Prólogo




Jane Ellen Harrison reunió estos recuerdos de sus años de formación al terminar de instalarse en París en 1922, prometiéndose a sí misma nunca alejarse de esa ciudad a la que llegaba por su cuenta. Se diría que son páginas en las que apenas se propuso ampliar un tanto el rango de sus propias comprensiones y videncias, y en el camino encontró un puñado de imágenes más o menos perspicaces, hermosas, justas.

Ni los franceses ni lo francés simpatizaban a Harrison, pero en general lo eslavo y en particular Rusia, cuya lengua aprendió con Paul Boyer durante la Gran Guerra, sí que la hacían experimentar la vida multánime del lenguaje. Y en el París de la década de los veinte, a la hora en la que el arte decorativo francés se rendía a la influencia moscovita, Harrison conoció y trabó buena amistad con un gran número de exiliados rusos, como la arqueóloga Serafina Pavlovna Dovgello y su esposo el escritor Aleksey Mijailovich Remizov. Aunque en vez de prometerse o no a París –a pesar de haber dejado atrás la hora de prometer nada–, más bien lo que trató de hacer Harrison fue imaginar con gusto la idea de malgastar el resto de sus setenta y tantos años en almorzar en el Café de la Paix e incluso en atravesar nubes de Gauloises y café e impacientarse en la plaza de Saint-Michel, en asociar el aroma de París con los perfumes de sus mujeres y el castrol quemado de los motores. Ella era todo un personaje en el pequeño mundo de los estudios clásicos. Apenas, sin embargo, tuvo que ver con ese mundo suyo porque en París se dedicó a espigar sus recuerdos y a traducir del ruso al inglés la autobiografía del arcipreste Avvakum Petróv. A esta rareza del siglo xvii le añadió un prólogo su príncipe ruso, Dimitri Sviatopolk Mirsky, otro emigrado en el concurrido departamento de los Remizov en el número 24 de la avenida Mozart. Tal vez fuera posible que París extendiera su manto a fin de que ella volviera a oír a media calle la gritería de los corredores en la bolsa, o bien que encendiera un cigarrillo más enfrente de un cartel propagandístico de la Défense. Debió de creer que ahí permanecería, ahondando su conocimiento de las letras de la Vieja Rusia y su folclor. Y como las cosas rusas dominaban la imaginación y tareas de Harrison –la vida del arcipreste mencionado, el trabajo en una futura antología de leyendas, poemas y cuentos de osos–, parecerá hasta natural que anudara el hilo de estos recuerdos a una de las primeras evocaciones sonoras de su propia infancia: la voz Moscú.

Los pasos de Harrison entre las vitrinas sucias y frías del Museo del Trocadéro, o hasta su sombra sutil en el puente Mirabeau, evocan imágenes intensas y trianguladas de silencio bajo el discreto velo cosmético, la ropa de punto y los tacones bajos de otras presencias reales en esa Ciudad Luz. Gertrude Stein, por ejemplo, a quien conoció en septiembre de 1914 en el Newnham College y no en su piso de la rue Fleurus, o Margaret Anderson y Jean Heap, las editoras de The Little Review, o bien Adrienne Monnier y Sylvia Beach, al frente de sus librerías en la rue de l’Odéon y en la rue Dupuytren. Apenas se suele reparar en esta unanimidad femenina por la costumbre de atender a una o varias minorías activas de letrados y artistas, parisinos de nacimiento o de arrimo. Por las terrazas de sus cafés serpeaban con naturalidad modelos como las hermanas Tylia y Bronia Perlmutter, la deslumbrante Kiki de Montparnasse y Olga Koklova (“rusa fatal y monoplana”, según César Vallejo) junto con narradoras como Colette y Djuna Barnes e intérpretes como Damia y Eve Curie. Ahí mismo trabajaban numerosas pintoras como Marie Laurencin, Greta Knutson, Suzanne Valadon, Tamara Lempicka y Maria Lani, fotógrafas como Thora Dardel y Berenice Abbott, cantantes como Suzy Solidor, Josephine Baker y Mady Lequeux. La ciudad era asimismo de poetas como Anna de Noailles y Beatrice Hastings, de memorialistas como Gertrude Beasley y Janet Flanner (Gênet), de bai­larinas como Ludmila Pitoëff y Edith von Bonsdroff, de actrices como Yvonne George. Al residir entre ellas, Harrison gozaba el pleno dominio de sus estudios y reflexiones sobre la religión temprana de los pueblos clásicos, y era la autora de una trilogía esencial: Prolegomena to the Study of Greek Religion (1903), Themis (1912) y Epilegomena to the Study of Greek Religion (1921), en cuya conclusión se filtró un ensayo de enorme pertinencia para la creación artística contemporánea, Ancient Art and Ritual (1913). Después de vivir bajo el golpeteo sutil de una academia sólo atenta a sí misma,
o mejor dicho de un ámbito cerrado y refractario y con puntos de vista viejos, Harrison se insta-
ló en París así como así, junto con su enorme interés por la religión temprana entre los griegos, rodeada de las voces del arte nuevo: avión, horse power, cinema, afficher, ballet mecánico, jazz band, radiograma, revue nègre, telegrafía sin hilos. Este léxico a duras penas ocultaba la vuelta de artistas y escritores a ciertas formas antiguas. Era como si a Ulises le pidieran lle­var sus ruegos a los dioses, y a ella le debió de gustar.

Nada fue capaz de detener a Harrison en sus años formativos, y sus aportaciones más relevantes al conocimiento fueron, como apuntó Mirsky, “el descubrimiento del núcleo más antiguo de la religión griega, a partir de la capa ‘olímpica’ que Homero y Hesíodo colocaron después, y el análisis de los cimientos psicológicos del ritual-naturaleza”. Esto la puso en contacto con el pensamiento psicológico moderno, de donde libros como Themis y Epilegomena tienen una fuerte influencia de Bergson y Freud, lo que por otra parte la llevó al corazón mismo de las generaciones de la posguerra. La edad y su tiempo estimularon la curiosidad de Harrison, así que al trabajar en el manuscrito de Themis la religión primitiva se le había vuelto “un punto de partida para un estudio general del alma humana”.

Los recuerdos de Harrison, como sus mejores páginas, tienen un toque propio, al margen de cualquier inclín por lo convencional, como lo fueron sus años de estudio. Aquí se cuidó de no dejar fuera sino los desfiguros de la memoria, las palabras gastadas por la repetición, y al llegar al punto final tomó la decisión de regresar a Londres. Fue un invierno de una crudeza medieval el que se vivió en París entre 1925 y 1926, el Sena cubrió los muelles y las márgenes del río se colmaron de mirones que seguían al detalle el menester de los pescadores de ocasión. La nieve cayó tanto en Niza y Florencia como en París y Londres. Quienes debían estar en las mesas de Montecarlo permanecieron en París, entre lo más crudo y desnudo del Follies Bergère y el Moulin Rouge. Harrison, en Londres en ese momento, daba forma a su siguiente título, The Book of Bear. El último.



Antonio Saborit