…Odette, al llegar al promedio de la vida, por fin se descubrió o se inventó una fisonomía personal, un “carácter” inmutable, un determinado “género
de belleza”, y aplicó ese tipo fijo, como una inmortal juventud, a aquellos descosidos rasgos de su cara que habían estado tanto tiempo sujetos a los caprichos casuales e impotentes de la carne, que a la menor fatiga
se cargaban en un momento de años, de pasajera senectud; aquellos rasgos que construían a Odette,
bien o mal, según fuese su humor o su gesto, su rostro disperso, diario, informe y delicioso…

MARCEL PROUST: A la sombra de las muchachas en flor

El pasado es un país extranjero: en él se actúa
de manera distinta.

LESLIE P. HARTLEY: El mensajero

Dentro de ti tu edad
creciendo
dentro de mí mi edad
andando

PABLO NERUDA: Oda al tiempo

DE CHINA LIBRE

María Luisa Mendoza, mejor conocida como la China Mendoza, vivía en la colonia San Miguel Chapultepec, donde vivo yo, donde también vive mi madre y donde nació y murió mi abuela. Creí que ya no se usaba, pero al parecer todavía es común que a las mujeres de pelo chino les digan de cariño chinas (parece que es una confusión mexicana eso de asociar los rizos con los asiáticos, que suelen tener el pelo lacio). Como en esa canción que dice “China de los ojos negros, por qué me miras así”. A mi difunta abuela también le decían la China, y por esa coincidencia, esta otra mujer, esta escritora que vivía en nuestra colonia, ya me caía bien de oídas, desde antes de conocerla.

La vi unas pocas veces, pero las recuerdo todas. En especial la primera, cuando un grupo de vecinas fuimos a defender su jacaranda. Fue un par de años después de la muerte de mi abuela; una mañana de sábado, una docena de vecinas caminamos a su casa, nos paramos enfrente un ratito para que la prensa nos sacara fotos, y luego pusimos en el predio contiguo un letrero de clausura simbólica. Alguna de esas incontables inmobiliarias usureras quería construir ahí un edificio ilegal, de diez pisos, que iba a quitarle a la China la luz, el calor y el silencio, pero lo que más le importaba a ella era que iban a tirar una jacaranda enorme, que se asomaba a su jardín y que ella adoraba.

Ahí me empecé a encariñar con esta mujer encantadora, que no solo compartía con mi abuela el apodo sino también el modo de hablar –las dos eran de la misma década, y aunque mi abuela era de Jalisco y ella de Guanajuato, compartían muchas expresiones y palabras–. Además me pareció admirable que, a sus ochenta y pico de años, con lo mucho que le costaba caminar, hiciera hasta lo imposible por defender su querida jacaranda.

Busqué por todas partes sus libros, pero no encontré casi nada. La China escribió cuatro guiones cinematográficos, tres novelas, biografías, ocho libros de ensayo, antologías de cuento, y sin embargo era imposible comprar un libro suyo. “Yo no hago juego con nada, ni con los muebles ni con el amor, en realidad soy un gran desperdicio”, dice en una entrevista. Le reprochaba a los literatos no haberla sabido apreciar, a diferencia del gremio de los periodistas. Del periodismo vivió muchísimos años, escribió para revistas y periódicos, fundó El día y Mujer de hoy, e incluso recibió el Premio Nacional de Periodismo por sus Crónicas de Chile. También militó en el PRI y fue diputada federal por Guanajuato en la LIII Legislatura del Congreso de la Unión. En el ensayo autobiográfico, De cuerpo entero, habla de esos años que fueron duros por la enorme cantidad de trabajo y porque padecía dolores en la espalda, pero su pasión por legislar hacía que valiera la pena.

Todo apunta, no obstante, a que la literatura era su gran amor, un amor no del todo correspondido. En el periodismo, contaba, tuvo que aprender la claridad, la concisión. Tuvo que refrenar las oleadas de palabras que se desbordan en la prosa de su ficción, un torrente neobarroco que se deleita en el léxico coloquial, del campo y de la ciudad, en palabras como retache y tarugada y soponcio, o en frases como “¿En qué piensas, reina, tan allí traspa­sada por calladurías?” “El más sabroso castellano”, así lo describe un per­sonaje de De Ausencia. De todos los personajes que había inventado, la protagonista de esta novela, Ausencia Bautista Lumbres, era su favorito. Tanto la quería, que le dio ese mismo nombre a una perra suya.

Las librerías están inundadas de novelas que narran un sinnúmero de fantasías masculinas de todo tipo, pero las hay pocas como esta, De Ausencia, que da voz a las fantasías sexuales y vitales más extravagantes de una mujer. Ausencia es puro placer y aunque sufre mucho nunca deja de ser principalmente una gozadora: una mujer hermosa, millonaria, que no envejece.

La China dice en una entrevista que en su literatura no hay humor, a diferencia de su plática –que cuando no era graciosa era hilarante–, pero a mí me parece que también esto lo dice en broma. Sus descripciones, sus personajes y situaciones son hiperbólicos, muchas veces irónicos y escandalosos, y su prosa está llena de frases de este tipo: “Más fallido que un montañista asmático”. De Ausencia se lee entre risas.

El humor en este libro es parte del gozo pantagruélico, que Rabelais habría podido escribir sólo si hubiera sido mujer. Al humor se le suman la opulencia y el sexo; en particular este último, que es lo que más le gusta a Ausencia. El sexo está descrito desde una óptica femenina que subraya la sensualidad y el disfrute, sin dejar de lado la ironía: “Todas las mujeres nos echamos a la cama con la facilidad que los hombres proclaman pero no les consta. Nos gusta sentirlos aquí abajo ¡ah, cómo me gusta!, pero no pasa de eso, un hacer lo que corresponde a quien así lo ha decidido”.

La historia de Ausencia Bautista Lumbres –creo que escribo su nombre en exceso porque me parece bellísimo, siento un placer en la lengua incluso si no lo pronuncio y sólo lo pienso– comienza en el XIX, en un pueblo minero, probablemente del Bajío. Huérfana de madre, se ocupa de ella su humilde padre, Gerundio Bautista, que por un golpe de suerte se convierte en millonario. El tiempo pasa en el pueblo, pero no en el rostro de Ausencia, que un día decide no envejecer y deja de hacerlo.

“Ella se atreve a matar a un amante, cosa que yo siempre he deseado profundamente”, dice la China, entre risas, en una entrevista. No está clara la relación entre el crimen de Ausencia y su permanente juventud, pero existe una comparación explícita con la condesa de Erzsébet Báthory, que asesinó a decenas de muchachas para que su sangre la mantuviera siempre joven. Ausencia no asesinó a cientos de mujeres, asesinó sólo a su amante. Ni siquiera lo asesinó ella directamente, lo hizo Macedonio, su segundo amante, mientras ella observaba la tortura. La novela no deja claro el motivo exacto del asesinato, pero se sabe que Daher estaba a punto de abandonarla. Probablemente lo asesinó por eso, y quizá también porque estaba aburrida, era una joven protegida y privilegiada, que tenía curiosidad de saber cómo sería presenciar el asesinato de alguien amado. Después del crimen, Ausencia se obsesiona con el fantasma de Daher, y deja de envejecer. Su personaje recuerda a los vampiros, pero recuerda también a otra que tampoco envejece nunca: Orlando, de Virginia Woolf. Al igual que Orlando, Ausencia vive lo suficiente como para presenciar largo y tendido el desfile histórico, desde el bello y decadente fin de siècle hasta la depresión de los años treinta. Muchas circunstancias, incluida la desigualdad extrema, siguen idénticas en su pueblo, mientras que en el resto del mundo las tecnologías avanzan, esas tecnologías que al inicio de la novela la elevan con el zepelín y que al final la hunden, en el barco Gigantic, una evidente parodia del Titanic.

Durante mucho tiempo no supe si mi abuela y la China se conocieron. Hace poco me enteré de que se vieron muy pocas veces, y que a mi abuela y a sus hermanas no les caía bien. Mi abuela, que era la decencia con patas, describía a la China como excesiva y alocada. Dice un pasaje de este libro: “Pude ser mejor, decente no, porque esa palabra la recortamos y nos hicimos con ella un cucurucho para semillas con sal, pero sí mejor, libre.” “De China libre”, era la expresión que usaba mi abuela para hablar de los momentos de alegría y de independencia: “Ahora sí, de China libre”. La usa la China, también, un par de veces en este libro, que manda a volar la decencia en aras de la libertad. Así se describe la China a sí misma en una entrevista: “soy escandalosa, abierta, emotiva, lagrimosa, expresiva a morir, soy exagerada, pero no por eso me vas a dejar de querer, ¿verdad?” No, no. Al contrario, quiero decirle. Por todo esto te queremos más.

Espero que este libro llegue a muchísimas manos, a todas las que no alcanzó en los años que estuvo sin reimprimirse. Espero que honre la memoria de una mujer demasiado viva para mi abuela y para su tiempo, demasiado estridente, sexual e indómita para el machismo flagrante de su época.

A la jacaranda la salvamos. Éramos pocas vecinas, pero no cejamos hasta detener la construcción del edificio y salvar el árbol. Lo hicimos por la jacaranda y lo hicimos por la China.

La última vez que la vi, yo iba por la calle acompañada de mi madre y llevaba a mi recién nacido dormido en la carriola. La vimos en su silla de ruedas, justo afuera de su casa. La saludamos con la mano y dos palabras y seguimos de largo. Unos pasos más adelante, nos gritó que nos regresáramos, quería ver de nuevo, un momento nada más, a mi hijo. Se asomó a la carriola, dijo que era hermosísimo, y antes de meterse a su casa me tomó fuerte del brazo y me dijo “cuídalo mucho”. Lo dijo con tal fervor que todavía hoy puedo escuchar cada sílaba en su volumen alto, en su tono extraño y su repentina trascendencia.

Hurra por las mujeres de la UNAM que decidieron resucitar este libro. Estas modestas palabras van por ellas y por la China.

JAZMINA BARRERA