Cubierta

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre Omar Álvarez

Nació en Buenos Aires, en 1954 y es hijo de inmigrantes españoles. Fue baterista de rock en los setenta. Se graduó en la UBA como Educador de adultos y Licenciado en Educación permanente. Realizó diversos cursos de posgrado y, becado por la AECI (Agencia Española de Cooperación Internacional), hizo el doctorado de Psicodidáctica en la Universidad del País Vasco. Dictó seminarios sobre Teorías del aprendizaje y Educación en el contexto político. Fue docente en las áreas pedagógicas en la Universidad Nacional del Comahue y en profesorados y escuelas medias de Buenos Aires y de Neuquén. Participó en sindicatos docentes y fue secretario general en ATEN (Asociación de Trabajadores de la Educación del Neuquén). Escribió artículos académicos, poemas, relatos y los ensayos Fundamentos de la Educación Social y El papel del inconsciente en el aprendizaje escolar.

Su relato El dial oriental fue seleccionado en Prendí la radio y se encendió el aire, antología que publicó Radio de la Universidad Nacional del Comahue.

Perros en invierno es su primera novela.

perroseninvierno@gmail.com

Índice

un recuerdo amorosamente fundado

nos limpia los pulmones     nos aviva la sangre

nos sacude el otoño           nos renueva la piel

y a veces convoca lo mejor que tenemos

el trocito de hazaña que nos toca cumplir

 

Mario Benedetti

SEGUNDA PARTE
Del amor y de la revolución

1. La poesía madura y se va

La remera amarilla, traída de Brasil, la recuerdo con claridad. También me acuerdo de Eduardo, el Gordo, mi amigo de la infancia que nunca volví a ver y que se quedó con ella. Porque a sus manos —o a su cuerpo— fue a parar, sin que yo tuviera tiempo de opinar. Fue un regalo de mi vieja. Hacia él, claro. No hacia mí, que era su auténtico dueño desde que Mario me la trajo. O mejor dicho: desde que mi hermana me la trajo como un obsequio, un souvenir, del viaje de Mario.

Ese país, aunque limítrofe, estaba para mí más lejos que España. Al menos, guardaba en aquel tiempo mío muchísima más distancia, misterio e intrigas que lo que había o venía del otro lado de los mares. Tanto, tanto que ahora aflora una nueva. Siempre creí que Mario había estado allí solo. Y de allí los regalos, a través de Cini. Y ahora pienso que nunca hubo indicio alguno que descarte la posibilidad de que mi hermana haya viajado con él. Más bien puedo llegar a pensar que eso debió haber sucedido, justo en esos momentos...

Tengo muy presente la noche que, entre gritos —de mi vieja de acusación y de Cini de reivindicación de su mayoría de edad— Cini, Lucina, mi hermana, se fue de casa. O expulsada o con la decisión de renunciar al hogar familiar. O con una mezcla de las dos cosas.

Esa noche fue de muchísimo dolor para mí. Creo que para mi mamá también, pero de otra forma.

Días —o meses quizás— después, volvía mi angustia como espectador.

—¿Tu mamá echó a tu hermana? —la pregunta (retórica, y más como sanción que como interrogante) de mi prima Élida no hacía otra cosa que profundizar la herida abierta aquella noche.

 

Eso fue en el local del Bar Álvarez, el de su padre, mi tío Ciriaco, en la reunión familiar de Navidad, después de cerrar el negocio y acondicionarlo para tal evento.

Muchos momentos de mi niñez habían sido de los mejores los que pasé en ese lugar. Como cuando Élida, sin decirle nada a su padre, agarró las llaves del furgón y me llevó a dar una vuelta por el barrio como torpe conductora. O cuando su hermano, mi primo Lito, me contaba historias alucinantes de parroquianos del bar. Y las de su gato Rodríguez, que había apodado así por su hábito de amanecer sobre el mostrador de estaño, copiando el apellido de uno que no fallaba con su desayuno diario de ginebra.

Pero ese no. Ese momento, el de esa Navidad, no fue nada lindo.

Y después, no mucho después, como si las cosas debieran estar encadenadas, mi prima se murió devorada por una infección en una cirugía que no suponía grandes riesgos.

 

Ciriaco era el mayor de los hermanos de mi viejo, y el primero en abandonar la casa de Santibáñez del Toral. Cuando llegó a Buenos Aires como inmigrante tomó trabajos de los más diversos, pero fueron más fecundas las tareas en el gremio gastronómico. Su empeño en esa actividad dio sus frutos y prosperidad. Llegó a poner su propio bar. Orondo, siempre relataba que en los inicios de su trabajo de mozo, le tocó atender varias veces, en su mesa, a Carlos Gardel. Y que eso fue, más o menos, durante el período en el que el Zorzal Criollo incrementaba la proporción dedicada al tango o tango-canción de su oficio de cantor, a principios de la década de los veinte.

Para fines de la década de los cuarenta, ya el Bar Álvarez y la Provisión Álvarez ocupaban la esquina de Medrano y Bartolomé Mitre, y funcionaban a pleno. Por la esquina se accedía a la Provisión. Ocupaba la parte del terreno que da a Bartolomé Mitre. Al bar se accedía por Medrano, a cuya vereda también daban sus vidrieras. Por detrás del mostrador, ambos negocios se comunicaban. La construcción toda formaba una unidad que incluía, además de los locales, la vivienda y un patio que todavía recuerdo. Tenía piso de baldosas rojas, bordeado de macetones con hortensias y damas de noche. Alternando con una breve estancia en Rosario (donde vivían dos hermanas de mi vieja), esa casa fue uno de los primeros refugios porteños de mis viejos con Cini a sus dos años, al llegar desde España.

Quizá, al haber pasado parte de su niñez en ese barrio, deba mi hermana cierta simpatía futbolística por San Lorenzo de Almagro, club del que Lito, mi primo, el otro hijo de Ciriaco, era hincha obsesionado. Mi viejo no. Como buscando raigambre nacional, siempre fue fiel seguidor de Racing. La Academia del fútbol argentino. Donde Humberto Maschio, poco menos que un prócer para él, más que jugar, daba cátedra. Años después, cuando fue echado de la dirección técnica de la Selección Argentina, nada menos que por el dictador Juan Carlos Onganía, Maschio se ganó definitivamente la categoría de Héroe Nacional en casa. A mí, no sé quién me convenció en la infancia de que debía vivar a Boca.

—¡Si lo llego a agarrar a ese…!, —decía, entonces, Cini.

 

La casa de Almagro volvió a guarecer, solo por unos días, a Lucina, más o menos a sus veinte años, en la dolida huida. Y no migrando desde el otro lado del océano, desde Perros, sino desde su casa paterna hasta el centro. Cerca de la facultad, cerca de los poetas, de los libros y de su amor.

En esos días le escribía a Laura:

 

¿Hace cuánto tiempo no tengo comunicación con vos? ¿Meses? ¿Cuántos?

Voy a dejar de lado todas las excusas que se acostumbra aducir en estos casos (falta de tiempo, mucho trabajo, etc.). No interesa.

Eso sí, tengo que decirte que desde hace meses pienso en Rosario más que de costumbre. Es como una «necesidad» ¿sabés? Después voy a explicarte el motivo.

Yo tenía quince años la última vez ¿no?

¿Cómo están todos? Una necesita preguntar, así, como si la respuesta pudiera llegar tan pronto y tan cerca, como si estuvieras aquí, del otro lado de mi mesa, con tu pelo cortito, tu cara frutal, tu voz en la que es fácil hundirse. ¿Qué hace mi primo Rolo? ¿y los chicos? ¿y la tía? ¿y todos?

Es posible que esperes que te cuente qué cosas pasan aquí en Buenos Aires. Bueno, en mi casa se continúa trabajando, como siempre. Mi hermanito va a la escuela (está en 4.° grado) y hace «inventos». Yo, bueno, yo voy a la facultad (a veces, cuando puedo), estoy estudiando dactilografía y tuve algunas lindas suplencias en Gregorio de Laferrère (actualmente no ejerzo, las cosas son así). Hago otras cosas también que te contaría con muchas ganas si camináramos juntas, por ejemplo, por alguna calle de Rosario o por Almagro, aquí, o La Boca o ¡bueno, en cualquier lado!

Escribo, leo, me meto en los rincones más absurdos para investigar cosas (te va a dar risa). Pero ¡cómo! ¡cómo me gustaría ir a Rosario! Sí, sí, es que tengo ganas de que fuera ya un día en que estuviera en el tren y… bueno, basta.

Te escribo desde un café de Avenida de Mayo y Perú, cerca de mi facultad. Tal vez te sorprendan estas cosas (escribir en los cafés). Pero es que esto ya se volvió una cosa casi normal. ¿Te acordarás de que en mi casa no hay lugar? Muchos poemas están hechos así como te digo, en algún sitio parecido. Te aseguro que de esta manera se consigue investigar muchas cosas que de otro modo podrían pasar inadvertidas. Además, así se está mucho más cerca del elemento humano. Y por último, eso es lo que una persigue para escribir cosas «vivas». Claro está que hay también días negativos y entonces se siente que la decepción sube como una araña por todo el cuerpo.

Una va a acercarse a los lugares más insólitos para recoger material compuesto por cosas «vivas». Las plazas, los bares de los callejones antiguos, las calles pintarrajeadas de La Boca, las casas de chapa, los chicos que en la hora de la siesta se preparan para jugar a la pelota, los barcos anclados, estos tipos raros que caminan por cualquier parte generalmente barbudos y con la ropa rota y vieja.

Es inútil. Es el momento cuando Buenos Aires se mete hasta la médula y te ocupa como un departamento al costado de la sangre.

¿Te asombran mis actuales tendencias? No te preocupes. Cuando me veas vas a darte cuenta de que sigo siendo la de siempre. Es posible que ahora los ojos se hayan abierto más y que la mano se haya estirado con los dedos amigos.

Bah, basta de palabrerío. Voy a dejarte porque dentro de cinco minutos tengo clase.

Invitame. Sí, Laura. Invitame, por favor. Tal vez en noviembre o diciembre. ¡Si supieras! «Necesito» ir a Rosario. Estoy esperando cobrar un dinero que me deben de la escuela (ya sabrás con qué retraso se nos paga). «Necesito» ir a Rosario. Como cuando se necesita que una lluvia finita nos moje la cara.

Cariños para todos. No mando saludos de mi casa porque no saben que te estoy escribiendo… hay una hora de viaje desde mi casa hasta donde estoy ahora.

Te abraza y te besa muy fuerte, Cini.

 

Se estableció en una pensión primero. No sé con precisión cuándo, pero después de unos meses, o un año a lo sumo, comenzó su convivencia con Mario. Su romance con él fue tan intenso como dramático el desenlace final de su enfermedad. Y a ella le tocó atenderlo en sus últimos días, en su agonía, en noviembre de 1966.

Mario Jorge de Lellis era un poeta mayúsculo. Es considerado como inaugurador de una línea nueva dentro de la poesía social: la poesía popular. Manteniendo el estilo, sus contenidos recorren la marginación, los oficios, la vida de los bares, el fútbol. En especial, Boca, el club al que homenajeaba con sus versos.

Alguna vez, entre la ilusión mía y su autocompasión, Cini —consciente de lo irremediable de la enfermedad de Mario— me dijo:

—Mario me dijo que cuando se cure, te va a llevar a ver a Boca a la cancha —y agregó una insinuada sonrisa. Y un silencio largo que epilogaba la frase... y traslucía en sus ojos una profunda tristeza.

Nunca llegué a ver personalmente a Mario. Lo conocía más por las emociones de Cini, entre enamoradas y melancólicas traducidas en otras mías, curiosas, ansiosas y plenas de fantasías. Me quedé con las ganas de ir a ver a Boca. En ese tiempo, el de su idilio atrevido e impetuoso hasta el fin, que creo que no llevó mucho más de doce meses, yo tenía entre diez y doce años. La diferencia de edad entre Lucina y yo es de casi diez. Lo suficiente como para que yo no estuviese presente en todas sus vivencias. Pero ella, o mejor: su figura, sus enseñanzas eran inseparables de lo que yo intuía como ideal (me parece que eso hoy sigue siendo más o menos así). Yendo ella delante de mí, marchando primero, como una locomotora que abre camino, funcionaba como un norte, como un faro.

Claro que no era lo que opinaba mi vieja. Tan intensa como fue la relación amorosa de mi hermana con Mario, fue el tormento de la relación de ella con mi vieja.

Las inquietudes tempranas de Lucina por el teatro y la poesía eran al principio vividas por mis viejos como motivo de orgullo. Pero a medida que su incursión en esos círculos literarios se hacía más notable y —al ir creciendo— le insumía noches, ese orgullo fue transformándose. Primero en recelo y más tarde en enojos y peleas. El noviazgo, raro, de mi hermana con un tipo mucho mayor que ella, con veintitrés años de diferencia —había nacido el mismo año que mi vieja... para colmo—, parecía propio de ese mundo de poetas y de locos. Y, como si fuera poco, arrancaba rompiendo la relación con otra mujer y su familia. Entonces, las paredes de la nuestra crujían. Fue algo así como un terremoto.

De cualquier modo... o quizá por ser así como se daban las cosas, lo que ella me contaba (como una crónica exclusiva, cómplice y casi clandestina) me encandilaba.

A esa edad (la mía) la mezcla de Boca Juniors con César Vallejo, aunque suene raro podía ser algo muy natural. De Brasil, además de la remera me había traído un birimbao. No sabía yo mucho cómo usarlo, pero cualquier cosa que viniese de ese rumbo era digno de admiración para mí. Hasta alardeaba ante mis amigos de tener un instrumento que habían usado los esclavos para hacer música.

 

Además de autor, Mario fue un estudioso de la poesía. Tanto a César Vallejo como a Pablo Neruda, que son como polos complementarios de la poesía latinoamericana, dedicó parte de sus trabajos. Quizá se lo deba ubicar más cerca del poeta peruano. Tal vez por eso, Lucina admiró más a Vallejo y de él se nutrió más su posterior poesía. Mario ejerció, sin duda, una fuerte influencia en la generación de los poetas de los sesenta, en Juan Gelman, en Humberto Costantini. En los escritores que se agruparon bajo el nombre de El Pan Duro, en reconocimiento a su poema «Canto a los hombres del pan duro». Fue tal que a fines de esa década, uno de los primeros talleres literarios (como experiencia innovadora, entonces) de Buenos Aires llevó su nombre y perduró varios años como una nueva forma de hacer literatura. El Taller Literario Mario Jorge de Lellis. Fundado por muchos de quienes querían su poesía, por algunos de quienes habían sido sus amigos… y por Lucina. En su primera época lo integraron, además de ella, Irene Gruss, Daniel Freidemberg, Rubén Reches, Jorge Asís, Marcelo Cohen, Jorge Aulicino (Jorge Ricardo se hacía llamar entonces). También Oscar Barros. José Murillo supo oficiar de coordinador. Más tarde Oscar tomó las riendas de la coordinación.

Resulta sugerente que hoy perdure un recuerdo más geográfico que poético. Reconocido como El Poeta de Almagro, hay una placa que da su nombre a la esquina de la Confitería Las Violetas, Medrano y Rivadavia. Y en el mismo barrio, la pequeña (acaso como símbolo del lugar en la memoria académica) plazoleta en forma de triángulo, en la esquina de Peluffo al 4000, donde se junta con Lezica, también se llama Mario Jorge de Lellis. En el mismo lugar donde alguna vez estuvo la vieja Estación Almagro de Ferrocarril Oeste. Hasta el enano monolito levantado allí y semidestruido sugiere una imagen degradada del pretendido homenaje.

 

No sé si en nuestros primeros años porteños, Mario ya había visitado el Bar Álvarez. Sin duda en algún momento lo hizo. Hacía culto de la ginebra, el mostrador, los barrios y en especial ese, Almagro, donde pasó casi toda su vida, y los convertía en literatura. Hay un libro suyo que agrupa poemas dedicados a los bares de Buenos Aires. El libro se llama El último estaño y se mantuvo mucho tiempo inédito. Cada bar tiene su poema. Así, por ejemplo, hay uno del Bar Gildo, uno del Café Dos Avenidas, uno del Cantábrico. Y el Bar Álvarez tiene también el suyo. En el poema «Bar Álvarez» se pueden leer las impresiones «alucinadas» de Mario en relación al vínculo con Lucina.

El poema era desconocido para mi tío hasta que se lo leí, cuando hacía tiempo que ya todo había pasado. Cuando incluso el Bar Álvarez como tal había fenecido y cedido su espacio al Bar Latino (ese emprendimiento de Ulises Barrera [hijo] a quien se lo alquiló y donde se empezó a volver a oír música prohibida a fines de la dictadura, a principios de los ochenta). Él parecía desconcertado... no podía entender cómo su nombre, Ciriaco, protagonizara un poema dedicado nada menos que a su bar, elegido junto a otros bares porteños, y se refiriera al «estaño de mi copa malparada».

Fue muy extraño lo que pasó después con los originales de ese libro, y el retrato de Mario hecho por Castagnino. Esas cosas habían quedado como una herencia para Lucina. Ella las conservó, pero en la casa de Ituzaingó. En mi cuarto. Como evitando interferencias emocionales posteriores. Después, cuando ya no quedaba nada de lo más importante, mudanzas de por medio, ese cuadro y esa carpeta se perdieron, junto a otros objetos. Debo decir, mejor: excepto un carnet de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) y un sombrero, no cuidé de ellos y los abandoné.

Acaso, a algún remate habrán ido a parar. La cuestión es que, como guiados por algún duende o albur o no sé qué cosa en su camino, sin intervención mía alguna y en forma azarosa, fueron recuperados, parabién, por Ricardo de Lellis, el hermano de Mario, quien editó con el sello Vinciguerra una antología que contiene poemas —entre otros— de El último estaño. Allí se puede ver, además, la reproducción de aquel retrato; y también algunas fotografías, entre las que se incluye una de Mario en la puerta del local del Bar Álvarez.

Hay otras fotos que yo conservo... y parecen de tiempos distintos.

Pero las de ese tiempo creo que van a seguir guardando enigmas. Hay algunas, sacadas en Córdoba, de Lucina y Mario. Pero no creo reconocer ninguna de Brasil.

Y vaya a saberse por qué, el enigma también va por el camino de la familia que Mario había dejado.

Sandra, la hija que él tuvo con Nira Etchenique, vive —también— en Brasil.

Alguna vez me contacté con ella. Pero no es mucho lo que me contó. No sé si porque no son muchos los recuerdos, o porque prefiere bajar la persiana y clausurar evocaciones.

Lo que sí me dijo es que recuerda bien las visitas de su padre cuando pequeña. Pero que al ir creciendo, el de su padre poeta, era un tema del que no se hablaba en su casa. Su madre lo esquivaba. El idilio de Lucina con Mario tal vez empezó rompiendo ese vínculo. Nira era también una gran poeta y narradora y transitaba los mismos ámbitos que su exmarido. La separación de Mario debió haber sido desgarradora para Nira. Y dejó la impronta de la ruptura en su poesía. «Diez y punto» es el poema que se destaca en el libro suyo que se llama igual. Diez y punto.

2. Primeras reparaciones

Y el período posterior fue (como era esperable) demoledor para mi hermana. Recuerdo como se abstraía. Podía quedar varios minutos, con la mirada perdida, amarrada a algún pensamiento del que costaba sacarla. Yo notaba que disimulaba sus extravíos con la lectura; o mejor dicho, con la presencia de algún libro abierto —cuyo texto no seguía— frente a sus ojos. Varias veces la sorprendí en situaciones parecidas. Muchas de sus vivencias las pude reconstruir con cartas que ella escribía a mi prima.

En una de las tantas cartas le dice a Laura:

 

Una no quisiera escribir cuando se tiene que decir no algunas, sino muchísimas cosas. Una quisiera estar ahí, cerca de los ojos, de las manos de los seres queridos, cerca de las voces y las respuestas prontas. No esperar en una carta sólo un poco de comunicación…

 

Yo tenía un número de teléfono de un laburo de ella. De una oficina donde, en determinado horario, la podía ubicar. Para mí era algo difícil. Primero porque nosotros no teníamos teléfono en casa. Debía ir a un teléfono público, de los que no abundaban. Antes, tenía que conseguir algunas monedas. Se hablaba colocándole una moneda de un peso o de veinte centavos, no recuerdo bien; todavía no le habían cambiado la alcancía; bastante tiempo después pasó a costar diez pesos y se requería una moneda de las de caballito. Después hacer la recorrida en busca de un teléfono que funcionase. Como eran pocos los que sí, era raro encontrarlo a la primera de cambio. Por fin, cuando lo conseguía, hacer la cola, que siempre era larga por esa misma razón. Dar con ella era fácil, porque su trabajo de recepcionista consistía en atenderlo. Así que si conseguía la moneda, el teléfono en condiciones y tiempo para emprender la misión, allí estaba yo. Y ella del otro lado de la línea.

Debió haber sido en esos días, los de la carta. Al rato de conversar, me entusiasmó con la idea de salir a pasear juntos. Yo tenía doce años y, tal vez algo boludo, no viajaba solo en colectivos. Me inquietaba la cosa esa de sacar boleto. Ya había adquirido la experiencia... suficiente, traumática, no sé. Pero sin duda alguna contribuyó a ese aprendizaje.

 

Hacía unos años, cuando fuimos a ver Las siete maravillas del mundo, más que los paisajes en cinerama, mi experiencia vertiginosa había sido sacar boleto.

No era la primera vez que viajaba en colectivo, claro. Ni tampoco esa vez lo hacía solo. Lo único nuevo —y aventurado— para mí era tramitar el pasaje, cosa de la que yo jamás me había hecho cargo. Ni tenía idea de cómo se hacía.

Y de que yo magnificaba eso se dio cuenta el colectivero. Y el muy turro montó un show para divertirse. Subí primero y, mientras yo me aprontaba a iniciar el trámite, mi hermana se fue a sentar en el medio de los cinco asientos del fondo del colectivo. Por suerte (o no, vaya uno a saber) el colectivo iba vacío.

—Dos a Primera Junta. —El chofer advirtió que cuando anuncié el destino me encontraba en esa situación de debut como pasajero «responsable». Apabullado, como asustado, lo miraba como pidiendo permiso, como preguntando «¿está bien así?». Vacilaba entre agarrarme del pasamanos, entregarle el billete de diez pesos, poner la mano para recibir los boletos. Y para todo no me alcanzaban las manos.

Vio que tenía mis dos brazos extendidos y, sin decir nada, apretó el acelerador un toque. Con eso, por muy poco no me fui de culo contra el piso del colectivo. Di unos pasos rápidos hacia atrás intentando recuperar el equilibrio mientras buscaba de dónde agarrarme. Entonces apretó el freno con firmeza; con lo cual, de vuelta hacia adelante, golpeé con mi cabeza en el marco de madera del espejo retrovisor grande que tenían los colectivos de entonces. El espejo no se llegó a romper, pero el golpe sí que me dolió. Poniendo cara de «no pasó nada», de persona madura que no se hace problema por accidentes menores, por dentro sentía, además del papelón, que mi cabeza me latía que daba miedo. Ahí vi que el tipo se cagaba de risa. Y seguía sin darme los boletos...

—Agarrate, agarrate fuerte de ahí —me dijo, apuntando con un movimiento de cabeza y señalando con el mentón hacia el pasamanos que estaba más cerca de la máquina de boletos, mientras intentaba contener su carcajada.

Cuando vio que yo estaba agarrado con firmeza, aceleró suavemente. Y un rato después, mientras avanzaba, me pidió el billete que le di con la mano izquierda. Me dio en la misma mano los boletos y después, al entregarme el vuelto, se repitió la situación dramática. No tenía otro remedio, para agarrar el pilón de monedas, que ayudarme con la otra mano. La que tuve que soltar de mi seguro contra caídas. Manoteé las monedas como pude, las repartí entre las dos manos, mezclándolas con el bollo en que se convirtieron los boletos y, sorteando el zarandeo del andar del colectivo como buen equilibrista, fui dando pasos, algunos rapiditos, otros más pausados, otros buscando el tiempo, como en un paso de baile, hasta llegar al fondo del colectivo, hasta el último asiento, donde estaba sentada mi hermana.

 

El recuerdo de esa experiencia me azoraba un poco. Pero como alguna vez hay que empezar y ya había pasado mucho tiempo de eso, me convenció de que podía, no solo sacar boleto, sino también viajar solo.

Nos encontraríamos entonces en Primera Junta. Yo tomaría el 15 cerca de casa, en la parada de Salcedo y me bajaría donde terminaba su recorrido. No había forma de perderse. Ella me iba a estar esperando a la hora establecida en la parada que el colectivo tenía en la plaza de Primera Junta. Pero entonces volvían las dificultades. Esta vez mayores, sospechaba yo. Porque debía conseguir las monedas. En mayor cantidad o billetes; para el viaje y por las dudas. Y, ante todo, el permiso de mi vieja.

Y el clima beligerante entre ambas no había terminado. En realidad lo que había, lo que quedaba, era más que nada restos de una actitud censora de mi vieja hacia ella. Y no tenía razón de mantener esa actitud todavía; más teniendo en cuenta el momento que estaba pasando mi hermana. Por lo tanto Cini comprendía; comprendería si yo no podía llegar a cumplir con el acuerdo; es decir: asistir a la cita. Así quedamos.

Con algo de temor, le conté a mi vieja el plan. Y no me respondía. Insistí… quería aprobación y si no, que me dijera por qué no. Durante un rato evadió la respuesta. Después, en silencio me miró seria durante unos segundos, como meditando la respuesta. Por fin me dijo:

—Ene o.

Me parece que su negativa era tan incómoda para ella como punzante fue para mí.

No me dijo por qué. Tampoco insistí. La sensación de vacío, de deuda hacia Cini que me invadió, me duró bastante.

 

En otro pasaje de la carta le cuenta:

 

Si en tanto tiempo no escribí fue porque además del trabajo en el colegio, en un tiempo relativamente largo, permanecí al lado de una persona muy querida que, por haber contraído una enfermedad incurable, fatalmente iba a morir… Y murió. Estuve mal. Fue como una historia otoñal. Hermosa y triste. De la que quedan fotografías, libros, poemas, objetos, y el recuerdo de un fugaz y gran amor. Pero no escribo más porque aquí me pondría a llorar y no quiero interrumpir esta carta que pretende ser una excusa, además de la comunicación con vos, de llevarme a Rosario y estar realmente ahí y poder hablar mucho aunque se hagan las tres de la mañana...

 

El procesamiento de su dolor por la pérdida lo iba masticando. Habrían pasado quince días más o menos desde la cita frustrada hasta que, enhorabuena, un día apareció en casa. La visita fue una forma de ayudar a curar todas las lastimaduras, de todos. Una forma suave, quizá contenida de alegría.

Entonces sí, ella y yo salimos juntos a pasear. La recorrida fue por La Boca, cuando Caminito todavía no se había convertido en el sitio preferido del turismo extranjero. Comimos ravioles en una cantina. Hasta anduvimos en una góndola para cruzar el Riachuelo.

Y en el colectivo… sí, yo mismo saqué boleto. Todo un caballero.

3. Inventos

De chico empecé a tener afición por «inventar» aparatos.

Algunos, decididamente fantasiosos. Como la nave hecha con una caja de cartón grande, dentro de la cual había metido una sillita e instalado un tablero con perillas a modo de controles, hechas con tarritos de paté y tapitas, a rosca, de vino de entonces. Con algún espejo pintado hice una suerte de pantalla de medidor de energía.

Pero otros, osadamente efectivos como mi proyector de cine casero. Nada de Cine Graf como quisieron simplificar. Alardeaba de que ese proyector que se vendía como juguete de plástico (¡hasta las películas te vendían!) era una burda copia de un «invento mío». Y que la idea de proyectar transparencias secuenciadas era mía. Aunque sí, la había sacado yo de no sé donde.

Me había propuesto armar el aparato que proyectara dibujos. Había comprendido cuál era el mecanismo para hacer los dibujos animados. Pero como lograr eso era muy trabajoso, me conformé, entonces, con que cada cuadro proyectado expresara una viñeta como en las revistas de historietas. Cortaba papel manteca en tiras. Y esas tiras, pegadas una a continuación de otra en la cantidad necesaria, formaban la cinta de la «película». Siguiendo una serie, en ese papel dibujaba las viñetas para contar una historia que yo mismo creaba. Era hasta el guionista. Aunque ahora me cueste creerlo, en ese momento estaba seguro, convencido, de que nada de eso se había inventado, y menos de que estuviera desarrollado en forma industrial.

Dos carreteles de hilo de coser, pero grandes y de madera, a cada uno los cuales les había clavado un disco, un círculo de cartón, por cada lado, oficiaban de rollos para las «películas». Cada uno, con su eje, se sostenía por un brazo, una chapita, a un cajoncito de madera. La fuente de luz era una pequeña lámpara de velador colocada en su interior. Y la proyección se hacía gracias a una lupa vieja pegada en el fondo agujereado de una lata de conserva. Esta iba sujetada con tornillos al cajón, dejando una ranura por donde iba a pasar la tira de papel (la «película»). Tuve que hacer varios ensayos con distintos tamaños de latas para obtener un buen foco. Las imágenes se veían en una pared lisa, elegida para la ocasión. Cuando estuve seguro de que todo funcionaba bien llamé a mi familia, primero, y a mis amigos, después, para que asistieran a la función de «cine».

Esa manía por componer artefactos debió haber sido lo que me llevó a incursionar años después en la electrónica. En el armado y la reparación de radios, equipos de audio, televisores, grabadores.

En el intervalo en que abandoné por algunos años los estudios secundarios, me puse a estudiar electrónica. Con entusiasmo y sin el fastidio que me provocaban la historia y la química con sus obligaciones, y los «navajos preceptores» (permiso, Alejandro Del Prado y tu Tanguito de Almendra) que perseguían pelos largos. Después, eso me sirvió para mi primer trabajo. En Teléctrica, la fábrica que había adquirido una licencia para armar los televisores con el circuito de la marca Dumont. También los estéreos y, algunos años después, los grabadores. A cassette… toda una revolución. La fábrica estaba en Almagro. En Sarmiento al 3500. Y, sin habérmelo propuesto, volví a pisar las calles que mi familia tenía como grabadas en sus zapatos. Como si no hubiese otros destinos en toda la Argentina adonde venir a «hacer la América». Ahí cerca estaba el Bar Álvarez… y más cerca aún la casa en que había vivido Mario.

Quedaron como embelesados Cini y Oscar cuando vieron mi grabador a cassette, pasmosa novedad.

Hoy cualquiera podría sentir fascinación al descubrir el funcionamiento de un aparato de aquellos. Pero su exotismo estaría dado, al revés de entonces, por su antigüedad, por provenir de un tiempo tan lejano. También sorprende la velocidad con la que los objetos de la tecnología se vuelven viejos. Acaso hay algo de eso que llaman obsolescencia programada.

Esa vez la sorpresa y el encanto la produjo la singularidad del artefacto, la posibilidad de dejar guardada adentro de una cajita plástica con un rollo de cinta magnética la propia voz de Lucina. La que recitaba algún poema suyo y un par de su amigo poeta Rubén Reches: «Café de la nostalgia amarilla con azúcar» y «Mensaje».

4. La cara del Che

En octubre de 1967 venía con Cini de Villa Celina en el 406. Estaba ya superada la discordia en casa. Aunque ella ya no vivía con nosotros (asumida por todos su autonomía) venía seguido a la casa de Villa Insuperable. Y esa vez, más que como una salida en la que ella me llevaba de paseo, yo la acompañaba a ella.

Habíamos ido a la casa de Teresa, una amiga con la que había compartido cursada en el secundario de Ciudad General Belgrano. Ella iba sentada y yo, parado a su lado, ojeaba con atención la tapa de la revista Siete Días que recién había comprado. Y otras fotos de su interior, que acompañaban una nota extensa. Era impactante la imagen espectacular, terrible, misteriosa y casi teologal del cadáver del Che. Yo le decía que esa cara no se parecía en nada a la del Che Guevara. Hasta Roberto Guevara de la Serna, el hermano que había viajado a Bolivia y había visto el cuerpo decía más o menos eso. Incluso daba detalles de diferencias en su rostro, salvo por los arcos superciliares salientes, «lo único que me inquieta... eso es característico de él», había dicho. Ella me explicaba que el cuerpo de un hombre muerto cambia mucho. No solo por su aspecto físico: pupilas rígidas, piel fría y sin color. «Está ausente lo más importante de lo que su imagen transmite, la vida misma». Aunque sus ojos, irreparablemente abiertos por el viento durante el traslado del cuerpo en helicóptero desde La Higuera hasta Vallegrande, parecían mirar con insistencia a Susana, la enfermera que lo lavó antes de dejarlo en exhibición en la lavandería del hospital de ese lugar. «Además —me seguía diciendo—, cuando murió había sufrido muchos pesares, mala alimentación, cansancio, heridas mal curadas, de modo que cuando lo mataron estaba ya muy desmejorado... distinto». Pero cuando más o menos me convenció de que, aunque no pareciera, ese cadáver, el de la foto, sí podía ser el del Che, agregó algo que me confundió. Contradecía lo anterior. Y solo lo entendí años después:

—Pero no… no está muerto.

 

Mientras lo fusilaban al Che, crecía en movimientos políticos de Argentina y el mundo el ideal de un revolucionario. En el mismo momento en Camiri, otra localidad de Bolivia, el mismo país donde fue cercado, apresado y asesinado, condenaban (en una parodia de juicio) a Regis Debray y a Ciro Bustos. Ambos habían sido detenidos (junto a Roth, un periodista que en cuestión de horas recuperó la libertad) en cercanías del campamento guerrillero, al salir de la zona. El primero, filósofo y escritor francés. El segundo, artista plástico argentino que conoció la Revolución Cubana en sus inicios. Ciro Bustos había integrado el equipo organizado por el Che y comandado por el periodista y revolucionario Jorge Masetti en el norte argentino, el EGP (Ejército Guerrillero del Pueblo). Se había sumado después al grupo de hombres que Guevara reclutó en Bolivia.

Aunque ambos fueron condenados a treinta años de prisión, con el gobierno boliviano de Torres, tres años después, salieron en libertad.

Durante el tiempo en prisión, la mujer de Bustos, Ana María, recibió la asistencia de Héctor Borda, poeta boliviano y diputado por un partido de izquierda, para poder acceder a su encuentro. No solo tuvo la ayuda de él y de otro integrante de la misma agrupación política, Marcelo Quiroga Santa Cruz. También viajó, la acompañó y la ayudó en lo que pudo el abogado Ricardo Rojo, integrante de la disidente y combativa CGT (Confederación General del Trabajo) de los Argentinos, y reconocido después por su libro Mi amigo el Che. Durante ese tiempo no fue mucho más que propiciar ciertas visitas lo que lograron.