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© Círculo de Tiza (Derecho y Reves SL)
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Nota del editor

Este libro llegó a mis manos bajo pseudónimo, con la fuerza que tiene el azar de organizar el caos, y con una estricta petición de confidencialidad por parte de su autora. Su caso estaba a la espera de juicio.

El primer encuentro supuso un esfuerzo mutuo. Tras su lógica desconfianza, me encontré con una mujer fuerte, con tanta determinación en sus formas como fragilidad en su fondo. Las dos sabíamos que corríamos un riesgo. También que estábamos dispuestas a asumirlo.

La autora no puede darse a conocer públicamente, pero su historia con nombres y localizaciones supuestas está en estas páginas. Que el lector la escuche es, de alguna manera, su victoria.

Para Paulita y Susana, porque el dolor puede ser transformado si a las que lo han soportado se les da el poder de escribir su propia historia.

Creedme:

todo lo que pensáis que fue destrozo y pérdida

no ha sido más que conjetura.

No os confundáis: con lo que nunca tuve

puedo llenar el mundo palmo a palmo.

Yo tengo, como el náufrago,

toda la tierra esperándome.

Francisca Aguirre

Índice

Invictus

1. Sombra negra

2. Herencias invisibles

3. Boom

4. Muñequita linda

5. Conexión

6. Moneda de dos caras

7. Cuerpo

8. Odio

9. Magia

10. El enemigo está fuera

11. Más que palabras

12. Se busca hogar

13. Ellas

14. ¡Un chico!

15. Un paso

16. Bendita resiliencia

17. Esa cosa llamada…

18. Algo no anda bien

19. ¿Quién te lo dijo?

20. La última cena

21. Viva la vida

22. No queda otra

23. ¿Lo entiendes?

24. La verdad

25. Puntos suspensivos

Epílogo

Invictus

No soy un caso aislado. Así me lo confirman las estadísticas. Soy una de cada una de cada cuatro, parte del 23% de niñas que en España son víctimas de abuso sexual infantil. Soy una de cada cuatro. Sí, has leído bien. Una de cada cuatro. También soy una del 60% que lo sufre de manos de una persona del entorno familiar.

Lo siento, pero las cifras no acaban aquí.

Soy una de cada dos, donde los casos no son aislados, sino repetidos y continuados. Aunque el 48 % lo olvida,1 lo relega a la parte más profunda de su cerebro para sobrevivir. Soy una de cada siete, los casos que se denuncian. En el momento en el que escribo, se presentan ocho denuncias al día. Pero yo soy parte del escaso 30 % de quienes consiguen llegar a juicio.2 Soy el número de una realidad macabra que nos rodea pero nadie quiere ver ni escuchar. Yo tampoco. Todos detestamos la mentira y la hipocresía, pero nos aterra la verdad. Por eso yo también me olvidé de mí misma.

Si estos números te asustan, no te preocupes, no te voy a hablar de ellos. Nunca me planteé escribir sobre las estadísticas del infierno. En primer lugar, porque hasta hace bien poco ni siquiera las conocía; pensaba que era algo que les pasaba a otras, casos aislados en galaxias bien lejanas. Solo ahora sé que el abuso se perpetra en las casas de mis vecinas, y también en la mía. Tampoco quiero hablar de números porque, aunque necesarios, de nada sirven los datos cuando en realidad son solo la punta de un iceberg opaco y silenciado, especialmente los porcentajes, que despojan de identidad y de historia.

Que abusen sexualmente de ti durante años es una muerte en vida, un jaque mate apenas has comenzado la partida. Te arrebata tu infancia y adolescencia de cuajo, y de la forma más violenta. Detiene el tiempo y la evolución. Borra de tu diccionario los términos inocencia y dignidad. Te arranca la palabra. Te condena a ser larva. No vives: te arrastras. Tu cuerpo es una cárcel con barrotes forjados de asco, vergüenza y culpa. Tus compañeros de celda son el miedo atroz a que te descubran, el terror a sentir cualquier tipo de emoción, el pánico a que vuelvan a tocarte de nuevo. Abandonas el mundo de las vivas, dejas de creer: querer y que te quieran quedan fuera de juego; dejas de estar, te catapultas fuera de cualquier señal de vida hacia un lugar ajeno y hostil que no te pertenece. Te lapidas a ti misma a diario como acto supremo de castigo autoimpuesto; si estás ahí, es por no evitarlo. Te deslizas y te camuflas entre la multitud como acto máximo de supervivencia. No queda otra. La vida no se detiene, ni siquiera para las cifras aplastadas.

¿Cómo he llegado entonces hasta este momento en el que decido escribir? ¿Este momento en el que me siento más viva que nunca, en el que escribo dejando atrás un campo de batalla, una cruzada en la que no te rebelas contra otro, sino contigo misma, contra esa otra Marta que yo creía ser? Esto lo sé ahora, después de encabezar durante mucho tiempo uno de esos bandos con una rabia ciega.

Dentro de toda tragedia, siempre hay espacio para la transformación. He llegado hasta aquí porque soy un número con suerte. Me gusta mi vida de ahora. Me gusta saber que lo he logrado. Me hace sentirme fuerte y a la vez frágil. Humana. Viva. De modo que sí, soy un número afortunado con un final diferente al que la teoría predice, al que las secuelas del abuso te condenan.

El mérito no es mío. Todo se lo debo a mi mente; al fin y al cabo, fue ella la que me salvó partiéndome en dos. Literalmente. Activó el mecanismo que llevamos incorporado los humanos para soportar el trauma ensordecedor. Estamos fabricadas para sobrevivir.

Amnesia.

Mi mente almacenó el horror y el sufrimiento en un rincón imposible de alcanzar por la memoria. Borré a la Martita que moría por las noches en su celda y viví la Marta que despertaba por las mañanas como si nada hubiese pasado.

Disociación.

Dos vidas. Dos Martas. Una ambiciosa a nivel profesional, viajando con la convicción absoluta de poder cambiar el mundo dedicándose a la cooperación internacional, con unos principios y valores inquebrantables. Y la otra: la niña rota. La rara, la mala, la fea, la sucia, la culpable de todo. Ambas separadas por la cabeza, unidas por la piel, habitando el mismo cuerpo, la misma cárcel. Ignorándose y odiándose desde el subconsciente.

Estrés postraumático.

¡Boom! Mi mente explotó después de treinta años de represión, de olvido, resquebrajando los cimientos de una vida disfrazada, arrebatándome el lenguaje de nuevo. Un estallido de recuerdos, de imágenes, de fragmentos de memoria esparcidos como las piezas sueltas de un puzle, despojándome de identidad de un plumazo: ¿quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Qué es verdad y qué es mentira?

El abuso infantil es algo inconcebible. Queda fuera de toda capacidad de entendimiento. Todavía más cuando se trata de tu propio padre. Esa persona que tanto espacio ocupaba en mi vida. Mi héroe. La niña de papá.

Mentirosa, loca, enferma, fueron las palabras de mi familia. En cierto modo, los entendí. ¿Cómo me iban a creer si ni yo misma me lo creía? Simplemente no me cabía en la cabeza. Era incapaz de admitirlo. Toda una lucha entre la razón y la piel. Pero el cuerpo se obceca en decir la verdad. El cuerpo no borra las cicatrices, no miente, no olvida, no grita por gritar. Lo hace para ser escuchado. Este libro es prueba de cualquier cosa menos de olvido.

La reacción familiar fue de manual. Incredulidad, negación y lealtad en estado puro cuando el monstruo vive en casa. La familia pasó página —y de mí— ante la realidad abrumadora. Un sálvese quien pueda en toda regla. Tonto el último. En el desamparo, ante la inmensa nada, quedé enterrada bajo mis propias cenizas.

Transformación.

Ahora, hoy, después de un lento y desgarrador proceso que parece de ciencia ficción, siento que lo he conseguido. Por fin he cruzado el puente hacia el mundo de las vivas. Descubro todo como si lo viera por primera vez. Sin el «como si». Es un momento cumbre, el inicio de una vida. Todo un regalo. Y tengo ganas de estar aquí para mucho más que sobrevivir. Ahora también soy lo que sueño. A pesar de todo, a pesar de las estadísticas tatuadas para siempre, ahora soy la capitana de mi vuelo. Así que no quiero hablar de números, pero sí de un viaje. Hacia mí misma. Hacia mis entrañas y mis vísceras, hacia mi raíz. Que es lo mismo que una muerte a la inversa. No nos transformamos: morimos.

Escribir este libro es unir a las dos Martas, mis dos vidas. Es unir el final con el principio, sin cortes, para atisbar el recorrido completo. Sin memoria no hay cimientos que posibiliten ninguna reconstrucción. Son muchas las versiones de una misma historia, y narrar implica elegir una manera de contarla. Y esta elección a veces es sanadora. Por eso, este no es un libro sobre maltrato, ni abusos, ni violaciones, ni detalles morbosos. La protagonista de este libro es la VIDA. Con todo lo que da, con todo lo que quita. Aquí viajo en el tiempo, del antes al después, del pasado al presente y al revés, hasta llegar a un juzgado. Hasta llegar al ahora. No hay otra manera de explicarlo.

No tengo otra manera de encontrarme.

La estructura del libro imita mi experiencia fragmentada. Los capítulos pares te cuentan mi vida a medias, porque así es como yo la viví y recordé hasta mis treinta años. Es el periodo de la amnesia, la estación de un cuerpo silenciado, donde los abusos y violaciones que rompían mi cuerpo quedaron sepultados, lejos del alcance de mi memoria consciente, pero habitando todo mi ser. Contarte esos años ha sido un proceso de autorrevelación. Estos capítulos me ayudan, y espero que a ti también, a entender cómo seguí creciendo, sin saber cuál era la raíz de mi dolor. La obsesión, la necesidad suprema del amor denegado de inicio, el ser alguien, una persona querida y respetada, me llevó a construir una vida en paralelo a la muerte. He aprendido que el deseo de vivir esconde infinitas posibilidades de sorpresa: el miedo, la rabia y el dolor de verdad pueden llevarte a ser capaz de hacer cosas que jamás hubieses imaginado. En esos capítulos pares hay muchos viajes y vidas anónimas que me salvaron de una forma muy literal. Cada paso que di, cada decisión que tomé, manchada y manipulada por los hilos invisibles del terror y el desamparo, me llevaron a crecer en lugar de curvarme. Construí, sin saberlo, un escudo protector que luego me serviría para el lento y doloroso viaje de unión.

Los capítulos impares son mi viaje más largo. Hacia dentro. Cinco años durante los cuales escribí en tiempo real, tecleando, a medida que mi memoria explosionaba, lo que mi garganta no podía pronunciar. No fue una decisión consciente, era la única manera de darle forma al desahogo.

Así que este libro contiene dos historias, dos vidas. Escribir es hacer las paces conmigo misma. En palabras de Virginia Woolf: no puedo encontrar paz evitando la vida. Porque ella, la del antes, la otra, la niña, la rota, la víctima, soy yo. ¡Maldita sea! En este proceso de unión, te cuento mi historia porque creo que si hago público lo privado existe la pequeña posibilidad de que acabe arreglando lo que sigue fallando en mí. La vergüenza de admitir, de gritar bien alto que sí, que a mí también me pasó.

Durante mi viaje invertido, la psiquiatría y las pastillas me ayudaron a moverme en el tiempo y el espacio, a navegar entre la locura que salva y la cordura que ahoga; a aguantar lo insoportable, a sanar lo incurable, a denunciar lo inconfesable. «¡No te quedes callada, hay que hablar de ello!», nos dicen los gurús en sanación, los terapeutas de manual. Pues sí, hay que hablar, pero ¿con quién?, ¿cómo?, ¿dónde? ¿Dónde están los que escucharán con compasión y respeto?, ¿los que no te convierten en un número, en un archivo?, ¿los que no te cuestionan o te culpan por lo sucedido?, ¿los que se implican de verdad? «¡Hay que denunciar!», nos gritan los altavoces mediáticos, los políticos detrás de la barrera, la sociedad perpleja ante lo antinatural. ¡Qué valientes las que dan el paso! Pues sí, valientes y fuertes al exponerse en carne y hueso ante la maquinaria judicial. Los que gritan no te dicen que la justicia no es justa; nadie te habla de la violencia institucional a la que te expones, del sistema que protege al verdugo y cuestiona a la víctima. Y luego nos sorprende que no se denuncie. No quiero imaginar cuáles serían las cifras reales, los pelotones alistados, si se pudiese hablar de abuso y violación como hablamos de fútbol. Pero no se habla, se entierra bajo silencios sepulcrales en cuerpos que se arrastran y se camuflan entre la multitud. Víctimas y verdugos conviviendo en las mismas calles. Víctimas viviendo en un mundo de un dolor extraterrestre, verdugos disfrazados de personas cualesquiera.

Y yo escribo.

Escribo a pesar de la vergüenza, porque lo necesito. Y lo hago ahora porque hoy tengo el valor para mirar atrás, para ver lo que no quise ver, para poner palabras a lo que todavía me invade. Para soplar sobre los cráteres de lava en mi piel. Escribir es enfrentarme con mis monstruos, es sentir el dolor en el cuerpo de nuevo. Es sangrar cada línea al mirar atrás, hacia un trance, una catarsis que paraliza. Porque escribo desde la piel, desde las entrañas, desde mis pies, de pie.

Haber sufrido abusos sexuales durante años por parte de tu propio padre no te convierte en ninguna experta sobre el tema. Por eso no hablo como investigadora, ni en plural, ni en representación de nadie. El eje de mi relato es mi propia experiencia, porque se trata de romper el silencio.

Compartir esta experiencia contigo es un acto de sublevación, aunque no puedo evitar preguntarme aquí, así, públicamente, qué pensarás de mí si no has sufrido el infierno en tu piel, o qué etiqueta me colocarás, si es que lo haces. Me lo pregunto con miedo y pudor, porque también soy consciente de las otras estadísticas, las que me confirman que en pleno siglo XXI, en las sociedades occidentales, orgullosas de su progreso, se sigue juzgando, dentro y fuera de una sala judicial, a la víctima. El papel es un filtro entre mis palabras y tus ojos. Entre tu realidad y la mía.

En contra de lo que pensamos, lo que no se dice sí existe. Pero si no lo cuento, si no lo lees, no hay salvación posible. El silencio nos hace cómplices a todos. Para que las cosas cambien, la conciencia colectiva es tan necesaria como la individual. Para mí, el primer paso fue la aceptación y el reconocimiento. No hay otra opción: es ineludible contarlo, es necesario escucharlo.

No puedo evitar sentir recelo cuando te escribo, como si al hilar las palabras en las frases descubriese verdades ocultas, todavía guardadas en el inconsciente. Sigo sin fiarme de mi cabeza, traidora y salvadora; ¿habrá algo más ahí guardado que no haya recordado todavía? Lo descubro mientras escribo. Por eso, este libro es también mi punto y aparte. Es decirle a mi cabeza que aquí se acaba. Aunque al final de estas páginas solo queden puntos suspensivos. La historia continúa. El abuso no tiene un punto final.

Temo no poder abarcarlo todo, y tiemblo al pensar en poder hacerlo. Pero me empuja saber que no estoy sola, la emoción de la verdad, la justicia de dejar constancia. Porque esta no es solo la historia de un dolor y de una pérdida inconmensurable. También, y sobre todo, es una historia de libertad.

Estoy aquí, mi vida continúa. Esa es la verdadera victoria. Hago mío el verso del poeta Joan Margarit: cuando el joven que fuiste ya está muy lejos, el amor es la venganza del pasado.

Pienso ahora que tuve que ser lo que fui para llegar a ser quien soy hoy. Una.

1 Resultado de una encuesta realizada en Forogam (grupo de ayuda para supervivientes de abusos sexuales en la infancia) por el autor Joan Montané. http://forogam.blogspot.com/2008/10/asi-edad-frecuencia-y-duracin.html.

2 Ojos que no quieren ver, informe publicado por Save the Children. https://www.savethechildren.es/sites/default/files/imce/docs/ojos_que_no_quieren_ver_12092017_web.pdf.

1. Sombra negra

En enero de 2012 estaba sola en el apartamento que compartía con Matteo, mi pareja, en Brighton, una pequeña ciudad costera a cuarenta y cinco kilómetros al sur de Londres. Me disponía a empezar mi jornada laboral online como consultora para varias instituciones en el ámbito de la cooperación internacional. Eso era nuevo para mí, pero disfrutaba mucho del gran lujo de empezar mis mañanas sin despertador y sin prisas, ya que trabajaba desde mi coqueto salón. A pesar de sus escasos metros cuadrados, estaba presidido por una chimenea imponente y un sofá de cuero negro, enmarcados por una pared de ladrillo visto. Nada era nuestro, ni el estilo decorativo ni su contenido. Todo venía incluido en nuestro recién firmado contrato de alquiler.

De puertas afuera, Matteo y yo estábamos en la cresta de la ola; éramos jóvenes, siempre sonrientes, «la pareja perfecta», oíamos a menudo. Rara vez nos peleábamos, como mucho reñíamos como niños, habitualmente por cómo administrar nuestros ingresos. A pesar de que la isla británica nos había ofrecido puestos profesionales bien pagados, todavía arrastrábamos la mentalidad de quienes han vivido, durante muchos años, al límite de los números rojos.

Matteo era un cómico nato, no concebía la vida sin humor, combatía la estupidez y la mezquindad del mundo con carcajadas. No poseía un sentido del humor refinado ni tampoco vulgar, sino más bien sencillo, desaprensivo, desenfadado. No le importaba que la gente no lo tomara en serio. Se reía de sus propias miserias, sobre todo de las que había sufrido en nuestra travesía de cinco años en la India, y se deleitaba en el centro de su propio escenario arrancándole sonrisas a todo aquel que le rodease. A mí la primera. Sin embargo, con nuestra llegada a Inglaterra, de manera gradual, casi imperceptible, renuncié a mi papel de espectadora fiel. En mi interior nada estaba bien. Dentro, donde se guardan los secretos, donde la verdad se esconde, donde todas somos iguales. Dentro todo se caía. Desde dentro la vida parecía mentira.

Lloraba sin saber por qué, yo que aprendí a no llorar después de la primera paliza que recibí de mi madre. Tenía pesadillas que me perturbaban, con mi padre, con mi madre, con mis muñecos, con Epi y Blas. Siempre la misma: una habitación oscura donde esos muñecos me rodean y bailan en círculo mientras mi madre camina por el pasillo y mi padre permanece sentado en una silla. Los muñecos me asustaban y me despertaban con una pena inabordable. Eso era nuevo para mí; también había aprendido a no sentir. En mi interior estaba desenchufada. Desde bien temprano me convertí en niña piedra.

Y así, de repente, como suelen llegar los momentos importantes en la vida, con el primer café y cigarro del día, me enfrenté por primera vez a unos ojos, a unas sombras que solo más adelante descubriría que eran las de mi pasado, un pasado que había permanecido en secreto bajo llave durante treinta años y que mi cuerpo ahora decidía sacar a la luz. La vida que creía vivir había sido un sueño del que empezaba a despertar.

Días antes de que aparecieran las sombras había hablado con mi padre por Skype, a pesar de que nos habíamos visto hacía poco, durante el periodo navideño. Ya habían transcurrido más de ocho años desde que me había marchado de su casa, bien lejos, pero hablábamos a través del ordenador cada semana. Aquella llamada, sin embargo, fue diferente. Yo quería averiguar si esos sueños tenían algo de real: apenas guardaba recuerdos de mi infancia, pero en el sueño todo parecía familiar. No olvidaré las palabras de mi padre cuando se lo expliqué:

—¿Tienes algún recuerdo de cuando eras pequeña? ¿Recuerdas algo en concreto? —Sus preguntas tampoco eran como las de antes; sus ojos no miraban a cámara, su mano derecha apretaba con fuerza la sien. Por primera vez sentí que me escondía algo.

—Ya sabes que no, papáaa… ¿Por qué me lo preguntas? —Siempre había tenido la sensación de haber nacido con quince años.

—Bueno, a veces no es que no recordemos, es que no queremos recordar… —me contestó; ahora con la mano derecha apretaba ambas sienes y se cubría los ojos.

No le conté a Matteo lo que me pasaba. Él estaba ensimismado en sus propios logros. El mundo ya le había otorgado lo que él tanto ansiaba: estabilidad. Su trabajo, su piso…, la vida que tanto había soñado y que habíamos perseguido juntos se había hecho realidad. No vio las ojeras, los ojos hinchados, no notó que apenas dormía. Sí sintió mis silencios y el rechazo de mi piel hacia él. A veces, el silencio es el grito más fuerte.

Matteo seguía con su rutina diaria como si nada — casa, trabajo, gimnasio, casa y vuelta a empezar—, a pesar de que ambos intuíamos que nuestros ocho años de convivencia llegaban a su fin. Nos habíamos conocido en su ciudad natal, Nápoles, lugar al que yo acudí en busca de una ventana abierta a un futuro diferente, pero donde Matteo solo encontraba puertas cerradas a cualquier opción de crecer. Desde el principio compartimos un objetivo más fuerte que el amor: la supervivencia.

Ante la arrolladora sensación de un declive gradual y sin vuelta atrás, hice lo que mejor se me daba ante los abismos, lo que siempre había hecho: salir corriendo. Huir. Eso sí, siempre con una excusa. Vivir hacia fuera requiere excusas.

Las fechas me lo pusieron fácil: le dije que para las vacaciones navideñas me apetecía ir a visitar a mi familia sola. No era la primera vez que le mentía: no deseaba volver a España, mucho menos por Navidad, y mucho menos todavía con mi familia. Pero no tenía otro lugar donde ir y, además, esta vez me aguardaba un plan diferente. Aunque me resultaría imposible evitar la casa de mi madre y la de mi padre los dos días puntuales y obligatorios del mes de diciembre, mi tía Belén, la hermana pequeña de mi padre, la única de la familia con la que mantenía una relación de confianza, me había ofrecido celebrar la Nochevieja en su casa, en Bilbao, junto a ella y su familia. La propuesta de mi tía había surgido durante mi última visita al norte, en el mes de noviembre, donde por vez primera me atreví a compartir con Belén mis problemas con Matteo. Desconocía que aquellas visitas lo cambiarían todo. Que ya no habría opción para la huida.

Tomando café y fumando a solas en el estrecho balcón de su cocina, le expliqué a Belén que estaba decaída sin motivo aparente, no tenía ganas de salir de casa, sufría pesadillas, sentía que algo se me rompía por dentro, no estaba bien con Matteo. A pesar de haberlos tenido siempre, le revelé por primera vez mis problemas sexuales; que no disfrutaba del contacto físico, del sexo, que no sabía lo que era un orgasmo, que me daba asco, que me sentía… forzada. Lo decía en voz baja mientras tímidas lágrimas recorrían mis mejillas, abrazando con mis manos la taza caliente y sin mirarla a los ojos, como si en lugar de confesarme con ella les estuviese contando un secreto a los árboles sin hojas que atisbaba desde el balcón. Sabía sin saber que eso no era «normal», por mucho que durante años lo hubiese vivido con toda la normalidad del mundo. ¿Por qué se lo dije? ¿Por qué no lo hablé antes, cuando era algo que me había pasado siempre, incluso antes de Matteo? Había aceptado que la sexualidad no era lo mío, sino más bien una obligación, algo que se hace y punto. Eso era lo normal para mí. Lo normal. Artículo más adjetivo que, al pronunciarlos hacia dentro, no te permiten ver ni actuar, y dejas de cuestionar; total, lo que siempre ha pasado es lo habitual. Hacia fuera te aíslan del mundo si no eres como las demás. Mejor no hablar, no vaya a ser que se den cuenta y te quedes fuera.

La cara de asombro y preocupación de Belén me confirmó que eso de normal tenía bien poco y regresé a Brighton decidida a hablarlo con Matteo, a encontrar una solución…, pero no lo hice. Dolía demasiado, sabía sin saber que había algo podrido en mi piel. Intenté borrar la conversación con mi tía de mi cabeza y seguir el nuevo año junto a Matteo, como si nada; eso también se me daba bien. Vivir hacia fuera sin mirar hacia dentro era mi especialidad. Era un robot, una cabeza sin cuerpo. Hasta que mi cuerpo dijo basta. Hasta aquí. Explotó. Literalmente.

Y aquella mañana de enero, de pie junto a la ventana de mi pequeño apartamento británico, observando a los transeúntes camino de su trabajo y escuchando el silencio ligeramente quebrantado por los escasos coches que circulaban por nuestro barrio residencial de Seven Dials, destellos de imágenes borrosas desfilaron ante mi mirada. Percibí una sombra acercarse por el corto pasillo que unía el salón con el dormitorio, y un escalofrío me recorrió la espalda hasta erizarme el pelo de la cabeza. Sentí un aliento en la nuca y que unas manos invisibles me ahogaban. Me froté los ojos con inquietud, pero la sombra no se iba, parecía estar pegada a mis párpados. Como un relámpago, el terror atravesó cada poro de mi piel. Dejé de existir y me convertí en sentimiento.

En medio de mi pequeño salón, me quedé paralizada, muda, como si me hubiesen sellado los labios con pegamento, como si me hubiesen clavado las piernas al suelo. Y sin saber por qué, ni cómo, ni desde dónde, mi garganta susurró un quebrantado y miedoso: ¿papá?

—¡Yo no he dicho eso! —rugió mi voz contra mi voluntad, como si tuviese vida propia—. ¿Quién lo ha dicho?

—Lo has dicho tú —escupió mi garganta.

—No puede ser, ¡eso es imposible! —volví a contestarme—. ¿Cómo voy a tenerle miedo a mi padre?

—¿Y por qué no?

—¡Porque él me salvó de mamá! —Las palabras salían disparadas de mi boca con una rabia ciega y sin control.

—¡No eres quien crees ser! ¿Por qué no quieres recordar? ¿Por qué no me quieres ver? ¿Por qué me olvidasteeeee? —Quien preguntaba parecía la voz de una niña enfadada y asustada que emergía de las profundidades de mis entrañas. Sus gritos retumbaron por todo mi cuerpo.

—Me estoy volviendo loca —me dije en voz baja; no me atreví a gritarle a esa otra voz, a esa otra Marta. Me daba miedo.

No obtuve más respuesta. La voz, mi voz, dejó de hablar.

Silencio.

A mi izquierda, la sombra seguía en el pasillo. Ignorando ambas partes de mi mente en discusión, despacio, como si estuviera en un sueño, recorrí temblorosa el estrecho pasillo que conducía a la habitación para asegurarme de que no había nadie en casa. Respiré de alivio al confirmar que estaba sola, aunque la sensación de que alguien estaba invadiendo mi espacio, mi cuerpo, seguía presente. Pero cuando regresé al salón mis ojos ya no me mostraban el sofá de piel negro donde me tumbaba a ver maratones de cine en las tardes grises de Brighton, sino un sofá azul y anticuado. Tampoco veía la chimenea frente a la que me gustaba sentarme a leer; en su lugar había un armario marrón muy alto y una cama pegada a la derecha. La ventana donde fumaba el primer cigarro cada mañana había desaparecido, y en su lugar había otra más estrecha, más alta, más vieja, con las persianas bajadas. «Eso no puede ser, en Inglaterra no hay persianas en las ventanas», me susurré. No sabía dónde estaba. Ante mis ojos, el apartamento se había convertido en destellos de luz, como un semáforo intermitente: ahora sofá azul, ahora negro, ahora chimenea, ahora armario, ahora ventana grande, ahora pequeña y con persianas.

Sin entender qué sucedía, las piernas se me desplomaban. Necesitaba tocar algo real, algo que me trajera al aquí y ahora. Me serví un vaso de agua en la cocina roja sin pared que formaba parte del salón; eso no había cambiado. Sentir el agua por mi garganta me aseguró que estaba despierta, pero el temblor de las manos confirmaba el relámpago del miedo. Se me cortó la respiración al ver un gato grande y gris caminando por la cocina. En casa no había felinos. Un grito levemente humano me explotó en la garganta y salí corriendo de casa. Sin llaves, sin cartera, sin abrigo, sin nada. Corría como si alguien me fuese a atrapar, como si fuese a morir si dejaba de hacerlo. La sombra negra me perseguía, ahora en forma de dos ojos enormes que lo envolvían todo: las farolas, las esquinas, el suelo que pisaba. No sabía adónde ir, ni qué hacer. «Para, por favor, para», suplicaba entre lágrimas, no sabía a qué o a quién.

Era consciente de que estaba en la calle, corriendo a la desesperada por las callejuelas inclinadas de Brighton, de que hacía frío y sin embargo yo ardía. Me cobijé en el primer locutorio con el que me topé y llamé a mi tía Belén por Skype. Intenté explicarle lo que me acababa de pasar, pero mis palabras se tropezaban, sin orden, apenas podía respirar. A pesar de su perplejidad, con voz sosegada y pausada, Belén me tranquilizó y me convenció de que tomara el primer vuelo que saliese al día siguiente a Bilbao, el único lugar en el que sentía que podía refugiarme.

Marqué el número de Matteo sin pensar, de forma automática, y lo esperé encerrada dentro del cubículo del locutorio, rodeada de gente multicolor que hablaba con ordenadores, vigilando la puerta, como si estuviera cercada por un cable de alta tensión, sin moverme y con el corazón palpitando a tres mil revoluciones. Matteo acudió en mi rescate unos minutos después que me parecieron horas. Al verme, su sonrisa dejó de ser eterna por primera vez. Mis balbuceos le contagiaron mi miedo y reservamos el primer vuelo disponible sin discutir. Luego nos fuimos a casa.

«Calmati, bambina, non ce nessuno, niente ti farà male»,1 me repetía con su forma de hablar habitual, con una voz tierna y dulce. Siempre conversábamos en italiano, yo lo prefería, hablar en otro idioma te facilita sacar otra versión de ti misma. Todas somos muchas versiones de nosotras mismas. En italiano era más emocional; en inglés, más asertiva; en castellano, arrogante y fría.

Cuando llegamos al apartamento yo cogía el brazo de Matteo con fuerza, escondida tras su gran espalda a modo de escudo. Al abrir la puerta de la casa mi respiración se aceleró y, como un reflejo automático, solté bruscamente su brazo y empujé a Matteo hacia dentro. Nada había cambiado: sofá negro, sofá azul, ventana grande, ventana pequeña, chimenea, armario.

A pesar de mi parálisis y de su desconcierto, Matteo me convenció para que nos sentásemos en el sofá, especulando que quizá, tocándolo, yo volvería a la realidad: «Tranquilla, vieni qui con me, bambina… Vedi, non c’è niente di strano»,2 me decía, apuntando al sofá y al resto de la casa como un agente inmobiliario. Sin embargo, apenas tomé asiento en la funda de cuero, ante mis ojos aparecieron unos destellos de luz que formaban esta vez dos siluetas, un hombre y una niña, de colores muy brillantes, y unas escenas sexuales tan reales que yo era incapaz de contener la angustia y el asco. Las siluetas se movían con mis ojos, atravesándome los párpados si los cerraba. No había escapatoria.

Matteo, sobrepasado, no sabía qué hacer ni qué decir, así que llamé a Madeleine, nuestra antigua casera. «I need you here… now»,3 fue todo lo que le dije. Habíamos convivido con ella y con su familia durante dos años antes de alquilar un piso solo para nosotros. Madeleine apenas tardó treinta minutos en llegar, y su visita fue como el brazo que te saca del agua cuando ya sientes que no respiras. El mismo que me había ofrecido años antes, al darme la bienvenida a su casa.

Me encontró en la calle, sentada en el portal. Ha venido corriendo, pensé al reconocer su peto tejano de trabajo, manchado con gotas aleatorias de pintura, al inicio de nuestra calle empinada. Con o sin manchas, resultaba fácil reconocerla. Su cuerpo se movía con una clase innata y, sin calzar tacones, sus pasos sonaban más que los de cualquiera. Era una mujer alta, elegante, de porte recto; sus movimientos delataban cierta rigidez inglesa, refinada, orgullosa de la sabiduría que escondía su pelo blanco. A pesar de los treinta años que nos separaban, era la única amiga que tenía en Brighton.

Madeleine no pareció preocuparse al verme cabizbaja y sin chaqueta. Con voz relajada se saltó el hello y, cogiéndome resuelta por un brazo, me sugirió que entrásemos al piso —«let’s go inside, my dear»4— y me pegara una ducha, con la esperanza de que eso me relajara. Sin embargo, al abrir la puerta del baño, mi garganta explotó de nuevo: volvía a ver la sombra y sus dos ojos negros por todo el cuarto. El terror me impulsó a salir corriendo, esta vez con Madeleine a mi lado. Matteo no vino con nosotras, tenía que acudir a su adorado trabajo al día siguiente.

Pasamos toda la noche deambulando por la ciudad. Recorrimos los Nicholas Gardens y la Marine Parade, la avenida marítima que bordeaba la extensa y pedregosa playa de Brighton. Mi llanto no cesaba mientras veía esas siluetas que no conseguía descifrar. Madeleine intentaba distraerme evocando los años en los que convivimos con ella. «Parece increíble que hayan pasado tres años desde que llegaste a mi casa… Don’t you think?5.» Yo no contestaba a sus preguntas, solo intentaba atrapar con las manos las imágenes que me envolvían. Años después Madeleine me confesó que aquella noche le parecía estar viendo una película en diferido. Mi cuerpo estaba físicamente con ella; mi mente, en un lugar que parecía el infierno. Entonces no lo sabíamos: estaba poseída por mi pasado.

Poco antes de coger el autobús que me llevaría al aeropuerto, Matteo preparó una mochila pequeña con algo de ropa, mi pasaporte y mi cartera. Era la primera vez que no me seguía en mi huida hacia delante. Les dije a los dos que quería irme sola; me marché sin decir palabra y ellos me dijeron adiós como quien no sabe qué pasará al despedirse.

En el autobús, tan puntual como los británicos, los asientos vacíos dejaron de existir ante mi mirada. Había subido a una habitación oscura con una luz verde muy fuerte. «Todo irá bien, todo irá bien», me repetía en voz baja mientras me balanceaba en mi asiento, como una niña pequeña, para intentar calmarme. Había escogido el sitio más cercano al conductor para mirar por la luna frontal y contar los coches que adelantábamos. Conté, conté y conté, durante las tres horas de trayecto, en voz baja, sus matrículas, calculando la suma total de los cinco dígitos, en un intento de engañar a mi cabeza hasta llegar a uno de los aeropuertos más grandes del mundo.

El caos de aviones y maletas me mantuvo ocupada, y por unos instantes pareció que la locura había terminado. Los aeropuertos eran mi segunda casa. Mientras esperaba a que partiera mi vuelo me pregunté si realmente quería ir a Bilbao. En una dirección, mi pareja; en la otra, el norte. Precipicios y vértigo en ambas direcciones. Fue mi cuerpo el que tomó la decisión: me empujó hacia el interior del avión, donde encontré la misma habitación oscura que en el autobús. No dudé en comentarle a la azafata que era claustrofóbica, que tenía miedo a volar y que no sabía si iba a ser capaz de estar las dos horas que tardaría en aterrizar sentada en un asiento. Incluso rota y perdida, mi instinto de supervivencia permanecía atento. Seguía encontrando excusas para vivir hacia fuera.

No había dormido en toda la noche, pero mi cuerpo se sentía más despierto que nunca, alerta ante cualquier sorpresa. Todo me hablaba, me tocaba, todo se movía al revés. Pasé las dos horas del trayecto caminando por todo el avión, pidiendo vasos de agua sin cesar, mientras me disculpaba con el falso pretexto de mi aprensión a volar. Hasta ese momento, estar por encima de las nubes era el lugar más seguro. Me refugié en el baño, pensando que allí podría resguardarme de la habitación oscura, de la sombra negra y de los pasajeros que empezaban a mirarme con cara de espanto. En el espejo del diminuto lavabo encontré a una niña con un gorro rojo de cumpleaños: Martita. Era ella la que aterrizaría en Bilbao.

1 Tranquilízate, niña, no hay nadie, nada te va a hacer daño.

2 Tranquila, ven conmigo, niña… ¿Ves?, no pasa nada.

3 Te necesito… ahora.

4 Vamos dentro, querida.

5 ¿No te parece?

2. Herencias invisibles

Toda historia tiene un principio, aunque yo no recuerde mucho del mío. La carencia de recuerdos también la vivía como algo normal. Sin embargo, solo ahora sé que la falta de memoria sobre la infancia y adolescencia es uno de los rasgos comunes de las personas que han sufrido abusos sexuales de pequeñas. La goma de borrar del trauma lo abarca todo, hasta tal punto que no recuerdas nada. O casi nada. Porque siempre queda algo, chispazos de momentos que, en mi caso, por algún motivo, mi mente decidió proteger.

Todas soñamos con finales felices. ¿Asumimos que los principios lo son? Siempre me he sentido incómoda en esas conversaciones nostálgicas sobre la infancia, donde cualquier tiempo pasado fue mejor. No necesito recordarlo todo para saber que el mío no lo fue.

Nací el año de Naranjito, no sé a qué hora, ni tampoco si mi venida al mundo fue fácil o complicada, nunca pregunté, nunca me contaron. Sí sé que nuestro primer encuentro les asustó. Yo era un ser diminuto recubierto por una masa de pelo negro que lucía un lunar marrón oscuro que empezaba en la ceja derecha y se extendía hacia arriba y en diagonal por la frente. «¡Pero si parece un mono!», parece ser que exclamó mi padre al verme.

Cuando llegué mis padres ya estaban en la treintena, y yo era la primogénita. Padres tardíos para aquella época. Siempre me dijeron que fui una hija muy deseada, la hija preferida por ambas partes. Se divorciaron cuando yo apenas tenía tres años, padres revolucionarios en los ochenta; fui de las primeras en tener padres separados en el colegio. Me contaron que fui complicada de concebir, tampoco pregunté por qué. Creo que desde bien pequeña evitaba los juegos de la culpa. No quería saber.

Mis padres eran unos visionarios, al menos así se describían. Se marcharon de Barcelona a finales de los setenta para empezar negocios de hostelería en un pequeño pueblo de la costa catalana y a escasos cien kilómetros de la ciudad. Mejor dicho, mi padre se marchó, huyendo de la autoridad de su propio padre, y mi madre, locamente enamorada, le siguió. Ambos huyendo del lugar de pertenencia, en busca de la tierra prometida. Mi padre, un hombre sin estudios pero inteligente, siempre tuvo ojo para los negocios. Estaba convencido de que con el tiempo llegaría el turismo. Y tenía razón, pero sus planes nunca se materializaron. Ya de adolescente le pregunté a mi madre el porqué, nunca a él. Creo que no quería hacerle daño, así que solo tengo la versión de ella. Me contó que era un hombre muy guapo, que tenía mucho éxito con las mujeres, que era un donjuán a quien le gustaban la fiesta, el alcohol y las drogas. Se desentendió de ella y de los negocios, y cuando se lo comieron las deudas abandonó su aventura costera. Regresó a Barcelona, y ella se quedó en el pueblo sin un duro y con dos hijos pequeños.

Tampoco sé cómo impactó mi llegada al mundo en sus vidas. No tengo ningún recuerdo de ellos juntos. Hoy me cuestiono por qué no pregunté más —¿tan poco quería saber?—. Me quedan algunas fotos de entonces, aunque no muchas. Solo aquellas que conseguimos recuperar después del naufragio familiar, después del boom. Fotografías que guardo en el último cajón del armario del olvido y en las que identifico a los personajes sin recuerdo alguno, ni siquiera de mí misma. Veo a Martita, pero no me reconozco en ella. Una niña con media melena, flequillo recto y cejas anchas que desafía a la cámara con una sonrisa ingenua. Estas imágenes también me muestran a Mario, mi hermano, que llegó un año y medio más tarde. Tampoco lo recuerdo. Si no me enseñaran las fotos, sería incapaz de describirlo. ¡Cómo es la jodida memoria! No recuerdo a qué jugábamos, ni cómo nos divertíamos, pero conservo recuerdos cristalinos de cómo nos peleábamos por sentarnos en el asiento delantero del Volkswagen de segunda mano de mi madre. Ella, cansada de tanta pataleta, decidió que los días pares me sentaría yo y los días impares mi hermano. Este recuerdo me dibuja una sonrisa.

Desde siempre, mi madre ha estado presente en mi memoria como la guionista y protagonista principal de mi vida. Mamá era mi voz. Pero son recuerdos teñidos de negro: ella siempre fue oscuridad ante mis ojos. Hoy en día sigo intentando recordar algo positivo, algo de luz, algo que pueda retratar en el papel… Pero no encuentro nada. Tan solo un inmenso vacío donde lamento mi culpa y su ausencia.

Tras la separación, vivíamos los tres juntos: mi hermano, mi madre y yo. Poco recuerdo de los diferentes apartamentos donde vivimos durante nuestra infancia, siete en total. Desconozco los motivos. Desde bien pequeña aprendí que todo era temporal. Tras perder sus negocios de hostelería, mi madre empezó a trabajar como señora de la limpieza por cuatro duros. Vivíamos al límite en lo económico. Recuerdo las neveras vacías, las bases de pizza en el congelador con las que muchas veces mi hermano y yo nos preparábamos la cena con tomate Solís, no siempre había queso rallado. Ella llegaba tarde y cansada. La recuerdo siempre trabajando, enfadada con nosotros, con todo y con nada. «Limpio la mierda de otros para que vosotros podáis comer, para que tengáis lo mejor, no me defraudes», solía decirme. Cuando evoco las cocinas de mi niñez, huelo la melaza de las tostadas que nos preparaba mi abuela paterna, sus torrijas, sus croquetas de jamón, de las que nunca tenía suficiente, sus empanadas gallegas, sus calamares en salsa, sus albóndigas, que, como decía ella, cocinaba haciendo «chup-chup» durante horas. Recuerdo pensar por qué mamá no nos cocinaba cosas con chup-chup.

Los manjares de la abuela eran toda una exquisitez al alcance de mi paladar en periodos vacacionales (navidades, verano, Semana Santa), cuando visitábamos a mi padre y al resto de su familia. Los Suria, emigrantes gallegos, residían todos en Barcelona. Muchas veces la abuela recorría con nosotros la hora de tren que separaba a ambas familias. Los Suria y los Vázquez compartían una estructura familiar parecida, dos hermanos y dos hermanas por cada lado, todos con descendencia, aunque solo los Suria conservaban a la abuela, la única de la primera generación que permanecía en pie. A mis ojos, desde bien pequeña, mis apellidos representaban la luz y la sombra.

Los Vázquez, emigrantes madrileños, afincados en el pueblo costero, siempre vivían con los números rojos acechando a la vuelta de la esquina, discutían, durante largos periodos no se hablaban, emocionales todoterreno, gritaban y se insultaban. Se culpaban unos a otros de su desdicha, la cual también los mantenía unidos, leales. Eran un todo y nada a la vez. Blanco y negro. Amor y odio. Víctimas y verdugos. No había término medio. Y en el centro de la batalla, nosotros. De ellos aprendimos, mi hermano también, a vivir en los límites emocionales demasiado pronto.

De los cuatro hermanos, mi madre se definió desde bien pequeña como la rebelde. Fue ella la que se marchó primero de la capital del país, huyendo de la tiranía de su padre y el ahogo de su madre; el resto, con el tiempo, la siguió a la costa catalana. Mi madre, la mujer que en los setenta conducía una moto, viajaba por Europa con su novio hippy y que durante un corto periodo trabajó como modelo en Barcelona. La rebelde con causa de los Vázquez, hasta que se cruzó con mi padre, se mudó al pueblo y luego llegamos nosotros, fin de su vida. Esas eran sus palabras cuando me hablaba de su juventud.

Aunque siempre oíamos hablar de la dureza de la infancia de mi madre y de los Vázquez, poco o nada sé de la de mi padre y los suyos. Los Suria representaban la familia perfecta, no se peleaban —al menos no delante de nosotros—, y en la mesa de la abuela siempre se compartían festines culinarios. Algunas veces, la hermana mayor de mi padre nos acogía en su casa cuando íbamos a Barcelona; nos decían que el piso de mi padre era demasiado pequeño para quedarnos con él. En aquel entonces, ella era la única que estaba casada y tenía dos hijos varones de la misma edad que nosotros. Desde siempre ellos representaron a mis primos y tíos barceloneses.

Mis primos tenían lo que nosotros no. Me acuerdo perfectamente de sus habitaciones repletas de juguetes y de Super Mario Bros. en la pantalla de su Nintendo; las comidas y cenas en familia, todos sentados en la mesa esperando a que mi tía nos sirviera sus canelones que, al igual que su madre, cocinaba con mucho chup-chup; los paseos por la tarde por Passeig de Gràcia, comiendo helado de vainilla con nueces de macadamia de Häagen-Dazs (una golosina demasiado cara para los que veníamos del pueblo); y las visitas de sus amigos por las tardes, acompañadas de cafés humeantes servidos en tazas de cerámica con bordes dorados. A casa de mi madre apenas llegaban visitas, y mucho menos amigos a jugar. Tardé poco en entender que para mis tíos barceloneses yo era la hija que nunca tuvieron y decidí cobijarme en ellos. Aun así, siempre me sentí inferior en su casa. De bien pequeña comprendí que existían diferentes clases sociales, y que solo mis buenas notas en el colegio y mis buenos modales me ponían a su altura. Estar a la altura. Costumbre que adopté y no solté durante años.

En Barcelona, apenas se hablaba de mi madre. Mario y yo guardábamos silencio, leales al lugar de pertenencia. Pasara lo que pasara.

Recuerdo las horas que pasábamos solos mientras nuestra madre trabajaba. Recuerdo esperarla en casa, quietos como estatuas, después de haber recogido bien y asegurarnos de que todo estaba en orden. Eso sí, después de una disputa feroz sobre quién fregaba los platos. Nunca se me dio bien el piedra, papel o tijera, así que al final lo hacía yo. La recibíamos sentados en el sofá, en silencio, con la esperanza de que llegara de buen humor, cosa que no pasaba a menudo. El mismo sofá del que ella, a veces, me echaba a patadas. Yo le molestaba. Le teníamos miedo, un miedo puro y punzante, nunca sabíamos cómo iba a reaccionar. Incapaces de prever qué gesto, qué palabra podía desencadenar su furia, la prudencia aconsejaba permanecer quietos.

Recuerdo el olor de sus ceniceros rebosantes de colillas consumidas, al lado del sofá rojo, aquel donde los fines de semana, después de comer y sin recoger la mesa, ella se tiraba a dormir su siesta. Mientras ella dormía, no podíamos hacer ningún ruido. Estaba prohibido cuando la Bestia descansaba. Esa era ella, la Bella y la Bestia. Cuando estaba de buenas, la Bella nos compraba regalos caros —como mis zapatillas de baloncesto de Michael Jordan—, o nos llevaba a cenar al McDonald’s, momentos que tanto mi hermano como yo estirábamos deliberadamente, con cuidado de no despertar su furia. La Bestia era la que trabajaba las horas que fueran para que no nos faltara de nada, la que tenía miedo a despertar. Como la tarde que, mientras ella dormía, yo me fascinaba con la bici voladora de E.T. (volar era mi poder favorito). Sentada a tan solo un palmo de la tele, intenté subir el volumen del televisor, apenas podía escuchar al extraterrestre sin teléfono. Todavía recuerdo mi movimiento sigiloso, lento, la respiración contenida, acercando mi brazo hacia su mano, el mando estaba entre sus dedos. Recuerdo arrodillarme en el suelo frío para estar más cerca, su respiración entrecortada. Recuerdo cómo intenté coger el mando con la punta de los dedos mientras apretaba los dientes para contener el ruido de mi respiración. Y también recuerdo el ¡pum! cuando se me resbaló y cayó al suelo. Petrificada, todavía de rodillas y con mi brazo medio tendido entre los suyos, fui incapaz de reaccionar. Recuerdo su aliento de colilla en mi boca, el grito, la bofetada, su «¡estúpida, no me dejas descansar!».

Hay momentos que todavía arden en mi memoria como el fuego sofocado de las brasas. Incluso cuando parece que ya se ha extinguido, quema. Como el día que traje a casa el resultado de mi examen de inglés: un 6,9 estampado con un rotulador fino, de color negro, dentro de un círculo perfectamente redondeado. Antes de llegar a casa, pensé en desdibujar el seis para que pareciera un ocho; sabía que se iba a enfadar, y mucho.

—Dime, ¿tan difícil era como para sacar una nota tan baja? —dijo—. ¿O es que eres tan tonta para no aprender otro idioma, eh?