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Portada

Copyright

Dedicatoria

Epígrafe

Introducción. Una sensibilidad libertaria para el activismo contemporáneo

1. Anarquistas en la Argentina (1880-1930)

Inmigrantes, políglotas y con ideas avanzadas

“Borrachos de tinta”. El concierto de la prensa anarquista

“Queremos emanciparos”. El llamado a las mujeres

Operaciones para pensar la opresión de las mujeres: suma, multiplicación y diferencia

Un juego de palabras: el feminismo del contrafeminismo anarquista

2. Otra voz en el concierto social

La Voz de la Mujer (Buenos Aires, 1896-1897)

El ejercicio de la recitación: “Feroces de lengua y pluma”

Cuando recitar es decir lo nuevo

3. Utopías amorosas

Anarquismos y utopías

Un episodio de amor a la italiana en Brasil53

¿Unión libre o amor libérrimo?

“¡Progresa la sodomía!”

4. Donde se lee La Protesta, arde todo

“Interviews” voluptuosos, un manual de pornografía

“Cataplum”, una “nota discordante” en el concierto

Consideraciones sobre el amor (futuro)

La naturaleza, “tutora de las pasiones”

5. Amor y revolución en primera persona

Anita Lagouardette y Francisco Denambride. Lo personal es político

Delia Segovia: “¿A dónde irás que la rechifla no te siga?”

Juana Rouco. Hijos e hijas del amor

América Scarfó y Severino di Giovanni. La consulta sentimental

6. Una tribuna propia

Mujeres en la brecha de los años veinte

Nuestra Tribuna (Necochea - Tandil - Buenos Aires, 1922-1925)

La libertad sexual de las mujeres. Deseo y temor

Camaradas con distinción de sexos. Ecos de viejas polémicas

Notas

Fuentes primarias

Laura Fernández Cordero

AMOR Y ANARQUISMO

Experiencias pioneras que pensaron y ejercieron la libertad sexual

Colección
Hacer historia

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Fernández Cordero, Laura

© 2017, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

A María del Carmen Cordero y a la memoria de Carlos Fernández

La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra (de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma).

Roland Barthes, El placer del texto

Introducción

Una sensibilidad libertaria para el activismo contemporáneo

Sobre los espacios en blanco de un libro guardado en una vieja biblioteca anarquista, alguien dibujó en lápiz un carro que estalla en pedazos, una muchedumbre en movimiento y un hombre vestido con harapos, armado con una bomba encendida. El anarquismo suele convocar ese tipo de imágenes, de estallido o de explosión. Sin embargo, con apenas una primera exploración del mundo libertario surgen otras imágenes acaso tan potentes e incendiarias: su pretensión de revolucionar las formas de amar y las relaciones entre los sexos. Fiel a su vocación de discutir todas las formas de autoridad, el anarquismo debatía al mismo tiempo sobre el amor libre y la huelga general, sobre la emancipación de la mujer y la lucha de clases, sobre las vicisitudes de un atentado y la destrucción del matrimonio burgués. Esos debates, que se dieron en la prensa anarquista argentina entre 1880 y 1930, fueron durante años el material a partir del cual escribí mi tesis de doctorado.[1] Ahora forman parte de este libro, que busca ir más allá de las lecturas académicas y acompañar los candentes debates actuales en torno a los derechos de las mujeres, la identidad de género, las sexualidades y las diversas formas de familia. ¿Por qué leer hoy aquellos viejos debates anarquistas? ¿Qué pueden decirnos después de un siglo de crítica y deconstrucción de los supuestos centrales de la modernidad? Con sus ideas heredadas del Iluminismo e hijas díscolas de la Revolución Francesa, ¿no habría que dejar atrás su prédica ingenua e intransigente? ¿O apenas recordarlos como un capítulo chispeante en la historia política local?

El anarquismo dejó en evidencia la politicidad del sexo antes de los escozores que provocó Sigmund Freud, antes de los ensayos soviéticos, antes de la libertad erótica sesentista, antes de la quema de corpiños, antes de que se escribiera la historia de la sexualidad misma. Se sumó muy temprano a la tematización de la emancipación de las mujeres y el amor libre, y discutió esas ideas como ninguna otra expresión de izquierda: con mayor intensidad y con la convicción de que la emancipación humana no sería nada sin la emancipación sexual. Quienes eran anarquistas fueron capaces de percibir el compromiso de la diferencia entre los sexos en la disposición de las jerarquías sociales y denunciaron la subordinación de la mujer como otras tantas injusticias. En esos años, mientras la medicina local apenas se disponía a observar y clasificar el comportamiento sexual –en consonancia con la prolífica sexología europea–, el anarquismo ya editaba folletos y organizaba conferencias sobre el tema. Sin eufemismos, un aviso en el periódico La Protesta Humana anunciaba, entre otras iniciativas públicas, una conferencia titulada “Las relaciones sexuales”… en 1897. Las voces que asumían que esta temática merecía ser debatida tuvieron como escenario lo que llamaban “el concierto de la prensa anarquista” o “el campo de la propaganda”: un conjunto denso y heterogéneo de periódicos, revistas, folletos, hojas sueltas y libros. En esta investigación, procuré reponer los debates que se daban de manera simultánea en varios soportes, pero presté más atención a los periódicos por sobre otros materiales, como las revistas, dada su capacidad para contener mayor diversidad de emisores y un nivel de polémica mucho más alto.

Al tiempo que destinaba sus afanes a una batalla contra el capitalismo en general, contra el Estado en todas sus expresiones y contra el clero, el anarquismo se caracterizó por denunciar la institución del matrimonio civil y religioso. Consideraba hipócrita la unión de un hombre y una mujer por conveniencia económica. Al contrario, proponía el amor libre, que, en su versión más sencilla, suponía un lazo por afecto y afinidad mutua. Ese tipo de relación exigía la emancipación de la mujer, tópico infaltable en su ideario.

Si bien en la escena local coincidieron con librepensadores, feministas y socialistas que, en distintas versiones, apuntaban contra el mundo afectivo establecido, los debates entre varones y mujeres anarquistas fueron los más tempranos y los más radicales. Por eso, este libro elige profundizar en esos episodios en lugar de hacer un ejercicio comparativo con otras expresiones políticas del momento o con anarquismos de otras zonas geográficas. Un contexto muy dinámico, de gran intercambio cultural e idiomático y con los aires de renovación que supone un nuevo mundo, dio lugar a un anarquismo que, sin ser por completo original, desarrolló una intensidad particular. Aquí, afrontaron la necesidad de pensar la subjetividad revolucionaria que los definiría, y ese desafío surgió no tanto del cuerpo doctrinario, ni de los discursos canónicos, sino de las polémicas que –por medio de la prensa periódica– provocaron el despliegue de inquietantes cuestionamientos: ¿el mejor de los oradores es también un padre? En la fábrica, ¿una joven es obrera o mercancía? ¿Amar es poseer? ¿Las mujeres desean como los hombres? ¿Las mujeres desean? ¿A quién pertenecen los niños y las niñas de los amores libres? ¿Cómo se organizan colectivamente las relaciones íntimas?

Leer en el presente aquellos debates permite que nos acerquemos a un momento en la historia de las izquierdas y los movimientos radicales en que la sexualidad no se fusionaba con las lógicas del derecho; un momento en que “ciudadanía sexual” se oiría como una aberración, y, sobre todo, uno en que se sostenía que la emancipación humana no sería tal sin la emancipación sexual.

Los obstáculos que el anarquismo encontró al optar por ese camino son, también, muy significativos. Hubo quienes confiaron a ciegas en una idea de liberación absoluta, en la bondad de la naturaleza, en el poder benéfico de la racionalidad. Hubo quienes creyeron que para combatir la autoridad bastaba con denunciarla y resistirla. Les resultó muy difícil desoír el imperativo heterosexual e imposible pensar identidades por fuera de la dicotomía hombre-mujer. Plantearon un combate personal y colectivo que obligaba a reinventar los lazos con amantes, amigos, compañeras, padres. Anunciaron que aun lo íntimo merecía su rebelión y descubrieron lo que significaba llevar la revolución sexual a la casa familiar. No sin temor, vislumbraron que podía gestarse una sociedad futura, y que, a veces por un instante, ya se hacía presente trastocándolo todo.

Quienes participan en una aventura como esta asumen el desafío de repensarse, de aprender que los poderes no son entidades exteriores y sí demonios con los que se lidia día a día, en primera persona. Esos poderes se extienden al elegir un nombre, por esa razón quienes formaban parte del anarquismo inventaron otros modos de llamarse y de llamar a sus hijos: Universindo, Acracia o Fructuoso. Y esos poderes se enseñorean no sólo en los tronos, sino en la familia (esa trampa amorosa) y en su rincón funesto: el hogar. Habitan en la tibieza de la intimidad, volviéndola un espacio de mentirosa reserva. Por tanto, el llamado a emancipar a la Humanidad (siempre con mayúscula inicial) no puede agotarse en el odio al Estado y a todas sus aparatologías civiles o militares, ni siquiera en la denuncia de la esclavitud a la que nos somete el capitalismo en su conjunto. En cambio –y esto es lo que todavía nos interpela–, señala que es necesaria una revolución en la vida cotidiana, en las relaciones afectivas y sexuales.

Dichos términos, como se sabe, fueron trastocados por las filosofías, las teorías políticas, los marxismos, los psicoanálisis y los feminismos del siglo XX. Sin adentrarnos en esas disquisiciones, consideremos una premisa anarquista por excelencia: esa revolución excede la lógica del derecho y el Estado. Debe buscar la destrucción de esas instancias y no creer en la integración, la protección, el buen nombre que prometen darnos. El anarquismo lo repitió una y otra vez, de muchos modos. Se nota en quienes recriminaron a las feministas su creencia en esa igualdad ilusoria y sus ansias por sumarse a la mentira de los códigos civiles y la farsa electoral. O dispararon contra algunos de sus representantes bombas mortíferas y palabras letales. O gritaron que hay que resistir las supuestas bondades de algunos gobiernos porque está allí siempre la calamidad estatal. Fueron perseguidos, deportados, asesinados, fusilados; algunos con estruendo, otros en el silencio atronador que surca la historia del Estado argentino cuando mata y desaparece. (Reparemos en el género gramatical de la frase anterior. La escritura androcéntrica de la historia insiste en borrarlas a “ellas”, también anarquistas. ¿Debería, entonces, escribir “perseguidos y perseguidas”, “deportados y deportadas”, “desaparecidas y desaparecidos”? ¿Debería recurrir a otros signos o marcas? Hay en la escritura del libro un esfuerzo, contra los remilgos de las regias academias, por utilizar creativamente los recursos de que ya dispone nuestro idioma: adjetivos sin género evidente, artículos repetidos, pronombres intercambiados, voces que escapan a los binarismos y sintaxis algo heterodoxas. Esto no siempre se cumple, y no será una solución del todo satisfactoria; sin embargo, señala con su ineficacia que la falla persiste.)

Durante los años en que estos debates proliferaron, el anarquismo fue una presencia que agitó el mundo. Sus representantes viajaron, migraron, giraron con su verdad a cuestas en un intento por unir lo que los límites políticos separan: la gran masa oprimida. De biografías errantes por persecución o por vocación, ejercieron un internacionalismo a ultranza. En un mundo que se globalizaba bajos sus pies, aprovecharon las conexiones marítimas, telegráficas, epistolares. Cargaron periódicos, folletos y hasta máquinas para imprimir sus ideas. Creyeron que leer y escribir era una tarea urgente y liberadora y que anarquistas se hacían al contacto fugaz de las letras de un periódico. O desde el oído, apenas al exponerse al voceo de un orador ardiente. La palabra crea anarquistas. La lectura ilumina y, de inmediato, provoca la necesidad de decir la idea, de hacer que circule, de ponerla en acto. Algo de todo esto supieron resguardar, a lo largo del siglo XX, quienes continuaron la senda libertaria. Es lo que, todavía hoy, escuchan quienes se reúnen bajo sus banderas y con sus nombres, no tanto para encolumnarse como para encontrar una práctica compartida de transformación de sí y del mundo.

Este libro querría participar en la recreación colectiva de esa sensibilidad anarquista para el activismo contemporáneo, para esas luchas que cambian de nombre al son de fragorosas discusiones: sociosexuales, disidentes, sexopolíticas, diversas, sexogenéricas, antipatriarcales, posfeministas. Sería impropio, por definición, dictar esa sensibilidad, pero podemos delinearla en algunos de sus principales sentidos; sentidos que se cultivan a diario en múltiples agrupaciones, afinidades, encuentros espontáneos y movimientos sociales. Se trata, en principio, de rescatar la historia del anarquismo y de las izquierdas en general como un recurso vivo porque existe –sobre todo en los márgenes de una tradición que sin pausa se intenta dar por acabada– una gran cantera de textos, biografías, experiencias y debates para recuperar desde una urgente pregunta presente. El contacto con esa historia, siempre en clave crítica, fortalece la más innovadora de las imaginaciones políticas actuales y contrarresta el efecto de soledad autocomplaciente de quien se siente pura vanguardia.[2]

Por supuesto, esta sensibilidad supone una certeza inapelable: el Estado no es un punto de llegada, no es siquiera cuna de una hegemonía aceptable y hasta habría que escribirlo con minúscula inicial. Así, el estado es siempre represivo, fuente de confusión para quienes tienen otro horizonte, el de una emancipación social completa que revolucione los medios de producción de la economía y de los cuerpos. Todas las batallas que se resuelven en una instancia estatal son un alerta para la sensibilidad libertaria, que siempre notará el precario amparo de un derecho otorgado por las leyes del capitalismo. Llamará a rechazar también la jerarquización de luchas y la clásica postergación de la revolución de las estéticas, los cuerpos, los sexos y los placeres.[3]

A la estrategia del lobby parlamentario y el oportunismo oficialista se oponen las fuerzas de la autogestión y las formas de trabajo que buscan la regulación propia y la creación de nuevas reglas, aun a riesgo de que la autonomía revele la imposibilidad de su promesa: ser por completo libre de los poderes de turno y, también, de la cercanía vital de los demás. Al contrario, la palabra ajena (esto es, de los otros) y la polifonía que habita en la palabra misma conspiran contra nuestra fantasía individual y soberana. Son fundamentales para una sensibilidad compartida, advertencia ante la tentación de la voz única y de los catecismos, llamado a dudar de las citas autoritarias y de los grandes nombres autorizados, invitación a tomar la palabra desmañada (de ortografía reprobable, con neologismos todavía fuera de los diccionarios, creativa ante el corsé de género de la lengua) y, ante todo, un convite para celebrar toda la potencia de la imaginación afectiva y sexual.

El género (gramatical) de la humanidad

Por supuesto, la emancipación de la mujer no es una idea exclusiva del anarquismo, pero siempre fue central en su ideario. Los anarquistas procuraban llevar a la práctica esa premisa y compartir la brecha con compañeras libres de las ataduras tradicionales. Al mismo tiempo, consideraban un error buscar cualquier inclusión en el régimen del derecho y la lógica electoral, y propugnaban la lucha conjunta contra esas instituciones que no hacían más que enmascarar la aberración del capitalismo.

Si bien existen historias del anarquismo local desde que las comenzaron a escribir los propios militantes, debemos la visibilización de este aspecto del movimiento libertario a algunas autoras comprometidas con el feminismo en los años ochenta, cuyos trabajos retoma este libro, entre otras: Maxine Molyneux, María del Carmen Feijoó, Mabel Bellucci y Dora Barrancos. Hasta entonces, los historiadores no dejaban de señalar la presencia femenina y algunos hitos de su participación, pero el aporte determinante de esas autoras fue propiciar la reedición de dos publicaciones excepcionales escritas y dirigidas por las anarquistas: La Voz de la Mujer (1896-1897) y Nuestra Tribuna (1922-1925).[4] A riesgo de que futuros descubrimientos desmientan esta apreciación, es posible afirmar que en el contexto local se produjeron los dos periódicos de mayor alcance y duración escritos por mujeres anarquistas entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX.

Si bien, como en el resto de los países, ellas tenían cierta presencia en la prensa “general”, sus propias publicaciones demuestran cuáles eran sus prioridades, a qué lecturas remitían para sostener sus argumentaciones y cómo impactaba el ideario en su vida cotidiana; además, y sobre todo, son una fuente indispensable para reconstruir parte del diálogo que sostuvieron con sus compañeros. En la prensa anarquista, la estrategia más recurrente para dirimir la “cuestión de la mujer” –un tema candente en la época– era convocarlas como compañeras de lucha. Esa operación de suma partió de los varones anarquistas, quienes dinamizaron propuestas concretas de llamado a las mujeres. Al mismo tiempo, se afirmaba que sobre ellas pesaba una suerte de multiplicación de opresiones, ya que las “esclavas del esclavo”, en tanto “objetos de placer”, sufrían el asedio del patrón, de los curas y hasta de maridos infames. Oprimidas económica, política y sexualmente, su presencia era requerida con urgencia para batallar contra los enemigos comunes.

En la actualidad, gracias a una relativa notoriedad alimentada por notas y películas, suele esperarse de las mujeres anarquistas alocuciones de heroínas, un aporte sustancial al relato de la historia, una diferencia inspiradora. Esas son algunas de las tantas expectativas que tal vez este libro traicione porque, si bien ellas fueron excepcionales y valerosas, creo que el aporte anarquista cuya actualización promete revelarnos algo no reside tanto en el monólogo femenino como en el diálogo y la polémica. Es más, está en el debate entre discursos masculinos y femeninos, con géneros a veces simulados, en el cual no siempre las mujeres llevan la voz disruptiva y los varones victimizan, sino que, en ocasiones, ellas llaman a conservar lo conocido y ellos adoptan la posición más libertaria. A la vez, suele suceder que quienes escriben “como mujer” son hombres que eligen esa voz para incluir un punto de vista que consideran importante o para acotarlo, mientras que firmas masculinas pueden esconder a escritoras que acaso nunca lleguemos a conocer.

El anarquismo, como dijimos, pensaba una Humanidad con mayúsculas, un conjunto universal llamado a la emancipación. En el camino compartido descubrieron que convocar a las mujeres, como de un par de siglos a esta parte hicieron otras expresiones políticas, no era una acción sin consecuencias en el conjunto. El diálogo entre “los sexos” se daba en “el campo de la propaganda”, esto es, en un espacio de debate público donde se practicaba un ejercicio fundamental para la identidad anarquista, la difusión de “la idea”. Una vez en contacto con el ideario, cualquiera podía intentar despertar a otras personas de su sueño esclavizante y, por eso, quienes tomaban la palabra procuraban perorar sobre la realidad en sentido libertario, hablar en una asamblea, debatir los más diversos temas y, si tenían herramientas, escribir en la prensa. Esas prácticas que sintetizo como recitación de la doctrina formaban parte del ser anarquista y creaban, con su repetición, nuevas adhesiones. De esta manera, la doctrina no era una letra lejana o muerta sino una palabra viva, re-citada, vuelta a citar y, así, revitalizada y abierta a la posibilidad de que en cada repetición surgiera un nuevo sentido, una inflexión inusual, un desplazamiento significativo de las nociones hegemónicas.[5]

Este ejercicio de recitación tuvo consecuencias novedosas sobre el papel que la doctrina reservaba a la mujer y sobre la estrategia de la suma para incorporarlas a la lucha. Cuando ellas respondieron al llamado, más que aportar una idea “original”, radicalizaron una posibilidad: la idea también se declina en femenino. Ahora hablamos de género, pero gramatical. Ellas vinieron a decir, en primera persona, “soy la oprimida”, y con esa sola frase anunciaron algo inesperado: la oprimida habla. Sentencia nada menor, que pone en evidencia que los anarquistas son varones y que, por primera vez, su ser anarquista no los libera de ese papel infamante, el de opresores. Así, cuando ellas pusieron en palabras la emancipación, la Humanidad dejó de ser una deseada comunidad de iguales para evidenciar su quiebre constitutivo: la diferencia sexual. Los dos sexos, decían entonces: el de siempre y el bello, el sexo ya no débil. Ese cambio de registro acentuó la inestabilidad que habitaba la doctrina, es decir, la incomodidad de esa voz para incluirse en la humanidad tal como estaba formulada. Todo esto por una enunciación femenina. Sin embargo, la incomodidad no fue exclusiva del anarquismo: los feminismos posteriores tradujeron esa problemática en banderas y nuevas conceptualizaciones; al hacerlo, demostraron que ese síntoma fundaba el pensamiento occidental.

Es mérito del anarquismo clásico, entonces, haber empujado las concepciones de libertad y emancipación hasta un extremo que aquejaba el núcleo mismo de la política. De la política en un sentido tan amplio que podría ser aceptado en esa clave de lectura: no ya en el del derecho y la representación, sino en el de la producción colectiva de un nuevo orden social. En sus disputas por construir el “nosotros, los anarquistas” que sería capaz de comenzar la transformación revolucionaria, descubrieron –casi sin palabras para explicarlo– que la diferencia sexual surcaba ese colectivo y la humanidad toda. Que los feminismos le hayan puesto nombre no significa que el efecto esté conjurado; la cuestión insiste en las más diversas expresiones políticas y sociales.

Anarquismo y sexualidad

En comparación con otros discursos de la época (católicos, liberales, librepensadores, socialistas, feministas, criminológicos) que pululaban en el Río de la Plata y sus alrededores sobre la emancipación de la mujer, las relaciones afectivas y la sexualidad, la prensa libertaria se distinguió por su radicalidad. Como ya señalé, la fórmula que sintetizaba su propuesta era el amor libre, una relación que, en sentido amplio, suponía un encuentro consensuado sin sanción civil ni religiosa, cuyos límites siempre estuvieron en discusión. Quienes optaban por la moderación abogaban por la unión libre, una suerte de monogamia heterosexual sucesiva: la pareja decidía su comienzo y su final sin mayores convencionalismos. En el otro extremo hubo quienes bregaron por el amor múltiple o contemporáneo, relaciones en las cuales participaban más de dos amantes. Sin embargo, aun en las versiones más libres, la homosexualidad se presentaba como un límite temido y conjurado.

El tópico menos discutido fue el de la maternidad.[6] Si bien procuraban separar el placer sexual del mandato de la procreación, el omnipresente discurso maternalista se veía vehiculizado y reforzado tanto por los varones como por las mujeres. En el ideario anarquista, las mujeres son siempre madres luchadoras, madres abnegadas o madres potenciales. Incluso las madres asesinas, las infanticidas, son redimidas como víctimas, de tan impensable que resulta la maldad femenina hacia la prole. Según concluían los autores, el mal no puede encarnar en una madre; sólo en casos extremos, la mujer asesina a sus descendientes o debe abandonarlos acicateada por el hambre o la deshonra. Similar imaginario actúa sobre el aborto: la mujer que aborta es madre aunque se deshaga de su “hijo”.

La más firme defensa de la maternidad coexistía con la difusión de métodos para el control de la concepción que, desde principios de siglo, el anarquismo hacía en la prensa, cuando ni en el discurso médico ni en el feminismo se ocupaban de ello de manera pública. No había una buena opinión sobre el método más popular en ese entonces (el coitus interruptus) y el intento era complementarlo con una batería de dispositivos mecánicos y químicos que prometían el acceso a una “maternidad consciente”. Las redactoras de La Voz de la Mujer no dan mayores indicios al respecto, mientras que las de Nuestra Tribuna recomiendan la lectura de varios folletos provenientes de la corriente neomaltusiana.

Así, la mayoría de los discursos a propósito del control de la natalidad no estaba relacionada con la libre disposición de las mujeres sobre sus propios cuerpos, sino con el fin social de limitar los nacimientos, según predicaba aquella corriente. La propuesta permitía separar la sexualidad de la procreación e invitaba a disfrutar sin tantas preocupaciones de las “alegrías del coito”, pero no hay indicios firmes de que las mujeres explotaran ese tipo de lectura. Por el contrario, ellas produjeron gran cantidad de discursos orientados a sacralizar la maternidad como una misión que las definía y las impulsaba a la acción. Las redactoras de La Voz de la Mujer honraban esas vivencias al invocar el hambre de sus hijos como causa de su decisión de sumarse a la lucha contra el capitalismo; por su parte, cuando el quincenario Nuestra Tribuna llegaba a su fin, Teresa Maccheroni, una activa colaboradora cercana a Juana Rouco, proponía publicar “un periódico femenino de vanguardia”, para el que ya sugería un título en mayúsculas: “LA MADRE” (Ideas, nº 168, 1926).

En el imaginario sexual libertario hay otro tipo de mujer, la prostituta. Víctima por excelencia, es recreada por innumerables discursos de tono moralizante que deploran el sistema que prostituye, se solidarizan con quienes “cayeron” en sus redes y exigen a los hombres abstenerse de ser cómplices o partícipes de esa práctica. En algunos pocos casos, la prostituta asume una voz, aunque siempre mediada y presta a confirmar la tragedia de su destino. En esa y otras zonas de la cuestión sexual, el anarquismo se encontró con la paradoja de que el cuerpo –al cual, en el colmo, caracterizaba como “carne” de lupanar, de explotación y de placer– era a la vez la materialización de las opresiones y de los goces. ¿Cómo soñarlo liberado si su expresión específica (femenina) era razón de su propia esclavitud? ¿Cómo sustraerse como varones de ese “uso” que no era exclusividad del burgués? En fin, ¿cómo pensar ese cuerpo consumido –no ya el de la prostituta, sino el de toda mujer– desde los esquemas dicotómicos mente-cuerpo o naturaleza-cultura?

En suma, quienes participaban en el debate libertario se presentaban, a la vez, como exponentes del maternalismo, aunque difundieran el uso de mecanismos anticonceptivos. Denunciaban el aborto, la masturbación, la “sodomía”, y bregaban por el ejercicio libre de la sexualidad heterosexual para ambos géneros en el contexto de relaciones mutuamente elegidas. Las notas doctrinarias sobre la emancipación femenina y el amor libre eran infaltables en el primer número de cada periódico, al mismo nivel que otros tópicos centrales: rechazo del autoritarismo estatal en todas sus variantes, del militarismo, del clericalismo, del patriotismo, etc. Tal como señaló Dora Barrancos en su libro pionero, en sus atributos centrales las representaciones anarquistas sobre la sexualidad no distaban mucho de aquellas que circulaban en los textos morales, sociológicos y médicos del período. Respondían a una “moral de época” que les daba cierto marco de posibilidad y que podría resumirse en los siguientes elementos: el rol determinante de la naturaleza, la sexualidad definida en relación con la genitalidad y la reproducción, la búsqueda de equilibrio entre naturaleza y razón, el rol activo y dominante del varón en la sexualidad, la pasividad en la mujer y su papel contenedor del deseo masculino, una tendencia fuerte hacia la superioridad de lo espiritual por sobre lo fisiológico y, por último, la búsqueda de una vinculación positiva entre los placeres fisiológicos (bajos) y los psíquicos (altos) en el acto sexual.

El recorrido por cuatro décadas de producción escrita libertaria que propone este libro permite confirmar que los atributos señalados por Barrancos no sólo subsistieron, sino que, hacia los años treinta, terminarían por entroncarse con una tendencia creciente hacia la medicalización de la cuestión sexual, como analizó Nadia Ledesma Prietto en sus trabajos recientes.[7] Sin embargo, al indagar el concierto de la prensa anarquista desde sus inicios y, en la medida de lo posible, reponer la dimensión polémica que lo atraviesa, se repara en otras voces que demuestran que aquellos atributos no eran estables o, al menos, siempre estuvieron en discusión. Así, la cuestión consiste en identificar puntos nodales en los cuales el debate se tensa, las voces se ponen a tono para argumentar, los más representativos del movimiento se sienten tentados de controlar y, de vez en cuando, alguien produce una nota disonante o un nuevo exceso. Seguir de cerca las discusiones que, fuera del campo docto, protagonizaban quienes participaban en la vida anarquista y leían su prensa permite observar los desbordes tanto como los esfuerzos por devolver la recitación de la doctrina a los cauces ya probados.

Sin embargo, los intentos de clausurar los reclamos, los debates y las preguntas sobre la libertad sexual resultaban insuficientes no sólo porque de tanto en tanto surgían representaciones alternativas, sino porque la voluntad de hacer de la doctrina un discurso monológico se veía contrarrestada también por otras prácticas muy significativas, como la reedición de materiales, la transcripción de textos, el recorte y el uso libre de la voz autorizada.

A la vez, un recorrido por la actividad editorial de los años veinte permite comprobar que era muy fecunda y diversa. Los catálogos de las casas editoriales podían incluir títulos cuya yuxtaposición era una contradicción en los términos, como sucedía con las obras de Jean Grave y Paul Robin, o bien muchas reediciones de los textos que habían comenzado a circular por aquí a fines del siglo XIX; por ejemplo, la serie de folletos “Propaganda anarquista entre las mujeres”. Con esto se constata una gran disponibilidad de material para sostener y ofrecer citas de autoridad a diversas versiones del amor libre y la emancipación.

Prestar mayor atención a la dimensión polémica también nos permite conocer las ansiedades y los límites que encontraban la emancipación de las mujeres y la cuestión sexual. En primer lugar, la convocatoria y la aceptación de la participación femenina solían ir acompañadas por el temor y la resistencia hacia su posible figura deseante y activa. Los periódicos escritos y dirigidos por mujeres recibieron críticas tan similares que hacen pensar que estaba en discusión no su participación, sino las modalidades de esa participación, mientras que ellas mismas parecían temer las consecuencias de una libertad sexual a la cual se sentían llamadas, como se observa en su lectura de un libro resonante, La libertad sexual de las mujeres (1921), del pedagogo libertario Julio Barcos.

En segundo lugar, cierto límite se presenta ante la inquietante posibilidad de que los amores libres, con su corolario de paternidades inseguras, desestabilizaran el sistema de parentesco y llevaran a un inconcebible retroceso hacia épocas que, en el imaginario del progreso, eran oscuras y estaban superadas (entre sus imágenes, el imperio de la bestialidad, la promiscuidad animal, las relaciones incestuosas, etc.). Por último, el mayor temor era suscitado por la homosexualidad –tanto la masculina como la femenina– y su proliferación como prueba de la degeneración de la sociedad y de la especie.

Con todo, sería errado creer que la actualidad del anarquismo se encuentra sólo en sus “intuiciones” o sus “originalidades”. También lo mantienen vivo sus ansiedades y sus recaídas. O, mejor, sus pasos poco firmes en terrenos que aun así transita: el cuerpo de las mujeres libres y el deseo homosexual. A la vez, la presencia de prejuicios, temores y moralinas recuerda que es preciso mantenerse alerta aun en los más radicales e innovadores discursos sobre lo sexual. Lejos de estar a salvo de las prescripciones, el anarquismo, en su afán de transformación, produjo otras normatividades y nuevos factores de exclusión.

Si bien la mayor parte de la producción libertaria se concentró en Buenos Aires, no habría que repetir el desliz de tomar esa zona por el país entero –centralismo mediante– ni alimentar la supuesta originalidad de los anarquismos “regionales” o “locales”, al fin siempre “otros” respecto de la capital. Creo que esas dos posiciones, aquí descriptas de un modo un poco forzado, corren el riesgo de esencializar el espacio físico de producción. Antes bien, por mi parte querría privilegiar la heterogeneidad de características (nacionales, étnicas, de género, idiomáticas, generacionales) de quienes redactaban los periódicos y la red extraordinaria de intercambios que animaron gracias al correo, los encargos personales y las giras de propaganda. Esta mirada no desconoce la distribución desigual de emisores ni la posibilidad de incluir o no problemáticas locales; tampoco deja de advertir que la preservación de esos materiales favoreció a las publicaciones de mayor tirada, a menudo capitalinas, pero intenta iluminar los heterogéneos espacios de circulación, la intensa comunicación interregional, la migración permanente de los redactores y de sus emprendimientos. En fin, la actividad fervorosa de quienes protagonizan este libro, no subsumidos bajo un “anarquismo argentino”, sino en tanto “anarquistas en la Argentina”, y entender esa localización como un espacio flexible que, con poco respeto por la geografía política, incluya a Ingeniero White y a Montevideo, por ejemplo. Al mismo tiempo, “anarquistas” engloba a los hombres y a las mujeres, a las iniciales que algunos hacen figurar al pie de sus notas, a los seudónimos equívocos y a las firmas que simulan otro género.

La definición anarquista local sobre la emancipación de la mujer y las relaciones afectivas y sexuales no ocupa los pesados tomos de un autor tomado como referente; tampoco alcanza con resumir los folletos que intentaban darle forma. Su particularidad reside en el debate al que fueron sometidas esas ideas y en la valentía con que las quisieron verificar en la propia vida. Los capítulos que siguen recorrerán los momentos de mayor tensión en las polémicas y los discursos sobre una subjetividad que pretendía anticipar todas las promesas de la sociedad futura. Además de mi voz, en cada uno de ellos se darán cita una gran cantidad de intervenciones que, con su estilo y su tono particulares, permiten percibir la riqueza del concierto libertario.

La Voz de la Mujer

El cuarto capítulo relata varias encendidas polémicas en el periódico de mayor circulación, La Protesta, en torno a la cuestión sexual. El quinto capítulo narra cuatro pequeñas historias en que las máximas de la doctrina son puestas a prueba como orientadoras de la vida cotidiana. El sexto y último capítulo prosigue la historia del anarquismo y refiere la concreción de un nuevo periódico escrito y dirigido por las anarquistas en los años veinte, Nuestra Tribuna. Aquí se reseñan las veladas críticas que recibió la publicación desde otros periódicos como La Protesta y La Antorcha, escritos y dirigidos por hombres.

El recorrido por los seis capítulos propone recuperar la contribución anarquista a la discursividad sexual del período, no tanto por sus acuerdos como por la productividad de sus discusiones, no tanto por su intento liberador o por sus recaídas en la moralina como por incluir la dimensión sexual en un discurso político cuyo horizonte declarado era la emancipación humana y, para finalizar, no tanto por declamar un decálogo doctrinal como por llevar a debate formas alternativas para el amor cotidiano y la propia vida, a veces presente, a veces futura. Una sensibilidad hacia la condición ineludiblemente sexuada de los cuerpos de la política y del amor. Tal pretensión de radicalidad es lo que distingue al aporte anarquista. De cómo ese concierto de voces estalla trata este libro.

Agradecimientos

La escritura de estas páginas comenzó hace muchos años con un trabajo compartido sobre las voces de las mujeres anarquistas. Después tomó la forma de una tesis doctoral sostenida, en parte, por una beca del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), al que luego me sumé como investigadora.

A pesar de que los agradecimientos son numerosos, como es usual decir, a nadie puede culparse de las fallas del libro y, en cambio, la mayoría de estas personas tiene mucho que ver con sus aciertos. En principio, Horacio Tarcus fue director formal y, mejor aún, guía informal durante todos estos años. También quienes compartieron distintos espacios de aprendizaje e intercambio, y que son tantas personas que se me disculpará no nombrarlas a todas: Cátedra Teorías Sociológicas del Estado; Grupo de Estudios Feministas y Cátedra Identidades, Tecnologías de Género y Discursos Sociales (en esas tres instancias en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, que fueron fundacionales en mi formación, Claudia Bacci y Alejandra Oberti me impulsaron a escribir el primer proyecto de beca); Seminario de Historia Intelectual, Proyecto de Investigación Científica y Tecnológica “Publicaciones periódicas y proyectos editoriales de las formaciones intelectuales nacional-populares y de izquierda en Argentina (1910-1980)” y colectivo editor de Políticas de la Memoria, espacios compartidos en el Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas (CeDInCI), donde trabajé en diálogo con Horacio Tarcus, Martín Bergel, Adriana Petra, Vera Carnovale, Karina Jannello, Mariana Canavese, Armando Minguzzi, Emiliano Álvarez, Lucas Domínguez Rubio, Natalia Bustelo, Alejandra Mailhe, Margarita Merbilhá, Adrián Celentano, Martín Ribadero, Ezequiel Saferstein y Emiliano Sánchez; Encuentros de Investigadores del Anarquismo, cuyas cinco ediciones animamos con Luciana Anapios, Fernanda de la Rosa y Martín Albornoz, hasta llegar a la celebración del primer Congreso Internacional de Investigadorxs sobre Anarquismo, con un notable grupo organizador; Cátedra Libre Virginia Bolten de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) y Espacio de Derechos Humanos de la Asociación del Personal de la Universidad de Buenos Aires (APUBA), donde aprendí más de lo que fui a aportar en múltiples actividades.

Gracias a quienes integraron el jurado que evaluó la tesis –Dora Barrancos, Juan Suriano y Eduardo Mattio–, ya que sus observaciones me animaron a reescribir. Un reconocimiento a quienes me escucharon pensar en voz alta en el Seminario Izquierdas, Género y Sexualidad. De los Socialismos Utópicos a la Teoría Queer, que dicté en el CeDInCI y en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA) durante los últimos años.

Este libro pudo ser escrito porque hubo quienes creyeron que los papeles de las izquierdas merecían ser rescatados y resguardados. En el CeDInCI, Karina Jannello, Eugenia Sik, Tomás Verbrugghe, Virginia Castro, Gisela Logiser y Ramiro Uviña respondieron siempre a la altura de mi ansiedad de archivo. Extiendo mi agradecimiento a otras instituciones que fueron fundamentales durante mi trabajo: Biblioteca Juventud Moderna de Mar del Plata, Biblioteca Popular José Ingenieros, Federación Libertaria Argentina, Biblioteca Nacional, Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA), Biblioteca del Congreso de la Nación, Biblioteca Central de la Universidad Nacional de La Plata, Biblioteca Utopía del Centro Cultural de la Cooperación, Instituto de Historia Social de Ámsterdam e Instituto Iberoamericano de Berlín. Una beca del Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD) me permitió sostener una productiva estancia de investigación en Berlín y Ámsterdam.

Agradezco a mi padre, Carlos Fernández, y a mi madre, María del Carmen Cordero, a quienes dedico el libro. Gracias a Virginia Fernández porque sostuvo lo que yo, al estar lejos, no pude. A Fabiana Solari, la más paciente de las lectoras. A Paula Lucía Aguilar y Nayla Vacarezza por la compañía permanente y el abrazo mutuo. A Betina Bracciale porque es capaz de admirar la poética de la puntuación. A Laura Piacentini por su infinita capacidad de analizar todo sobre la vida. A María Mancuso por la confianza exagerada. A María Celia Labandeira quien, con su forma de estudiar y de pensar, me provocó tantas veces la desesperación y el placer. A Cristina Galera por ayudarme a encontrar un lugar para mi biblioteca. A Fernanda Losso por cuidar detalles del texto con el cariño de quien conoce las voces libertarias. A Lorena Areco porque los tiempos de mi escritura deben mucho a la calidad y la calidez de su trabajo.

En la edición final fue inestimable la ayuda a distancia de Ivanna Margarucci y Lucas Domínguez Rubio y muy valiosa la labor profesional de Luciano Padilla López, junto con el gran aporte de Mónica Deleis y de todo el equipo de la editorial.

Al final, toda mi gratitud a Pablo Irrgang por la invitación a imaginar una nueva vida y por la aventura de crecer con Luisa y Francisco.