Cubierta

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Sobre Graciela Amalfi

Graciela Amalfi nació en Chivilcoy en 1962. Autora de Des palabras armando (2011, cuento), Kumiko (2011, novela), Amaneceres (2012, novela), Baúl de cuentos de la abuela (2013, cuento), Las aventuras de Cata y su abuela Lili (2015, cuento), Las madrugadas de Agustín (2017, novela) y La sopa mágica de piedra (2018, cuento). Según Luis Lezama Bárcenas, secretario de redacción del periódico virtual Fin en elaleph.com, “Graciela escribe atrapantes historias, que les gustan tanto a los chicos como a los grandes”. En 2016 obtuvo el Diplomado Iberoamericano de Promotora de Lectura. Para conocerla más y charlar con ella pueden visitar el blog www.boticaria-graciela.blogspot.com.

Índice

CAPÍTULO 1

—¿Debo decirles que lo pasé… bastante pasable? —nos dijo mi abuelo Augusto a mamá y a mí, bajo el alero del porche de su aterradora casona. Y al decirlo con esa voz tenebrosa que me daba escalofríos, viejo de porquería, apuntó hacia nosotros su pesado bastón, plagado de nudos y protuberancias. La contera de bronce me rozaba amenazante, y me hacía sospechar que ese terrible garrote se descargaría sobre mí en cualquier momento. Con el tiempo averigüé que aquella bestialidad tiene un nombre: se llama blackthorn, y lo usa la gente del campo en Irlanda. Para evitar la mirada del abuelo, fijé la vista en los cordones sueltos de mis Nikes de imitación.

Era el 7 de julio de 1990, el cumpleaños de mi abuelo Augusto.

—Pero ahora les llegó el momento de irse de vuelta para su casa —dijo Asztika, su maldita asistente, y se cerró el cuello de la camisa: de la calle llegaba un viento helado que nos condensaba la respiración—. Maestro Augusto se ha cansado un poco.

En todas nuestras visitas me pasaba lo mismo: esa voz grave de “Maestro Augusto”, con resonancias de cueva, me empujaba a un pozo sin fondo del que siempre me rescataba la dulce mirada de mamá. Y no podía sacarme de la cabeza aquella vez, cuando me metí en el pasillo embrujado y vi que había retratos que… se reían como lo hace mi abuelo. Sí: se reían. Nunca quise contarle a mi madre: se iba a enojar porque yo siempre andaba metiéndome en los recovecos más ocultos de la casona. Incluso en aquel momento pensé que lo había soñado; pero, años después, convertido en un investigador de lo paranormal, muchísimas veces debí enfrentarme con los más aterradores fenómenos sobrenaturales y parapsicológicos.

Volviendo a mamá, si le contaba lo que yo venía pensando desde hacía tiempo, capaz que no me dejaba salir de casa durante meses: para mí, Asztika y Augusto andaban en cosas muy raras. Y muy malas. Yo todo esto lo cuento de grande, ya sabiendo cuánta razón tenía en aquel momento, cuando empezaba esta aventura, la primera de todas.

Acabábamos de acompañarlo a mi abuelo en una celebración —si así podía llamarse a ese brindis apurado en la cocina, con sidra sin gas y budín reseco— por “mis primeros setenta años”, como dijo el viejo al alzar su vaso y moviendo ese bastón de un modo que me hacía alejarme instintivamente. Imaginar que podríamos tenerlo con nosotros setenta años más me oprimía el corazón.

También para mi madre este era el mejor momento: la despedida. Se bancaba ese ninguneo por parte de su suegro, cumplía con las visitas impuestas por el juez…, y callaba. Pobre mamá: detrás de su sonrisa fingida, yo le notaba el desprecio, las ganas de que el abuelo Augusto se muriera de una vez. Siendo tan buena, seguro que odiaba tener esos sentimientos. En cuanto al viejo y Asztika, no se quedaban atrás en fingirse “normales”. Pero Asztika no podía con su curiosidad: ya la había descubierto mirándome de muy cerca la mochila que yo cargaba a la espalda. Como si adivinara mis intenciones me miraba: desde hacía un tiempo, yo venía buscando por todos los rincones de la casona el cofre de papá. Un cofre, o una cosa parecida, de la que mamá me hablaba cada tanto. Y esos dos lo tenían escondido, quién sabe dónde. Y, en medio de tanta investigación, vi objetos que sólo aparecen en las películas con brujos y esas cosas. Vi cuencos con relieves de cruces al revés, candelabros con inscripciones de letras raras y monedas con figuras de estrellas de cinco puntas, por describir algunos. Lo que más llamó mi atención es que los tenían en estanterías de vidrio, pero bajo llave y lejos de la vista de cualquier visita. ¿Por qué los iban a esconder si el sentido fuera usarlos como adornos? Y ni hablar de los muchos libros de brujos y aquelarres que vengo encontrando en ese caserón. Por esos descubrimientos había empezado a sospechar que Asztika era una bruja. Y no sólo ella. No por nada lo llamaba al viejo “Maestro Augusto”.

Desde el porche miré el camino que bajaba hacia la calle, y se me ocurrió que las lajas eran más ásperas y negras que el corazón de mi abuelo. Los arbustos que las bordeaban se mantenían firmes, vigilantes. Aquel era un julio muy destemplado, y ya había oscurecido. Las luces que flanqueaban de a tramos ese sendero seguían apagadas. Cortesía de Asztika, sospeché. Como para que nos tropezáramos al irnos. Bien por la bruja.

El viejo y Asztika nos acompañaron hasta la reja que daba a la vereda. Él avanzaba dando estocadas al aire con esa vara de madera nudosa, símbolo de su mando y poder. ¿Realmente la necesitaba para mantener el equilibrio y caminar más seguro? No. Más bien la tenía de arma, y un arma bastante útil en situaciones ingratas. Tanto mamá como yo no olvidábamos la noche del asalto, cuando mi abuelo volvía a la casona después de una de sus pocas salidas. ¿Cómo olvidar aquello, si el viejo lo contaba siempre? Dos ladrones lo abordaron, pero él no se dejó meter miedo: a uno le rompió un brazo, y a otro la cabeza. El viejo no se preocupó: según decía bastante seguido, tenía sus buenos contactos en la Policía. Y así fue: los ladrones fueron a parar al sanatorio, y a él ni lo llamaron a declarar. Era muy habilidoso en el manejo de aquel bastón, que parecía una prolongación material de su fuerza, y ahora, en la vereda, lo revoleaba como un bastonero militar. Y pensar que Asztika acababa de avisarnos que “Maestro Augusto” estaba cansado. Yo no le creía. Más me daba la impresión de que nos querían fuera de la casa cuanto antes.

Ni autos andaban por esa calle ahogada entre las sombras. El motor de nuestro Fiat empezaría a crujir no bien mi madre girara la llave del encendido. Yo quería salir, cruzar hasta la esquina y entrar en el coche y oír cuanto antes ese sonido familiar, que supondría la inmediata vuelta a casa. Pero debía reconocer que no estaba totalmente convencido de volver a casa enseguida: aborrecía al abuelo y a Asztika, desde luego, y me hubiera encantado que vivieran en Australia, bien lejos de mí y de mamá; pero, al mismo tiempo, una atracción malsana me impulsaba a quedarme. Y no es que estaba loco ni nada por el estilo: me intrigaba saber qué ocurría en el oculto mundo de mi abuelo y su entorno. ¿Sería un brujo de verdad, o simplemente le gustaba coleccionar aquellas porquerías que yo había descubierto? Brujo o no brujo, ese viejo siniestro escondía algo. Yo lo percibía desde… Desde la muerte de papá. Más de una vez había hablado yo con mamá de este asunto, pero ella no quería saber nada de misterios y cosas parecidas. Qué iba a sospechar yo que años más tarde me tocaría descubrir el porqué de su temeroso desinterés.

¿Qué inventar para quedarme acá esta noche?, me preguntaba mientras seguía a los grandes, sendero abajo, y entonces advertí un gesto de Asztika que me llamó la atención: a espaldas de mamá, acababa de rozar con su mano la mano de mi abuelo. Y —cosa extraña— vi que él sonreía. ¿Tendrían algo? Indudablemente Asztika era la pareja perfecta de mi abuelo. De “Maestro Augusto”, como lo llamaba ella. Y yo algo venía sospechando de antes. Nunca los había visto darse besos, ni mucho menos hacer esas cosas que hacen los hombres y las mujeres; pero lo de recién me confirmaba que entre ellos había algo. A lo mejor los unía esa maldad que se les desbordaba de todas sus acciones.

—En un rato vienen muchísimos invitados —nos dijo Asztika, estudiándonos con esos ojos que me llamaban a escaparme de aquel caserón y no volver jamás—. Muchísima gente viene.

—Suficiente, Asztika —la amonestó mi abuelo, pero ella no le llevó el apunte:

—De poder quedarse —agregó en tono de burla—, a ustedes dos les encantaría conocerlos.

Qué gente rara y misteriosa, me dije, y mi curiosidad de chico dispuesto a cualquier aventura intentó ganarle a la aprensión que sentía por esa mujer. Y me atreví a preguntar:

—¿Me puedo quedar, abuelo?

—No es necesario, Bruno: es una reunión para grandes. —Al decir esto, el abuelo miró a Asztika como recriminándola por haber hablado de más—. Te aburrirías.

—Prometo portarme bien.

—Vamos, hijo, se nos hace tarde. —Mamá levantó una ceja, me miró fijo y largó un suspiro agitado—. Dejá tranquilo al abuelo.

Noté que el viejo percutía incisivo la contera de su bastón contra los baldosones: era indudable que nos quería fuera de su territorio. Apoyó sus babosos labios en mi coronilla, su repugnante manera de despedirse, cuando de los arbustos saltó hacia el sendero algo negro que se le enredó entre los pies. Un gato. El viejo se tambaleó pero logró mantener el equilibrio, y con el bastón le lanzó un puntazo que le dio en el lomo, pobre animal. Después, él y Asztika se mandaron para la casa.

Cruzamos la calle bajo las tinieblas que se agazapaban, convertidas ya en noche. Cuando llegamos al Fiat, algo me hizo dar vuelta.

Y vi en la vereda, avanzando hacia la casona, a una mujer y a dos hombres. Iban en grupo, y por su aspecto estrafalario parecían invitados a una fiesta de disfraces más que al cumpleaños de un viejo. Nunca me explico por qué hay personas que se visten así, cómo hacen para salir a la calle sin que les dé vergüenza. ¿Así se vestirán los brujos de verdad?, pensé en aquel momento. Medio me escondí detrás del Fiat, y mamá me preguntó qué me pasaba.

—Mirá qué gente lo viene a visitar al abuelo, mamá —dije, señalando la vereda de enfrente: los tres personajes se detenían ante los portales de la casona.

—No hables mal de los demás —dijo mamá, y abrió la puerta del conductor—. Entrá al auto de una vez. —Se puso pálida, me miró muy seria, y yo entendí que debía callarme.

Desde adentro del coche, y mientras ella calentaba el motor, me dediqué a espiarlos lo mejor que podía —los veía a unos quince o veinte metros, y ya estaba bastante oscuro—. La vieja tenía encima un sombrero de copa alta, y llevaba una valija muy antigua que, de tan llena, se había abierto por uno de los costados. Le sobresalían unas sogas que rozaban el piso. Bajo la noche, yo no podía asegurarlo bien; pero daba la impresión de que las sogas eran de algún color oscuro. Entonces uno de los dos hombres, el más bajo, advirtió las sogas. Desde adentro del auto yo no podía oírlo, aunque era seguro —por los ademanes apurados— que la trataba muy mal a la mujer al indicarle que pusiera las sogas en su lugar. Cuando la vieja lo advirtió, se agachó para levantarlas. Poco faltó para que se enredara con ellas y se diera un buen golpe.

Ese hombre, el más bajo, iba vestido con un traje oscuro. De su cuello alargado colgaba un moño muy grande, y calzaba en la nariz ganchuda unos anteojos tan anchos que le abarcaban las orejas. El otro, el tercero del grupo, era un muchacho. Y eso lo calculé más por su figura, porque no podía verle la cara: iba encapuchado, envuelto en la túnica más blanca que yo haya visto en mi vida. Me dije que no sólo gente grande había sido invitada. De los bordes de la capucha se le asomaban al pibe unos mechones lacios. La túnica le llegaba hasta los pies y contrastaba con la noche, que se nos abalanzaba sin piedad.

Se abrieron los portales de la casona, y Asztika salió al encuentro del de la túnica y lo estrechó en un abrazo, y yo la vi como una araña atrapando a su presa: él no parecía muy contento. Asztika, al abrazarlo, le corrió la capucha a un lado, y ahí fue que los ojos del muchacho me advirtieron —cosa que, a lo mejor, Asztika no vio—, y me echó una mirada muy triste, como si necesitara que alguien lo convenciera de que no debía quedarse. Al menos, eso me parecía. Y tanto me parecía que estuve a punto de bajarme del auto y todo. Y en un instante pude verle la cara —un nubarrón empujado por las ráfagas diabólicas dejó en libertad a la luna—: con su pelo largo y sus ojos claros, a la distancia el muchacho me hacía pensar en un actor de cine. Cualquiera de las chicas de mi colegio querría ser su novia. Hoy, sabiendo lo que estaba por pasar, esa idea me resulta muy macabra.

—¿Viste, mamá, ese much…?

Ella me sacudió del brazo, y me dijo enojada:

—Por favor dejá de mirar a esa gente un poco.

Me di cuenta de que estaba temblando, y no me extrañó su nerviosismo: solía pasarle cuando visitábamos aquel pozo negro en que se había convertido la casona. Aparte de que el abuelo y Asztika se estaban poniendo cada vez más tétricos, a lo mejor a mamá le venían recuerdos de cuando ella vivía ahí, de recién casada. Dos meses antes de que yo naciera, se fueron con papá. Habrán huido, seguro.

Mamá se puso a luchar con el Fiat para que arrancase, y yo aproveché a mirar de nuevo el grupo: con un gesto de mandona, Asztika los hizo entrar en ese caserón, que ahora se había vuelto para mí un fascinante misterio. El misterio de los brujos y sus aquelarres, podría titularse la película que me estaba inventando.

Mamá puso primera, y el auto se deslizó con un chirrido. Como la vi bastante enojada, preferí no vigilar más la casona.

Me dije que las cosas estaban poniéndose más que interesantes. Así que un muchacho, alguien un poco más grande que yo, estaba también en el aniversario de mi abuelo.

Se me empezó a ocurrir un plan: esa misma noche, yo me las arreglaría para meterme en el mundo del viejo Augusto —siniestro, horrible mundo, después de lo que me tocaría ver ahí—. No lo dudé: armaría una historia creíble que me permitiera volver al caserón. Pero, lo que sí, tenía que meterle a mamá una buena mentira: ella prefería que nos mantuviéramos alejados de Augusto y de esa mujer, Asztika, lo más posible. Sólo una cosa la retenía a ellos: el cofre de papá. Entonces me puse a imaginar que esa misma noche yo se los quitaría a esos malditos. Rescatando ese objeto tan querido que había sido de mi padre, a los ojos de mamá me volvería un héroe. Me dije que en medio de un cumpleaños de muchos invitados tenía más posibilidades de pasar inadvertido.

Pero solo no podría. Alguien me tendría que acompañar, no me atrevía a entrar a escondidas en la casona, y menos en esa fiesta de gente tan rara. Tan rara y tan “muchísima”, como dijo Asztika. No lo dudé ni un segundo: Julián. Julián, mi mejor amigo. Él era capaz de guardar un secreto, y además no se iba a negar a acompañarme: éramos muy compinches, y yo era uno de los pocos que leía las historias que inventaba.

—¿Me dejás dormir en la casa de Julián, ma? —le dije, ya alejados de la casona—. Hoy me invitó cuando estábamos en el colegio, tiene un juego nuevo que le regalaron.

—Vos y tus ocurrencias de último momento —dijo mamá sin dejar de mirar la calle, a través del parabrisas. Pero por lo menos daba la impresión de que se había tragado la mentira, menos mal.

—Porfis, dale. Ya que no quisiste que me quede en lo del abuelo…

—Ni falta que te hace.

El semáforo, que acababa de ponerse en verde, salvó a mi madre de darme más explicaciones. Aceleró.

—Mañana no tengo que ir al cole —dije—: es sábado.

—¿Te acordás que a la mañana vamos a ir a comprarte un pantalón de gimnasia?

—Sí, pero podés pasarme a buscar temprano. Prometo que no jugaremos hasta muy tarde, ma.

Accedió.

CAPÍTULO 4

—Nunca vi una cosa así —dijo Julián—. Solamente acá hay este tipo de cámaras.

—Shhh. Ahora es mejor que nos quedemos quietos y observemos todo lo que pasa ahí adentro.

Nos fuimos acomodando con cuidado, uno bien pegado al otro. El gran salón estaba atestado de hombres y mujeres de negro. Sus capuchas impedían que se les viesen las caras, que además llevaban ocultas por máscaras o antifaces.

—Correte un cacho —le dije a mi amigo, siempre con una voz que yo mismo apenas me oía—. Así puedo ver mejor. Mirá ese viejo que está ahí con la túnica roja: es mi abuelo Augusto.

—Qué ridículo así vestido… —dijo Julián con una sonrisa que mostró sus dientes desparejos—. Mirá cómo están todos. Parece una fiesta de disfraces.

Me molestó el comentario, pero no porque ofendiera la “dignidad” de Augusto ni la de los brujos que llenaban el salón. Eso me importaba un comino.

—Vos no tenés el sentido del misterio ni de la aventura, Julián —dije, arrepentido de haber ido a buscarlo—. ¿No te das cuenta? No está disfrazado mi abuelo. Ninguno de estos malditos está disfrazado. ¿No te das cuenta de qué están por hacer? Y ahora, dejá de rebuznar.

Con su silencio, Julián me daba la razón. Yo observaba todo. No quería perderme ningún detalle.

Lo que más me interesaba era encontrar entre esos seres repelentes al muchacho de la vereda. Me preguntaba si estaría ahí, junto a ellos. ¿Sería un brujo como todos los demás?

Despacio, Augusto cruzaba el salón. Blandiendo el bastón ceremoniosamente —el mismo bastón que me aterrorizaba cada vez que lo veía—, se iba haciendo camino entre sus cómplices. Su túnica roja como la sangre lo destacaba entre esa multitud que le abría paso.

Contra una de las paredes, vimos una estantería descomunal, y una mesa tipo de arrime al lado de otra más grande —un altar, o como lo llamen esos tipos— iluminada con velones chorreantes y de largos pabilos. Les noté en la parte de arriba incrustaciones idénticas a las que los curas les ponen a las velas al comienzo de la Pascua. ¿Serían robados de iglesias esos velones? Si yo pudiese acercarme, seguramente vería inscriptos en ellos los diferentes años, y descubriría que las incrustaciones eran granos de incienso. Seguro. Pegada al altar habían puesto una mesa más chica, parecida a una que mamá tiene en casa. Todo preparado como para un aquelarre. Un aquelarre de verdad. Me dio mucho miedo: no sólo me estaba ocultando de simples brujos, sino de verdaderos demonios.

El viejo llegó ahí, y con la contera del bastón les dio leves golpes a tres jarrones de plata que brillaban sobre el altar. Yo no entendía qué significaba eso, aunque seguramente se trataba de los primeros pasos de algún rito. Cada vez que pasé por aquel salón lo vi prácticamente vacío, sin el altar ni ninguno de estos ornamentos que veía ahora. Lo único que siempre se destacaba era el espejo. El mismo “espejo” que ahora estábamos usando con Julián.

Advertí que dos de los jarrones se tambalearon un poco, después de que el viejo los tocó. Me pregunté qué contendrían.

Unos tipos vestidos con túnicas de distintos colores salieron de entre el gentío, y fueron a asistirlo al viejo. Reverentes, lo ayudaban a desplazarse sin que la larga túnica roja lo obstaculizara, y se la alisaban para que ningún pliegue restara majestad a su investidura. Sin dudas, el maldito Augusto era un personaje muy respetado.

Se pasó el bastón de la mano derecha a la izquierda, y todos los brujos inclinaron sus cabezas encapuchadas. Armaron una hilera de trazo recto, bien disciplinado, y de a uno fueron yendo hacia el viejo para besarle la mano derecha. Algunos iban con largas picas terminadas por cruces al revés, y con las bases golpeaban el piso antes del beso.

Y me llamó la atención la última ánfora del altar que presidía todo, la tercera: se movió un poco, como lo habían hecho las otras dos. Extrañé la mirada de mamá, que siempre me salvaba de situaciones inquietantes. Julián seguía bien pegado a mí.

—Mirá, mirá —le dije—: ahí está el muchacho. Ese de blanco que traen a empujones. El de la capucha.

Sí: se trataba de la misma figura que yo había visto cuando la luna atravesaba las nubes, en la vereda de la casona. La mujer de la valija y el de los anteojos y nariz ganchuda forzaban al muchacho a caminar hasta Augusto. En lo que podía verse, su cara tan pálida era más blanca que la misma túnica. Uno de los brujos le alcanzó a la mujer una copa. Mientras el de los anteojos sostenía con sus dos brazos al chico, ella tomó la copa con mucho cuidado como para no derramar lo que contuviera. La acercó a los labios del muchacho y lo obligó a beber. Debía de ser algo asqueroso: el pobre intentaba rechazar esa porquería, pero no lo lograba.

Un encapuchado trajo un candelabro enorme, que apoyó en el altar. A medida que iba prendiendo cada una de sus siete velas, los pabilos largaban un humo negro, negrísimo. El humo subía sin pliegues, como si alguien desde arriba estuviera aspirándolo. Otro de los brujos puso sobre el altar cinco vasos con tapa, como de arcilla, que ordenó lentamente y con mucha ceremonia. La tapa de uno tenía una forma rara, parecía la cabeza de un ovejero, por esas orejas puntiag…

—¡Ah, un lobo! —dije, y me contuve de alzar la voz—. Un chacal, mejor dicho.

—Qué de pavadas decís —dijo Julián.

—No son pavadas. Ese vaso que ves ahí tiene la forma del dios Anubis. Lo estudiamos con la de Historia. Y los vasos se llaman canopos, o algo así.

—¡Canopes, burro! De eso me acuerdo porque me copó: los egipcios metían ahí las tripas de los tipos que mumificaban.

—Momificaban, bestia. Haceme pata, así puedo ver mejor desde más arriba qué está haciendo el tipo.

Julián ya empezaba a ponerse chinchudo, pero lo miré muy serio y cruzando el índice sobre los labios. Entonces formó con las dos manos un estribo, y pude alzarme por encima de los libros de más arriba, y así logré una vista panorámica.

Al disponer sobre el altar los canopes, el tipo parecía formar algún diseño, una figura geométrica. ¿Un signo? Una letra, a lo mejor. Entrecerré los ojos intentando distinguirla. ¿Qué significaba aquello?

Portando una vela negra, una mujer pasó junto a la figura pálida y se acercó al viejo. Iba enmascarada, y su máscara formaba la cabeza de una mujer egipcia. ¿A lo mejor quería parecerse a Isis, la Gran Maga? Caminaba con firmeza y decisión. Su túnica no era igual a las de las otras brujas, sino de una seda dorada que, se me ocurrió, irradiaba la luz del infierno. Unas mangas amplias como grandes campanas le cubrían las muñecas. El final de la túnica rozaba sus pies descalzos.

La observé muy bien. Sí, era ella. Pude reconocerla a pesar de la máscara de Isis. Nunca la había visto vestida con esa ropa; se ve que esta ceremonia era muy secreta y especial.

—Asztika —dije.

—¿La secretaria de tu abuelo? ¿La bruja Ashira?

—Asztika, sordo. La maldita Asztika. Pero callate de una vez.

Cuando la bruja prendió la vela, largó una carcajada perversa y me pareció que sus pupilas negras como marcas de laca miraban hacia nuestro escondite como si pudiera vernos a través del espejo. ¿Sería ella quien nos oyó en la escalera de los Retratos? Temblé. Transpiré. Sentí náuseas. Asco. Me empezó de nuevo el dolor de panza, el revoltijo.

—Huy, huy, huy —se quejó Julián desde abajo—. Me estás pesando bastante.

No bien me bajé del estribo, mis piernas rozaron algo peludo: el gato negro del viejo. Cómo me hubiera gustado encajarle una buena patada para sacarlo de ahí. Sabía que no podía hacerlo, ni siquiera quería tocarlo: si el bicho se mandaba un maullido, por ahí nos descubrían.

—¿Un gato por acá? —me dijo Julián.

—Mejor no le des bola —susurré—. Si llega a maullar, vamos en cana con esos locos que están ahí.

Semejante espectáculo macabro, y encima el gato negro de Augusto mirándonos con esos ojos vidriosos, me ponían más nervioso de lo que estaba. Nunca me gustó el gato ese. Aquella noche lo odié más que nunca.

Siguió un silencio que pronto las carcajadas tenebrosas de Augusto interrumpieron. Esa risa se mezclaba con los gemidos del muchacho de la túnica blanca, a quien ahora arrastraban hacia él. Las gruesas y erizadas cejas le daban al viejo un aire bien diabólico. Me noté húmedas las manos.

—María Rosa —dijo con su voz ronca, dirigiéndose al muchacho, ahora más pálido y blanco que una lápida—. Ven a mi lado.

—Escuchá —dijo Julián—: tu abuelo dijo “María Rosa”. La nombró “María Rosa”. ¿Y entonces? No es el pibe de la vereda que me contaste en casa. Por ahí lo traen después.

—Shhh… —le dije, y lo miré muy serio. Y al mismo tiempo me preguntaba: ¿“María Rosa”? Si Augusto no lo está tratando de mujercita al muchacho, ¿entonces no era un muchacho el de la vereda? ¿Era una chica? ¿Será la misma persona?