Le voyageur. Aquel letrero despertó su interés, invitándolo a ingresar al local.

Una vez adentro, se arrimó a la barra. Detrás de esta se encontraba un señor de unos cuarenta años de edad con un acento muy particular, quien le ofreció una carta para que pudiese hacer su pedido. Se sentó sobre uno de los bancos próximos a la barra, tomándose unos minutos en seleccionar su desayuno. Mientras revisaba el menú, oyó una voz de fondo que se dirigía hacia el empleado que lo había atendido. Por extraño que resultara, esa voz le parecía conocida.

—¡Perdón! ¿Podrías facilitarme el periódico de hoy? Los que están en la mesa son de días pasados. —Aquella persona irrumpía en el ambiente con tono áspero y dejaba entrever cierto fastidio.

—¡Por supuesto! —contestó con gran amabilidad el empleado.

Tras el breve dialogo, Ignacio levantó la vista para identificar al sujeto. Advirtió cómo un hombre mayor se alejaba hacia el fondo del recinto, daba media vuelta y tomaba posesión de una mesa que se ubicaba junto a la pared. Al momento en que el individuo se volteaba, Ignacio pudo reconocerlo. Se trataba de Edgar Lotus, el anciano que le había agradecido por recuperar sus anteojos.

Recordó su primer encuentro con él. En aquella oportunidad, algo le había llamado la atención de aquella persona, a pesar de que la charla se había ajustado a una simple presentación. Sin embargo, el destino volvía a cruzarlo con aquel hombre, ofreciéndole una nueva ocasión para develar su intriga.

Motivado por su curiosidad, se acercó a dialogar con Edgar, quien leía el periódico relajadamente en su mesa. Al aproximarse Ignacio, este interrumpió su lectura con una expresión de asombro.

—¡Hola Edgar! ¡Qué bueno volver a verte! ¿Puedo sentarme a tu mesa?

—¡Adelante! Siéntate aquí conmigo. Todavía tengo que agradecerte, ¡si no fuera por ti no podría estar leyendo el periódico! —exclamó el anciano mientras señalaba sus anteojos.

—¡La mañana está esplendida! —acotó Ignacio para motivar el diálogo.

—¡Es verdad! Da gusto comenzar el día de esta manera —respondió mientras retiraba un extraño aparato de su portafolio y lo apoyaba sobre la mesa.

Este era alargado y de dimensiones pequeñas, con una apariencia similar a la de un control remoto. En la parte superior sólo disponía de un par de botones y una diminuta luz de color azul intermitente. Aunque aquel trasto generaba gran interés en Ignacio, prefirió desviar la mirada del objeto y continuar con la charla.

—Buen clima para volar, y sobre todo para aterrizar. ¡Me asusta la idea de descender en un día de tormenta! —bromeó Ignacio desconociendo que sus palabras darían el pie a que el anciano se explayara en uno de sus temas preferidos.

—Seguramente, joven. Me lo dices a mí, que soy ex aviador de la Fuerza Aérea. Días como estos son una invitación a volar para cualquier piloto. El clima es el principal compañero de todo aviador.

—¡Interesante! Así que tú has sido aviador. Imagino que debes tener una larga trayectoria.

—¡Oh sí, muchacho! He llegado a ser Teniente Coronel de la Fuerza Aérea. Quince años de mi vida le he dedicado. Muchas historias son las que he vivido, aunque hoy no son más que recuerdos.

—No quisiera abusar de su confianza, pero me gustaría hacerte una pregunta.

—Adelante muchacho, pregúntame lo que quieras.

—¿Eres ufólogo? También lo mencionaba la tarjeta que me entregó en el avión.

—¡Así es! He trabajado en varios proyectos como ufólogo.

—¿En qué consistían? —preguntó Ignacio queriendo mostrar interés por el tema.

—Fueron los primeros estudios que trataron seriamente el fenómeno ovni.

—¿Cómo surgieron?

—Es una larga historia… Allá por los años cincuenta, una gran oleada de avistamientos azotaba el mundo entero. Miles de casos se registraban por todas partes, y la cantidad de coincidencias en los relatos era realmente interesante. Los protagonistas de estos describían objetos voladores con forma de platillos recorriendo el cielo, desplazándose a gran velocidad o suspendidos en el aire. Las descripciones eran muy similares y los numerosos testigos que afirmaban estos hechos obligaron al gobierno de los Estados Unidos a tomar cartas en el asunto. Ya habían existido con anterioridad ciertas iniciativas destinadas a la investigación de los ovnis, pero ninguna afrontó un estudio científico realmente profesional y objetivo —relató con gran énfasis mostrando satisfacción al contar sus experiencias.

—¿Por qué fue así?

—Aquellos antecedentes promovieron la investigación de numerosos casos de avistamientos, donde se entrevistaron testigos y se reveló información desde los lugares de los hechos. Si bien en un principio estos proyectos aparentaban inclinarse hacia el esclarecimiento del fenómeno, en realidad detrás se escondía un propósito nefasto asociado a políticas de encubrimiento y conspiraciones.

—¿Entonces cuál era el verdadero interés?

—Desvirtuar los relatos de los testigos, acusándolos de falta de coherencia o veracidad. Aquellos casos revelados fueron considerados falsos en su totalidad, justificando los hechos con fenómenos de la naturaleza tales como efectos visuales generados por la atmósfera.

»En definitiva —continuó—, las primeras iniciativas fingieron estudiar el fenómeno, pero el verdadero propósito consistía en eliminar toda conciencia acerca de la existencia de los ovnis, ya que el gobierno consideraba su conocimiento como una amenaza de estado —hizo una pausa para tomar aire y retomó con mayor ímpetu—. Pero los avistamientos no dejaron de suceder, y la necesidad de una respuesta promovió la obligación de encarar el tema nuevamente desde una óptica más comprometida con la realidad. En torno a esas circunstancias, se abrió una nueva investigación sobre el tema, la cual pudiera dar explicaciones a lo que estaba sucediendo.

»El proyecto se desarrolló en una dependencia militar ubicada en Ohio, y desde allí se realizaron las principales investigaciones conducidas por un grupo de profesionales del cual yo formé parte. Mi participación fue muy valorada en aquel ámbito —Edgar no daba respiro en su relato, realmente le entusiasmaba el tema y daba fe de ello en cada palabra que expresaba. Ignacio lo oía atentamente y se alegraba de haber despertado empatía en el anciano.

—¿Cuál fue el motivo que te impulsó a participar de aquel proyecto? ¿Creías en la existencia de vida extraterrestre? —preguntó con cierto recelo, el tema le recordaba su conflicto con Sofía. Ignacio mantenía una opinión formada al respecto, no obstante, le interesaba conocer el pensamiento del anciano.

—En un principio era muy escéptico al tema. Pero cuando el destino me enfrentó con la realidad no tuve más alternativa que cambiar de postura.

—¿Qué te hizo cambiar de parecer?

—Fue en una mañana del año 1948. Era fines de febrero y yo estaba por despegar mi Douglas X-3 Stiletto, cuando se acercó un superior y me encomendó una misión muy particular —recordó con gran nostalgia—. Unas horas antes de mi encargo, otro aviador se encontraba haciendo un vuelo de rutina, cuando repentinamente se encontró con un objeto volador muy extraño. De inmediato se reportó a la base aeronaval. Aquella alerta provocó la improvisación de una misión de apoyo para proteger al piloto y obtener mayor información sobre el hecho.

»No era la primera vez que ocurría una situación de esas características, ya que otros miembros de la fuerza habían reportado con anterioridad la presencia de esos objetos. Estos avistamientos habían sucedido principalmente durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, muchos militares los asociaban con tecnologías de avanzada provenientes de Alemania. Pero su verdadero origen era una gran incógnita. En nuestra jerga los solíamos denominar foofighters, un término derivado de una mala traducción, que significaba los cazas de fuego.

»Más allá de los comentarios acerca de éstos, yo jamás había tenido ocasión de presenciar tal espectáculo. Aquella misión era mi oportunidad, así que encendí los motores de mi nave y me dirigí en busca de mi compañero.

—¿Qué fue lo que viste?

—¡Algo increíble! Cuando volaba a pocos kilómetros de donde se encontraba el piloto, una extraña energía se apodero de mi avión. Los compases no respondían, los relojes marcaban valores inconsistentes, la radio hacía interferencia, todos los instrumentos de orientación fallaban. Piloteaba mi avión completamente incomunicado. Luego de un instante, pude observar a lo lejos la nave de mi compañero avanzando en la misma dirección que la mía. En ese momento, a pesar del desequilibrio y la falta de comunicación, nos encontrábamos perfectamente alineados.

»Lo sorprendente sucedió tras aquel contacto visual con mi colega. En dirección opuesta al sentido en que me encontraba volando, se aproximaba un objeto a gran velocidad. Por un momento, pensé que esa cosa desconocida se estrellaría directamente sobre mí, así que tuve que aplicar una maniobra abrupta para eludirla. Tomé con firmeza el mando del avión y descendí violentamente. La caída fue muy pronunciada pero resultó efectiva, ya que la nave invasora sobrepasó a varios metros por encima de mi cabeza. Su velocidad era realmente asombrosa, y poco pude apreciar del objeto en ese instante —sus descripciones eran vehementes, entusiastas, se mostraba completamente absorto en lo que relataba.

Fue entonces que el aparato sobre la mesa cambió su color a rojo intenso. El anciano hizo una pausa abrupta, interrumpiendo todo vestigio de charla, y volteó su mirada a este, asombrado. Ignacio, quien también había advertido el suceso no pudo evitar que la curiosidad hiciera presa de él.

—¿Qué es ese aparato? ¿Qué significa este cambio de luces? —preguntó con gran intriga.

—¡Créeme que no es de tu incumbencia! —respondió con temperamento.

Aquellas palabras enmudecieron a Ignacio, quien entendió que no era el momento adecuado de hacer una pregunta que incomodara al hombre que tenía frente a él. Sin embargo, luego de este breve estallido, Edgar continuó con su narración retomando en el momento justo en que se había quedado y como si nada hubiese ocurrido.

—El fuerte movimiento me hizo perder de vista el avión de mi compañero. Para peor, aquel objeto extraño no me había olvidado, ya que al momento de lo ocurrido retomó su posición de vuelo ¡y esta vez se ubicó a mi lado! Estaba a unos cincuenta metros sobre mi izquierda y perseguía mi trayectoria.

»Tenía aspecto ovalado, formado por un platillo circular en la base y una semiesfera en la cúpula. Nada hacía pensar que se tratase de alguna tecnología conocida, al menos de la Fuerza Aérea. Sus movimientos eran ligeros y precisos. Su apariencia metalizada cubría toda su superficie y no se podía distinguir ventanillas, ni turbinas. Su color era sólido pero variaba de un instante a otro, ya que al principio mostraba una tonalidad grisácea, y luego adoptó un anaranjado que se asemejaba a las descripciones atribuidas a los foofighters. Era evidente que yo era el centro de su atención y que se trataba de un acto totalmente voluntario por parte de esa cosa. Luego de perseguirme unos minutos, la nave se elevó unos cien metros por encima de la mía, y con un giro brusco se esfumó entre las pocas nubes que había en el cielo.