Cubierta

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Sobre Juan Basterra

Juan Basterra nació en La Plata, Buenos Aires, el 27 de junio de 1959. Es profesor en Biología. Su novela La cabeza de Ramírez fue seleccionada para la Antología bilingüe español-inglés 12 narradores argentinos 2015-2016, editada por el Ministerio de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Publicó columnas en el suplemento La chaqueña, del diario Norte, de Resistencia, Chaco, y en la revista virtual Tardes amarillas. Vivió en París y Barcelona. Actualmente reside en Resistencia, Chaco.

Índice

A Martha Seibelt,

Ricardo Aristóbulo Basterra

y Vicente Luis Basterra.

 

En su querida memoria

PRÓLOGO

Este es un libro de ficción. Rescata un hecho excepcional de la historia argentina, pero su desarrollo, sus tipos humanos y hasta algunos aspectos de su desenlace, son un eco débil de la verdad acontecida hace más de ciento cuarenta y seis años.

La verdad —en la mayoría de los casos— tiene una vida breve, eso lo sabemos muy bien. Las impresiones contrarias, los diferentes intereses puestos en juego, la falta de exactitud en el juicio, la dificultad en la transmisión de cualquier hecho general o de cualquier detalle —y en el caso particular que nos toca—, la enorme variedad de los pormenores, sumados a la interpretación subjetiva que encuentra en los hombres que escuchan o leen y la necesaria libertad que debe adoptar una persona que escribe una obra de imaginación —sin contar con el paso del tiempo que imperceptiblemente va borrando los contornos de lo vivido—, conspiran para que esto suceda de esta manera y no de otra. La mayoría de nosotros tendría serios problemas en recordar con nitidez la suma innumerable de hechos que pueblan nuestro más reciente pasado; el día de ayer, por ejemplo. Rescatar un hecho tan lejano en la plenitud de la verdad, es una tarea imposible, entonces, y tampoco ha sido la intención que me ha gobernado al escribir el libro.

 

Juan Basterra

Resistencia, mayo de 2018

1. 2 DE ENERO DE 1872.
PLAZA DE LAS CARRETAS

Fúnebre era hasta el cielo. Hacia occidente los nubarrones abarrotaban la extensión de lo visible y sobre el apisonado de Tandil el polvo tejía remolinos al paso de los penitentes. Como un anfiteatro griego, los cerros circundantes acentuaban el carácter trágico y mortuorio del desfile. Precedidos por el presbítero José Rodríguez y dos monaguillos, dos carros apilaban los féretros de las familias Gibson Smith y Chapar y por detrás, la procesión de los portadores a pulso recordaban las bandadas de jotes que coronan los cielos sepulcrales.

Del pueblo no falta casi ninguna de las cuatro mil almas. El hedor es insoportable. Enero está en su apogeo y el calor hace presa de la carne de hombres y animales. Algún que otro llanto agrega solemnidad al recorrido de los finados desde la iglesia mayor hasta el cementerio. Se habla bajo y no solamente en español. El vasco, el italiano, el francés y hasta el danés, tejen un sonido monocorde para el que tiene oído fino y entrenado.

La procesión llega a buen puerto. A un lado de los primeros panteones —realizados en la más estricta estatuaria funeraria y en los que en altorrelieve, entretejidos frutos, guirnaldas y urnas alternan con ángeles ascensionales— los cipreses jóvenes se mecen con la majestad y la calma que conviene a su ministerio de árboles guardianes. El más riguroso luto viste a los deudos alineados a los costados de los parterres. La hiedra viste los blancos muros vecinos.

Las fosas están preparadas, desde temprano. Treinta y dos aseguradas. Alguna más por si hiciese falta. Hay todavía heridos en el hospital.

Los ataúdes más humildes ganan la profundidad del suelo. Los féretros de la familia Chapar —bajeles de un viaje sin retorno— ingresan en un panteón provisorio.

Son los muertos del “Tata Dios”; niños, adultos y ancianos. Durante el funeral los cajones estuvieron cerrados. Los ojos abiertos de algunos de los muertos hubiesen impedido cualquier solemnidad, cualquier confortación, cualquier recuerdo venturoso.

Son los degollados, chuceados y arcabuceados de Tandil. Hay una historia que merece ser contada.

2.
EL MESÍAS

Gerónimo Solané fue su nombre. Para muchos fue sobre todo el “Tata Dios” o “San Gerónimo”. Para otros, un vago, un ladrón y un charlatán.

El sombrero de paja y el pañuelo negro disimularon su osatura craneal. Vistió chiripá de bayeta o pantalón oscuro, cinto con rastra de plata de seis ramales, camisas rústicas y bastas y blusas corraleras.

Ponchos, tuvo dos: uno calamaco y otro pampa, a los que premonitoriamente llamaría los “ponchos de mi aflicción”. Debajo de las caronas del recado guardaba un facón caronero de hoja de espada. Calzó botas de potro de un tamaño desmesurado y llevó el pelo y la barba blanca crecidos, como conviene a un gaucho predicador.

Nunca mentó su procedencia. Se hablaba de raíces chilenas, entrerrianas o santiagueñas. Su padre había sido francés; su madre —se decía—, araucana. En la batalla de Pavón había oficiado como artillero a las órdenes de Juan Saá en el ejército de la Confederación Argentina y después de la derrota, desertado. Para evitar un castigo inminente —en tiempos en que este delito se pagaba con el reenganche, el embargo de bienes propios y familiares, la prisión, y en casos excepcionales, la muerte—, realizó un tránsito hacia Bolivia. Nunca desmintió estas historias. Sabía muy bien que la leyenda debe preceder al hombre como el grito al combate.

Su caballo era un bayo de gran alzada y crin perfecta. A Solané le gustaba hablarle al oído. Lo quería como se quiere a un hijo y siempre repetía:

—No hay ninguno como él. Podría devorarse a un cristiano con todos sus fierros.

Un testigo contemporáneo, el español Manuel Suárez Martínez, describió su última morada en la estancia “La Argentina”:

 

“Una pieza de seis varas de largo, cuyas paredes eran de chorizo (barro y paja) y el techo de paja, a dos aguas. Tenía puerta en cada mojinete y estaba dividido, por medio, con un tabique de arpillera. El mojinete que daba hacia el palenque donde estaba su bayo, situado muy cerca de la puerta, era la sala en la que el secretario recibía a los enfermos, que esperaban por su turno. Había en dicha sala varias sillas, una de ellas en un rincón junto al tabique de arpillera. Al lado opuesto del tabique estaba la habitación de Solané donde guardaba sus papeles, entre ellos la lista de todos los complicados, el pavo de cuatro patas ‘que hacía milagros’, frascos llenos de huesos de aceitunas, alfileres retorcidos y otras yerbas, con que, el ladino curandero, engatusaba a su clientela”.

 

En el inventario sustanciado después de su detención final en Tandil figuraron una Guía de la Salud en gran formato y dos pequeños libros titulados Sagrada Novena y San Ramón Nonato.

Dentro del devocionario católico de la época y en zonas rurales, las sagradas novenas desempeñaron un culto central en la liturgia de sanación. Algo semejante ocurría con la devoción a San Ramón Nonato, cuya canonización en el año 1657 por el papa Alejandro VII había permitido que en el mundo católico las matronas, las embarazadas, los niños y hasta los partos, estuviesen bajo santísima protección.

Los otros bienes inventariados compendiaban, en su azarosa proximidad, las utilidades de un hombre de campo y un médico adivino: dos botellas de agua florida, una caja de plumas de acero, una sábana de bramante usada, un mantel de lienzo, una cartera vieja, un pedazo de trementina, un rectángulo de hule, un retrato de dos niños, dos mantas de lana, dos colchones, botellas de agua milagrera, barbijos de cuero, una tina olla, siete frascos pequeños con alfileres y aceitunas, cuatro jarras de vidrio, dos pavas de cobre para el mate, tres tarros de agujas, dos pavos, siete gallinas, dos gallos y el bayo amarillo.

En Azul conoció el cerrojo del presidio, el hambre, las pulgas y la sed. Fue denunciado por ejercicio ilegal de la medicina y ni siquiera su gran verba pudo salvarlo. A quien quisiera oírlo repetía siempre lo mismo:

—No hice nada. Solo traigo la palabra del Señor y el poder de la Naturaleza.

Su manejo de las parábolas y su voz grave y profunda ejercieron un influjo que nadie olvidaría. En cautiverio fueron su mejor defensa. Todos, de alguna manera, lo temieron.

No era analfabeto, como siempre se habría de sostener. Su padre le había enseñado a leer y a escribir a los siete años y a los once le había regalado las Rimas de Esteban Echeverría. El niño guardó el libro como un tesoro. Aprendió muchos de los versos de memoria y se enorgullecía de poder recitarlos en voz alta en cualquier casa y en cualquier pulpería. Cada vez que lo hacía, su padre acariciaba su larga cabellera bruna y le decía sonriente:

—Mi pequeño Robespierre.

Sobre el final de su vida, en sus confidencias a Jacinto Pérez, diría:

—Siempre recuerdo lo que dicen. De chico me iba a la iglesia y escuchaba los sermones de los curas. Volvía al rancho y a la noche entrada, me repetía lo que habían dicho. Aprendí de memoria los evangelios. Les agregaba o quitaba cosas. Eso se aprende rápido.

La llegada de Solané a Tandil había estado precedida, de manera amenazadora e infausta, por las noticias que desde Buenos Aires informaban de la llegada del vómito negro”, la temida fiebre amarilla, que solo en el término de seis meses se había llevado las almas de más de trece mil habitantes. La enfermedad se había diseminado en poco tiempo a otras ciudades de la provincia. Morón, por ejemplo. Serían necesarios todavía diez años para que el médico cubano Juan Finlay identificase como agente transmisor de la enfermedad al mosquito Aedes aegypti y se vinculase la acción de este al efecto maléfico de las miasmas que circundaban Buenos Aires y a cuyo influjo —sumado a la de las condiciones de hacinamiento, falta de desagües apropiados, los pozos negros, la escasa provisión de agua potable y los saladeros y mataderos de la parte sur de la ciudad—, los médicos de la época asociaban la propagación del mal. Muchos fueron los que atribuyeron la desgracia a los “gringos” llegados desde Europa, entre ellos Tata Dios, que con acento mesiánico declamaba:

—El mal está entre nosotros. Lo traen esos extranjeros en sus barcos. Está en ellos. Ninguno de nosotros sobrevivirá al contacto.

El relato de las agonías; los entierros colectivos de los finados —al comienzo en ataúdes de maderas y al final desnudos y envueltos en trapos, debido a la muerte de los mismos carpinteros—; la propagación vertiginosa del mal; las últimas inhumaciones nocturnas, dibujaban un fresco de espantos difícil de comprender para un lector contemporáneo. Muchos años después Paul Groussac epilogaría los sufrimientos de esos meses con las siguientes palabras: “Por centenares sucumbían los enfermos, sin médico en su agonía, sin sacerdote en su dolencia, sin plegaria en su féretro.

LOS APÓSTOLES DE TATA DIOS

1. Cruz Gutiérrez, 2. Juan Villalba, 3. Esteban Lasarte (a) Casimiro Ramos, 4. Antonio Ponce, 5. Francisco Rodríguez (a) “Anatolio”, 6. Gregorio Larrea, 7. Juan C. Moreno, 8. Pedro Torres, 9. Claudio Villarroel, 10. Juan Ferreyra, 11. Benito Lasaso, 12. Juan Arballo, 13. Santos Pereyra

 

Daguerrotipo de los trece apóstoles de Tata Dios, tomado en el juicio contra los detenidos. Gerónimo G. Solané (Tata Dios) no está presente en el mismo ya que fue asesinado en el calabozo del juzgado local antes del juicio.

3.
AZUL. EL ENCUENTRO