Cubierta

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Sobre Fabián Kon

Fabián Kon nació y vive en Buenos Aires. Su pasión por la lectura lo fue impulsando a la escritura de relatos que obtuvieron premios y distinciones nacionales e internacionales. Entre otros, “La bendición” ganó el Primer Premio en el VII Concurso Internacional “Letras de Oro del Bicentenario” (Honorarte, Argentina) y “Tres días de paz” quedó finalista en el Concurso Literario Leopoldo Marechal. En 2011, el Área de Cultura de la Universidad de Huelva, España, honró a “Un sabor delicioso” con el Primer Premio en la VI edición del certamen “Zenobia”.

Agradezco a mi familia, la cálida fuerza que anidó y que hizo crecer estos cuentos.

A la editorial Bärenhaus por ayudarme a que esta segunda edición de “Emboscada” se haga pública.

TRES DÍAS DE PAZ

Tres días de paz.

Karina se había escapado a Pinamar con sus amigas, y él se quedaría bien tranquilo en casa.

Terminó de leer el cuento La bicicleta estática, del último libro de King. Sentado en la cama, estiró los brazos en un eléctrico desperezo y se calzó las chinelas.

Caminó unos pocos pasos hasta la pequeña heladera que había instalado en su cuarto. Tiempo atrás, había decidido que sus alimentos debían guardarse bien alejados de la cocina. Que Karina se contaminase con sus propias comidas ahí.

Un crujido debajo de la cortina lo sobresaltó, notó que sus pulsaciones se aceleraron. Un repugnante insecto, o acaso… ¡No! La sola idea de algún roedor dentro la habitación lo paralizaba.

Se quedó congelado, con los puños agarrotados y los ojos apretados. A medida que no escuchó más ruidos, la sangre volvió a circular por sus venas.

Sacó de la heladera el yogur. Verificó de nuevo la fecha de vencimiento, y controló que la tapa no tuviera filtraciones.

En esta nueva etapa de su vida, debía ser cuidadoso. El común de la gente desconoce la fauna de gérmenes que habitan en la boca de cualquier ser vivo. Un estudio del National Institute for Health, de Estados Unidos, había determinado que el cuerpo de un hombre alberga diez veces más células microbianas que humanas. ¡Diez veces más, mi Dios!

Apenas destapó el yogur, otro ruido debajo de la cama lo alarmó. Permaneció inmóvil, concentrado en escuchar: de nuevo el mismo sonido, como si algo raspara el parqué. Sus pulsaciones se desbocaron, y el sudor le cubrió la frente. Respiró profundo y pausado: debía mitigar el pánico.

En estado de alerta, se sentó en el sillón y prendió el televisor con el volumen al mínimo.

Trastorno obsesivo-compulsivo agudo y misofobia: eso le había diagnosticado Arístides del Cerro. Fue a consultarlo por insistencia de Karina, que incluso lo amenazó con echarlo de casa. Sí, la arpía no tuvo reparos en advertirle que lo echaría de su casa, si no se trataba con ese “brillante especialista en fobias”.

Con su pedante tono catedrático, este doctorcito le explicó obviedades: que misofobia era el miedo repulsivo a la suciedad, que los trastornos compulsivos eran muy propios de la época actual y de la vida urbana. En fin, lo que cualquiera lee en las revistas de los domingos.

Trabajó varias sesiones con ese imbécil, y se mordía la lengua para no rebatir sus elementales y mediocres comentarios. Hasta que un día el tipo lo sorprendió con una recomendación:

—Debería dejar de usar el barbijo en su casa. Imagínese que eso frente a su esposa lo convierte en un extraño. Ella ni siquiera le entiende cuando habla.

—¿Mi esposa? ¿A quién carajo le importa mi esposa? Y a usted debería importarle mi salud. ¿Sabe acaso la cantidad de bacterias que flotan en suspensión en el medio ambiente? Por favor…

—El uso del barbijo es una conducta antisocial, que lo aísla de la gente que lo rodea.

Ese infeliz había logrado sacarlo de quicio. Abandonó el consultorio dando un portazo. Lo abandonó para siempre, y, por supuesto, eso provocó que los conflictos con Karina se agravaran: nunca llegaron a la violencia física, pero sí a los más humillantes insultos.

Tampoco había sido fácil su relación societaria con Beto Castañares. Un necio sin la menor conciencia ambiental, sin ninguna información médica o infectológica, que rechazó de plano su propuesta de establecer el trato con los clientes en forma exclusivamente virtual. Castañares terminó adquiriendo por una importante cifra su parte del estudio jurídico.

Entonces, desocupado antes de tiempo, él pudo organizar su esterilizada vida. Había estudiado, había consultado los papers de las más prestigiosas asociaciones de infectología e inmunología del mundo.

Sí, estaba preparado.

Convenció a Karina de establecer un pacto de convivencia —o de coexistencia, por mejor decirlo—: debían habitar en sectores separados de la casa, con límites definidos con absoluta precisión. El contacto físico sería nulo. Él había conservado su cuarto, devenido en una burbuja estéril de la que no salía jamás: debía proteger su salud. Ella en tanto administraba el dinero de la venta de su parte del estudio. La única obligación de aquella zángana era proveerle los alimentos, la medicación y la puntillosa y debidamente desinfectada ropa.

No del todo relajado, se levantó del sillón para revisar el canasto con pijamas, camisetas de algodón y ropa interior. Algo faltaba: el champú Dove. Algo faltaba, como siempre.

Llamó al celular de esa inútil. Como era usual, no atendía. Dejó un mensaje en el contestador:

—Oíme, vos siempre igual. ¡No sé en qué mierda estás pensando! Te olvidaste el champú. En el mail de ayer te detallé cada artículo. Escribí una lista completa, ¿me escuchás? ¡Completa!

Abrió el armario para acomodar la ropa y… ¡horror!

Se quedó sin aire: con el oscuro pelaje erizado y agitando las anillas de la aguda cola, semejante abominación trataba de esconderse detrás de una pila de camisetas.

Cayendo hacia atrás, él tropezó con el sillón y aterrizó de espaldas. La habitación se le tornó borrosa. Sólo atinó a gatear hasta el baño y cerrar la puerta de una patada.

Temblando, se tendió en el helado piso de cerámicos. El sudor le nublaba la vista. Un calambre en el estómago lo dobló. Incorporado a medias, vomitó adentro del inodoro.

Pudo pararse, pudo registrar el botiquín, que desbordaba de cajas y frascos de colores variados. Se sorprendió a sí mismo por la increíble velocidad con que seleccionó algunos envases y los tiró dentro de la pileta. Desgarró un cartón de Rivotril, el temblor de los dedos apenas le permitía arrancar los comprimidos del blíster. Sólo 4 miligramos, con eso se calmaría. Necesitaba pensar, encontrar una solución. Ni aunque se muriera de hambre pasaría al sector infectado de la casa, y menos para salir a la calle contaminada.

Pero, con el correr de los minutos, cada vez más sitiaba su embotada mente una pregunta que no se atrevía a responder: ¿resistiría los tres días encerrado en el baño?

 

Despertó entre mareado y confundido, en medio de la oscuridad: seguramente ya era de noche.

Trató de levantarse tanteando los bordes de la pileta y el inodoro, en busca del interruptor. Cuando intentó agarrarse del bidé, su mano se resbaló, y perdió el equilibrio y se golpeó la cabeza contra la pileta. De culo en el piso, percibió la sangre corriéndole por la cara, humedeciéndole la ropa. Podía imaginar —¿imaginar? ¡sentir!— los gérmenes irrumpiendo por la herida, pudriéndole las células, larveándole el organismo. Era mejor desmayarse. O mejor que mejor: morirse.

Apeló a su única ayuda: recogió las tabletas de Rivotril y se empujó un puñado de pastillas dentro de la boca.

 

La luz de la claraboya lo encegueció. ¿Cuánto tiempo habría pasado?

Con esfuerzo, apoyó los antebrazos en la cerámica y concentró todas sus fuerzas para levantarse. Pero se desplomó, y la cabeza golpeó contra el piso. Giró y se acostó en otra posición, y la camiseta dura de sangre reseca le raspó la espalda. Se pasó la lengua por los labios rugosos y ásperos, y restregó sus párpados.

De a poco, las imágenes se le volvían más nítidas. Entonces pudo distinguirlas, acechaban ahí: la plaga más inmunda. Eran tres, amontonadas en un rincón junto a la escobilla del inodoro, royendo las cajas de los remedios. Habían salido del placar. ¿Serían solamente tres?

Quiso gritar, y el aire no le llegaba.

La de pelaje más repugnante y oscuro se irguió en dos patas. Lo olfateó moviendo los bigotes del hocico sonrosado y lo condenó con una mirada de demonio. Y avanzó despacio, con toda la cautela de la astucia.

Él trató de pararse, de escapar, pero sólo atinó a palpar la insensibilidad de sus muslos. Bajó la vista, y descubrió que tenía los dedos de los pies cubiertos por una costra de sangre. Intentó tocarlos, no recordaba haberse lastimado así.

Podrían estar… ¿mordidos?

Lo sacudió una convulsión, una avalancha de sudor y palpitaciones.

Y entonces gritó, gritó desde las tripas. Gritó, y el alarido se perdió en el vacío de la casa.

Decidió que no sería testigo de su propio desenlace. Logró sacar los envases de la pileta y empezó a vaciarlos. ¿Serían cuarenta pastillas, o más? No las contaría. Debía llenarse la boca, masticar y tragar rápido. Tragar con ritmo, y perder el sentido.

 

En el umbral, Karina se detuvo antes de sacar el llavero. Respiró profundamente, y entró. Se quedó unos instantes en la cocina. Debía juntar coraje para ir al sector de la casa de su marido.

Pero tenía que hacerlo. Debía seguir el plan.

Abrió con cuidado la puerta del dormitorio: la asqueaba la sola idea de pisar alguna de esas ratas.

Vio la cama estirada, las abiertas puertas del armario, la televisión prendida y el sillón dado vuelta. Buscó en el baño.

La escena la dejó sin aliento: el loco de mierda, con la mirada fija de ojos inertes y la boca convertida en una mueca desencajada de pánico, desparramado en el piso, en medio de envases de medicamentos. Un manchón de sangre seca teñía la cerámica debajo de su cabeza. Recordó que no debía tocar nada: era parte del plan.

Hizo un esfuerzo por calmarse y pensar cada acción: abrió todas las puertas y ventanas de la casa para que las ratas escaparan. A la más renuente la espantó de un escobazo.

Llamó por su celular:

—Doctor Arístides del Cerro —dijo con forzada formalidad—, le habla Karina Igarzabal. Usted trata a mi marido. Por favor, venga a mi casa. Es urgente.

—¿Qué pasó?

—Está inconsciente. No sé qué tiene. Venga por favor.

—Enseguida salgo para allá. Recuérdeme la dirección.

—Ayacucho 3244. Sí, en Olivos.

 

Timbre. Tardó quince minutos: lo previsto.

Karina abrió el portón y, en la vereda, le estrechó la mano.

No bien entraron en la casa, ella se puso a llorar. Y Ari la abrazó.

—Qué locura —dijo Karina.

—Tranquila. Tenés que estar más tranquila que nunca. Llevame hasta… donde está.

De la mano, ella lo llevó.

Arístides se agachó frente al cadáver.

—Lleva más de un día muerto.

Karina ya no sollozaba.

—Ahora sí —dijo él—. Llamá al 911. ¿Recordás lo que tenés que decir, corazón?

Y ella se secó las lágrimas, y asintió con una sonrisa.

LA BENDICIÓN

La blanca luz la encandilaba. ¿De dónde vendría? Sí, sí: del techo, amenazante. Seguramente los spots del estudio se reflejaban en las tensas gotas de sudor que lograban atravesarle la barrera cosmética. Carla empuñaba un pañuelo, lo retorcía entre sus manos húmedas, y la espera se le hacía eterna.

—Ya estamos —dijo una voz desde la oscuridad—. Un minuto, y salimos.

Vio que una mujer coloreaba las mejillas de la conductora del programa.

—Tres, dos, uno… ¡Aire!

—Buenas noches. Bienvenidos a Arte Show, el programa de arte más visto de la televisión argentina. Acá estamos con Carla Rampanti, ganadora del premio Museo de Arte Moderno 2006. Buenas noches, Carla. ¿Cómo estás?

—Buenas noches, gracias por la invitación al programa.

—Fue una sorpresa muy grande que alguien tan joven ganara este premio. Las esculturas en tubos de estaño y cobre que expusiste son soberbias.

—Muchas gracias —contestó Carla, ahora con una respiración más natural.

—Sé que trabajás en una conocida galería de arte, ¿no es así?

—Sí, es verdad, hace cinco años que vendo arte.

—¿A qué edad te iniciaste en el arte?

—A los seis años. Comencé a pintar con algunos maestros de barrio. En la adolescencia trabajé con excelentes artistas tanto en pintura como en escultura. Ahí, según creo, se definió mi estilo.

—¿Y cómo es Carla Rampanti en su vida personal?

—Bueno, soy casada y madre de dos hermosas nenas. —Carla sonrió—. Reparto el día entre mi familia, el trabajo en la galería y mi tiempo para crear.

 

Se escapó apenas terminó el reportaje. Respiró con alivio el aire de la calle y caminó hasta su auto. Durante el viaje de regreso a casa se preguntó con fastidio hasta cuándo debería contestar las mismas obvias preguntas, repetidas una y otra vez. Aceleró. Quería zafar de la popularidad, esta nueva y forzada compañera de ruta.

Suspiró al atravesar la zona de casas bajas y jardines de Bella Vista, su refugio. Llamó a Martín para que abriera el portón. Ya las nenas estaban esperándola, y ella las abrazó no bien se bajó del auto.

Esa noche, como todas las otras, la familia compartió la cena hasta que las chicas fueron a acostarse.

—¿Venís, Carla? —dijo Martín después del cigarrillo.

—En un rato, amor.

Ya sola, ella cumplió el rito heredado de su madre: bendecir a las nenas al pie de la cama de cada una.

Y también bendijo a Martín, en silencio: se había dormido.

Desnuda, entró en la cama. Mirando el techo, se dijo que realmente estaba en su plenitud. Atendía su casa y a los suyos, y además había logrado un lugar privilegiado en el ambiente de la pintura.

Es cuestión de organización, pensó. Y de talento.

 

Al día siguiente preparó a las niñas para el colegio y despidió a Martín.

Ni siquiera terminó de ordenar la cocina. Sonrió al entrar en el atelier: ese era su reino, su área personal y privada, inexpugnable para el resto de la familia.

Recordó que muchos años antes, cuando había visitado la casa de Bella Vista por primera vez, preguntó por la construcción que se veía desde el ventanal del comedor. “Es un antiguo taller”, le contestaron. “Lo pueden demoler si desean ampliar el jardín”. Había atravesado el terreno esquivando charcos y matorrales, para entrar por primera vez en el viejo edificio de paredes de ladrillo. Abrió el portón, y los haces de luz mostraron el contenido: una cadena de irregulares montañas coronadas por nubes de polvo. Al adaptarse a la penumbra, vio que se trataba de un conjunto de oscuras cajas y tambores abandonados. Y Carla vio algo más. Algo trascendente para su futuro.

Meses después, con la ayuda de un arquitecto, transformó aquel espacio en un ambiente amplio y bien iluminado. Paredes altas, techo abovedado de chapa. Y la calidez del antiguo piso hueco de tirantes de madera. La pinotea original.

 

Entrada la noche, Carla cocinó pansottis, que tanto les gustaban a Martín y a las nenas.

Pero él llegó tarde.

—Gente de afuera —explicó mientras cenaba algo ligero.

—¿Nuevos clientes?

—Yanquis.

Carla lo esperó en el dormitorio. Trató sin éxito de que él le contara más. Ya en la cama, lo abrazó.

—Me depilé toda, completa —le susurró al oído, entrelazando sus dedos con el cabello de la nuca de él—. Para vos.

—Estoy muerto —obtuvo por toda respuesta—. Hasta mañana.

 

Las demoras, los hastamañana, se repitieron. Cada una de esas tardes, Carla extrañó los gritos de Martín y de las chicas jugando antes de cenar. No despegaba su vista del reloj de la cocina: él se retrasaba en el trabajo, y cuando llegaba con esa asquerosa mueca de inocencia, las nenas ya estaban acostadas.

Carla lo percibió desde el inicio. La sospecha se le fue convirtiendo en obsesión. Dejó de comer, sentía náuseas cuando escuchaba sus explicaciones: infantiles y evidentes excusas. Lo notaba en su expresión, en sus gestos, en su forma de acercarse. ¿Acercarse por compromiso, por obligación? Qué importaba: era otro hombre.