Cubierta

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Sobre Marcelo di Marco

Marcelo di Marco (Buenos Aires, 1957) es uno de los autores más representativos de su generación. Ha publicado seis libros de poesía, cinco de ensayo, y estos cuatro títulos de narrativa de horror psicológico y sobrenatural: El fantasma del Reich (relatos, 1995), Victoria entre las sombras (novela, 2011), La mayor astucia del demonio (relatos, 2016) y 25 noches de insomnio (relatos, 2017). En 2005 fundó La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía. Amante del cine, la ópera, los gatos, los viajes y la literatura intensa, vive con su esposa, Nomi Pendzik, en un caserón de Palermo Viejo. Es Campeón Nacional de Rifle, Maestro Tirador y experto en armas blancas, y desde 2013 dirige el canal de YouTube Taller de Corte y Corrección, con tips de escritura, entretenimiento y estilo.

 

 

 

Primer programa del canal TCyC

 

Lista de reproducción de los TCyC PESADILLA

 

Sitio oficial de Marcelo di Marco

Índice

Hay ciertos secretos que no se dejan expresar. Hay hombres que mueren de noche en sus lechos, estrechando convulsivamente las manos de espectrales confesores, mirándolos lastimosamente en los ojos; mueren con el corazón desesperado y apretada la garganta a causa de esos misterios que no permiten que se los revele. Una y otra vez, ¡ay!, la conciencia del hombre soporta una carga tan pesada de horror que sólo puede arrojarla a la tumba. Y así la esencia de todo crimen queda inexpresada.

 

EDGAR ALLAN POE

 

 

 

¿Qué es uno menos? ¿Qué significa

una persona menos en la faz del planeta?

 

TED BUNDY

 

 

 

Dales placer. El mismo que consiguen

cuando despiertan de una pesadilla.

 

ALFRED HITCHCOCK

 

 

MORDERTE LA LENGUA

—Por qué no se morderá la lengua esta mina —me dijo Claudia en voz muy baja y señalando con el pulgar a la pareja de la mesa de al lado, a la derecha de nosotros: ahí las cosas habían empezado casi sin que nos diéramos cuenta, pero ahora era imposible ignorar la situación.

—¿Qué se siente ser un magnífico cornuto? —desbarraba la tipa, que apuntaba hacia delante con su busto semejante a una proa, por encima de la mesa—. Un cornuto como en la de Gassman, eh. —Arrastraba las palabras, y en voz lo suficientemente alta como para que todo el minúsculo restorán la oyese—. Y ojito, que de vos no hablo. ¿Vos sabés que no hablo de vos, mi amor, no es cierto? ¿Bicho?

—Por supuesto que no hablás de mí, mi amor. —El Bicho trataba de salvar la ropa como mejor podía. Sacó la billetera y dijo, mostrándosela—: Dejame pagar la cuenta y…

—… y las pelotas, nene. ¿Qué pensás pagar vos, si no tenés un puto mango? Nunca tiene un puto mango el vivo de mi marido. —Esto lo dijo hablando a uno y a otro lado, y tengo por seguro que cada mesa recibió en estéreo tal interesante anuncio—. Dejá que hoy vuelva a tarjetear con la American que me banca mi viejo, a ver si llegamos a fin de mes por una vez en la puta vida. Maricón.

Olvidados del streusel de manzanas que compartíamos, olvidados cada uno de nuestras cucharas de postre, que habíamos dejado en el aire, Claudia y yo veíamos y escuchábamos en detalle cómo aquella borracha se iba volviendo cada vez más borracha, y cómo el pobre tipo se iba volviendo cada vez más pobre tipo. Los teníamos a menos de dos metros, y yo alcanzaba a ver de perfil al hombre, bastante mayor que la otra idiota: sentado frente a ella, simulaba sonreír mientras miraba de reojo a los costados, acaso con la ilusión de que nadie los estuviese viendo y escuchando. Absurda ilusión, porque no había cómo no verlos y escucharlos: apenas una decena de mesas tenía el Escher Platz, al que íbamos por primera vez, siguiendo el consejo de un amigo. Hasta un par de pinches, de esos inconfundibles aprendices del chef, se habían asomado por la puerta que daba a la cocina, con las caras brillantes de sudor y acomodándose los pañuelos blancos atados al pescuezo.

Pero el conflicto no parecía terminar en lo inmediato, y la situación contrastaba con aquel pacífico sitio arrancado de la Europa eterna: paneles de pura madera en las paredes, sillas vienesas, afiches con laberintos y cintas de Moebius, manteles a cuadros y tulipas de alabastro.

Y, al primer chillido de la tipa, se ve que el maître juzgó prudente y necesario tomar cartas en el asunto: se acercó a la mesa, los bigotes erizados, y con una mano recibió el efectivo que le entregaba el Bicho, y con la otra levantó firme y delicadamente a la borracha, sujetándola del codo. Ganada por lo inesperado, la borracha no pudo ni reaccionar —al alzarla, tintinearon los magníficos brazaletes dorados y la pedrería que le colgaba de las orejas—, y así fue llevada hasta la calle, con magistral profesionalismo. Y un conato de aplauso fue ahogado por las risas provenientes de varias mesas, a modo de despedida. Y el marido marchaba atrás de su mujer y del maître, con la misma expresión avergonzada de John Cazale en la segunda parte de El padrino, cuando Al Pacino les ordena a un par de monos de su custodia que saquen de la pista de baile a la indómita esposa de su hermano mayor. Pobre Fredo. Pobre Fredo y pobre Bicho.

—Qué papelón —dijo Claudia volviendo a hundir la cuchara en el streusel—. ¿Cómo se puede ser tan quilombera?

—Se puede ser tan quilombera —dije con total convicción, sin tomar mi parte del postre: parafraseando el comienzo de El cazador oculto, la asquerosa escena acababa de arrastrarme a la memoria asquerosas imágenes de mi asquerosa infancia.

—Yo no sería tan asertiva, Agus. —Claudia sonrió, sacó de su cartera un espejo, y con la punta de la servilleta se limpió un rastro blanco que la crema le había dejado en el labio. Después brindó con su copa en el aire y se mandó un buen trago del Luigi Bosca Rosé que yo había ordenado para acompañar el streusel.

Me pregunté si sería conveniente contarle lo que me estaba germinando en la cabeza desde que había empezado El Show de la Loca de Mierda, minutos atrás. ¿O sería mejor comentarle nomás que la borracha en cuestión le había pifiado al referirse a Vittorio Gassman como actor de El magnífico cornudo, y pasar a cualquier otro tema?

—Vaya a saber de dónde la conocía la tipa —dije.

—¿A quién, Agus?

—A la película. Hugo Tognazzi trabajaba, no Gassman.

—¿De qué hablás?

—Nada, boludeces mías. —Ma sí, me dije. Yo le cuento. Si pensamos casarnos, mejor que Claudia no ignore nada de mi vida—. ¿Sabés? Cuando vi la segunda de El padrino terminé de entender qué había pasado una noche, en la casa de mis tíos de La Lucila. No recuerdo qué se festejaba, porque esto que te cuento pasó hace mil años, y yo era muy chico. Pero sí me acuerdo que ahí estaba toda la familia.

—Me contaste que eran unos cuantos.

—Ya los vas a ir conociendo.

—Por mí…

—No seas mala. Te van a gustar, son tanos como los de antes. ¿Viste esos familiones tanos que se juntan a festejar Año Nuevo, con la mesa larga en el patio? Todavía nos quedan parientes que hablan en italiano y todo.

Puso los ojos en blanco. Dijo:

—No quiero ni imaginármelo, Agustín. Aparte deben de ser todos fachos rajados de cuando la democracia volvió a tu querida Italia.

Había momentos en que desconocía a la que iba a ser mi esposa, y este era uno de esos momentos. Me reí a pesar de la incomodidad.

—La nonna y el nonno se conocieron en un conventillo de La Boca —dije—, mucho antes de que Mussolini tomara el poder, allá en el paese.

—¿Qué viene ahora? —Claudia se puso seria—. ¿Otra clase de historia? Mejor contame de aquello que te pasó de chico. Lo de La Lucila. Decías que estaba toda la familia, y que eran un montonazo de gente.

—Tal cual. Mi abuela había tenido una legión de hermanas, y todas se casaron y le dieron a mi papá quinientos primos. Toda la familia estaba. Incluso estaba un hombre de traje, a quien yo no había visto jamás.

—Capaz que en otra reunión lo pasaste por alto.

Negué con la cabeza. Pero no sé si Claudia me registró, ocupada en aprovechar los últimos rastros del postre. Y dije:

—Jamás lo había visto en ningún encuentro familiar. Me llamó la atención que estuviera de traje en medio de mis parientes, que se vestían de cualquier manera.

—Como todo el mundo.

—Sí, Clau, como todo el mundo. Lo que quiero decir es que se notaba a la legua que el tipo trajeado era un tipo muy formal. No lo recuerdo muy bien, pero supongo que las tres mujeres con las que fue eran la mujer y las hijas. Dos hijas, sí. Que no abrieron la boca en toda la no...

—Chito la boca. —Ella me interrumpió con un gesto y se dio vuelta: de la mesa de la ventana que daba al Pasaje de la Piedad venían voces airadas. No se llegaba a entender, pero era claro que discutían. Y fuerte. La tenue luz de las tulipas de alabastro electrizaba de furia las caras de los dos.

—Otra pareja que se ama con locura —dijo Claudia, haciendo como que se ajustaba un tornillo en la sien, con el breve mango de la cuchara.

—Otra pareja —repetí, y dando un vistazo de un extremo a otro del Escher Platz me di cuenta de algo bastante curioso: todas las mesas estaban ocupadas por parejas. De hecho, todas las mesas de aquel lugar minúsculo eran para dos, aunque ninguna estaba ocupada por personas del mismo sexo, o por un solo cliente. Pensé en comentárselo a Claudia, pero no quise perder el hilo del relato.

—Creo que fue la formalidad del tipo lo que hizo que mi madre se cebara.

—¿Se cebara? ¿En qué sentido?

—Se engolosinó verdugueándolo. Delante de toda la familia de mi viejo lo bardeó, y delante de la mujer y de las hijas del tipo. Se levantó las polleras y todo, y no había quien pudiera controlarla. En esa época lo más importante para ella era simular ser una “mujer moderna”. Y la idea que tenía de la modernidad pasaba por la desinhibición sexual. Y por darle al tinto. Una noche, estaba tan borracha después de enterarse de la muerte de una amiga, que me bailó en camisón. Y en el living. Puso en el Winco El lago de los cisnes, a lo mejor porque la amiga muerta era una compañera del colegio a quien le encantaba el ballet, y ahí nomás se mandó a mover el culo delante de mí y mis cinco o seis años. Fue grotesco, aunque yo todavía no conocía esa palabra ni el concepto. Pero fue grotesco, por decirlo suave. Mi viejo ya se había ido a dormir. Siempre dormía mi viejo, aunque estuviera despierto.

—Así que a tu vieja le gustaba exhibirse.

—Yo era tan chico que no sabía que esas cosas no se hacen. Salvo que vos quieras que tu hijo se vuelva loco. O puto.

—Toda una precursora, tu vieja —dijo Claudia, siempre con los ojos bajos—. Deberías morderte la lengua antes de hablar mal de ella.

—No se trata de hablar mal o de hablar bien, Clau. Es lo que pasó. —Me interrumpí para mirarla, preguntándome si acababa de hablarme en serio. Y estaba por preguntárselo cuando los rumores de guerra que venían de la mesa de la ventana lindante con el pasaje se hicieron más audibles. Y la que levantaba la voz era la mujer: una cincuentona gorda y rubia, de rodete, con pliegues de grasa marcados como canelones en la generosa nuca. Vi que el hombre de la pareja le hacía al cajero —ni el mozo ni el maître estaban a la vista— la seña de firmar: quería cortar como fuese el rollo de aquella energúmena, pagar de una vez y rajarse del Escher Platz.

Al volver la vista a Claudia vi que había sacado de la frapera el Luigi Bosca: sin envolver la botella con el repasador, estaba sirviéndose ella misma otra copa, y el agua chorreó por su zona del mantel.

—¿Y que le hacía tu vieja al tipo de traje? —preguntó con sorna—. ¿También le bailó en camisón?

Juzgué prudente no contestarle nada. Y recién ahí caí en la cuenta: era la primera vez que la veía tomar un poco de más. En realidad, en esta cena venía tomando mucho.

—Hola, señor formal —dijo, mirándome a los ojos y moviendo los hombros, y eso hizo que el busto se le bamboleara a un lado y a otro. Noté de reojo que la pareja de la izquierda nos miraba sin disimulo.

—¿Querés que pague ahora, Clau, y vamos para tu casa?

—No sé. Vos sos el hombre, ¿no? Decidí vos. —Lo pensó un poco, y después de terminarse la copa de un trago volvió a la carga—: ¿Y qué le hizo delante de todos tu mami al señor formal? ¿Se le arrodilló adelante? ¿El tipo estaba sentado en un sillón, y ella se puso a desabrocharle…?

Y estaba por responderle cualquier cosa, ya cansado de sus desconsideraciones, cuando un estruendo a vidrios rotos vino de la mesa de la ventana.

—¡La puta que te parió! —gritó la gorda rubia con la voz patinándole y ahora parada en medio de un mar de añicos de cristal, y entonces violentamente se abrió la puerta de la cocina, y el maître salió al ruedo como un toro de Miura y con los crueles bigotes más erizados que antes.

—Qué lugar más cool te recomendó Rocco —dijo Claudia, con la bestia gastronómica haciéndole vientito al pasarle al lado. Y se quedó con la boca abierta cuando el maître descargó un puñetazo sobre la cabeza de la rubia, un mazazo que ni el esponjoso rodete pudo amortiguar: la gorda cayó al suelo cuan redonda era. Ahí los aplausos que recibió el maître fueron más notorios, incluso el acompañante de la tipa lo aplaudió. El maître se acomodó el moñito negro, se emprolijó el jopo, le dio la mano al hombre, que agachó la cabeza, y se volvió para la cocina. Al rato salieron aquellos dos pinches, quienes levantaron a la jamona, y seguidos del marido —o lo que fuese de la tipa aquel ser digno de toda compasión— se mandaron para la vereda.

—Otro episodio de violencia de género —dijo Claudia, ahora en tono displicente pero subiendo la voz cada vez más—. ¿Viste cómo le quedaron clavados los vidrios rotos cuando la levantaron del piso, pobre mujer? Deberías haber intervenido.

—¿En qué debería haber intervenido?

—Ojo, compañero —me dijo súbitamente el tipo de la mesa de al lado—, que esta noche parece que venimos mal.

Lo miré, y estaba a punto de decirle a usted qué carajo le importa cuando Claudia se pasó el dorso de la mano por la boca, como si estuviera en una taberna medieval, me escrutó con unos ojos reptilianos que yo nunca le había visto y gritó, solemne:

—¡Te faltan huevos, Agustín! ¡Un hombre en serio no permitiría que le hicieran semejante cosa a una mujer!

—Qué estás dic…

—… ¡QUÉ HARÍAS VOS SI UN MONO DE DOS METROS DE ALTURA VIENE A ESTA MISMA MESA A ENCAJARME UNA PIÑA, EH! ¡PUTO! ¡CAGÓN!

Una estruendosa carcajada provino de la mesa de la izquierda, y como si se tratara de un fuego de artificio fue estallando mesa tras mesa, hasta que una risa ofensiva, sardónica, desbordó el Escher Platz.