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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Katy Evans

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Interludio con el jefe, n.º 2132 - diciembre 2019

Título original: Big Shot

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-099-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

India

 

Hay tres cosas en la vida que me molestan de verdad. La primera es tener un ciclo natural de sueño que me despierta todos los días a las cinco de la mañana sin excepción, fines de semana incluidos. La segunda es el hecho de que esta norma no se aplique a todo el mundo: ver a Montana, mi compañera de piso, aparecer en la cocina para desayunar a las ocho de la mañana todos los días con el rostro descansado y lista para iniciar el día cuando yo ya llevo tres horas en pie siempre me hace gruñir. Pero mi tercera y última aversión es la peor con diferencia: odio a mi jefe.

Mi arrogante, exigente y frío jefe.

¿Sabes ese tipo de personas que aprietan repetidamente el botón para cerrar la puerta del ascensor cuando ven a alguien acercarse porque quieren evitar el contacto humano?

Pues así es mi jefe. Pero peor.

Son las cinco de la mañana un poco pasadas. Llevo varios minutos despierta y todavía no he hecho el amago de levantarme de la cama. En lo único que puedo pensar es en que tengo que pasarme el día en presencia de ese pretencioso niño bonito, William Walker. Ha convertido mi vida en un infierno desde que empecé a trabajar como su asistente hace un año. Ahora me despierto cada mañana a esta hora infame e intento pensar en la manera de librarme de ir a trabajar sin que me despidan.

¿Llamar y decir que estoy enferma? ¿Pintarme un moratón en la frente y decir que me he caído? ¿Decir que mi perro no solo se comió mis deberes, sino que también me comió a mí? Fuerte. Pero no tengo perro. Ni tampoco estoy ya en el colegio. Y William Walker es peor que cualquier profesor al que haya tenido que enfrentarme en mi vida. Peor que ninguna persona a la que haya tenido que enfrentarme alguna vez. Solo podría superarlo Voldemort.

Van pasando los minutos. Suspiro y me levanto de la cama, me pongo el traje de chaqueta con pantalón habitual, mi uniforme de trabajo en Walker Industries. Además, no es que pretenda precisamente impresionar a mi jefe con la ropa. Quiero impresionarle con mi ética de trabajo… o al menos eso quería antes. Hasta que me di cuenta de que no se fijaba.

Después de vestirme, lavarme la cara y peinarme me dirijo a la cocina y enciendo la cafetera. La cocina es la parte más acogedora del apartamento porque a Montana, mi compañera de piso, le encanta cocinar. Miro de reojo hacia la puerta de su dormitorio con melancolía, deseando que estuviera ya despierta y preparara algo delicioso.

Consciente de que no se levantará hasta dentro de unas horas, agarro mi café y me siento en el taburete de la cocina con mi ordenador. He pasado incontables mañanas en esta cocina con el ordenador tomando café, absorbida en la escritura de mi novela. Levantarse tan temprano es una maldición y una bendición. Puede que sea una hora solitaria, pero es el momento perfecto para escribir. Me veo arrastrada por mi historia casi al instante. Los jugos creativos flotan libremente esta mañana. Mis dedos tienen vida propia y vuelan por el teclado a gran velocidad. Sin apenas darme cuenta tengo quinientas nuevas palabras en la pantalla.

No sé si lo que he escrito es bueno, y la perfeccionista que hay en mí siente el impulso de volver atrás y corregir los errores, pero aprendí hace tiempo a ignorar esas molestas voces de mi cabeza. Si quiero terminar mi novela alguna vez sé que debo dejar que las palabras fluyan. Puedo revisarlas más tarde y hacer que todo sea perfecto. Forma parte de lo que me gusta del proceso. Me resulta fácil olvidarme del trabajo y de la pesadilla de mi jefe cuando estoy escribiendo. Pero en cuanto escucho la alarma del reloj de Montana sé que mi tiempo de paz se ha terminado. Esta mañana he avanzado mucho, pero me muero de ganas de poder seguir. Lo último que necesito es un recordatorio de que hoy voy a ver a William Walker.

–Buenos días, preciosa –me saluda Montana entrando tranquilamente en la cocina y dirigiéndose directamente a la nevera a sacar los ingredientes para su batido matinal. Tiene el negro cabello recogido en una impecable coleta y el rostro fresco, con su piel dorada impoluta sin maquillaje.

–Buenos días, precioso unicornio bienhumorado por las mañanas –digo con una sonrisa cerrando el ordenador.

Montana se ríe y gira la cabeza para mirarme.

–¿Has conseguido avanzar hoy? –pregunta esperanzada.

–Muchísimo. Estoy encantada porque fluye, y triste porque tengo que parar. ¿Vas a salir a correr?

Montana consulta su reloj.

–A ver si me da tiempo. Tengo que estar en la pastelería a las ocho hoy.

Montana lleva poco menos de un año trabajando en la mejor pastelería de la ciudad. No es la típica panadería que sirve pan y algunas pastas, preparan pasteles especiales, tartas de boda y obras estrafalarias como las que se ven en los concursos de cocina en televisión.

Es un sitio carísimo, pero les va fenomenal. La gente de Chicago nunca se cansa, y yo tampoco, ahora que me trae cosas de ahí todo el rato. Montana tiene un trabajo que adora, el cuerpo de una diosa y la mejor personalidad del mundo. Se puede decir que lo tiene todo, y sin embargo resulta imposible tener celos de ella, porque también es encantadora. Es mi hermana de otra madre y se merece solo lo mejor.

–Seguro que tu cuerpo te perdonará que te saltes un entrenamiento –bromeo sacándole la lengua.

Montana se ríe.

–Oh, nooooo. No podría hacer algo así. Esa actitud es la que lleva a la pereza, ¿verdad? Si no voy ahora iré esta noche. ¿Quieres venir?

Yo alzo al instante las palmas de las manos.

–No, gracias. Mi ejercicio será ir corriendo a la máquina de café.

Montana se ríe y mete un puñado de ingredientes en el vaso de la batidora.

–Ya sabes que no me gusta nada que sigas en este trabajo con ese monstruo para el que trabajas. El Hombre de Piedra, así es como le llaman en la revista de negocios que acabo de leer. ¿Sonríe alguna vez?

Yo resoplo.

–Jamás.

Montana se ríe y luego se retuerce las manos nerviosa.

–Sabes que te quiero, India. Pero pienso que ese trabajo es muy duro para ti. Hace dos noches ese tipo te estaba llamando a… ¿qué hora era cuando escuché tu móvil desde mi cuarto? ¿Las tres de la madrugada?

–William es un adicto al trabajo. No sabe cuándo parar. Cree que nadie duerme cuando él no está durmiendo –digo, preguntándome por qué lo defiendo si lo odio. Intensamente.

–Pensé que a lo mejor… bueno, no quiero volver a verte con esas ojeras, India.

Yo sonrío y guardo el ordenador.

–A mí tampoco me gustan, te lo aseguro. Pero este trabajo es mi salvavidas. Es la razón por la que puedo seguir comiendo mientras escribo mi novela –frunzo el ceño–. No a todos nos encanta nuestro trabajo. Te agradezco la preocupación, pero estoy bien. Además, enseguida dejaré el empleo, porque este libro va a ser un exitazo –afirmo con entusiasmo.

Montana sonríe mientras aprieta el botón de la batidora.

–Si quieres algo distinto puedo intentar conseguirte un trabajo en la pastelería.

Gruño.

–Las dos sabemos que eso no va a pasar, Montana. No soy capaz ni de hacer una tostada, imagínate pasteles elegantes –sacudo la cabeza y agarro mis zapatos–. Vamos a olvidar esta conversación, ¿de acuerdo? Estoy bien. Todo el mundo tiene un trabajo que odia en algún momento de su vida.

Montana asiente distraídamente, pero las dos nos reímos porque sabemos que a ella no le pasa eso.

Antes de la pastelería trabajó como entrenadora personal en el gimnasio local. Antes de eso ayudaba a su madre en su estudio de danza enseñando coreografías infantiles a los niños. Nunca ha trabajado en un restaurante fregando cacerolas, ni como limpiadora o cajera.

Montana está en el proceso de servirse con cuidado el batido en un vaso y se muerde el labio en gesto de concentración.

–De acuerdo. Pero si te vas a quedar ahí no dejes que ese tipo te siga echando mierda encima. Dale el infierno que se merece y recuerda quién es al final tu último jefe. Eres tú, India. Tú.

Yo asiento y fuerzo una sonrisa tan falsa que me sorprende que mi compañera no lo note.

–Vaya, eso sí que es un buen consejo –digo deseando dejar de hablar de trabajo–. Gracias. Te veo luego, ¿vale?

Montana me sonríe mientras se toma su batido con una pajita rosa. Agita la mano que tiene libre.

–Vale, cariño. Que tengas un gran día en la oficina. ¡Te quiero!

–Y yo a ti –salgo de la cocina, consciente de que cada paso que doy hacia la puerta me acerca más a la oficina. Me acerca más a William Walker, el hombre del que se dice que tiene un corazón de piedra. Ah, sí. Cada centímetro de ese hombre está hecho de piedra, el corazón incluido.

Me estremezco ligeramente al pensar en el aspecto que tiene con traje. Un escalofrío de miedo, claro está. Sí, sin duda es miedo. No puedo ser tan masoquista como para estremecerme por otras razones.

Así que me obligo a mí misma a salir del apartamento y dirigirme a la estación de tren. El trayecto al trabajo es corto… demasiado corto. Me lleva al infierno demasiado rápido.

¿Queréis saber algo divertido?

Normalmente invierto el tiempo pensando en maneras de evitar a mi jefe y seguir conservando el trabajo. No es fácil, pero puedo ser sutil. No tengo nada mejor que hacer con mi tiempo cuando no estoy rellenando papeles, respondiendo al teléfono y asegurándome de que todo esté perfecto para un hombre imposible de complacer. A veces, durante los pocos minutos que tengo libres al día, fantaseo con echarle una pizca de sal en el café o ponerle todos los informes en los sitios equivocados, pero soy una perfeccionista y nunca sería capaz de hacer esa broma. De hecho nunca llevo a cabo ninguna de esas fantasías. Respeto mi trabajo en cierto modo y sé lo afortunada que soy por tenerlo. Pero en mañanas como esta una chica tiene permiso para soñar. Mi madre me interroga con frecuencia sobre mi trabajo. Cuando le hablo de los abusos de William siempre parece pensar que exagero. Comenta que lo ha visto en esa revista de negocios y que es muy guapo. Me dice que su actitud severa es señal de que es un buen jefe. A veces me gustaría llevármela al trabajo un día. Entonces lo vería. Entonces lo entendería.

Aunque seguramente seguiría diciendo que sería un buen marido.

Eso es muy gracioso. Compadezco a la mujer que consiga echarle alguna vez el lazo. Puede que sea multimillonario, pero también tiene millones de muros que lo rodean y una chica moriría en el intento nada más escalar los primeros.

Salgo de la estación de tren de Chicago a la típica mañana ventosa de la ciudad y ahí está. El edificio en el que voy a pasar el día. La sede de Walker Industries, una de las empresas de videojuegos más importantes del país. Mi madre dice que debería estar orgullosa de trabajar en una empresa tan prestigiosa, de haber sido elegida entre tantas mujeres para ser la asistente de William Walker. Pero cuando miro el gigantesco edificio, pienso que preferiría limpiar baños en lugar de entrar ahí.

¿Por qué? ¿Qué me ha pasado?

Estaba emocionada cuando me contrató el departamento de recursos humanos de Walker Industries. Quería aprender, y pensaba que aprendería del mejor si había conseguido trabajar para William Walker. Sí, tenía fama de ser un imbécil, pero era un genio para las cosas importantes. Había levantado él solo aquella empresa de la nada. Pero en el momento en que me presenté en mi primer día de trabajo y lo vi sentado en su escritorio, me temblaron un poco las piernas. Me dirigió una mirada azul que estuvo a punto de hacerme tropezar. Supongo que no fue la mejor manera de causar una buena impresión.

Para intentar salvar la cara, le di los buenos días y la voz me salió temblorosa porque me sentía intimidada por él. Se limitó a mirarme fijamente con el ceño fruncido mientras yo hablaba. Tenía las mandíbulas apretadas y los ojos tan entornados que parecían dos rayas. Desde aquel día se ha portado fatal conmigo, y cada día que pasa odio más y más mi trabajo.

Sin embargo, mis pies me hacen avanzar. Compongo una expresión de valentía y saludo con la cabeza a los compañeros que están en el mostrador de recepción. Todos me dirigen sonrisas cargadas de simpatía porque saben cuál es mi trabajo y para quién tengo que hacerlo. Vuelven a su conversación, encantados de no estar en mi lugar.

Me dirijo al ascensor. No hay nadie más esperando, aquí todo el mundo cree que conseguirá puntos extra si sube por la escalera. Yo no. Y menos porque estoy en el piso treinta y dos, en la última planta. En la suite ejecutiva, con el dueño y director general. Lo mejor de lo mejor. El top. El mayor imbécil, alias el Hombre de Piedra.

Bueno, al menos William no está esperando hoy el ascensor. Si vuelve a darle al botón de cerrar las puertas una vez más cuando me ve acercarme podría matarle.

La planta alta es relativamente tranquila. La mayoría de sus ocupantes son gente importante, y saben lo que les conviene. Por eso hacen el menor ruido posible. William odia que lo molesten. Me dirijo en silencio a mi despacho, que es esencialmente una caja de cristal. Me he acostumbrado a mi ordenador de última generación, al escritorio ultramoderno y a las impresionantes vistas de Chicago. Cuando me siento me doy cuenta de que William no está. Suele llegar temprano al trabajo sin necesidad, seguramente porque no tiene vida social. Según dice mi madre es un lobo solitario, pero para mí eso se traduce en que es un imbécil que no tiene amigos. A pesar de los lacayos que le siguen a todas partes, yo sé que no tiene amigos de verdad. Después de todo, controlo su agenda personal.

Pero, ¿dónde está hoy? No llegar pronto es como llegar tarde para él. No hay mucho que pueda hacer yo hasta que él llegue, así que me acerco a la cafetera y me preparo un café. Cuando la máquina está estrujando la cápsula se abre la puerta del ascensor y aparece William.

Tengo que admitir que hay algo en su presencia que siempre me deja sin aliento. Sale seguido de tres personas. Tiene el pelo perfectamente peinado, la barba incipiente arreglada. Sus ojos son de un azul intenso. Y hoy echan chispas de rabia.

Me ve esperando al lado de la cafetera. La oficina entera está mirando cuando se acerca a mí con un puñado de papeles en la mano. Sus colegas intentan seguirle el ritmo, y yo dejo el café, temerosa repentinamente de su mirada. ¿Habré hecho algo mal?

–Buenos días, señor Walker…

–Yo no diría que son buenos días, India –gruñe, dejándome los papeles en el brazo–. Necesito que ordenes este lío de papeles, y no quiero saber nada de ti hasta que esté arreglado.

Cuando se marcha sin sonreír siquiera, me doy cuenta de que he estado conteniendo la respiración. Y esa es la razón por la que, a pesar de su belleza, a pesar de su dinero, no puedo soportar a este hombre.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

William

 

¿Os habéis dado cuenta alguna vez de un error nada más cometerlo? A mí me pasa la mayor parte del tiempo. El más reciente acaba de ocurrir hace unos segundos, cuando he sido maleducado con mi asistente. En cuanto le puse la pila de papeles en las manos me di cuenta de que estaba siendo muy duro. Cuando me marché sin reconocer mi error, supe que era imperdonable.

Pero, ¿a quién le importa? Este soy yo ahora. Me largo con la cabeza bien alta y nadie se sorprende ni se lleva una desilusión. Es lo que espera la gente que trabaja para mí.

Me dirijo a mi despacho y cierro la puerta antes de que nadie pueda entrar detrás de mí. Necesito estar solo, pero resulta difícil en un edificio construido entero en cristal. Mi padre sugirió el diseño cuando yo estaba ocupado creando Walker Industries de la nada. En aquel momento no me importaba nada la estética, así que le hice caso. Mi padre aseguraba que eso promovería un ambiente sano, que los empleados me considerarían accesible si podían verme trabajar en mi despacho. Pero lo que realmente pasa es que siento que estoy en una pecera gigante, observado y juzgado constantemente.

Me siento en el escritorio y dejo escapar un suspiro inaudible. No parezco tan estresado como realmente estoy. Miro a la izquierda y veo que India se ha retirado a su despacho a trabajar con el papeleo que le he dado. Mira hacia mí y me dirige una sonrisa falsa antes de sentarse en un ángulo alejado al mío.

India es la única persona clara respecto a lo mal que le caigo. No sé si pretende mostrar su desagrado, pero lo tiene escrito en la cara cada vez que interactuamos. En cierto sentido es un alivio. Nadie más tiene el valor de hacer nada excepto aceptar mi comportamiento con férrea decisión. Tal vez India no diga nada, pero sé exactamente lo que piensa.

William Walker es un malnacido.

Me quedo sentado largo rato en mi escritorio sin hacer nada. No puedo pensar con claridad. No después de la noticia que he recibido esta mañana. Mi hermano pequeño, Kit, el desastre de la familia, ha tenido un hijo hace unos meses. Eso ya era bastante duro de aceptar, como si no fuera bastante que se hubiera casado con la mujer perfecta. Ahora, la nueva función que ha presentado en La flecha de Cupido, la empresa de mi padre y actualmente la mayor aplicación de citas del mundo, le ha convertido en multimillonario. Lo que nos hace iguales en términos profesionales a pesar de que yo he invertido muchos más años en Walker Industries que él en La flecha de Cupido. No entiendo por qué me importa tanto. Tal vez porque yo siempre he sido el que tenía éxito. O porque siempre he disfrutado comparándome con Kit. Sus errores me hacían parecer mejor a mí. Ahora estamos en igualdad de condiciones y no sé cómo manejarlo.

Soy un egoísta, ¿por qué no puedo sentirme orgulloso de mi hermano, que finalmente ha tomado las riendas de su vida y ha hecho cosas importantes? Y entonces lo entiendo. Ha conseguido todo lo que yo he logrado. Y lo hecho más rápido que yo. Ha conseguido todo lo que yo siempre quise. Poder. Estatus. Dinero. A su mujer la conoció cuando trabajaban juntos en La Flecha de Cupido. Y ahora lo tiene todo, incluida la familia perfecta.

Familia.