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Prólogo

A Charles Augustin Sainte-Beuve, nacido en Boulogne-sur-Mer el 2 de nivoso del año xiii, es decir, el 23 de diciembre de 1804, lo más impresionante que le pasó en su vida fue el haber sido contemporáneo de Napoleón Bonaparte. Le ocurrió a él como a la mayoría de las personas que vivieron durante las primeras décadas del siglo xix, para quienes Napoleón fue un gran tema, casi el único, porque todo lo demás, lo humano y lo divino, se desprendieron de la aventura del emperador corso: la gloria y la derrota, todo lo acontecido entre el nacimiento y la muerte y más aún, la inmortalidad. Así lo vivió el crítico Sainte-Beuve y así lo sintieron novelistas franceses de mayor edad que él, Stendhal y Balzac, enamorado, el primero, del conquistador de Italia, convencido, el segundo, de no poder homenajearlo de mejor manera sino continuando con la pluma lo iniciado por la espada. Y no hablemos de Dumas y de Hugo, hijos de generales del imperio. La admiración, ese fondo común, la compartieron los republicanos (y después, los liberales y los socialistas), que acusaron al emperador de despotismo, como los legitimistas denunciantes del usurpador: Chateaubriand primero que nadie, quien fue “su mejor enemigo”. La otra cara de la moneda: la gigantomaquia del ogro devorador de conscriptos, dice Jean Tullard, no hace sino perpetuar su apoteosis.

No otra fue la experiencia, no se diga de Goethe o de Beethoven, sino de a quienes, como a Hazzlit (el primer estalinista occidental, acaso), les tocó admirar a Napoleón siendo ingleses, los grandes enemigos del emperador y quienes lo derrotaron, lo cual los hizo quizá más grandes que al vencido. Nunca se acaba de hablar de la leyenda napoleónica; es el gran mito moderno y uno de los últimos mitos solares, según se ha llegado a decir. Tuvieron que venir los horrores del siglo xx, de los cuales puede culparse remotamente a Napoleón por haber convertido a la guerra en una obligación general de los civiles, para que ese genio advenedizo se regresase a su botella, quieto al fin en los museos y en los monumentos. Tampoco es posible concluir ninguna reflexión sobre la Revolución francesa sin mencionar que Napoleón la traicionó. O que al traicionarla la llevó hasta sus últimas consecuencias.

A Sainte-Beuve, nacido en el extremo norte de Francia, en un puerto helado que era entonces temperamental y geológicamente inglés, le tocó atesorar uno o dos recuerdos napoleónicos desde su temprana infancia. Durante 1811, un año tranquilo aunque apesadumbrado por elucubraciones belicosas, Napoleón pasó revista a sus tropas en Boulogne-sur-mer, villa imperial y sede de una flota: entre los cientos que lo admiran está Charles Augustin, a sus siete años, vestido con su trajecito de húsar. No perdió detalle de nada y afirmó, en una carta escrita en su madurez a una amiga, que toda sus ideas de grandeza se remontaban a aquel día, desde el cual no había visto pasar nada notable, ni militar ni políticamente.1

Exageraba Sainte-Beuve, como es natural, pues ni siquiera estuvo entre los más napoleónicos de su generación, y el examen de sus pequeños cuadernos escritos a los 16 años lo delata más ambiguo ante la recién abatida águila imperial de lo que hubiera deseado recordar en su vejez como senador bonapartista del Segundo Imperio, dubitativo ante las injurias del tirano contra sus maestros (de Sainte-Beuve, se entiende), los Ideólogos.2 El año de su muerte, 1869, el crítico agregará a su reseña de 1836 sobre Napoleón, poema, de Edgar Quinet, que en aquellos años “nos emocionábamos tan poco con los recuerdos del Primer Imperio”, habiendo aceptado al Segundo, “no por entusiasmo, sino por sentido común”.3

La afición a la historia, la conciencia de haberla vivido, se recrudece con los años: con las mudanzas políticas y las ilusiones perdidas que cada una trae consigo, con los libros de historia leídos y releídos, gente memoriosa y política como Sainte-Beuve se vuelve historiófaga.4 Pero esas exageraciones sólo se las puede permitir quien haya podido ver, aunque fuese a lo lejos, a un Napoleón. La historia, a los ojos de algunos privilegiados, se materiliza en algo o alguien, con funestas consecuencias: también niño, a Shostakóvich le fue dado ver llegar a Lenin a la estación de Finlandia. George Steiner platica, en otro tenor, cómo su padre le ordenó subir las persianas durante una algarada antisemita, en París, en 1934, y a manera de vacuna le espetó: “No debes tener miedo nunca: lo que ves se llama historia”.5

En 1836, iniciando su madurez como crítico, Sainte-Beuve reseñará Napoléon, el aludido poema historiosófico de Quinet, preguntándose si son legibles esas “tentativas poéticas”, abundantes en aquella década, que él no sabe si llamar elegiacas o líricas o de plano “épicas, napoleónicas, sociales, saintsimonianas, humanitarias” que tienen a la historia y a sus héroes como motivo. ¿Es realmente Napoleón, se pregunta el crítico, un personaje de epopeya? Sí, responde, porque a diferencia del genio positivo y filosófico que entronizó a César y a Luis XIV, Napoleón ha pasado por el filtro de lo maravilloso, de lo popular y de lo “romántico” al grado de que es leyenda hasta entre los campesinos de la remota Noruega, quienes lo tienen por héroe de una saga, salido de una Edda. En Francia misma, cuenta Sainte-Beuve, cuando la Revolución de 1830 restauró la bandera tricolor, un marinero de Dunkerque que había salido de pesca durante los días suficientes como para perderse el cambio de régimen, al regresar y ver ondeando la escarapela azul, blanca y roja, le escucha decir a su esposa: “Te lo había yo dicho, Jean, que él no estaba muerto”.6

Sainte-Beuve desconfía naturalmente del Napoleón popular y romántico, cantado por Béranger, y el dibujado por Quinet, utopista y liberal, le parece nebuloso; tiene algo de un héroe hechizo, como Ossian, o de un arabesco personaje de Oriente llegado a través de los nibelungos. Por fuerza es poco literario ese Napoleón, un héroe feudal salido de las filas de la caballería, un conquistador de la Edad Media o aquel que hubiera querido comerse 20 años y liberar a los griegos después de la campaña de Italia, como especulaba madame Louise Swanton Belloc (Bonaparte et les Grecs) en 1826, según leemos en otra reseña primeriza de Sainte-Beuve aparecida en el Globe. Pero de ninguna manera es aceptable, para Sainte-Beuve, una biografía mal hecha, comercial en el peor sentido de la palabra, como la que Walter Scott le consagró al corso en 1827. Debió el famoso escocés escribir una novela histórica, dijo el joven crítico. En 1849, antes de la aparición en escena de Luis Napoleón, Sainte-Beuve se permite recordar la juventud del primer emperador en aquella isla semi-salvaje donde nació, mal aprendiendo el francés en la escuela del mal gusto, al reseñar las Campagnes d’Egypte et Syrie (1847), dictadas por el propio Napoleón, cuya palabra acabó, como él mismo, de conquistar el mundo, “alma fuerte y grande”, similar, como estilista, a Pascal y no a Luis XIV o al gran Federico. El César moderno, concluye el crítico, en Egipto fue un observador severo, como Volney y no como Champollion. Antes que como romántico, camino de Siria Napoleón se destacó como estudioso del Corán, historiador de las religiones comparadas. Y en su reseña de la retirada de Rusia, publicada un lundi 14 de enero de 1850, el héroe es el mariscal Ney y el culpable, ausente y por ausencia, es Napoleón.

La desconfianza hacia ese Napoleón mitológico por parte de Sainte-Beuve toma otro cariz gracias a los profesionalmente indiscretos hermanos Goncourt, quienes dijeron o inventaron que “Sainte-Beuve vio una vez al primer emperador; fue en Boulogne y él estaba orinando. –Es un poco en esa postura en la cual él ha visto y juzgado, después, a todos los grandes hombres”.7

El párrafo, gramaticalmente, podría pecar de ambigüedad, pero el sentido es clarísimo: es Napoleón quien orina y no Sainte-Beuve. Recuerda a aquel párrafo de Hegel, en la Fenomenología del espíritu (1807), sobre que no hay gran hombre para su valet de cámara… Pero degradado moralmente por los Goncourt, Sainte-Beuve aparece como el niño meón que desde esa posición, orinando, observará a partir de entonces a los grandes hombres, trivializándolos, lo cual sirve para mis propósitos.8 Descubierto orinando, Napoleón nos ofrece una imagen trastocada del poder absoluto que el joven Sainte-Beuve no evadió. La gloria y la derrota de Napoleón, en su relativa brevedad episódica, fue asunto de una misma generación: muchísimos de quienes participaron en su encumbramiento facilitaron su desgracia y lo vieron o lo dejaron caer. La le­yenda napoleónica tornó histórica una falibilidad que antes de él estaba reservada a los trágicos griegos. “Ya, en lo tocante a Napoleón”, nos dice Sainte-Beuve, “la admiración fértil de las generaciones siguientes sobrepasa los límites de todo lo que se había creído posible. Lo maravilloso se forma muy pronto y a la vista, por decirlo así, de esta estatua apenas levantada ayer. La leyenda por todas partes parece comenzar y echar raíces”.9

En su perfecta desgracia, el destierro en la isla de Santa Elena, Napoleón también se humanizó como le había ocurrido, pocos años antes, a la reina María Antonieta en la espera del cadalso. Sainte-Beuve tampoco fue insensible al tema y cuentan los Goncourt –que todo lo cuentan– que uno de los proyectos inconclusos del crítico fue una biografía de la reina guillotinada, de la cual dejó algún atisbo en varias de sus
reseñas.10

En fin, que el inmenso Napoleón fuese visto orinando por un niño acreditaba al siglo xix como el “siglo idiota”, según lo calificó alguien en cuya boca el vituperio se vuelve alabanza (Léon Daudet); es decir, como el siglo democrático, el siglo liberal, gracias al cual Sainte-Beuve y sus ponzoñosos amigos, los Goncourt, podían gozar y lamentarse de la igualación de los ciudadanos con los héroes. Para que ello ocurriese hubo de imponerse esa “literatura industrial”, abuela de los medios de comunicación masiva y de su hipóstasis informática, sobre la cual Sainte-Beuve disertó con alarma y engolosinamiento.

Haya visto o no orinando a Napoleón, el más humano de los héroes, Sainte-Beuve percibió el lado cómico del emperador; esto es, su origen no sólo en el gran género trágico sino en la comedia. En Erfurt, en el otoño de 1808, Napoleón quiso amenizar su cumbre con el zar Alejandro haciendo traer teatro clásico con la estrella Talma por delante, mandando representar tragedias (Cinna, Andrómaca, Mahoma, Edipo) pero no comedias: las creía incomprensibles para el público alemán. Entre quienes quedaron privados de Molière en esas veladas estuvo Goethe, invitado especial del emperador.

Más bien, agrega Sainte-Beuve al reseñar, en una nota no incluida en esta modesta selección, la Histoire du Consulat et de l´Empire, de Adolphe Thiers, en 1847, ¿no sería que Napoleón temía que la comedia, desenmascadora de la condición humana, lo desnudara?11 Ello se complementa con la conversación con Goethe, ocurrida el 8 de octubre, en la cual Napoleón duda de la pertinencia de las sombras con las que Tácito y Shakespeare ennegrecían la historia. No le gustaba al emperador tampoco, según le dice a Goethe, el trato como tema trágico que Voltaire le daba a Mahoma, otro conquistador del mundo. Algo de comedia, advierte Sainte-Beuve, debía agregársele a la historia. El héroe y el crítico orinan.

Christopher Domínguez Michael
Coyoacán, marzo de 2015


1 André Billy, Sainte-Beuve, i, Flammarion, 1952, p. 23. La carta a Hortense Allard es de 1845.

2 Marie-Louise Pailleron, Sainte-Beuve à seize ans, París, Le Divan, 1927, p. 32.

3 Sainte-Beuve, Portraits contemporains, edición de Michel Brix, París, pups, 2008, p. 667n.

4 Decía famosamente La Rochefoucauld que mucha gente jamás se hubiera enamorado de no haber oído hablar del amor. Lo mismo con la historia, obviamente: la educación hace los sentimientos.

5 George Steiner, Los logócratas, traducción de María Condor, México, fce/Siruela, 2007, p. 118.

6 SB, Portraits contemporains, op. cit., p. 66.

7 Goncourt, i, 1851-1865, p. 1129.

8 Dice André Billy, quien sigue siendo su biógrafo más detallista aunque su libro sea viejo por más de medio siglo, que quienes miraban así a los grandes hombres eran, más que Sainte-Beuve, los Goncourt. Pero eso no importa.

9 SB, Portraits contemporains, op. cit., p. 659.

10 Dicen los Goncourt (i, 955, 1092) que Sainte-Beuve se volvió más comprensivo con la reina en vistas de su senaduría y dejó de ser desagradable con la emperatriz.

11 Sainte-Beuve, Causeries du lundi, i, París, Garnier Frères, 1857, p. 151.

Nota sobre esta edición

Como en La Revolución francesa (2013), en este segundo Sainte-Beuve (Napoleón Bonaparte) para los Pequeños Grandes Ensayos de la unam, me limité a recoger unos pocos de los muchos textos que el padre de los críticos literarios dedicó al emperador, fijándome en aquellos que supongo son menos conocidos en español, lengua a la cual los virtió ese otro patriarca, en este caso de la traducción en México, que es Juan José Utrilla. Dada la magnificencia con la que Sainte-Beuve anotaba sus artículos yo sólo me limité a sobreponerles un título más seco que el original y a indicar la fuente de cada uno con un asterisco.

CDM