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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 438 - enero 2020

 

© 2010 Anne Oliver

Semillas de deseo

Título original: When He Was Bad…

 

© 2013 Anne Oliver

Busco esposa

Título original: Marriage in Name Only?

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-902-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Semillas del deseo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Epílogo

Busco esposa

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Imagínatelo desnudo.

Ellie Rose apenas oyó a su amiga con la música del club nocturno, pero la insinuación y la persona a la que se refería eran inconfundibles. A menos de cinco metros se elevaba un metro ochenta y pico de pura masculinidad. Estaba de espaldas a Ellie, pero su altura, su pelo negro y su delicioso trasero lo hacían destacar entre la multitud que bailaba bajo las luces de neón.

Ellie siempre había tenido debilidad por los traseros duros y bien moldeados.

La multitud se cerró en torno a él y Ellie maldijo su metro sesenta de estatura. Pero de ninguna manera iba a admitir que se lo estaba comiendo con los ojos, tal y como acababa de sugerir su amiga. No hacía mucho que conocía a Sasha, pero por lo que había aprendido de ella no le parecía una mujer que esperase a que los hombres fuesen a seducirla. Era ella quien iba a buscarlos.

–¿Quién? –preguntó con una ignorancia fingida.

Sasha levantó en un brindis su botella de spritzer y alzó la voz para hacerse oír.

–Sabes muy bien a quién me refiero. Ese tío de ahí, el que está con la chica alta con pantalones de cuero. Imagínatelo desnudo, o todavía mejor… imagínate a ti desnuda con él.

Demasiado fácil imaginarlo. Los dos desnudos entre sábanas de satén moradas… salvo por la despampanante morena que se empeñaba en destrozar la fantasía al arrimarse a él para besarlo. Tragó saliva, incómoda, y se dirigió a Sasha con un tono cortante.

–No hemos venido a ligar. Solo estamos aquí para disfrutar de la música.

–Habla por ti –replicó Sasha, llevándose la botella a los labios–. Si quieres escuchar música vete a un musical. Oh, oh… creo que nos está mirando… O mejor dicho, creo que te está mirando a ti –le puso a Ellie la mano en la espalda y la empujó suavemente–. Vamos, esta puede ser tu noche de suerte –se acercó para hablarle al oído–. Pregúntale si tiene algún amigo.

A Ellie empezaron a temblarle las piernas. No quería que fuera su noche de suerte, ¿verdad? No, no quería. Al menos no con un hombre que podía hacerle desear todo lo que no podía tener con alguien como él. Aquel tipo tenía la palabra «mujeriego» escrita en la frente.

Vestía unos pantalones negros y una camisa blanca con el cuello abierto. Su pelo era oscuro, corto y ligeramente en punta, como si acabara de abandonar la cama de su amante. El reloj de platino que ostentaba en la muñeca hacía pensar en una gran fortuna.

Las luces parecían destellar al ritmo de sus latidos mientras él se acercaba. Se detuvo a su altura y le clavó la magnética mirada de sus ojos oscuros.

–Hola. ¿Puedo invitarte a una copa?

Su voz la inundó como una capa de chocolate derretido. Levantó su botella, prácticamente vacía.

–Ya tengo una, gracias, y estoy con una amiga… –entonces vio a Sasha meneando las caderas en la pista de baile. Maldita traidora.

–Parece que tu amiga sabe cómo divertirse –repuso él, y siguió brevemente la mirada de Ellie antes de volver a mirarla–. No te había visto antes por aquí.

–Es la primera vez que vengo. No suelo frecuentar este tipo de locales –Sasha la había arrastrado hasta allí en contra de su voluntad, alegando que necesitaba más diversión en su vida.

–Vamos a cambiar eso… –la agarró de la mano–. Baila conmigo.

Un hormigueo le recorrió el brazo y se le concentró en el vientre. La mano de aquel hombre era fuerte, firme y cálida, como sin duda lo sería el resto de su cuerpo. Recordó la fantasía de las sábanas… y a la morena que había estado besándolo minutos antes.

–¿Y tu amiga? –le preguntó secamente. Retiró la mano y se frotó la palma contra el corto vestido negro para aliviar el hormigueo.

Craso error. Al preguntarle por su acompañante le demostraba que había estado observándolo. Y por su forma de sonreír debía de intuir también lo que había estado pensando…

–Yasmine es una colega –le aclaró él sin perder la sonrisa–. Hacía mucho que no la veía. He estado trabajando en Sídney.

Ellie echó un vistazo fugaz detrás de él y vio a una rubia con un top blanco que se lo comía con los ojos, pero ni rastro de Yasmine. O quizá ni siquiera se llamaba Yasmine y le había dado calabazas. No lo conocía. Podría estar mintiéndole, buscando una aventura fácil de una noche. Como todos los que abarrotaban el local, al fin y al cabo.

Todos menos ella.

Su cuerpo ansiaba refutar aquella afirmación, pero consiguió retener las hormonas descontroladas y adoptar un tono frío y neutral.

–¿Eres de Melbourne?

Él asintió.

–Trabajo en muchos proyectos y me muevo con frecuencia de una ciudad a otra. Me llamo Matt, por cierto.

Solo le daba el nombre, no el apellido… Obviamente no quería más que un ligue pasajero. Perfecto. Las relaciones estables y los compromisos siempre terminaban mal, al menos para ella. Se llevó la botella a los labios y apuró los restos de la bebida para aliviar el ardor de la garganta.

–Yo me llamo Ellie.

–¿Y bien, Ellie? ¿Bailamos?

La música cambió a una canción lenta de amor y a Ellie le recorrió un estremecimiento.

Una canción para bailar pegados…

El sudor le empapó los pechos y el labio y se tiró del cuello del vestido para ventilarse. No le sirvió de nada.

–Preferiría que no, si no te importa… Esto está muy cargado y…

–¿Salimos, entonces? –sugirió él–. Me vendrá bien un poco de aire fresco.

 

 

Mucho mejor así, pensó Matt mientras la llevaba hacia la salida con una mano ligeramente posada en su espalda. El calor que desprendía la tela se propagaba por su piel como una corriente de excitación.

De repente, ella se detuvo y se giró para encararlo como un conejito paralizado por los faros de un coche. Matt temió que fuera a cambiar de opinión y se dispuso a convencerla, pero afortunadamente ella se limitó a apuntar el guardarropa.

–Voy… voy a por mi abrigo. Aquí hace calor, pero afuera hace frío.

Matt la vio alejarse hacia el mostrador. Aquella noche no había ido allí en busca de una mujer; tan solo pretendía alejarse un poco del estrés del trabajo. Pero aquella bonita mujer con el pelo corto y lacio lo había cautivado nada más verla. Quizá porque no se parecía en nada a las mujeres con las que salía normalmente.

A Matt le gustaban las mujeres como las construcciones multimillonarias que diseñaba: altas, elegantes, de líneas depuradas y estilosas. Aquella chica era bajita y delicada, aunque con unas curvas muy sugerentes. Le recordaba al algodón de azúcar… dulce, ligero y frágil.

Observó cómo le entregaba el tique a la encargada del guardarropa y bajó la mirada a sus torneadas pantorrillas. El bajo del vestido se le subió por los muslos al inclinarse sobre el mostrador para recoger su abrigo.

Ellie se giró y lo miró con ojos grandes y recelosos. Apartó la mirada, pero enseguida volvió a mirarlo mientras se mordía el labio, y Matt volvió a temer que saliera huyendo.

Anticipándose a aquella posibilidad, fue rápidamente a su encuentro y la agarró por el codo.

–¿Va todo bien?

–¿Por qué lo preguntas?

–Parecías un poco nerviosa.

–¿Ah, sí? –soltó algo parecido a una risa estertórea mientras lo acompañaba a la salida.

Al salir los recibió un soplo de aire helado cargado con el humo del tabaco. Los faroles proyectaban charcos de color sobre las mesas de aluminio y los rebosantes ceniceros. La gente formaba grupos alrededor de las altas estufas de gas, fumando, bebiendo y riendo mientras las parejas ocupaban los lugares oscuros a lo largo del perímetro vallado.

–Esto está mejor –dijo Matt, quitándole la chaqueta de las manos para colocársela sobre los hombros. Era una prenda negra con bordados en los bolsillos. El pelo, cortado a la altura de la barbilla, le acarició suavemente los dedos y una fragancia muy particular le hizo cosquillas en la nariz. No era un perfume, sino más bien un picante olor a frambuesas–. Ahora podemos hablar sin riesgo para nuestras cuerdas vocales –sus ojos lo intrigaban de manera muy tentadora, porque bajo su serena fachada se intuía una pasión salvaje–. Dime, Ellie, si no frecuentas los clubes nocturnos, ¿qué haces para divertirte un sábado por la noche?

–Leo. Sobre todo novelas de ciencia ficción y fantasía –se arrebujó aún más bajo su chaqueta–. Ya sé que suena patético y aburrido comparado con tu estilo de vida, pero… –señaló el cielo tachonado de estrellas–. ¿Nunca te has preguntado qué puede haber ahí arriba?

–Claro –Matt alzó la vista, no al cielo nocturno, sino a la tentadora y esbelta columna que era su cuello–. Pero en estos momentos me doy por satisfecho con lo que tengo aquí abajo, justo delante de mí.

–Oh…

Matt parpadeó con extrañeza. ¿Oh? ¿Eso era todo lo que se le ocurría? Cualquier otra mujer le habría respondido con una sonrisa, una risita tonta o batiendo las pestañas para insinuar que le seguía el juego.

Pero Ellie no. Y sin embargo era inconfundible el destello que latía en sus ojos.

–¿Qué has estado haciendo en Sídney? –le preguntó ella.

–En estos momentos estoy trabajando en un proyecto residencial junto al puerto. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?

–Un poco de esto y de aquello… Me gusta ir de un lado para otro y trabajar de lo que sea.

–Así que te gusta viajar… ¿Has estado en el extranjero?

–Me temo que mis viajes no son tan interesantes… –confesó, riéndose–. Pero sí que conozco todas las poblaciones entre Sídney y Adelaide. No me gusta atarme a ningún sitio –volvió a reírse, aunque su risa sonaba áspera y amarga–. Llámame irresponsable, si quieres.

–Pero supongo que en algún momento querrás instalarte en un sitio y formar una familia…

–Yo no. Soy un espíritu libre. Voy adonde quiero y cuando quiero, y me gusta así.

Matt no estaba tan seguro, viendo la mezcla de emociones que se reflejaban en su rostro.

–Si quiero, puedo comerme una tarta de queso entera. Eso es para mí la libertad –sonrió y en esa ocasión sus ojos brillaron con una picardía que embelesó por completo a Matt.

–Supongo… –corroboró él con otra sonrisa–. Un espíritu libre, ¿eh? –sintió un fuerte hormigueo en los labios ante la posibilidad de saborear los suyos, carnosos y suculentos. Casi podía sentir en la mejilla el dulce calor de su aliento–. Quiero besarte, Ellie… Llevo queriendo hacerlo desde que te vi –y mucho más, pero aún no era el momento de expresarlo.

Ella echó la cabeza hacia atrás, lo miró fijamente y la tensión sexual se desvaneció en una bocanada de aire helado. La lengua de Ellie asomó fugazmente para lamerse los labios y volvió a desaparecer tras una línea fina y apretada.

El cuerpo de Matt protestó dolorosamente. No estaba acostumbrado a que las mujeres lo rechazaran. O tal vez había acertado en sus suposiciones y ella no era un espíritu tan libre como quería hacer creer.

–¿Hay alguien más?

–No.

–¿Entonces…?

Un vaso se hizo añicos contra el suelo a poca distancia de ellos, pero los ojos de Ellie permanecieron fijos en los suyos. Su expresión invitaba a avanzar, pero su actitud lo frenaba. El viento soplaba a lo largo del alto muro de ladrillos, agitando las hojas secas a sus pies y revolviéndole los cabellos a Ellie, tan brillantes como la luna llena.

–Entonces… Hazlo.

La inesperada y jadeante orden disparó la libido de Matt. Cubrió la escasa distancia que los separaba y vio la mezcla de duda y excitación que ardía en sus ojos, antes de que sus labios entraran en contacto.

Fue como probar el primer melocotón maduro del verano. Sabroso, dulce y suave… Un débil murmullo brotó de la garganta de Ellie y reverberó por sus venas como una corriente de miel. La sensación superaba todas sus expectativas. Era como si estuviera balanceándose en lo alto del Puente de la Bahía de Sídney en mitad de una tormenta y sin arnés de seguridad. Levantó la cabeza para mirarla y la vio tan sorprendida como él.

Volvió a besarla y sintió cómo se le disolvía la tensión, igual que la niebla de otoño al salir el sol. La boca de Ellie se relajó y se abrió bajo la suya, y él no dudó en aprovecharse. Le sujetó con suavidad por la mandíbula y se colocó de tal manera que sus cuerpos encajaran en los lugares adecuados. La sintió estremecerse y le introdujo la lengua en busca de su esencia más rica y sabrosa. Ella no opuso la menor resistencia. Su lengua lo recibió con deleite, subió las manos por la camisa de Matt, hasta su desbocado corazón, y luego volvió a bajarlas para rodearle la cintura y pegarse a él, aplastando los pechos contra su torso.

También Matt dejó vagar libremente sus manos. Le acarició el cuello, su colgante en forma de corazón, y metió las manos por dentro de la chaqueta hasta encontrar el escote del vestido. No se detuvo allí, sino que continuó su descenso sobre la parte exterior de los pechos, sus costados, el estrechamiento de la cintura y la pronunciada curva de las caderas. Era perfecta, y él quería más. Mucho más.

Y por la forma en que ella se estaba derritiendo contra él, todo hacía pensar que estaba de suerte.

 

 

A Ellie le temblaban tanto las rodillas que le pareció un milagro no desplomarse sobre el pavimento. El pulso le latía frenéticamente y la sangre le hervía en las venas. Lo único que podía pensar era cómo podía permitir que aquel hombre, aquel dios humano que olía de maravilla y que seguramente hacía lo mismo cada noche de la semana con una mujer distinta, la besara hasta hacerle perder la cabeza.

Pero entonces cerró los ojos y la mente a toda interferencia y se dejó llenar por las sensaciones que le provocaban aquellas manos cálidas y fuertes, aquel intenso y ardiente sabor y los crujidos de la tela contra la tela al unirse los cuerpos. Se encontró aferrada a su camisa sin ser consciente de haberlo agarrado. Estaba ardiendo por dentro y no recordaba cuál de los dos había prendido la llama.

Las manos de Matt iniciaron un recorrido más íntimo y atrevido en busca de sus pezones, que se endurecieron como pequeños guijarros contra el corpiño del vestido. Los retorció ligeramente y Ellie jadeó de placer mientras un torrente de humedad le empapaba la entrepierna y se echó hacia delante, impaciente porque él continuara lo que estaba haciendo.

Y él continuó. Sus expertas manos le provocaban remolinos de placer que se concentraban dolorosamente en los rincones secretos de su cuerpo. Frotó el vientre contra la prueba palpable y poderosa de su virilidad y se le escapó un gemido ante el contraste de la dureza masculina y la suavidad de sus formas.

–¿Vives muy lejos de aquí? –murmuró él con la boca pegada al cuello.

Su voz y el mensaje que transmitía la sacaron del trance erótico en el que se había sumido. Abrió los ojos y se encontró ante una oscura silueta, recortada contra la implacable luz de las farolas que se elevaban sobre el muro. La figura de un hombre del que no sabía nada…

El pánico le atenazó la garganta y la acució a soltarse.

–Tengo… tengo que ir al lavabo –se alejó un par de pasos y le dedicó una mueca parecida a una sonrisa–. Enseguida vuelvo.

Volvió a entrar en el abarrotado local y vio a Sasha bailando en la pista, rodeada de hombres. Su amiga le guiñó un ojo por encima del hombro de un chico y dobló el dedo índice… su señal convenida para despedirse en caso de que decidieran marcharse por separado.

Ellie asintió y se abrió camino entre la gente hacia la salida. En la calle aún había bastante tráfico, a pesar de la hora.

Un coche lleno de jóvenes vociferantes pasó junto a la entrada. La música del equipo estéreo casi ahogaba la que salía del club. El aire frío le azotaba el rostro y los brazos desnudos, obligándose a arrebujarse todo lo posible con su chaqueta mientras esperaba que apareciera un taxi.

–Espera, Ellie –dio un respingo al oír la voz detrás de ella, pero no se giró.

No, no, no. Si lo miraba cambiaría de opinión, y no podía arriesgarse. Un beso y un poco de tonteo estaba bien, pero un beso como aquel con un hombre como él, capaz de hacerle perder la cabeza sin levantar un dedo…

Avisó frenéticamente con la mano al taxi que pasaba por delante en aquel momento. El vehículo se detuvo con un chirrido y Ellie se metió rápidamente, cerró la puerta y le ordenó al taxista que se pusiera en marcha.

Pero antes de que el taxista pudiera internarse de nuevo en el tráfico, la puerta volvió a abrirse y Ellie contuvo la respiración. Matt como-se-llamara llenaba el reducido espacio con su fragancia varonil, su sonrisa y su arrebatador carisma.

–Se te ha caído la chaqueta –le dijo, y le puso la prenda en el asiento, junto a ella, sin el menor ademán por subirse al taxi.

–Ah… Gracias –ni siquiera se había percatado de que la prenda se le caía de los hombros.

Se sentía como una estúpida. Él no había hecho nada que ella no quisiera, y ella había actuado como una cobarde y lo había dejado plantado sin una explicación. Para que la situación fuera aún más humillante, la rubia que había estado mirándolo antes lo presenciaba todo desde la entrada del club.

–¿Seguro que no quieres cambiar de idea? –le preguntó él.

–Sí.

–¿Sí, estás segura; o sí, quieres cambiar de idea?

–Ya sabes a lo que me refiero.

Él dejó de sonreír.

–Puede, pero no creo que tú lo sepas –sacó la cartera del bolsillo, la abrió y extrajo una tarjeta de visita negra y dorada–. Cuando cambies de opinión…

Aquellas seguridad y prepotencia eran lo que la mantenían alejada de hombres como él. Eran peligrosos y adictivos; primero le comían la cabeza, y cuando acababan de divertirse con ella la dejaban con una amarga sensación de vacío y remordimiento.

Ellie no aceptó la tarjeta, y entonces él le agarró la mano con sus dedos largos y cálidos, le volvió la palma hacia arriba, le dio un beso en el centro y luego reemplazó los labios por la tarjeta.

–Hasta que volvamos a vernos –le dijo con toda la arrogancia y seguridad del mundo.

A Ellie le abrasaba la palma y cerró los dedos.

–No lo creo.

Pero él se limitó a sonreír y a sacar un billete de cien dólares de la cartera.

–Para el trayecto. Que tengas dulces sueños, Ellie.

 

 

Ellie entró en la oscura y tranquila soledad de su minúsculo apartamento, agradecida porque ninguno de los otros inquilinos del edificio la hubiera visto llegar en aquel estado.

Se apoyó en la puerta y dejó escapar un suspiro. Podía oír los frenéticos latidos de su corazón y todavía respiraba entrecortadamente. ¿En qué había estado pensando al permitir que la besara y le tirase los tejos de aquella manera? ¿Y qué iba a hacer con el cuantioso cambio que le había devuelto el taxista?

Cruzó la única habitación de la que se componía el estudio y arrojó la arrugada tarjeta en la mesita de noche, sin mirarla. Encendió la lámpara y se arrojó en la estrecha cama para taparse con la manta rosa. Luego, solo para estar segura, le mandó un mensaje de texto a Sasha para decirle que había llegado a casa… sola, para que Sasha no le respondiera con algún comentario subido de tono.

Se quedó mirando las manchas de humedad en el techo. No quería comprometerse con nadie. Matt había dejado muy claro que su intención solo era tener una breve aventura, pero ¿quién sabía adónde podrían haber conducido una cena y unas cuantas citas?

Era una presa fácil y se implicaba muy fácilmente con las personas. Y cuando la abandonaban se llevaban una parte de ella… Como cuando su padre las abandonó a ella y a su madre, teniendo Ellie tres años. Tres años después su madre y sus abuelos murieron en un accidente de coche. Su padre volvió para ocuparse de ella, pero siguió siendo un alma errante que iba de un lado para otro en busca de trabajo. Al principio fue una emocionante aventura acompañarlo por todo el país, pero Ellie no tardó en convertirse en un estorbo y cuando tenía nueve años su padre volvió a abandonarla, en esa ocasión dejándola en adopción.

Durante su adolescencia tuvo varios novios, y hacía dos años y medio que tuvo su primera relación seria. Sacudió la cabeza contra la almohada y se negó a pensar en Heath, pero los recuerdos la acosaban como lobos hambrientos.

Durante seis meses fueron inseparables y Ellie llegó a creer que Heath iba en serio, pero no fue así. Resultó que su guapísimo novio inglés tenía un permiso de trabajo caducado y una novia esperándolo en Londres. Le dijo a Ellie que todo había sido genial mientras duró, pero que solo había sido una aventura y que ella debía entenderlo.

Se agarró con fuerza a las sábanas.

Matt como-se-llamara no solo le había prendido una llama en el estómago; había bastado con una mirada y un roce de sus labios para hacerle olvidar todo lo que había aprendido sobre la supervivencia.

No, de ninguna manera. Aquellos días se habían acabado. Nunca más volvería a intimar con un hombre. Nunca más volvería a enamorarse. Y por nada del mundo se arriesgaría a casarse y tener hijos. Matt no podría estar más equivocado al respecto.

–No, Matt como-demonios-te-llames –le dijo al techo–. No cambiaré de opinión.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

El martes por la mañana, después de dejar a Belle en el aeropuerto, Matt subió a la planta superior de la enorme mansión de Belle en Melbourne. La casa se mantenía en un estado impecable, salvo el viejo dormitorio de Matt, el cual necesitaba una limpieza a fondo.

Decidió ponerse manos a la obra mientras esperaba a que su misteriosa jardinera llegara al día siguiente. Una tal Eloise. El nombre le recordaba a Ellie y a la noche del sábado. Sabía que ella también lo deseaba, pero debía de tener algún complejo o trauma del que no quería hablar. Algún oscuro secreto oculto tras aquellos ojos color violeta que lo habían cautivado.

Se sacudió el recuerdo de encima, pues tenía otras preocupaciones mucho más acuciantes. Belle nunca le había mencionado a ninguna Eloise hasta la semana anterior, cuando lo llamó por teléfono. Y aquella mañana, cuando la llevó al aeropuerto para que fuera a North Queensland a visitar a Miriam, una mujer a la que Belle no había visto en cincuenta años, se quedó realmente preocupado al ver su expresión.

–Miriam es la hermana de un hombre que conocí una vez –le había explicado cuando lo llamó para preguntarle si podía cuidar la casa mientras ella estaba fuera.

–¿Por qué ahora, después de tantos años, Belle?

–Porque ha ocurrido algo y ella es la única que puede ayudarme a tomar una decisión. Lo siento, Matthew, pero no puedo contarte más. Al menos de momento… Ah, y otra cosa. Mientras yo estoy fuera vendrá a trabajar una jardinera nueva a la que no conoces. Se llama Eloise, y quiero que le eches un ojo.

Matt había accedido. Pero la advertencia que Belle volvió a hacerle camino de la puerta de embarque lo hizo sospechar.

–No lo olvides. Tienes que ser amable con Eloise.

–Siempre soy amable.

–Matthew, te estoy hablando en serio.

Belle era lo más parecido a una madre que Matt había tenido. Hacía más de veinticinco años que la conocía, pero nunca la había visto con aquella expresión de… ¿Miedo? ¿Desesperación? ¿Esperanza?

–Si tanto te preocupa dejarla sola, ¿por qué no le dices que vuelva cuando estés aquí?

–Necesita el trabajo, pero tengo miedo de que se marche.

–Si tanto lo necesita, no creo que se marche.

–No quiero arriesgarme. Es… –frunció el ceño y no terminó la frase–. No la vayas a espantar con tu cara de hombre de negocios, ¿de acuerdo?

–Soy un hombre de negocios. Pero dime, ¿qué tiene de especial esta empleada?

Belle se pasó una mano por sus cortísimos cabellos color caramelo.

–Es complicado… Tengo que hablar con Miriam para tomar una decisión, y necesito que estés aquí para echarle un ojo a… todo –le agarró el brazo–. Prométemelo, Matthew.

–Claro, Belle. Sabes que lo haré.

Ella le mostró su tarjeta de embarque a la azafata.

–Ya sé que tienes preguntas, pero te agradezco que no me presiones en busca de respuestas –lo besó en la mejilla–. Gracias por venir. Creo que te gustará Eloise… y hasta puede que lleguéis a ser amigos. Llegará a la casa mañana. Podrías invitarla a salir y así conocerla mejor…

Matt arqueó las cejas. ¿Qué le estaba sugiriendo Belle realmente? Nunca había sido una casamentera, de modo que le estaba ocultando algo.

–¿Por qué tanta prisa, Belle? Podemos recibir juntos a esta Eloise y hablar de lo que te preocupa.

Ella negó con la cabeza y se puso en la fila de pasajeros para embarcar.

–Solo estaré fuera unos días, Matthew. Te lo explicaré todo cuando vuelva…

Le había dicho que lo telefonearía cuando estuviera preparada. Al menos Matt le había arrancado la promesa de que le enviara un mensaje cuando llegara a su destino, pero las preocupaciones lo acompañaron hasta el dormitorio.

Las cajas se apilaban contra una pared, el tiempo había descolorido la alfombra y la mugre oscurecía las ventanas con parteluces. Pero nada podría apagar los recuerdos de cuando se despertaba en aquella habitación con la luz de la mañana proyectando un arco iris en su edredón de La guerra de las galaxias, oliendo el deliciosa aroma del beicon y las tostadas. Belle siempre había insistido en que desayunara bien, a diferencia de su madre biológica, quien no tuvo ningún reparo en largarse por la noche sin dejarle más que una simple nota diciéndole que lo sentía…

Zena Johnson, madre soltera y gogó por las noches, había sido el ama de llaves de Belle hasta que se marchó de la ciudad y dejó a su único hijo con su jefa. Fue la mejor decisión que podía haber tomado, y Matt no le guardaba el menor rencor por ello.

Belle había acogido al niño solitario, introvertido y asustado que nunca llegó a hacer amigos al no quedarse en un mismo lugar el tiempo suficiente, y lo trató y lo quiso como si fuera su propio hijo. Para Matt, Belle se convirtió en su única familia y llegó a adoptar su apellido cuando cumplió los dieciocho años. De eso hacía ya catorce años.

Agarró la primera caja, que contenía los libros de la escuela, para llevarla al contenedor de reciclaje. Pero se le resbaló de las manos y cayó al suelo, derramando su contenido y levantando una nube de polvo que lo cubrió de los pies a la cabeza.

Al parecer, el trabajo iba a llevarle más tiempo del previsto…

Un movimiento al otro lado de la ventana le llamó la atención. Era una mujer que caminaba por el sendero lleno de hojas. Frunció el ceño y se acercó a la ventana para limpiar el cristal con la manga de la camiseta. No, no caminaba… Más bien daba saltitos, como si tuviera unos muelles fijados a la suela de sus desgastadas zapatillas deportivas. O como si una canción se estuviera reproduciendo en su cabeza.

Era joven. Veintipocos años. Era difícil determinar su edad por la gorra negra de béisbol que le ocultaba el pelo y la mitad de la cara. Llevaba una camiseta rosa y un mono de trabajo color caqui con manchas en las rodillas. Del hombro colgaba lo que parecía una mochila con margaritas de colores.

La mujer aminoró el paso y, con el rostro en sombras, abrió la botella de agua y miró la estatua del unicornio que había en el césped. Había algo extrañamente familiar en ella… Matt la siguió con la mirada mientras avanzaba junto a las plantas recortadas en forma de gnomo. ¿Cómo había podido sortear el código de seguridad de la verja? Matt lo había instalado después de que varios intrusos intentaran colarse en la propiedad de Belle. Solo había una manera de entrar y era escalando la valla.

A Matt se le pusieron los pelos de punta. Una joven ágil, de aspecto ingenuo e inofensivo que seguramente estaba sin blanca… el tipo de persona que buscaba aprovecharse de una mujer mayor y confiada que vivía sola.

Bajó rápidamente la escalera y abrió la puerta, pero no vio ni rastro de ella. Fue corriendo hacia la cocina y oteó el jardín desde la puerta. La vio entrando en el viejo cobertizo, semioculto por la hiedra.

Cruzó el césped, todavía mojado por la lluvia de la noche anterior, sin apenas sentir la brisa otoñal que traspasaba su camiseta. Pero sí que percibió el olor que la joven había dejado en el aire. Era una fragancia suave, fresca… y familiar.

La joven estaba inspeccionando las herramientas de jardinería en el cobertizo, de espaldas a él. Descartaba algunas y otras las dejaba en la carretilla de mano mientras tarareaba una melodía desconocida. No debía de medir más de un metro sesenta y era muy delgada. No parecía peligrosa ni amenazadora, pero Matt sabía muy bien que las apariencias podían ser engañosas.

 

 

Ellie supo que no estaba sola cuando se oscureció la luz que entraba por la puerta. Un escalofrío le recorrió la espalda, la melodía que estaba tatareando se le atascó en la garganta y se quedó clavada en el sitio. El hecho de que quienquiera que fuese no hubiera hablado le confirmaba que no se trataba de Belle.

Y aquella persona le bloqueaba la única vía de escape. Se le secó la boca y se le aceleraron frenéticamente los latidos. El desconocido era un hombre. Podía sentir la fuerza y la autoridad que emanaban de él. Y el calor que empezaba a abrasarle la espalda le dijo que estaba furioso.

¿Sería un poli? Intentó recordar si había cruzado la calle imprudentemente, pero el cerebro no le respondía. No, no podía ser un poli. Un agente de la ley no se acercaría sigilosamente hasta ella.

Olió el polvo y el sudor. Sin apenas moverse, buscó a tientas con los dedos el mango del rastrillo que yacía en la carretilla junto a su cadera. Lo agarró con ambas manos y se giró velozmente hacia el intruso.

–¡Ni un paso más! –la voz le raspó el paladar como el roce de las hojas secas a sus pies. Para compensar el patético efecto, alzó la cabeza y apuntó con el rastrillo en dirección a la barriga del hombre con la esperanza de que no se percatara de sus temblorosas manos.

El cobertizo no tenía ventanas y lo único que podía ver era su silueta. Era alto y ancho de hombros, y tenía un brazo apoyado en el marco de la puerta. Belle se lamentó de no haber encendido la luz al entrar y le apuntó la entrepierna con el rastrillo.

–Lo usaré si es necesario.

–Me lo imagino.

Su voz, grave y profunda, le resultó familiar e hizo que el corazón le diese otro brinco. Pero en esa ocasión no fue de temor, sino más bien de nerviosismo.

–Ha entrado en una propiedad privada. La señorita McGregor vendrá de un momento a otro. Seguramente ya está llamando a la policía.

–No lo creo –su voz era fría y amenazadora.

–Atrás –dio un paso adelante y giró los dientes del rastrillo hacia arriba para acercarlos peligrosamente a los vaqueros del hombre. Entonces se dio cuenta, demasiado tarde, que el hombre solo tenía que abrir la mano para arrebatarle el arma.

Pero él no intentó quitársela, ni tampoco se echó hacia atrás. Como si estuviera seguro de que ella no llevaría a cabo su amenaza.

–¿Cómo has entrado y qué estás haciendo aquí? –le preguntó él en tono sereno y tranquilo.

–He usado el código que me dio la señorita McGregor. ¿Me ve capaz de escalar una valla de tres metros? Soy la jardinera, ¿y tú quién eres?

–¿La jardinera de Belle?

–Eso he dicho.

–¿Qué le ha pasado a Bob Sheldon?

–Seguirá viniendo para encargarse del trabajo más pesado.

Aquel hombre conocía el nombre de Belle y a su personal. Luego entonces… Ellie relajó un poco los dedos que aferraban el rastrillo.

–No me ha dicho quién es usted.

El hombre dio un paso atrás para que el sol lo iluminara.

–Matt McGregor.

Unos ojos marrones y muy familiares se clavaron en los suyos. Eran los ojos con los que había fantaseado durante las dos últimas noches.

–¿Qué-qué estás haciendo aquí?

Un tic en su mejilla derecha, casi imperceptible, fue la única señal de que la había reconocido. Le quitó el rastrillo de sus dedos sin fuerza y lo dejó caer al suelo.

–Yo debería preguntarte lo mismo… Ellie. ¿O debería llamarte Eloise?

–Ya te lo he dicho. Trabajo aquí. Y Belle es la única que me llama Eloise –se obligó a sostenerle la mirada y entornó los ojos bajo la visera de la gorra. Los mismos ojos, aunque fríos y apagados. La misma boca que la había besado hasta volverla loca. Un temblor la sacudió y los pezones se le pusieron duros al recordarlo.

–Estoy vigilando la casa en ausencia de Belle.

–¿Belle ya se ha marchado? Creía que se marcharía mañana.

–Se fue a las seis de la mañana. Te habrías enterado si hubieras llamado a la puerta.

Ellie lo fulminó con la mirada. De modo que aquel era el guapísimo y multimillonario arquitecto sobrino de Belle…

–Belle suele levantarse tarde –lo informó–. Y a mí me gusta empezar temprano. La veo cuando sale al jardín con su café. Y hoy me he retrasado porque…

–¿Tenías que lavarte el pelo?

¿Cómo podía saberlo? Ellie se llevó inconscientemente la mano a la gorra y suspiró.

–Pues sí. Varias veces, de hecho –pero no le había servido de mucho. Seguía siendo de color rosa.

–Ellie –la pronunciación de su nombre sonó como una piedra rodando sobre una loma cubierta de hierba–. ¿Ellie… qué?

–Ellie Rose.

–¿Es un nombre compuesto?

–Rose es el apellido de mi madre. Mi padre no quería tener hijos, así que mi madre… –se calló. Demasiada información.

–Muy bien, Ellie Rose. Si vienes a la casa…

–¿Cómo? Belle…

–Belle no está. Te lo estoy pidiendo yo –inclinó la cabeza–. Por favor.

–¿Es porque no vine a trabajar el viernes? Fui a un jardín botánico y pensé en recuperar hoy el día de trabajo.

–Ven conmigo –insistió él. Hizo un gesto hacia la casa y Ellie descubrió que, una vez más, se había quedado sin palabras.

Él ya se estaba alejando, y Ellie no pudo evitar fijarse en los vaqueros ceñidos a tu delicioso trasero y fuertes piernas…

¡No! Volvió a entrar en el cobertizo para agarrar su mochila. Otra vez no. Nunca más. Los hombres guapísimos y dominantes no eran su tipo.

Se colgó la mochila al hombro y corrió tras él, retorciendo nerviosamente el botón del tirante izquierdo del mono. El botón se le soltó, Ellie bajó la mirada y un segundo después chocó con la recia y ancha espalda del hombre. El botón se le cayó al suelo y ella se quedó momentáneamente aturdida, mientras él se giraba y la agarraba por los brazos.

–Mi botón… Lo siento –murmuró, él se agachó para buscar el botón en la hierba, ofreciéndole una tentadora imagen de su poderosa espalda y una franja de piel bronceada entre la camiseta y los vaqueros.

Se imaginó recorriendo aquella piel con la uña, y justo entonces él se enderezó con brusquedad, como si supiera lo que ella estaba pensando.

–Gracias –dijo con voz ronca. Intentó sonreír y extendió la mano.

Él no le sonrió ni respondió. Tenía puesta toda la atención en su pelo.