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Mucho antes de convertirse en el terror del País de las Maravillas, la Reina de Corazones era una chica que tan solo quería enamorarse…

Catherine es una de las jóvenes más deseadas de Corazones. Es la favorita del Rey. Pero ella quiere vivir bajo sus propias reglas y tomar las riendas de su vida. Pero ¿a qué precio?

“Meyer combinó elementos de la oscuridad y de la luz, del destino y del libre albedrío, del amor y del odio, en una historia inolvidable sobre cómo la Reina de Corazones dejó de ser una joven que soñaba con el verdadero amor y la libertad y se convirtió en una cruel mujer a la que todos recuerdan por su frase Que le corten la cabeza”.

School Library Journal

Para mamá.

Me imaginaba a la Reina de Corazones

como una especie de personificación de la pasión ingobernable, una furia

ciega y sin objeto.

LEWIS CARROLL

Capítulo 1

Tres exquisitas tartas de limón brillaron bajo la mirada de Catherine. Extendió las manos envueltas en paños dentro del horno, haciendo caso omiso del calor que envolvía sus brazos y le golpeaba las mejillas, y levantó la bandeja. El relleno dorado de las tartas tembló, como si le alegrara que lo liberasen del horno de piedra.

Cath sujetó la bandeja con la misma veneración que se le podría reservar a la corona del Rey. Se negó a quitarles los ojos a las tartas mientras cruzaba lentamente el suelo de la cocina hasta que el borde de la bandeja aterrizó sobre la mesada con un golpe que la llenó de satisfacción. Las tartas se estremecieron un instante más antes de quedar quietas, impecables y relucientes.

Dejando los paños a un lado, eligió algunas cáscaras de limón rizadas y confitadas, dispuestas sobre el desplegado papel de pergamino, y las acomodó como pimpollos de rosa sobre el centro aún tibio de las tartas. El aroma a cítricos dulces y a hojaldre mantecoso se esparció bajo su nariz.

Cath dio un paso atrás para admirar su obra.

Las tartas le habían llevado toda la mañana. Cinco horas de pesar la mantequilla, el azúcar y la harina; de mezclar, unir y estirar la masa; de batir, cocinar a fuego lento y colar las yemas de huevo y el jugo de limón hasta que estuvieran espesos, cremosos, del color de botones de oro. Había glaseado la corteza y formado pliegues homogéneos alrededor del borde, como un tapete de encaje. Había hervido y confitado las delicadas tiras de cáscara de limón y molido cristales de azúcar hasta obtener un polvo fino para adornarlas. Sentía unos deseos irrefrenables de espolvorear los bordes en ese mismo instante, pero se contuvo. Primero, tenían que enfriarse; de otro modo, el azúcar se derretiría y la superficie quedaría cubierta de lagunas poco atractivas.

Estas tartas representaban todo lo que había aprendido en los ajados libros de recetas que se hallaban sobre el estante de la cocina. No había un solo momento de apremio, ni un acto de descuido, ni un ingrediente de menor calidad dentro de estos moldes estriados. Había sido meticulosa con cada paso, horneando su propio corazón dentro de ellas.

Demoró la inspección, revisando cada centímetro, cada ondulación de la corteza, cada superficie brillante.

Finalmente, se permitió una sonrisa.

Delante de ella había tres tartas perfectas de limón, y todos los habitantes de Corazones –desde los pájaros dodo hasta el mismo Rey– tendrían que reconocer que era la mejor repostera del reino. Hasta su propia madre se vería obligada a admitirlo.

Liberada de su preocupación, dio unos saltitos y soltó un grito, mientras se llevaba ambas manos a la boca.

–Ustedes son las joyas de mi corona –proclamó, extendiendo los brazos sobre las tartas como si les confiriera un título honorífico–. Ahora les pido que salgan al mundo con su cítrica exquisitez y hagan sonreír a todas las bocas que honren con su presencia.

–¿Estás hablando de nuevo con la comida, Lady Catherine?

–Ah, no, no cualquier comida, Cheshire –levantó un dedo sin mirar atrás–. ¿Me permites que te presente a las tartas de limón más maravillosas que jamás se hayan preparado en el gran Reino de Corazones?

Una cola a rayas se enroscó alrededor de su hombro derecho. Una cabeza peluda, provista de bigotes, apareció a su lado izquierdo. Cheshire ronroneó pensativo; el sonido bajó vibrando por la columna de Catherine.

–Asombroso –dijo en ese tono que siempre la hacía dudar de si estaría burlándose de ella–. Pero ¿dónde está el pescado?

Cath se chupó los cristales de azúcar de los dedos.

–No hay pescado.

–¿No hay pescado? ¿Qué sentido tiene?

–El sentido es alcanzar la perfección –el estómago le hacía cosquillas cada vez que pensaba en ello.

Cheshire desapareció de sus hombros y reapareció sobre la mesada, las garras de sus patas sobrevolaban los pastelillos. Cath saltó hacia delante para ahuyentarlo.

–¡No te atrevas! ¡Son para la fiesta del Rey, tonto!

Los bigotes de Cheshire se retorcieron.

–¿El Rey? ¿De nuevo?

Las patas de la banqueta chirriaron contra el suelo al tiempo que Cath arrastraba el asiento a la mesa y se apoyaba encima.

–Pensé en guardarle una. Las demás pueden servirse en el banquete. Su Majestad se pone tan contento, ya sabes, cuando le horneo pasteles. Y un rey feliz…

–Contribuye a un reino feliz –Cheshire bostezó sin molestarse en taparse la boca. Con una mueca de disgusto, Cath levantó las manos para proteger las tartas de cualquier aliento apestoso a atún.

–Un rey feliz también es una excelente carta de presentación. Imagina si me fuera a declarar repostera oficial de tartas del reino. La gente haría kilómetros de fila para probarlas.

–Tienen un olor ácido.

–Son tartas de limón –Cath volteó uno de los moldes para que el pimpollo de cáscara de limón se alineara con los demás. Siempre estaba atenta a la presentación de sus dulces. Mary Ann decía que sus pasteles eran aún más bellos que los preparados por los chefs reposteros del Rey.

Y después de esta noche, sus postres no solo serían conocidos como los más bellos; serían considerados los mejores en todo sentido. Semejantes elogios eran justo lo que ella y Mary Ann necesitaban para abrir su pastelería. Después de tantos años de planearlo, sentía que el sueño comenzaba a hacerse realidad.

–¿Es temporada de limones? –preguntó Cheshire, observando a Cath reunir los restos de cáscaras de limón y guardarlos en un lienzo. Los jardineros las emplearían para ahuyentar las pestes.

–No exactamente –dijo, sonriendo para sí. Los recuerdos de aquella mañana volvieron sigilosos a su mente. La luz pálida que se filtraba por las cortinas de encaje. El aroma a cítricos en el aire al despertarse.

Una parte de ella quería conservar el recuerdo escondido en el pecho como un secreto, pero Cheshire se enteraría en seguida. Un árbol que brotaba en el dormitorio de la noche a la mañana era algo difícil de ocultar. Cath se sorprendió de que aún no hubieran corrido los rumores, dada la habilidad que tenía Cheshire para el cotilleo. Tal vez había estado demasiado ocupado durmiendo toda la mañana. O, sin duda, había conseguido que las criadas le frotaran la barriga.

–Provienen de un sueño –confesó, llevando las tartas a la fresquera, para que se terminaran de enfriar.

Cheshire se sentó sobre las patas traseras.

–¿Un sueño? –el gato abrió la boca en una ancha sonrisa, dejando entrever los dientes–. Cuéntame…

–¿Y que se entere la mitad del reino para el atardecer? De ninguna manera. Tuve un sueño, me desperté y encontré un limonero que crecía en mi habitación. Es todo lo que necesitas saber.

Cerró la fresquera con un portazo terminante, tanto para llamarse a silencio como para evitar más preguntas. La verdad era que había llevado el sueño pegado a la piel, acechándola y provocándola, desde el momento en que se despertó. Quería comentarlo casi con las mismas ganas con que deseaba mantenerlo guardado sin contárselo a nadie.

Había sido un sueño difuso y bello, y en él apareció un muchacho difuso y bello. Estaba vestido todo de negro, parado en un huerto de limoneros, y ella tuvo la inconfundible sensación de que tenía algo que le pertenecía. No sabía qué; solo que deseaba que él se lo devolviera, pero cada vez que daba un paso adelante, él retrocedía más y más lejos.

Un escalofrío le recorrió la espalda de su vestido. Aún la carcomía por dentro la curiosidad, la necesidad de ir tras él.

Pero lo que más la obsesionaban eran sus ojos. Amarillos y tersos, dulces y ácidos. Sus ojos habían sido brillantes como limones a punto de caer de un árbol.

Apartó los tenues recuerdos y se volteó hacia Cheshire.

–Para cuando me desperté, una rama del árbol ya había arrancado de cuajo uno de los pilares de la cama. Por supuesto, mamá hizo que los jardineros lo talaran antes de que siguiera causando destrozos, pero antes logré extraer en secreto algunos limones.

–Me preguntaba por qué se había armado semejante revuelo esta mañana –Cheshire le dio un coletazo a la tabla–. ¿Estás segura de que se pueden comer? Si salieron de un sueño, podrían ser, ya sabes, ese tipo de comida.

Cath volvió a dirigir la atención lánguidamente a la fresquera cerrada, y a las tartas ocultas detrás de la tela metálica.

–¿Te preocupa que el Rey pueda volverse más bajo si come una?

Cheshire resopló.

–Por el contrario, me preocupa que si yo como una, me transforme en una ballena. Estoy cuidando la silueta, ¿sabes?

Riéndose, Cath se inclinó sobre la mesa y le rascó la barbilla.

–No importa el tamaño que tengas, eres perfecto, Cheshire. Pero las tartas no presentan ningún riesgo; mordí un pequeño trozo antes de ponerlas en el horno –sus mejillas se fruncieron ante el agrio recuerdo.

Cheshire había comenzado a ronronear y ya no la escuchaba. Cath ahuecó la mano libre bajo el mentón del gato, mientras este se dejaba caer de costado, delirando, y las caricias descendieron hacia su barriga.

–Además, aunque fueras a comer comida en mal estado, me seguirías sirviendo. Siempre he querido un carruaje tirado por gatos.

Cheshire abrió un ojo: su pupila era una hendidura indignada.

–Te colgaría por delante ovillos de lana y huesos de pescado para conseguir que te movieras.

–No eres tan simpática como lo crees, Lady Pinkerton –interrumpió el ronroneo apenas un instante.

Cath le dio un golpecito en la nariz y se apartó.

–Podrías hacer tu truco de magia de desaparecer y luego todo el mundo creería: ¡Vaya, vaya, miren a esa gloriosa cabezota jalando del carruaje por la calle!

La mirada de Cheshire era ahora indiscutiblemente asesina.

–Soy un felino orgulloso, no una bestia de carga.

Desapareció con un resoplido.

–No te enojes, solo bromeaba –Catherine se desató el delantal y lo colgó de un gancho en la pared, revelando, sobre su vestido, una perfecta silueta, antes delineada con harina y trozos de masa seca.

–A propósito –la voz del gato la alcanzó de nuevo–. Tu mamá te está buscando.

–¿Para qué? He estado aquí toda la mañana.

–Sí, y ahora llegarás tarde. Salvo que te vistas de tarta de limón, será mejor que te apresures.

–¿Tarde? –Catherine echó un vistazo al reloj cucú de la pared. Recién había pasado el mediodía, tenía tiempo suficiente para…

Sintió que el corazón se saltaba un latido al oír un débil silbido que provenía del interior del reloj.

–Oh, Cucú, ¿te volviste a quedar dormido? –le dio un golpe al costado del reloj y la puerta se abrió de par en par. Adentro había un diminuto pájaro rojo completamente dormido–. ¡Cucú!

El pájaro se despertó con un sobresalto y comenzó a batir las alas con vehemencia.

–Ay, no, santo cielos –graznó, frotándose los ojos con las puntas de las alas–. ¿Qué hora es?

–¿Para qué diablos me preguntas, pájaro idiota? –con un gemido de preocupación, Catherine salió corriendo de la cocina, chocándose con Mary Ann en las escaleras.

–Cath… ¡Lady Catherine! Venía a… la Marquesa está…

–Lo sé, lo sé, el baile. Perdí la noción del tiempo.

La doncella le echó un rápido vistazo de los pies a la cabeza y le tomó con fuerza la muñeca.

–Será mejor que te asees antes de que te vea y pida por las cabezas de ambas.

Capítulo 2

Mary Ann se fijó en que la Marquesa no estuviera a la vuelta de la esquina antes de hacer pasar a Cath a la habitación y cerrar la puerta.

La otra criada, Abigaíl, ya estaba allí, con un traje idéntico al de Mary Ann –un recatado vestido negro y delantal blanco–, intentando espantar con una escoba a un tábano-caballito de madera fuera de la ventana.

Cada vez que fallaba, este relinchaba y sacudía la crin a ambos lados antes de volar de nuevo al techo.

–¡Estos insectos serán mi perdición! –gruñó Abigaíl a Mary Ann, enjugándose el sudor de la frente. Luego, al advertir que Catherine también estaba allí, hizo una reverencia torpe.

Catherine se puso rígida.

–¡Abigaíl…!

Su advertencia llegó demasiado tarde. Un par de mecedoras diminutas golpearon con fuerza la parte de atrás de la cofia de Abigaíl, tras lo cual el caballito salió disparado de nuevo al techo.

–¡Al diablo contigo, pequeño poni aborrecible! –chilló la criada, moviendo la escoba de un lado a otro.

Con una mueca de vergüenza, Mary Ann arrastró a Catherine al tocador y cerró la puerta. La jarra sobre el lavamanos ya estaba llena de agua.

–No hay tiempo para un baño, pero no le contemos a tu madre –dijo, moviendo los dedos nerviosamente sobre la espalda del vestido de muselina de Catherine mientras esta introducía un paño en la jarra. Se restregó con energía el rostro, para quitarse la harina. ¿Cómo había conseguido que se le metiera detrás de las orejas?

–Creí que hoy ibas al pueblo –dijo. Catherine se dejó quitar el vestido y la enagua.

–Fui, pero resultó increíblemente aburrido. Solo querían hablar del baile, como si el Rey no celebrara un baile cada dos días –Mary Ann tomó la toalla y frotó los brazos de Catherine hasta que la piel se puso rosada. Luego la roció con un atomizador de agua de rosas, para disimular el olor a masa y a fogón humeante–. Se habló mucho de un joker de la corte que hará su debut esta noche. Jack se jactaba de cómo le robará el sombrero y le hará trizas los cascabeles, como una suerte de iniciación.

–Eso parece muy infantil.

–Estoy de acuerdo. Jack es tan idiota –Mary Ann ayudó a Catherine a ponerse una enagua nueva y la sentó de un empujón sobre un taburete, para pasarle un cepillo por el pelo oscuro–. Lo que sí escuché fue una noticia interesante. El zapatero se jubilará y dejará su tienda vacía para fines de este mes –con una torzada, un platillo lleno de broches y un toque de cera de abeja, un precioso chignon descansaba sobre la nuca de Catherine, y un halo de rizos joviales le enmarcaba el rostro.

–¿El zapatero? ¿El que está en la Calle Mayor?

–Ese mismo –Mary Ann volteó a Cath y su voz bajó hasta ser un susurro–. Cuando me enteré, pensé inmediatamente que sería una ubicación fantástica. Para nosotras.

Los ojos de Cath se agrandaron.

–Dulces corazones, tienes toda la razón. Está justo al lado de esa juguetería…

–Y solo colina abajo de aquella coqueta capilla blanca. Piensa en todos los pasteles de boda que podrías preparar.

–¡Oh! Para nuestra inauguración, podríamos hacer una serie de pasteles de fruta con sabores diferentes en honor al zapatero. Comenzaremos con los clásicos –pastel de arándano, pastel de melocotón–, pero además, imagina las posibilidades. Un pastel de lavanda y nectarina un día, y al siguiente, un pastel de caramelo con plátano, cubierto con migajas de galletas y…

–¡Basta! –se rio Mary Ann–. Todavía no he cenado.

–Tendríamos que ir a ver esa tienda, ¿no crees? ¿Antes de que se corra la voz?

–Yo también lo pensé. Tal vez mañana. Pero tu madre…

–Le diré que vamos a comprar cintas. No le importará –Cath se meció sobre los talones–. Para cuando se entere de la pastelería, podremos mostrarle qué gran oportunidad de negocio es, y ni siquiera ella podrá negarlo.

La sonrisa de Mary Ann se tensó.

–No creo que sea justamente la oportunidad de negocios lo que repruebe.

Cath desestimó su preocupación, aunque sabía que Mary Ann tenía razón. Su madre jamás aprobaría que su única hija, la heredera de la Ensenada de la Tortuga de Piedra, entrara en el mundo masculino de los negocios, especialmente, con una criada humilde como Mary Ann de socia. Además, la repostería era una tarea que realizaban los sirvientes, diría su madre. Y detestaría la idea de que Cath planeara usar su propia dote matrimonial para abrir ella misma el negocio.

Pero Cath y Mary Ann habían estado soñando tanto tiempo con ello que a veces la joven se olvidaba de que aún no era real. Sus pasteles y postres ya eran famosos en todo el reino, y el Rey mismo era su fan más ardiente, lo cual podía ser el único motivo por el cual su madre siquiera toleraba su hobby.

–Su aprobación no importará –dijo Cath, tratando de convencerse a sí misma tanto como a Mary Ann. La idea de que su madre se enojara por esta decisión, o peor aún, la repudiara, hacía que el estómago se le revolviera. Pero no llegaría a eso. Eso esperaba.

Levantó el mentón.

–Seguiremos adelante con o sin la aprobación de mis padres. Tendremos la mejor pastelería de Corazones. Vaya, incluso hasta la Reina Blanca decidirá viajar hasta aquí cuando se entere de nuestros exquisitos pasteles de chocolate y nuestros scones delicadamente hojaldrados de grosella.

Mary Ann frunció los labios hacia un lado, dudando.

–Eso me recuerda… –continuó Cath–. Tengo tres tartas que se están enfriando en la fresquera. ¿Podrías traerlas esta noche? Oh, pero todavía hay que espolvorearlas con azúcar en polvo. Dejé un poco sobre la mesa. Apenas un poquito –apretó los dedos a modo de ejemplo.

–Por supuesto que puedo llevarlas. ¿Qué tipo de tartas?

–De limón.

Una sonrisa burlona se adueñó del rostro de Mary Ann.

–¿De tu árbol?

–¿Te enteraste?

–Vi al señor Gardiner plantándolo bajo tu ventana esta mañana y tuve que preguntarle de dónde había salido. A pesar de todos los hachazos que tuvieron que darle para desenroscar las ramas de los pilares de tu cama, el árbol estaba casi intacto.

Catherine se retorció las manos; no sabía por qué le daba vergüenza hablar de su sueño.

–Pues sí, de allí obtuve mis limones, y estoy segura de que estas tartas son las mejores que he realizado. Para mañana por la mañana, todo Corazones estará hablando de ellas y queriendo saber cuándo podrán adquirir por sí mismos nuestros postres.

–No seas tonta, Cath –Mary Ann le pasó un corsé por encima de la cabeza–. Lo preguntan desde que el año pasado hiciste aquellas galletas de jarabe de arce y azúcar morena.

Cath arrugó la nariz.

–No me lo recuerdes. Estuvieron demasiado tiempo en el horno. Tenían los bordes demasiado crujientes.

–Eres una crítica demasiado severa.

–Quiero ser la mejor.

Mary Ann apoyó las manos sobre los hombros de Cath.

–Y eres la mejor. He vuelto a hacer los cálculos, con los costes previstos que significa comprar la tienda del señor Oruga, los gastos mensuales y el de los ingredientes: todos medidos en relación con la producción diaria que tenemos planeada y los precios. Incluso ajustándolos para dejar un cierto margen de error, creo que podríamos ser rentables en menos de un año.

Cath se tapó las orejas con las palmas.

–Con tus números y cuentas, le quitas toda la gracia. Sabes cómo me marean.

Mary Ann inspiró y se volteó para abrir el armario.

–No tienes ningún problema pasando las cucharadas a las tazas. No hay gran diferencia.

–Es completamente diferente, motivo por el cual te necesito para esta aventura. Mi socia comercial brillante y tan lógica.

Casi podía ver a Mary Ann poniendo los ojos en blanco.

–Me gustaría poner eso por escrito, Catherine. Ahora, me parece recordar que habíamos elegido el vestido blanco para esta noche, ¿verdad?

–Lo que te parezca –sofocando la fantasía de su futura pastelería, Cath se dispuso a abrochar un par de perlas en los lóbulos de las orejas.

–¿Y? –preguntó Mary Ann sacando un par de interiores y enaguas del armario, e instando a Cath a voltearse para sujetarle el corsé–. ¿Fue un buen sueño?

Cath se sorprendió al ver que aún tenía masa bajo las uñas. Intentar quitársela fue una buena excusa para mantener la cabeza inclinada, ocultando el rubor que le trepó por el cuello.

–Nada demasiado especial –dijo, pensando en un par de ojos color limón.

Soltó un grito ahogado cuando el corsé se ajustó inesperadamente, apretándole las costillas.

–Me doy cuenta de cuando me mientes –dijo Mary Ann.

–Oh, está bien. Sí, fue un buen sueño. Pero ¿acaso no son todos mágicos?

–No sabría decírtelo. Jamás tuve uno. Aunque Abigaíl me contó que, una vez, soñó con una enorme medialuna que brillaba suspendida en el cielo… y al día siguiente, apareció Cheshire, una sonrisa llena de dientes, detenida en el aire, que le pedía un vaso de leche. Han pasado años y aún no podemos librarnos de él.

Cath bufó.

–Le tengo cariño a Cheshire, pero me encantaría que mi sueño presagiara algo con un poco más de encanto.

–Aunque no fuera así, al menos, te dio algunos buenos limones.

–Cierto. Me contentaré con ello –aunque no lo estaba. No en realidad.

–¡Catherine! –la puerta se abrió de par en par, y la Marquesa entró flotando en la habitación. Tenía los ojos grandes como platos y el rostro color morado, a pesar de haber sido empolvada hacía solo un rato. La madre de Catherine vivía la vida en un estado permanente de aturdimiento–. ¡Ahí estas, cariño! ¿Qué…? ¿Aún no te has vestido?

–Oh, mamá. Mary Ann me estaba ayudando…

–Abigaíl, ¡deja de jugar con esa escoba y ven aquí! ¡Necesitamos que nos ayudes! Mary Ann, ¿qué le pusiste?

–Milady, pensamos que el vestido blanco que…

–¡De ninguna manera! ¡Rojo! ¡Llevarás el vestido rojo! –su madre abrió las puertas del armario de par en par y sacó un vestido de fiesta largo con cascadas de pesado terciopelo rojo, un enorme armazón y un escote que seguramente no ocultaría demasiado–. Sí, perfecto.

–Ay, mamá. Ese vestido no. ¡Es demasiado pequeño!

Su madre apartó una hoja cerosa verde de la cama y extendió el vestido sobre el cubrecama.

–Por supuesto que no es demasiado pequeño para mi preciosa niñita. Esta noche será muy especial, Catherine, y es imprescindible que luzcas espléndida.

Cath intercambió una mirada con Mary Ann, que se encogió de hombros.

–Pero es solo un baile más. ¿Por qué no…?

–Nada de eso, criatura –su madre cruzó la habitación a toda velocidad y le tomó el rostro con ambas manos. Aunque era huesuda como un pájaro, sus pellizcos y apretones carecían de la más mínima delicadeza–. Te espera una noche tan fascinante, preciosa niña –sus ojos brillaron de un modo que despertó las sospechas de Catherine. Luego ladró–: ¡Ahora, voltéate!

Catherine saltó y giró para mirar la ventana.

Su madre, que se convirtió en Marquesa cuando se casó, tenía el mismo efecto en todo el mundo. A menudo, era una mujer cariñosa y tierna, y el padre de Cath, el Marqués, le vivía dándole todos los gustos, pero Cath conocía muy bien sus cambios de humor. La Marquesa podía ser dulce y encantadora, y al siguiente instante, estar gritando a pleno pulmón. A pesar de su minúscula estatura, gozaba de una voz atronadora y de una mirada particular, que podía encoger hasta el corazón de un león.

Cath pensó que, a esta altura, estaría acostumbrada al temperamento de su madre, pero los cambios frecuentes aún la tomaban por sorpresa.

–Mary Ann, ajústale el corsé.

–Pero, milady, acabo de…

–Más ajustado, Mary Ann. Este vestido no le entra a un persona que tenga menos de veintidós pulgadas de cintura, aunque por una vez, Cath, me gustaría verte con veinte. Tienes la mala suerte de haber heredado los huesos de tu padre, sabes, y tenemos que estar alertas para evitar que también termines con su figura. Abigaíl, sé buena y tráeme el conjunto de rubíes de mi armario de joyas.

–¿El conjunto de rubíes? –Catherine soltó un quejido al tiempo que Mary Ann desajustaba las agujetas del corsé–. Pero esos aretes son tan pesados.

–No seas tan debilucha. Es solo por una noche. ¡Más ajustado!

Catherine hizo una mueca de aflicción mientras Mary Ann jalaba las cintas del corsé. Exhaló todo el aire que pudo y se aferró del costado del tocador, intentando que desaparecieran las chispas que bailaban delante de sus ojos.

–Madre, no puedo respirar.

–Pues entonces, la próxima vez, espero que pienses dos veces antes de repetir el postre como lo hiciste anoche. No puedes comer como un cerdo y vestirte como una dama. Será un milagro si este vestido te entra.

–¿Podría… ponerme… el blanco?

Su madre se cruzó de brazos.

–Mi hija llevará rojo esta noche como una verdadera… descuida. Tendrás que saltarte la cena.

Cath gimió mientras Mary Ann le cinchaba el corsé una vez más. Tener que sufrir las ataduras ya era lo suficientemente malo, pero ¿tampoco podría cenar? La comida era lo que más placer le daba durante las fiestas del Rey, y ese día solo se había alimentado con un huevo duro… demasiado ocupada cocinando como para pensar en comer otra cosa.

Su estómago confinado emitió un gruñido.

–¿Te sientes bien? –susurró Mary Ann.

Movió la cabeza de arriba abajo: no deseaba gastar aire precioso en hablar.

–¡El vestido!

Antes de que Catherine pudiera recuperarse, sintió que la apretujaban y le metían a la fuerza la roja monstruosidad de terciopelo. Cuando las criadas terminaron y Catherine se atrevió a echarse un vistazo en el espejo, sintió alivio de que, si bien se sentía como una salchicha comprimida, no lo parecía. El audaz color resaltaba el rojo de sus labios y le daba a su piel clara un tinte aún más diáfano, y a su cabello oscuro, un color aún más intenso.

Cuando Abigaíl le acomodó el enorme collar sobre la clavícula y reemplazó las perlas por los rubíes colgantes, Catherine se sintió momentáneamente como una verdadera dama de la corte, puro glamur y misterio.

–¡Maravillosa! –la Marquesa apretó la mano de Catherine entre las suyas, volviendo a adoptar esa peculiar mirada sentimental–. Estoy tan orgullosa de ti.

–¿Lo estás? –preguntó Catherine frunciendo el ceño.

–Oh, no comiences a dar vueltas –su madre chasqueó la lengua, palmeando el dorso de la mano de Cath una vez antes de soltarla.

Catherine volvió a mirar su reflejo. El encanto se desvaneció con rapidez y la dejó expuesta. Hubiera preferido un vestido casual bonito y amplio, con o sin harina.

–Madre, estaré demasiado elegante. Nadie más se arreglará tanto.

Su madre aspiró por la nariz.

–Justamente. ¡Luces excepcional! –se enjugó una lágrima–. Estoy por sufrir un colapso emocional.

A pesar de lo incómoda que se sentía y de las dudas que albergaba, Cath no pudo negar una chispa de calor detrás del esternón. La voz de su madre era un reproche permanente en su cabeza, que le recordaba que apoyara el tenedor, caminara derecha, sonriera, ¡pero no tanto! Sabía que su madre quería lo mejor para ella, pero era tan maravilloso escuchar que le dirigiera un cumplido alguna vez.

Con un último suspiro, la Marquesa señaló que iría a ver cómo estaba su esposo y salió de la habitación, arrastrando a Abigaíl con ella. Cuando se cerró la puerta, Cath deseó poder desplomarse sobre la cama; estar en presencia de su madre la dejaba tan cansada.

–¿Luzco tan ridícula como me siento?

Mary Ann sacudió la cabeza.

–Estás deslumbrante.

–¿Acaso no es ridículo lucir deslumbrante en este baile tonto? Todo el mundo creerá que estoy presumiendo.

–Es un poco como ponerle mantequilla al tocino –dijo Mary Ann apretando los labios a modo de disculpa.

–Oh, vamos. Ya tengo demasiada hambre –Cath se retorció dentro del corsé, intentando levantar las ballenas que se clavaban en sus costillas, pero aquel no se movió–. Necesito un chocolate.

–Lo siento, Cath, pero no creo que ese vestido tenga lugar para un solo bocado. Ven. Te ayudaré a ponerte los zapatos.