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Índice

Colección

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Copyright

Este libro (y esta colección)

Agradecimientos

1. Antipasto, seguido por el primer plato. La cocina como ciencia, la ciencia como cocina: de Sócrates a la fusión fría

Antipasto: la mayonesa, la ciencia, las mujeres

La cocina como ciencia, o de cómo Liebig agitó a las amas de casa contra médicos y farmacéuticos

La ciencia como cocina, o de cómo una revolución en la geología se expuso al riesgo de que la confundiesen con una sopa

¿Fusión en frío o crema chantilly?

En la cocina la ciencia se vuelve “más humana” (y divertida)

De la ciencia à la carte a la ciencia take-away

2. Segundo plato. La ciencia del pollo

Morir por la ciencia: el pollo de Bacon

El pollo de los iluministas

Las gallinas y los niños primero

El pollo que Newton no comió

El pollo que alguien cena en vivo y en directo

Pollos metafóricos y pollos epistemológicos

Otros plumíferos

3. Bebidas aparte. Cerveza, vino, café, chocolate y… controversias a voluntad

La cerveza, la razón y el trabajo según Benjamin Franklin

Cerveza, bacterias y remolachas

Un sorbo de café y un trago de controversia

Té versus café, o motivos por los cuales los soberanos no deberían ocuparse de tests clínicos

¿Quién inventó el chocolate con leche? ¿Y quién inventó el agua caliente?

Agua helada, un poco de goma, Richard Feynman y la imprenta

4. Postres, seguidos del bajativo. Sabor de ciencia (y de sociedad): de Brillat-Savarin a la gastronomía molecular, pasando por la cocina futurista

La ciencia gastronómica según Brillat-Savarin

La ciencia en la cocina de Pellegrino Artusi, o de la importancia de las celebridades científicas

¡Abajo la pasta!

El nacimiento de la gastronomía molecular, o de cómo el encuentro entre una docente y un físico que soñaba un equivalente invernal del cono helado convocó a científicos y cocineros alrededor de la misma mesa

La cocina molecular

Bajativo

Referencias bibliográficas

colección

ciencia que ladra… Serie Mayor

Dirigida por Diego Golombek

Massimiano Bucchi

LA CIENCIA EN LA COCINA

De 1700 a nuestros días

Una historia de amor, recetas, descubrimientos accidentales, alcoholes, vanguardistas y bon vivants

Traducción de
Luciano Padilla López

Bucchi, Massimiano

© 2013, Ugo Guanda Editore. Gruppo Editoriale Mauri Spagnol

© 2016, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Este libro (y esta colección)

¿Cómo es posible que hoy sepamos más sobre la distribución de temperatura en la atmósfera de Venus que en el centro de un soufflé?

Nicholas Kurti

Benjamin Thompson, el conde de Rumford, fue uno de los grandes investigadores de la termodinámica, la ciencia que trata de entender los movimientos de la energía y el calor. Mientras reflexionaba, se la pasaba inventando artefactos prácticos como salvavidas para caballos o estufas con chimeneas revolucionarias. Pero buena parte de su ciencia la dedicó a la cocina, incluyendo el estudio de la temperatura en la superficie y en el interior de los alimentos, la ingeniería necesaria para preparar un buen café y la sopa Rumford, uno de los primeros intentos de nutrición científica, con cebada, arvejas, vinagre y papas como principales ingredientes.

Por su parte, Justus von Liebig, algo así como el padre de la química orgánica, inventó en cierta forma lo que hoy conocemos como nutrición. Además, fue un visionario que defendió los placeres y la importancia del caldo de carne, y hasta promovió el desarrollo de lo que más tarde sería la sopa en cubitos.

El asunto es que el conde, Liebig y varios otros que hicieron entrar a la ciencia en su cocina (y a la cocina en su laboratorio) no fueron ninguna excepción. Por el contrario, muchos de nuestros próceres científicos se preocuparon por la más bella de las artes, la gastronomía. Si la cocina nos hizo humanos −como afirma alguna teoría antropológica que propone que calentar los alimentos los vuelve más fácilmente digeribles y, por lo tanto, más energéticos−, también nos hizo científicos, curiosos, glotones, ávidos de pollos, pasteles y conocimiento.

Los protagonistas de algunos de los descubrimientos más maravillosos quizá queden siempre anónimos, como los primeros usuarios de ollas de cobre para batir claras, allá por el siglo XVII, o el pionero en el reemplazo de estómagos de oveja por una fina masa de harina y agua que, de la nada, inventó las tartas modernas. Otras creaciones, por el contrario, tienen origen cierto: nombres y apellidos famosos cuyo interés en los placeres de la mesa pueden llegar a sorprendernos. De estas delicias, y sobre todo de estos científicos con bien ganada fama, trata el presente libro: aquí estarán deleitándonos cocineros como Sócrates, Pasteur, Franklin o Feynman, dotados de pizarrones, cálculos, tubos de ensayo y, sobre todo, ganas de entender cómo funciona el universo, desde la fusión que ocurre en el interior de las estrellas hasta los cambios que se producen en un huevo frito o en una salsa bechamel.

Aunque quizá una de las estrellas de estas páginas no sea justamente un científico, sino, más humilde, uno de los animales cuya vida se ha repartido en partes iguales entre la ciencia y la mesa de todos los días y de todas las culturas: el pollo. Sí, un fantasma emplumado recorre los laboratorios: usado como modelo de conservación por frío por Francis Bacon (quien no vivió para degustar el resultado), vacunado por Luis Pasteur, filosófica y distraídamente olvidado por Newton, incluso sus huevos fueron incubados tecnológicamente por René Reaumur. Tal vez el pollo sintetice bastante de lo que la ciencia es capaz de hacer en la cocina: desde reconocer la composición de sus músculos (bien diferente en las partes que más se mueven, como alas y patas), hasta experimentar técnicas diversas de calentamiento, o ahondar en la química de colágenos y otras proteínas.

A diferencia de otros libros que han ladrado en esta colección dedicándose a las químicas, físicas y tecnologías de la comida, en este tesoro de páginas el gran divulgador italiano Massimiano Bucchi nos cuenta historias maravillosas sobre cómo muchos de los más destacados científicos se han ocupado de recetas y preparaciones a lo largo de los siglos, desde el comienzo del pensamiento racional hasta la aparición más reciente de lo que actualmente conocemos como gastronomía molecular.

El resultado es delicioso y, una vez más, nos recuerda cómo el mirar el mundo (o el horno) con ojos de científico no le quita belleza o magia, sino que, por el contrario, lo hace más interesante y divertido. Sean pollos, partículas subatómicas, cerebros o estufas, la ciencia que se interesa por ellos muchas veces nos pasa por al lado y no nos detenemos a disfrutarla, como este libro invita a hacer. Hoy comamos y leamos, entonces, que la mesa, y la ciencia, están servidas.

La Serie Mayor de Ciencia que ladra es, al igual que la Serie Clásica, una colección de divulgación científica escrita por científicos y amantes de la ciencia que creen que ya es hora de asomar la cabeza por fuera del laboratorio y contar las maravillas, grandezas y miserias de la profesión. Porque de eso se trata: de contar, de compartir un saber que, si sigue encerrado, puede volverse inútil. Esta nueva serie nos permite ofrecer textos más extensos y, en muchos casos, compartir la obra de autores extranjeros contemporáneos

Ciencia que ladra... no muerde, sólo da señales de que cabalga. Y si es Serie Mayor, ladra más fuerte.

Diego Golombek

Agradecimientos

A Gabriele Bucchi, Marco Cavalli, Serena Luzzi y Renato G. Mazzolini, por su atenta lectura y sus numerosas sugerencias. A Giuseppe Pellegrini y Barbara Saracino, por aportar comentarios a versiones preliminares de este texto.

A Alessia Bertagnolli, por su ayuda durante la revisión del texto y de la bibliografía. A Emanuela Minnai, por su paciente, constante y erudito aliento.

A Davide Cassi y Monica Cioli, por algunos datos importantes y por referencias bibliográficas acerca del capítulo 4. A Patricia Osseweijer y a los colegas del Departamento de Biotecnologías de la Universidad Técnica de Delft (Países Bajos), que me hospedó durante parte de las investigaciones para este libro.

A Mario Bagnara, Cecilia Magnabosco y a todo el personal de la Biblioteca Internazionale La Vigna y de la Wellcome Library por su disposición y su colaboración.

A los participantes de los seminarios de la Universidad Radboud de Nimega (Países Bajos) y de la Universidad de York (Canadá), donde presenté algunos de los temas aquí tratados. Las conversaciones con Carlo Cannella, que me gusta recordar, fueron ricas en estímulos para mi trabajo.

1. Antipasto, seguido por el primer plato

La cocina como ciencia, la ciencia como cocina: de Sócrates a la fusión fría

[Bacon] les preguntó cuánto querían por su pesca completa. Los pescadores pidieron cierta suma; pero su señoría no quiso pagar más de tanto. Sacaron las redes y no había más que dos o tres pescaditos: su señoría les dijo que les habría convenido aceptar su oferta. Ellos contestaron que habían confiado en lograr una pesca mejor. “Sin embargo”, dijo su señoría, “la esperanza es buen desayuno, pero mala cena”.

John Aubrey, Vidas breves

Antipasto: la mayonesa, la ciencia, las mujeres

Ciencia en la cocina sigue siendo, ahora en libro y en su versión castellana, el título de una columna que durante años presentó el programa científico más longevo y popular de la televisión italiana, SuperQuark.

La columna es una invitación para que el espectador descubra los procesos físicos y químicos que se producen en una cocina. El primer episodio se ocupa de las mayonesas. Comienza con una serie de entrevistas hechas en la calle, en mercados o en gimnasios: el objetivo es poner a prueba cuánto saben las personas acerca de esa preparación, qué ingredientes hacen falta y qué pasos es necesario seguir.

Las preguntas son breves y (muchas veces) fuera de lugar (“¿Usted cuántas veces al año la hace?”, pregunta en un caso el entrevistador a una chica que está concentrada en su rutina de gimnasia); pese a todo, en gran medida las respuestas revelan ignorancia o completa confusión. Un chofer de autobús habla de “fermentación”; en un mercado, un cliente menciona “perejil” y “harina”. Otros reconocen que ni siquiera recuerdan los ingredientes. Algunas preguntas se refieren a leyendas, como la influencia de las condiciones atmosféricas, de las fases lunares o incluso del ciclo menstrual en una mayonesa más o menos lograda.

Desde el estudio, el conductor Piero Angela comenta: “En definitiva, cada cual tiene su teoría, y nosotros tenemos la nuestra”. Pero antes de siquiera disponerse a explicar “la ciencia de la mayonesa”, Angela nos propone ser espectadores de una “cámara oculta”. La protagoniza un grupo de señoras, alumnas de un curso de cocina en casa de una cocinera experimentada. Las señoras intentan una y otra vez hacer una mayonesa; pero la mayonesa no se deja hacer, y a todas les pasa lo mismo: como decían las tías, la mayonesa “se corta”. Al final, se devela la cámara oculta, para gran alivio de las aspirantes a chef.

“Por nuestra parte, hicimos un truquito para que la mayonesa se corte”, prosigue el conductor; “pero antes que nada, veamos qué pasa cuando la mayonesa se hace normalmente”. Con ayuda de una filmación y una animación, el espectador se entera de que la mayonesa logra espesarse gracias a una sustancia, la lecitina, presente en la yema de huevo; así, el aceite se mezcla con el agua contenida en el limón. De hecho, la lecitina se dispone alrededor de las gotitas de aceite e impide que vuelvan a reunirse, ya que las amalgama con el agua. En el caso de la escuela de cocina, se engañó a las buenas señoras con un antiemulsionante agregado al aceite.

La columna Ciencia en la cocina no sólo es llamativa, sino que aporta profundas revelaciones acerca de una estrategia –y, mejor dicho, incluso de una ideología– de presentación pública de la ciencia.

La ciencia llegó a tener un gran protagonismo en las sociedades contemporáneas, y por eso constantemente cumple con su tarea de legitimar y reafirmar su propia importancia. Las estrategias más habituales de legitimación de la ciencia en el ámbito público son dos. La primera se relaciona con la utilidad: para justificar el lugar que ocupa, la ciencia apela a mencionar los beneficios previstos a partir de sus aplicaciones y repercusiones, sobre todo en el área tecnológica. La segunda enfatiza su importancia cultural: así, la ciencia se vuelve fuente de enriquecimiento cultural, placer estético y hasta entretenimiento. Esta es una tradición que remite a las muy exitosas conferencias públicas de la Royal Institution a comienzos del siglo XIX y también a las grandes ferias y exposiciones en que los más recientes desarrollos de la ciencia y de la tecnología dejaban boquiabiertos a los visitantes. Lo mismo pasa hoy cuando se nos muestran las imágenes más espectaculares obtenidas por la física de partículas o en observaciones astronómicas.

En la cocina, la ciencia entra en una variante de esta estrategia que prevé que sus métodos se vuelvan parte de la vida cotidiana. En vez de ofrecer una muestra de maravillas o de fenómenos fuera de lo común, la ciencia se desliza en las vivencias de todos los días explicándonos los mecanismos que rigen las filas para pagar en el supermercado, los secretos físico-matemáticos del fútbol o, precisamente, el motivo por el cual la mayonesa “se hace” o “se corta”.

Según esta estrategia, el conocimiento científico no se presenta como antítesis del sentido común, no intenta subvertirlo, como ya se volvió típico de algunas formas de divulgación científica, especialmente desde que en el siglo XX las revoluciones de la física causaron un enorme impacto público. “Superar la experiencia cotidiana” era una de las misiones de la ciencia según el físico Hermann Bondi (1962); por su parte, el filósofo Gaston Bachelard decía que el desarrollo de las ciencias estaba marcado por una gradual discontinuidad y una toma de distancia respecto del sentido común y de la experiencia de todos los días (1938).

Al contrario, en este aspecto la ciencia va a la par del sentido común, siempre lista para darle una mano y elevarlo, echando luz sobre el significado de prácticas consolidadas. A fin de cuentas, como observa Piero Angela al comienzo de la columna, “a su manera, los cocineros son inventores de reacciones químicas”. Y esa es una estrategia retórica más ingeniosa. No se contradice el sentido común, sino que se lo ridiculiza y se lo rebaja a un despliegue de aparatos y rituales inconscientes que lindan con la magia, para el cual sólo el observador externo, científico, tiene una explicación satisfactoria. Esas personas entrevistadas en la calle son una muestra que representa (casi al pie de la letra) el sentido común (“el hombre de la calle” o “el hombre de a pie”). Muchas veces se les hacen preguntas deliberadamente incompletas y desorientadoras para así dejar en evidencia la ingenuidad. ¡Y qué divertidas, naïves y, en última instancia, patéticas nos parecen esas señoronas del curso de cocina, tan fáciles de engañar con un simple truco de química!

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Un laboratorio en la cocina, propuesta de <www.clementoni.it>. La invitación es a unir “ciencia y juego” para “descubrir la ciencia en los alimentos”, con “utensilios auténticos e ingredientes naturales para experimentar las reacciones que se producen en la cocina”. Además, ofrece “un valioso recetario para actividades golosas”.

De ese modo, la ciencia amplía su soberanía y sus modalidades de análisis a sectores de la vida y de la práctica, como la cocina y el cuidado del hogar, donde tradicionalmente el sentido común llevaba la voz cantante, acompañando al hombre de a pie en esta nueva conciencia con un dejo hasta paternalista. Daría la sensación de que ese hombre fuera un salvaje que por fin dejase atrás la superstición.

Hoy en día, aprovechar la cocina y sus secretos para presentar y divulgar la ciencia es algo que se volvió muy habitual. Libros de divulgación, instalaciones en los science centres, programas de televisión y de radio, juegos para niños invitan a descubrir estos secretos, proponen “recetas para divertirse con la ciencia”, “recetas-experimento para aprender ciencia y nutrición” e incluso “laboratorios epicúreos en que explorar la ciencia de preparar los alimentos”.[1]

Pero a esta altura del partido, ya todos sabemos que la presentación de la cocina como ciencia no es cosa nueva, sino todo lo contrario.

1 Apenas a modo de ejemplo, Susan Strand Noad, Recipes for Science Fun, Nueva York, Watts, 1979; Julia B. Waxter, The Science Cookbook: Experiment-recipes that Teach Science and Nutrition, Belmont, Fearon, 1981; Tina L. Seeling,The Epicurean Laboratory: Exploring the Science of Cooking, Nueva York, Freeman–Scientific American, 1991, e Incredible Edible Science, Nueva York, Freeman–Scientific American, 1994; también Peter Barham, The Science of Cooking, Berlín, Springer, 2001, trad. it.: La Scienza in cucina, Turín, Bollati Boringhieri, 2007; Robert L. Wolke, What Einstein Told his Cook, Nueva York, Norton, 2002, trad. it.: Einstein al suo cuoco la raccontava così, Milán, Feltrinelli, 2010; E. Giusti, La matematica in cucina, Turín, Bollati Boringhieri, 2004. Muchos textos proponen actividades para los niños, como K. Woodward y R. Heddle, Science in the Kitchen, Londres, EDC, 1992. Más orientado hacia el análisis científico, llegó a ser una referencia clásica Harold McGee, On Food and Cooking, The Science and Lore of the Kitchen, Nueva York, Scribner, 1984, trad. it.: Il cibo e la cucina. Scienza e cultura degli alimenti, Padua, Franco Muzzio, 1989. El popular programa semanal de radio emitido por la BBC The Naked Scientists, conducido por un grupo de físicos de Cambridge, tiene una generosa sección (también en internet) que se ocupa de experimentos científicos en la cocina <www.thenakedscientists.com/html/content/kitchenscience>. En Italia, la columna “Pentole e Provette” del químico Dario Bressanini se publica todos los meses en Le Scienze y en el blog del autor; el sitio web del programa de divulgación científica Moebius, conducido por Federico Pedrocchi en Radio 24, sostiene un blog sobre cocina científica que muchas veces incluye aportes del físico y experto en cocina molecular Davide Cassi (véase además el capítulo 4 de este mismo libro).