Cubierta

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Sobre Marcelo di Marco

Marcelo di Marco es un consagrado autor del género fantástico en Argentina, y uno de los talleristas más reconocidos. Especializado en cine y narrativa de horror, dio talleres de literatura fantástica en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, fue secretario de redacción de la revista La Cosa y fundó en 2005 el círculo de escritores La Abadía de Carfax. Sus dos últimos títulos de ficción oscura son Victoria entre las sombras (2011, novela) y La mayor astucia del demonio (2016, relatos). Acerca de su perfil como ensayista, en el especial Segundo Aniversario de la revista La Balandra se lee: "El nombre de Di Marco se instaló definitivamente en el mundo literario a partir de un libro sobre las herramientas de la escritura: el bestseller Taller de Corte & Corrección".

 

 

 

Primer programa del canal TCyC

 

Lista de reproducción de los TCyC PESADILLA

 

Sitio oficial de Marcelo di Marco

Índice

EL VACÍO

Oculto detrás de la puerta se preparó, con el corazón en un puño y aferrando el Trail Master recién afilado: una no-muerta acababa de salir lentamente de entre el pinar, bajo la luna. Tambaleándose de harapos oscilantes y tropezando con rocas y raíces, paso a paso avanzaba hacia la cabaña.

Seguro que lo había olido. Los olores de su carne viva y de su adrenalina le habrán llegado a la zombi a través de la espesura de los pinos, y a pesar de la bosta fresca con que él se había embadurnado el cuerpo antes de afilar el cuchillo: el Bacillus No-Sferatu mutaba, los volvía más y más perceptivos en cada evolución.

Pero sabía qué debía hacer. Debía dejar que aquella aberración entrase, debía saltar de entre las sombras y sorprenderla y hundirle el Trail Master de una sien a la otra. No era la primera vez, ya se consideraba un experto. El cuchillo penetraría los huesos temporales como si fuesen simples cartílagos, él arrojaría a la zombi al mar desde el acantilado, y así podría seguir acondicionando esa destartalada cabaña como para sobrevivir hasta que llegara algún socorro.

Le extrañó no oír los pasos de la zombi cuando entró por la puerta, voraz, pero eso era lo de menos: giró y se plantó frente a “ella” y le enterró el cuchillo en las sienes y…

Y no, el cuchillo no se había enterrado en las sienes: ¡el cuchillo había pasado de largo, y en el envión su brazo siguió viaje fuera de control como si traspasara el aire, y ahora él trastabillaba y caía al suelo! Y aquella se le abalanzó, y trató de apuñalarla desde abajo; pero el Trail Master sólo hendía el vacío. Y, antes de morirse bajo el contacto de esas manos que al instante disolvían cada parte de su cuerpo que tocaban —aunque eso no era precisamente un tocar—, él lo comprendió: los pronósticos que los científicos militares lograron difundir antes del colapso de las redes habían sido certeros; en su mutación, el Bacillus No-Sferatu ya estaba pasando, victorioso y terminante, a la fase Spectrum-Corrosivus.

FLUJO

El profesor Brown venía trabajando en la teoría del tiempo durante muchos años.

—Encontré la ecuación clave —le dijo un buen día a su ayudante Roberto—. El tiempo es un campo, y los fenómenos de la historia son simples diagramas de flujo que ocupan parcialmente ese campo.

—Notable —dijo Roberto, bastante desanimado: Sofi acababa de enviarle un whatsapp inequívoco: tenemos que hablar beto. Y él ya tenía sus sospechas.

Siempre en lo suyo y exhibiendo su iPhone, el profesor Brown siguió diciendo:

—La APP que estuve programando puede reproducir en imágenes concretas los hechos del pasado, si se los presentamos en forma de algoritmos inequívocos. Por ahora, sólo funciona enunciando al comienzo nombres de capitales europeas.

—Podríamos probar con nombres propios en general —arriesgó Roberto—. Según la teoría de conjuntos, es posible que…

—… en este momento trascendente no necesito ninguna de tus burdas sugerencias —le respondió el profesor, y se acercó el iPhone a la boca y dijo—: Roma-cristianismo-Coliseo.

El display se fue tupiendo de leones y mandíbulas empapadas de rojo, de mártires arrastrados por la arena y destrozados por garras filosas, de viacrucis presididos por sucesivos papas.

—Berlín-Muro-Guerra Fría.

El display se fue tupiendo de disidentes baleados al pretender pasar del este al oeste de la ciudad, de hombres y mujeres que empuñaban demoledoras mazas, de multitudes que aclamaban a Juan Pablo II.

—Funciona, funciona —dijo el profesor Brown, exultante—. It’s alive! Sólo hay que refinar la búsqueda.

—Claro —dijo Roberto, que seguía ensimismado tejiendo conjeturas—. Si yo digo Sofía, capital de Bulgaria, no dará lo mismo que diga —al decir esto le arrebató el iPhone al sorprendido profesor Brown y se lo llevó a los labios— Sofía-Brown-laboratorio-horas extras.

El display se fue tupiendo de imágenes XXX, a cual más lujuriosa, procaz y reveladora. Y el ayudante Roberto empezó a arremangarse los puños.

DELIVERY

Puede resultar obvio, pero siempre conviene estar atento a las impensadas oportunidades que nos ofrece la vida en favor de nuestra delectación.

Ya eran cerca de las nueve de la noche cuando mi taxi tomó la Juan B. Justo. El taxista —un ajeno, completamente— seguía discutiendo por el celular con una mujer que en mal tono no se le quedaba atrás, y yo volvía a casa con cada vez más hambre, por culpa de la cerveza. Había pasado por el negocio de militaria de uno de los nuestros a retirar el par de borcegos encargados hacía unos meses. También me llevé de aquella cueva verde oliva una caja MTM para munición .22, que acababa de traerle la importadora, y además compré un aerosol Peace Ultra, para divertirnos con los perros que la corrección política hace proliferar a gusto en las costas de Gesell: en un par de días partiríamos con mi mujer a Las Gaviotas, y tanto a ella como a mí nos gusta recorrer el bosque. En cuanto a mi cofrade, justo era el cumpleaños, así que él y dos más habían sacado al pasillo de la galería una de las mesas del local, y ahí brindamos con cerveza. Sólo con cerveza. Ni un solo pincho había, o a lo mejor ya se habían terminado cuando caí yo, bien cerca del cierre. De todos modos, mal no me sentía arriba del taxi. Un poco raro, nada más. Y hambriento. Por lo menos la cerveza estuvo bien fresca.

Según pude entender, la mujer del otro lado de la línea era la hermana del taxista, y arreglaban quién debía clavarse esa noche cuidando a la madre, recién internada. Frente a mí, pegada con cinta scotch detrás del respaldo del acompañante, se exhibía una estampa de típica iconología evangélica, a todo color y en tamaño postal. Representaba unos pies con sandalias, que en su avance hacia un horizonte de encrespadas olas iban poniendo luz a cada paso. Sobre el velo de la túnica se leía:

 

CUANDO SIENTAS QUE LOS PROBLEMAS TE ESTÁN AHOGANDO,

RECUERDA QUE TU SALVADOR CAMINA SOBRE LAS AGUAS.

 

—Disculpe —me dijo el tipo no bien cortó con la otra perra—. Es por mi mamá. Le dolía el hígado, y en las radiografías salió que el hígado andaba bien, pero encontraron algo raro en un riñón. Es la voluntad de Dios.

—¿Un tumor? —pregunté, y se me vino a la cabeza la imagen de un delicioso jabalí que habíamos descubierto en un viaje por Castilla: al pie de una encina, la desprevenida bestia hozaba entre las raíces, en busca de trufas.

—No se sabe —dijo el taxista, incómodo como todo ajeno cuando se habla en términos de cáncer—. Pero la internaron para hacerle los análisis.

—Mejor —dije.

—¿Mejor?

—Si hay que intervenir —expliqué—, su madre ya tiene un lugar.

—Y sí. —El taxista parecía resignado: me había entendido—. Es lo que dice el médico.

—La biopsia…

—En complicaciones del riñón, dicen que no hacen biopsias. Directamente lo sacan, y listo. Intervienen, como usted dice.

—Ante la duda —dije haciendo gestos de cortar—, extirpar y a otra cosa.

—Es que es jodido el riñón. Cualquier infección que se le pegue ahí, ¿quién la para? Supongo que a la vieja la operan mañana mismo.

Nos quedamos en silencio. Supe que mi suerte estaba cambiando. Se me ocurrió decirle:

—Lo que yo no sé es qué hacen después con todo lo que nos sacan.

—Lo tiran, qué sé yo.

—¿Y adónde?

—No tengo idea, jefe. —Lo dijo alzándose de hombros y como el que reacciona ante una pregunta molesta.

Sonreí:

—Dicen que hacen cremas para las mujeres. Maquillaje.

El taxista no me contestó.

Miré las sandalias del Salvador. Dije:

—Que todo sea para bien.

—Gracias, señor.

Volvió el silencio, esta vez más espeso. Yo ya estaba ingresando mi password a la APP de nuestra red. El taxi llegaba a la esquina de Paraguay, y algunas gotas empezaban a pegar contra el parabrisas: esa tarde habían pronosticado que el otoño se despediría con una buena tormenta, y que tendríamos agua a chorros durante toda la noche y todo el día de mañana. Ojalá que la lluvia no interfiera con los envíos, me dije.

—¿En dónde la internaron a su mamá? —pregunté, mientras tecleaba los datos de mi cuenta, y advertí que el taxista me echaba un vistazo por el retrovisor—. Soy miembro de una agrupación en mi parroquia —expliqué alzando el iPhone como si él pudiera leer el display—, y visitamos enfermos. Me pareció oír recién que ustedes son de Temperley. ¿El apellido…?

—Ya hay hermanos nuestros en oración, pero le agradezco igual. Amaranti es el apellido de ella, de soltera. Así figura en el carné del PAMI. Somos de Temperley, pero la tenemos en el Itálico.

—Ah, cerca de mi casa.

—Tal cual. No bien lo deje a usted, voy a reemplazar a mi hermana. Ya es bastante tarde.

—Hace bien.

El auto dobló en Paraguay, y unas pocas cuadras después estacionaba frente a mi casa.

Abriendo con una mano la puerta del taxi y recibiendo el cambio con la otra, le dije al taxista:

—Acuérdese del Salvador. No afloje.

Se dio vuelta para mirarme, confuso. Y le señalé la postal del respaldo.

Sonrió agradecido.

Y estaba yo por abrir la puerta de calle cuando lo pensé mejor, y me encaminé hacia la vinoteca de la esquina. Un buen jerez le vendría perfecto a la receta que ya imaginaba para una de nuestras inminentes cenas, los dos juntos y al calor del hogar de leños, en la cabaña de Las Gaviotas: según el display, que ahora rastreaba la ruta de mi encargo, todo iba a pedir de boca; sólo debía esperar que llegara en condiciones la carne.

LA MENTE HUMANA ES CAPAZ DE TODO

—Necesito que me diga dentro de cuánto tiempo se me van a caer, doctora, ¿me entiende? Ni mirarme al espejo puedo, me doy asco y me dan ganas de llorar. La crema que usted me recetó me hace peor, me reseca. Parezco un monstruo. Antes yo era una mina feliz, y ahora me dan ganas de desaparecer. De morirme me dan ganas. Y tengo la impresión de que en el trabajo quieren cambiarme de departamento. Si es que no están pensando directamente en echarme, con cómo está todo.

Yo me sentía exhausta. Llevaba escuchando el relato de Marisel durante unos tres cuartos de hora, y la pobre, sentada frente a mí y de codos sobre el escritorio, no terminaba de desahogarse. Sus ojos celestes no podían controlar las lágrimas. Era mi última paciente del día —ni la asistente quedaba en la recepción—, y yo no veía la hora de que dejara de desenrollar esa madeja que salía de su boca, siempre en el mismo tono invariable y uniforme. En un momento calló y desvió la vista, superada por lo que me estaba diciendo, y de reojo pude echar un vistazo por la ventana que daba a la plaza: ya era de noche, y el viento del invierno sacudía las hojas del gomero de la esquina. Me imaginé en casa, calentando el gulash de la noche anterior y descorchando un malbec.

Adentro, la corriente cálida del aire acondicionado hacía que las partículas que nevaban lentas de la cara de Marisel al escritorio temblaran casi imperceptiblemente. A medida que ella me relataba su “caso especial” —así llamaba al voraz eccema atópico que estaba consumiéndole la piel y el alma—, el vidrio que protegía la superficie de mi escritorio se iba cubriendo de unos como peperoncini triturados. Y ya había un montón.

—Estas costras espantosas —seguía diciendo, y me mostraba sus dos perfiles, con lo que la lluvia de cascaritas rojas se intensificaba—. ¿Me quedarán marcas, doctora? ¿Contagio, yo? Eso me preguntaron el otro día en la oficina de Personal. Ya me está dando pánico salir de día. Tengo que ir caminando, porque en el subte me miran tod...

Pero no pudo terminar la frase, porque yo estiré la mano hacia ella y levanté con los dedos en pinza un montón de esos peperoncini y me los llevé a la boca. No me había equivocado: tenían un gusto similar al ají picante, aunque no picaban mucho.

Marisel me miró con una cara de horror imposible. Su mueca fue tan horrenda que hasta la hacía parecer linda.

Yo seguí engullendo el resto de aquellas partículas. Las trituraba con los dientes.

La oí gritar cuando escapó del consultorio, directo a la puerta del departamento.

Al mes volvió, radiante.

Y sana.

Mi rapto de inspiración había resultado. Magia simpática.

 

A veces sueño con ella. Marisel es la dermatóloga —la dermatóloga más hermosa del mundo—, y yo la víctima del eccema más devastador. Una pesadilla nada extraña, si se sigue la lógica de la mente.

Pero esta misma noche, frente al espejo del baño, lo advertí sin demasiada sorpresa: una aspereza cutánea se eriza de minúsculas puntas en un costado de mi mentón. También advertí que mis ojos ya no son castaños sino celestes.

 

 

LA BRUJA

—Y esta es nuestra Sala de Exposiciones —decía esa bruja de Directora con su agria jactancia mientras seguía enseñándole a la exhausta y ninguneada pareja de padres las instalaciones de aquel colegio que ocupaba una manzana entera. Marchaba delante de los dos, humillante, y a su paso era reverenciada por todos, desde los colegas hasta el personal de mantenimiento—. Nuestros dioramas a escala natural son únicos en Latinoamérica. —Sin dejar de caminar, con una mano extendida iba abarcando aquellas maquetas gigantes que ocupaban el perímetro del salón, figuras humanas que a la joven madre la inquietaban un poco.

—Notables —apuntó Julieta, por decir algo, y la Directora se detuvo y la miró torcido:

—Más que notable, señora. Incluso han venido de Estados Unidos para estudiarlos. Después nuestras alumnas y nuestros alumnos se encargaron de entrevistar a las investigadoras y los investigadores, que vinieron auspiciados por la UNESCO: todos y todas los enviados y las enviadas destacaron el realismo y la vividez de estas maravillas.

—Parecen salidas de Una noche en el museo