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A. MACHADO LIBROS Literatura y Debate Crítico




Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Con sagradas escrituras

Diez ensayos sobre literatura bíblica

JAVIER GARCÍA GIBERT




CON SAGRADAS ESCRITURAS

Diez ensayos sobre literatura bíblica

A. MACHADO LIBROS Literatura y Debate Crítico - 31


Colección dirigida

por Carlos Piera

y Roberta Quance









© Javier García Gibert, 2002

© de la presente edición,
Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-283-6

Índice



Prólogo


1. Un estilo, una tradición

2. El Gran Pecado

3. Saúl y el silencio de Dios

4. Jonás, el antiprofeta

5. Super flumina Babylonis

6. Artes de seducción: Rut, Ester, Judit

7. El satori de Job

8. Jesús camina sobre las aguas

9. Saulo, revestido

10. Cristo en Giotto: el poder de una mirada


Tabla de ilustraciones

Prólogo

Hay en el título de este libro – Con sagradas escrituras – un juego de palabras intencionado, un calambur: la condición de textos inspirados para varias religiones hace «sagradas» en sentido estricto a estas «escrituras», «con» las que mantendremos una independiente, aunque respetuosa, relación dialéctica; pero esos textos son, a su vez, escrituras «consagradas» por el uso y la cultura de Occidente y forman una parte irrenunciable de su canon literario, igual que las obras, también consagradas, de un Virgilio, un Dante o un Shakespeare. El subtítulo del libro requiere, asimismo, una explicación: el carácter de «ensayos» con que se anuncian los diez trabajos es una remisión deliberada a ese género específico, en lo que tiene de tanteo y de sugerencia, pero también de búsqueda e implicación personal; la mención, finalmente, a la «literatura bíblica», más que una mera tautología, es una explícita declaración de intenciones: nuestro interés, aunque no exclusivo, es predominantemente literario y ello ha marcado, además del enfoque, la selección de los textos y relatos bíblicos comentados. Aun considerando como valor añadido –y siempre sujeto a consideración– la trascendencia histórica y religiosa de esas «sagradas escrituras», las apreciaremos, por consiguiente, no como creyentes o descreídos, sino en calidad, por así decirlo, de ciudadanos libres de la república de las letras.

En la Introducción a su obra Poderosas Palabras, afirmaba Northorp Frye que «los prejuicios antiliterarios de la investigación religiosa» se complementan con «los prejuicios antirreligiosos de los críticos literarios» y que ambas actitudes responden en esencia a un mismo prejuicio: negar el sustrato mítico que hermana, en último término, la religión y la literatura1. En realidad, los prejuicios de los teólogos –aherrojados en su fe– son más comprensibles que los de los críticos, que deberían interesarse por la gran literatura allá donde se encuentre. Pero a los presupuestos fideístas de muchos creyentes responden aquéllos, muy a menudo, con otros de carácter ideológico2, y entre unos y otros se corre el peligro de dejar a la Biblia, qua literatura, en tierra de nadie. Afortunadamente, la indiferencia o el desconocimiento de la crítica profana en este terreno no es una regla sin excepciones. El propio Northorp Frye es un ejemplo, pero no es el único: Eric Auerbach, Harold Bloom, Jean Starobinski, George Steiner o René Girard, por citar algunos nombres ilustres del siglo XX, han proyectado su sensiblidad crítica (y su amor por la literatura) en los textos bíblicos, y los resultados han sido siempre iluminadores. En un espléndido ensayo introductorio sobre la Biblia3, decía Thomas Merton que los agnósticos están a menudo en mejor situación que los propios creyentes para enfrentarse a ella, porque pueden hacer lecturas más libres e inteligentes de los textos sin estar constreñidos por prejuicios o pautas preestablecidas.

En efecto. Si la ignorancia de los textos y referencias bíblicos supone una franca obliteración de buena parte del legado cultural y literario de Occidente4, el contacto permanente con los mismos puede impedir ver su belleza y su significado más profundo. Rutinizados por el uso y fosilizados por el dogma, no es extraño que los potentes estímulos de la literatura bíblica hayan dejado de causar efecto, y que ello en parte justifique el demoledor juicio de Cioran cuando establece que, ante el perdido encanto de los Evangelios, «ahora ya bostezamos ante la cruz»5. Pero no son los siglos quienes desgastan el hechizo inacabable del periplo de Moisés o el impacto de la crucifixión de Cristo (como no desgastan la odisea de Ulises o la ejemplar muerte de Sócrates), sino el hecho de ser relatos y símbolos sistemáticamente sometidos a un patrón similar de lectura. Uno de los propósitos que acometeremos será el de releer y actualizar algunas obras y motivos bíblicos, más allá (o más acá) de la formalización dogmática con que los ha dotado la exégesis teológica, aunque teniéndola siempre presente como una lectura histórica insustituible de la que es necesario partir en muchos casos. El habitual empobrecimiento poético y literario que sufren los textos con esa hemenéutica religiosa no significa, desde luego, negarle su mérito en otros terrenos, ni ocultar sus cimas, por lo demás frecuentes, de sutileza: al comentar, por ejemplo, el versículo 3,8 del Génesis, que afirma que Dios «se paseaba por el jardín [del Edén] al fresco del día», San Juan Crisóstomo consignaba el absurdo de que el Dios ubicuo se paseara y explicaba que esa divina deambulación no era más que la percepción subjetiva del culpable Adán ante la falta cometida6. Ninguna lectura contemporánea podría superar en finura a esta apreciación. Pero no es menos cierto que, desde la perspectiva teológica tradicional, la literatura se desdibuja bajo el deslumbramiento de la fe, los matices éticos y psicológicos sucumben ante la lección moral y providencialista y el cerrado alegorismo se sobrepone a la apertura dinámica del símbolo (y a la propia virtud literal –y literaria– de los textos comentados). Esos aspectos y virtudes relegados por la interpretación hegemónica de la Biblia serán, en cambio, para nosotros, objeto del máximo interés.

Una de las cualidades más sobresalientes de la literatura bíblica es precisamente, como veremos, la de su congénita apertura semántica (algo, dicho sea de paso, que ha incorporado mucho mejor la tradición judía que la cristiana). Pero, además, las maneras de abordar las verdades religiosas se van abriendo y transformando con el tiempo. Para adentrarnos, por ejemplo, en la figuración mítica de la Trinidad, hoy nos resultan más persuasivas las razones arquetípicas o transculturales de Carl Jung o Raimon Panikkar que las disquisiciones elaboradas por el genial Agustín de Hipona. Y por lo que se refiere al Antiguo y al Nuevo Testamento, las obras de Kafka o de Dostoievski pueden establecer, respectivamente, posibilidades mucho más sugerentes de lectura que cualquier tratado convencional de teología bíblica; o podemos hallar en los cuadros de Rembrandt interpretaciones más iluminadoras que las de muchos exégetas profesionales sobre diversos pasajes y personajes de las Escrituras. El arte, la literatura, la psicología profunda, la simbología, o la referencia a otras religiones y culturas contemporáneas pueden ser –y son, de hecho– perspectivas tan válidas para esclarecer los textos de la Biblia como los habituales procedimientos de los rabinos judíos y de los doctores cristianos. A todos estos elementos recurriremos. El midrás y la literatura haggádica, San Jerónimo y San Agustín, Elie Wiesel y Martin Buber, pero también Jung y Bachelard, la tragedia griega y los maestros del budismo, Simone Weil y Alain Badiou, Max Weber y J. G. Frazer, Sacher-Masoch y Chateaubriand, Giotto y Max Chagall, pueden dar, entre otros muchos, visiones y apuntes inestimables para la comprensión de la literatura bíblica.

El espíritu receptivo y la vocación multidisciplinar pueden, sin embargo, ser perjudiciales si no hay un principio discriminador de las afluencias y un designio superior que las unifique. En este orden de cosas, creo que el común denominador de nuestros ensayos reside en la perspectiva de aproximación al corpus bíblico. Esta perspectiva podemos calificarla de humanística, es decir, aquélla en donde la tradición cultural, la reflexión ética y los valores estéticos se alían, a partir de los textos, para dotar de nobleza y hondura a nuestra existencia. Obviamente, no todos los lugares de la Biblia estimulan por igual para hacer una aproximación de estas características y huelga decir que nos centraremos en aquellas zonas del universo bíblico con las que nos hemos sentido emocional, estética o intelectualmente más involucrados. También es forzoso reconocer que el planteamiento humanístico del que partimos conlleva una cierta militancia contra el signo deconstructor de los nuevos tiempos, porque mantiene –y mantenemos– una apuesta permanente por el «sentido», buscando con él la religación –no la relegación –, tanto en los textos como en el mundo. Para el humanismo agnóstico contemporáneo, el «sentido» es una modesta figuración de la trascendencia, y a él podría atribuirse lo que Pascal afirmaba de Dios (Pensamientos & 430, 149): que de él hay signos que son visibles para los que lo buscan y no lo son para los que no lo hacen, suficiente luz para los que desean ver y suficiente oscuridad para los que tienen la disposición contraria. El lector comprobará que el deseo de ver y de hacer visible queda patente, al menos como intención, a lo largo de estos ensayos7.

Pero la perspectiva humanista en la que nos colocamos también significa que no es el punto de vista de Dios sino el del hombre el que nos interesa. Es incuestionable que en la Biblia judía Dios es el origen y la meta, el autor en la sombra y el director de escena, pero son los hombres y las mujeres los auténticos protagonistas: el desencanto de Esaú, la alegría de Booz, las angustias de Saúl, el orgullo de Judit, la cólera y el terror de Jeremías o las nostalgias y esperanzas del salmista tienen a Yahvé como referencia última, pero son sentimientos puramente humanos que se proyectan sobre seres y realidades de este mundo. La inexcusable referencia de Yahvé confiere un impulso trascendente (y por ende extremo y decantado) a los actos y emociones de sus personajes y convierte en grandes y relevantes las minucias contingentes de sus destinos. Por eso resultan tan apasionantes y tan apasionados esos relatos. El Dios invisible de la Biblia es una caja de resonancia, porque lo mejor y lo peor de los seres humanos adquiere con su concurso una singular envergadura, pero también porque es una proyección de las cambiantes y contradictorias aspiraciones de sus criaturas. La imagen de un Yahvé colérico y autoritario es tal vez la cara más conocida de esa divinidad veterotestamentaria, y sin duda es poco halagüeña desde un punto de vista espiritual (aunque ahí resida, precisamente, uno de los intereses fundamentales de la literatura bíblica en el terreno histórico y antropológico8). Pero esa imagen, como veremos, no es la única. Junto al Dios cruel y justiciero del Libro de los Jueces o el Dios silente y desabrido de Saúl está el Dios búdico de Job, el Dios maternal y tolerante de Jonás, o el Dios hecho carne del Nuevo Testamento...

La condición proteica del Dios de la Biblia es uno de los descubrimientos característicos de quien se acerca a este Libro de libros. El escándalo, la contradicción, la polémica interna entre esas diversas figuraciones de la divinidad –que encarnan, en definitiva, toda la escala de deseos y temores del corazón humano– es un aspecto esencial de la Biblia y del espíritu judío que ella representa. El asombroso carácter de esta nación que tantos desafíos ha planteado a la humanidad, y que tan a menudo ha cuestionado sus propios presupuestos (bastan Cristo, Marx y Freud para demostrarlo) late ya, como no podía ser menos, en sus Escrituras. Quizá es la elección desde lo alto y la exigencia casi insoportable que ese privilegio lleva consigo, lo que hace tan indómito frente a todos los límites al pueblo judío, y tan dispuesto siempre a traspasarlos; pero eso ha sido, al fin y al cabo, el legado específico que, sobre el sustrato de la mesura y la razón greco-romana, ha aportado el judaísmo al espíritu de Occidente.

El cristianismo –un producto, no lo olvidemos, de la mente judía– afrontó la tarea dificilísima de gestionar esta doble herencia, clásica y hebrea, cuyas divergencias en todos los órdenes (aun compartiendo el tiempo histórico, el espacio geográfico e incluso, en parte, el instrumento lingüístico9) se materializaron en sus respectivos estilos literarios, como trataremos de ver, genéricamente, en el primer ensayo de este libro. Del ensayo que lo cierra –sobre la lectura que el arte de Giotto nos da de un pasaje de las Escrituras– cabe deducir que, con el tiempo, la armonía entre la forma clásica y los contenidos judeo-cristianos era posible. Pero la precisión y la contundencia con que la originaria mentalidad judía (y judeo-cristiana) es capaz de expresarse y de expresarnos – con recursos y miras bien diferentes a los que paralelamente estaba gestando la tradición literaria del clasicismo– quedará patente, así lo espero, en los diversos trabajos del presente libro. En el curso de sus páginas, temas y figuras, poemas y episodios, libros y relatos irán configurando el caudaloso río de lo que entendemos como «literatura bíblica»; sus torrentes y meandros, sus remansos sorprendentes, sus temibles cataratas, entrañan el placer de la aventura, pero también el riesgo de una esforzada navegación, cuyo resultado no es otro, en último término, que el conocimiento de nosotros mismos.

NOTAS

1 Este prejuicio provoca asimismo el consabido escándalo que ante ciertos libros o episodios bíblicos se levanta en ciertos espíritus de la modernidad, al tomar como históricas y literales lo que son meras fabulaciones míticas. (Bertrand Russel sería un ejemplo paradigmático en algunas páginas bien conocidas de su libro ¿Por qué no soy cristiano?).

2 Este presupuesto se reduce en esencia a que la religión es «el opio del pueblo» y a que los textos que la canalizan deben, por tanto, ser considerados como agentes disolventes del desarrollo y la libertad humanos. Pero, en cierto sentido, los debeladores de lo religioso, desde Lucrecio hasta Nietzsche, son los más crédulos de los creyentes. Es una muestra de candor infantil concebir a la religión como un fenómeno transitorio ligado a la «infancia» de la humanidad, tal como quería el positivismo evolucionista de Comte o de Feuerbach. Según afirmaba este último, «el secreto de la teología es la antropología» –es decir, la religión es una mera proyección de los deseos, temores y carencias del ser humano– y la imaginación es el órgano y la esencia de lo religioso; pero eso, aun siendo cierto, es una enfermedad que no tiene cura. Si lo religioso es una «sublimación neurótica» como quería Freud, esa neurosis es constitutiva a la esencia del hombre, y más vale entenderla, al modo de Jung, como una expresión legítima y genuina de la psique humana. Dios, por otro lado, puede ser una creación de nuestro Imaginario, pero eso no impide su virtualidad pragmática; como decía William James, «Dios es real desde el momento en que produce efectos reales», y la realidad de esos efectos puede llevar tanto a la autoconciencia y perfeccionamiento del hombre como a su alienación absoluta y tanto a la mejor literatura como a la quema o censura de libros.

3 Leer la Biblia, Ediciones Oniro, Barcelona, 1999, pp. 46-7.

4 Es preocupante, en este sentido, el creciente desconocimiento de la literatura bíblica entre las nuevas generaciones. Si se ignoran relatos como el de José, mitos como el de Babel o dogmas teológicos como el de la Encarnación, toda la tradición cultural de Occidente –en filosofía, en arquitectura, en pintura, en literatura...– está automáticamente vedada .

5 «Desgastado hasta la médula, el cristianismo ha dejado de ser una fuente de asombro y de escándalo, de hacer estallar crisis o de fecundar las inteligencias (...) Su época ha pasado: ahora ya bostezamos ante la cruz» (La tentación de existir, Taurus, Madrid, 2000, p. 64).

6 Las XXI Homilías de las Estatuas, T. I, Ediciones Aspas, Madrid, 1945, VIII,1, p. 190.

7 Consignemos, por la vía de un ejemplo, lo que no será nuestra postura. En un libro reciente de Jacques Derrida (Dar la muerte, Paidós, Barcelona, 2000), el ilustre mentor de la deconstrucción se enfrenta con su peculiar estilo al motivo bíblico del sacrificio de Isaac. El filósofo francés ve en este episodio –que considera el fundamento justificador de todas las injusticias de este mundo– como el síntoma y el epítome de todo un rosario de imposibilidades: el establecimiento de fronteras entre lo ético y lo religioso, la comunicación real con lo trascendente y cualquier asomo de sacralización del mundo. El autor concluye afirmando, de modo harto previsible, que el cara a cara de Dios con Abraham configura «un secreto sin contenido alguno, sin ningún sentido que haya que ocultar» (p. 143). Una manera bien expeditiva –y tan deconstructora como destructora– de despachar el mysterium tremendum que pone sobre el tapete el pasaje bíblico.

8 Porque ese Yahvé es el que corresponde a un período donde dominaba el primitivismo y la barbarie en el ser humano; santificados y preservados a través de los siglos por el celo religioso del pueblo judío, los antiquísimos textos que canalizan esa tremenda imagen de la divinidad nos dicen mucho sobre nosotros mismos en lo que atañe a símbolos, pulsiones y arquetipos.

9 En efecto, todo el Nuevo Testamento nos ha llegado en lengua griega, e incluso el hebreo veterotestamentario cede paso al griego en algunos libros (II Macabeos y Sabiduría), además de en otros cuya versión original se perdió muy pronto (Tobit, Judit, I Macabeos). Por otro lado, y como es sabido, en el siglo III a. de C. tuvo lugar la general traducción al griego de los LXX, y en el siglo IV, con la Vulgata, San Jerónimo hizo la versión latina de la Biblia.

1. Un estilo, una tradición

I


Los dos primeros libros de los Macabeos narran en la Biblia la histórica revuelta de los judíos ortodoxos, liderados por Judas Macabeo, frente a sus compatriotas helenizados. Los sucesos ocurrieron en el siglo II a de C., aunque la helenización del pueblo hebreo databa por lo menos de la conquista de Jerusalén por Alejandro Magno, un par de siglos antes. Muchos jóvenes judíos, en especial los de las clases superiores (y entre ellos muchos sacerdotes), se habían sentido fuertemente atraídos por la cultura de los griegos, considerando, por ejemplo, que la filosofía platónica era perfectamente armonizable con el monoteísmo de su religión. Ello, sin embargo, llevaba aparejada toda una revolución paulatina en el modo de vida, que afectaba a los hábitos, al tiempo de ocio y a las mismas prendas de vestir. El libro segundo de los Macabeos refiere el éxito absoluto de las costumbres foráneas bajo la monarquía de Antíoco IV y cómo accede al sumo sacerdocio la figura de Jasón (cuyo mismo nombre era una helenización de Josúa), que junto al Templo manda construir un gimnasio, al que los sacerdotes acudían, descuidando sus deberes religiosos, para ejercitarse en la palestra (4, 7 y ss.). Un síntoma evidente del peligro que ello comportaba para los tradicionales signos de identidad judía lo encontramos en la circunstancia de que muchos jóvenes hebreos se practicaron una dolorosa operación en el miembro viril con el fin de borrar las señales de la circuncisión, que les acomplejaban a la hora de lidiar desnudos en el gimnasio (I Mac. 1, 16). Dicho proceso helenizador tuvo su máxima inflexión con la colocación por el rey Antíoco de una estatua de Zeus en el Templo de Jerusalén. La reacción del judaísmo ortodoxo no se hizo esperar y finalmente alcanzó una victoria que se saldó con la muerte de Antíoco, la purificación del Templo, la reanudación purista del culto y el exilio de una buena parte de la aristocracia helenizada. Pero la monarquía emergente no pudo luchar contra el signo de los tiempos. La significativa reconstrucción de las murallas de Jerusalén, que había llevado a cabo Nehemías en el siglo V a. de C, y que había supuesto todo un símbolo del radical exclusivismo judío, era ahora una quimera. Durante la misma resistencia contra la helenización, Judas Macabeo recaba la ayuda de un naciente Imperio romano (I Mac., 8), que sería a la postre el nuevo opresor. Lo cierto es que, una vez lograda la victoria, la organización política instaurada por los Macabeos no pudo por menos que presentar el sello inequívoco de una monarquía helenística como tantas otras, donde los nobles y sacerdotes seguían adoptando nombres helenos, la educación de los rabinos obedecía a las pautas de la paideia griega y la atmósfera cultural se encaminó, en definitiva, hacia un sincretismo inevitable que culminaría en la gran figura del judaísmo helenístico: Filón de Alejandría.

Los textos Macabeos son un documento de frontera, extremadamente revelador de esa dinámica entre culturas que está en el origen mismo de nuestra tradición. Para empezar, el anónimo autor del libro segundo, que va a contarnos con vehemencia la lucha del purismo judío contra la helenización, escribe el texto en griego, introduce en su prefacio tópicos de exordio característicos de la tradición greco-latina y ausentes por completo en la anterior literatura bíblica, sustituye la idea tradicional del sheol por el concepto griego del «Hades» (6,23), e introduce, en fin, elementos patéticos y fantásticos que nos remiten directamente a la literatura helenística. Y, pese a ello, no cabe duda de que el relato, con la figura heroica y solitaria de Judas Macabeo, recupera ese viejo tono épico de la religiosidad judía más acendrada y nos recuerda el espíritu salvador y combativo de los relatos de los Jueces. La imagen del martirio, repetida con violenta espectacularidad en varias escenas de judíos (Eleazar, Racías, los hermanos Macabeos...) que prefieren la muerte antes que traicionar su purismo religioso, parece asimismo pertenecer al universo de la antigua y fanática fe hebrea. Y, sin embargo, la propia idea del martirio no es tan familiar como pudiera creerse en la literatura bíblica, donde los héroes suelen actuar con astucia y pragmatismo y las categorías históricas reconocibles son las de víctimas o verdugos mucho más que la de mártires. Esta imagen, en cambio, se ajusta mucho más al inminente modelo que inauguraría Cristo, y no es por azar que el libro gozara de mucho más predicamento en el seno de la tradición cristiana que en el de la judía. El culto de los «siete hermanos Macabeos» se extendió muy pronto entre el naciente cristianismo y el relato sirvió de modelo a diversas Actas de Mártires cristianos. Aunque ese no es el único elemento que en el texto macabeo prefigura el sentir y los planteamientos de la nueva religión: también encontramos (II Mac. 7, 9 y ss.) el texto más inequívoco del Antiguo Testamento sobre la vida eterna y la resurrección, convicciones ajenas al judaísmo tradicional pero que serían la bandera de los prosélitos de Cristo. Todo ello nos confirma el extraordinario interés de un libro sintomático que aglutina todas las confluencias imaginables de una encrucijada histórica: escrito por un autor helenizado para ensalzar la lucha del tradicionalismo judío contra la helenización, anticipa al propio tiempo esa nueva sensibilidad religiosa que haría eclosión con el inminente y poderosísimo rival de la fe hebrea: el cristianismo.

Si, por la inevitable presión del contexto, toda una corriente cultural del judaísmo se había helenizado a las alturas del siglo primero, ese mismo contexto marcó desde su origen a la escisión cristiana del judaísmo. El Nuevo Testamento da una fe clara de ello: la lengua griega utilizada (a veces tan refinadamente como en la Epístola de Santiago), la conceptualización del Evangelio de San Juan, con su fastuosa interpretación del Logos, o la propia figura de San Pablo, con su hibridismo cultural hebreo y greco-romano y con su riquísima rentabilización de la terminología religiosa de procedencia helénica (gnosis, mysterion, sophia, kyrios, soter...), son tan sólo algunos ejemplos. Pero también hubo, obviamente, todo tipo de fricciones. Si los apasionantes encuentros y desencuentros entre la secular tradición judía y la nueva hegemonía cultural griega quedaron ilustrados –mejor que a través de cualquier especulación histórica– por muchos lugares de la literatura bíblica veterotestamentaria, el Nuevo Testamento hace lo propio en varios pasajes impagables, donde la tensa dinámica que el cristianismo mantuvo con el pensamiento clásico dominante queda consignada y esclarecida.

El episodio más célebre en este sentido es el de la predicación de San Pablo en el Areópago de Atenas –incluido en los Hechos de los Apóstoles–, que tiene la virtud de hacer presente, de forma documental, casi periodística, el tiempo histórico ante nuestros ojos. Aunque de sobra conocido, no está de más profundizar en este suceso, que ocurrió en el curso del segundo viaje misional de Pablo, en torno al año 51. A mitad del siglo I, cuando el relato narrado por los Hechos tiene lugar, Atenas hacía tiempo que había perdido la supremacía política y económica, pero todavía constituía un centro cultural para las élites del Imperio y una estación de paso casi obligada para cualquier hombre cultivado. Es verdad que dentro del ámbito del helenismo, otras ciudades, como Alejandría, eran más boyantes, más cosmopolitas, pero Atenas seguía teniendo su prestigio filosófico y era un permanente bullidero de curiosos y pensadores. El balsámico «viaje a la docta Atenas» que anunciaba el refinado Propercio en una de sus Elegías (III,21), para olvidar con el estudio de las artes y las letras los tormentos de su amor por Cintia, refleja el carácter emblemático que mantenía a la sazón la antigua capital cultural de Occidente. Es verdad que la filosofía ateniense había cambiado con los nuevos tiempos. Abandonadas las tendencias más rígidas de los primeros maestros, los seguidores de la Academia y de la Stoa adoptaban ahora posiciones flexibles y conciliadoras, y se advertía una tendencia general hacia posturas sincréticas y de moderado eclecticismo. Por otro lado, el cultivo del pensamiento, tomado casi como un deporte de buen tono entre los miembros de las clases superiores, se había escorado hacia su vertiente más pragmática –aspectos éticos y eudemonológicos– en vez de las antiguas especulaciones metafísicas, gnoseológicas o cosmológicas–, y por eso proliferaban las corrientes cínicas, escépticas y epicúreas. Pero había asimismo una naciente inquietud espiritual, un florecimiento de saberes místico-esotéricos que provenía, sobre todo, del Oriente.

Con una de esas frases sencillas, pero tremendamente reveladoras, Lucas, el autor de los Hechos, nos informa de que «todos los atenienses y los forasteros allí domiciliados no se ocupan en otra cosa que en decir y en oír novedades» (17,21). Pablo predicaba –así se nos dice– todos los días en el ágora, un hervidero de doctrinas filosóficas y de hombres inquietos, dispuestos a escucharlas. Muchos debieron oírle, en efecto, pero Lucas alude en concreto sólo a filósofos «estoicos» y «epicúreos», representando con ello, tal vez, a las dos escuelas oficiales más consolidadas de esa filosofía de carácter pragmático que dominaba por entonces en Atenas. No es, pues, extraño, dados los intereses y la racionalidad de estas escuelas, que Pablo, de entrada, fuera motejado, de «charlatán» y concebido como uno de los numerosos introductores de «divinidades extranjeras» (17,18). Pero algo decididamente nuevo debieron percibir algunos en su predicación, algo que –como le dicen a Pablo– «es muy extraño a nuestros oídos» y que excitó, más que otras veces, su curiosidad, induciéndoles a llevarlo con ellos al Senado, es decir, al mismo lugar donde Sócrates fue juzgado y condenado varios siglos antes. Hay un apremio inquietante en el modo en que se nos relata que «tomándole, le llevaron» allí para saber «qué quieres decir con esas cosas» (17,20).

El discurso que hace Pablo, «puesto en pie en medio del Areópago» (17,22) es sumamente revelador, y demuestra, en primer lugar, las habilidades estratégicas que el autor del los Hechos atribuye en repetidas ocasiones al apóstol. Comienza con una captatio benevolentiae, elogiando a los atenienses como «sobremanera religiosos» (17,22) –algo que el apóstol no piensa verdaderamente, pues poco antes se nos ha dicho que «se consumía su espíritu viendo la ciudad llena de ídolos» (17,16)–, y continúa vinculando su nueva doctrina teosófica a las intuiciones naturales del pensamiento griego tradicional. Tomando como excusa la prevención de los atenienses, que, con un admirable sentido de la prudencia frente a los dioses, habían elevado en su ciudad un altar dedicado a cualquier divinidad que ellos pudieran desconocer, Pablo declara haber visto en las calles de Atenas ese homenaje «Al dios desconocido» y afirma que ése es el Dios que él viene a anunciarles. Este hábil recurso (más habil todavía al elegir un Deus ignotus alejado de toda forma y de toda aprehensión física o imaginaria) queda reforzado al citar incluso literalmente a algún poeta griego (Arato, s. III a. C) para significar que la visión espiritualista sobre la divinidad no es incompatible en absoluto con la poesía y la sabiduría helenas. La cita es por cierto rebuscada y se refiere a que los hombres somos estirpe de Dios. Pero con estos procedimientos Pablo inicia, de hecho, el camino hermenéutico que seguiría buena parte de la Patrística al tratar de espigar, con una actitud abierta hacia la cultura pagana, indicios, anticipaciones o profecías de Cristo y de su mensaje en la cultura greco-latina, creando un territorio común y abonado para sembrar entre los gentiles la semilla de la nueva doctrina.

El discurso de Pablo proclama, en su primera parte, la base judaica de su religión: monoteísmo, Dios universal, creador y providente, que se revela a sí mismo en la naturaleza y en la historia, rechazo de la idolatría... Hasta aquí el auditorio de Pablo no parece escandalizarse ni interrumpirle (habituado además, como lo estaba, a escuchar repetidos estos presupuestos por boca de judíos). Es verdad que sus declaraciones se enfrentaban al politeísmo, a las metafísicas dualistas de los neoplatónicos, a la noción fatalista del eterno retorno..., ideas comunes en el amplio espectro de la filosofía griega; pero también es cierto que si las premisas de Pablo excedían con mucho el horizonte filosófico de un epicúreo, a un seguidor del estoicismo, pongamos por caso, no debían de parecerle tan absurdas o escandalosas. Pero el punto de inflexión y la quiebra fatal del discurso de Pablo se produce en el momento en que se desliza por el terreno escatológico, con la incitación al arrepentimiento y la alusión al juicio final gestionado por ese Hombre misterioso (del que Pablo no llega a pronunciar su nombre) resucitado de entre los muertos. Es esto último lo que desata la hilaridad de buena parte de sus oyentes. Algunas voces, sin embargo, –tal vez la de algún teósofo neopitagórico o la de algún judío alejandrino de paso por Atenas– le emplazan para que vuelva a hablarles de esto en otro momento (17,32). Pero la mayoritaria reacción del auditorio es comprensible. Existía, como hemos dicho, una cierta inquietud trascendente por esas fechas en el ámbito helenístico, pero no había, como en el ámbito judío, ningún Mesías esperado, ningún inminente suceso prescrito, por lo que el discurso de Pablo era un hueso duro de roer para unas mentes bien ajenas a la idea de un agente salvador y educadas en el ejercicio de la mesura y de la razón, unas mentes que podían creer si acaso (como los platónicos o los pitagóricos) en la inmortalidad del alma, pero no, desde luego, en la resurrección de los cuerpos. La propuesta y el reto de Pablo, para esos estoicos y epicúreos mencionados en el texto, desprendía el perfume malsano de la credulidad supersticiosa y, lo que era aún más grave, exigía e implicaba en el adepto toda esa actitud pasional –de fe ciega, de esperanza, de temor– que iba frontalmente en contra de ese racionalismo ético y controlado que los caracterizaba.

Además de lo que ofrece como recreación fidedigna del enfrentamiento entre el mundo griego y el judeo-cristiano en un espacio y un tiempo concretos, el episodio de Pablo en Atenas, como muchos otros en la literatura bíblica, es un paradigma de la colisión entre valores permanentes y universales del ser humano – la razón y la fe, o el espíritu filosófico y el religioso– y es un suceso, por lo tanto, que implica y sigue implicando en último término a los lectores: para unos será el epítome de la eterna lucha entre la civilización y la barbarie, entre el ideal ilustrado y la iluminación supersticiosa, entre el digno pensamiento y el delirio aberrante y fanático; para otros significará, en la necesaria confrontación del hombre con las cosas últimas, la displicente reducción al absurdo de un logos orgulloso frente a la sagrada aceptación del misterio y las perentorias razones del corazón que la razón no entiende, porque hay más cosas en el cielo y la tierra de las que sueña la filosofía (Pascal y Hamlet dixerunt).

Éste no es, empero, el único episodio revelador que nos transmite en este sentido el autor de los Hechos. Pablo será de nuevo el protagonista de otro encontronazo con las actitudes del paganismo clásico, esta vez relacionado con la mentalidad pragmática que encarnaba el pujante Imperio romano. El suceso tiene lugar hacia el año 60, cuando Pablo está preso en Cesarea y es sometido a juicio. El apóstol hace una apasionada deposición ante dos espectadores privilegiados: el rey judío Agripa y el procurador romano Festo. Nos interesa ahora la actitud de este último, cuyo talante ya se manifiesta en la explicación previa que sobre el caso le transmite a Agripa; Festo le informa, en efecto, de que los hebreos le han acusado aduciendo «sólo cuestiones sobre su propia religión y sobre cierto Jesús muerto, de quien Pablo asegura que vive» (25,19). Pero Festo no encuentra nada en Pablo que le haga reo de muerte (25,25), tal como quieren los judíos, y está dispuesto a enviarlo a Roma, cumpliendo la vía procesal y el deseo de Pablo, que ha apelado ante el César. Festo es un romano a carta cabal: recto y minucioso con las leyes, situado por encima de las bizantinas disputas religiosas del pueblo hebreo, tranquilo, responsable, pragmático y realista. Por eso, cuando Pablo emite ante el tribunal su discurso de defensa ante las acusaciones de los judíos y llega a la afirmación de que Jesús ha resucitado de entre los muertos, Festo interrumpe su discurso con un comentario que probablemente nunca hubiera salido de la boca de un griego y que reduce la creencia del acusado a un delirio quijotesco, menos doloso que lamentable: «¡Tú deliras, Pablo! Las muchas letras te han sorbido el juicio! (26,24). Pablo, como es natural, contesta que no, que «lo que digo son palabras de verdad y sensatez»; pero la sensatez más bien nos parece que asiste a Festo, ese noble pagano, escéptico en materias religiosas, cuya interrupción ha tenido menos el carácter de una reprimenda que el de una queja por perder el tiempo con tan vanos y clamorosos despropósitos.

Las palabras y el talante del procurador romano nos revelan todo un mundo, y son un ejemplo enormemente ilustrativo de esa colisión de mentalidades que el lector del Nuevo Testamento ya había podido comprobar en el episodio, más conocido, del proceso de Jesús ante otro procurador romano, Poncio Pilatos, narrado por los Evangelios. El de Juan es sin duda quien recrea el suceso con más lujo de detalles. No vamos a tratarlo aquí en toda su riqueza de apuntes históricos, jurídicos, sociales y psicológicos, ni a considerar las implicaciones ideológicas del mismo (no siendo la menor ni la menos trascendente la de liberar a Roma de la responsabilidad por la muerte infamante de Jesús, descargándola por entero sobre el pueblo judío). Nos limitaremos a recordar que tampoco Pilatos, como Festo, parece advertir en Jesús ningún delito que merezca tan duro castigo y que después de intentar, infructuosamente, salvar la vida del acusado ejecuta el celebérrimo gesto ritual de lavarse las manos. Pero centrémonos en un fragmento, también de sobra conocido. Jesús está en presencia de Pilatos y le ha hecho saber que «mi reino no es de este mundo». Pilatos pregunta: «¿Luego tú eres rey?». Jesús le responde: «Tú dices que soy rey. Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad oye mi voz. Pilatos le dijo; ¿Y qué es la verdad? Y dicho esto, salió de nuevo a los judíos y les dijo: Yo no hallo en éste ningún crimen» (Juan, 18, 37-38).

La escena es mucho más larga y hay que leerla por entero para percibir en sus justos términos toda la virtud climática que atesoran estas líneas, pero, aun limitándonos a ellas, ya somos capaces de percibir la tremenda eficacia y economía de medios y la infinita capacidad de sugerencia que ofrece el episodio. El espíritu y el pensamiento de Poncio Pilatos –y hasta algunos aspectos físicos en los que debe proyectarse su encrucijada psicológica– se nos hacen presentes con una potencia y una verosimilitud extraordinarias. Sospechamos el íntimo efecto que el acusado le ha producido, e imaginamos por ello mismo el aura que desprende su interlocutor, esa presencia enigmática e inalterable que ha sumido al prefecto romano en una perplejidad cuya única respuesta es esa pregunta donde se exhibe un discreto y comprensible escepticismo: «¿Qué es la verdad?». Pero esta pregunta, tal como aparece en el relato, desvela, al tiempo que una plausible verdad filosófica, una huida clamorosa de otra verdad acaso más honda. ¡Con qué admirable sutileza el autor del texto ha sugerido que, tras la pregunta que dinamita todo el discurso de Jesús, quien la formula desaparece como un conejo amedrentado! ¡Con qué astucia se insinúa que Pilatos acaba de intuir, casi con un súbito deslumbramiento, que esa verdad que ha puesto en cuestión con la desmayada suficiencia de un experto filósofo la transmite y la representa –y aún más: la encarna– el hombre que tiene delante! ¡De qué modo sencillo y luminoso percibimos la compleja reacción de Pilatos, interrumpiendo la exposición del acusado, formulando su pregunta, disolvente y menesterosa a partes iguales, y escapando al atrio, acto seguido, para exaltar la inocencia de Jesús y proponer a los judíos su liberación, liberándose así él mismo de responsabilidad!

Pero también este pasaje, dentro de su enigmática y escorada ambigüedad, invita al partidismo. Su recreación del magistrado romano no se ajusta, desde luego, a lo que sabemos del personaje por fuentes históricas externas, que nos lo presentan como un político cruel e inflexible, y un enemigo acérrimo de los judíos, y no como ese ser pusilánime e inseguro del texto evangélico. La lectura del mismo llevó a hacer sospechar a Tertuliano que Pilatos era un cristiano en secreto, y su figura fue incluso subida a los altares (como la de su esposa Prócula) en las Iglesias copta y ortodoxa. Pero es curioso que esta santificación de Poncio Pilatos se haya también producido en el ámbito del pensamiento anticristiano. Con su peculiar radicalismo, Nietzsche afirmaba que Poncio Pilatos era el único personaje del texto evangélico que le merecía consideración, y que su interrogación sobre la verdad era la «única frase auténticamente valiosa» del Nuevo Testamento, una frase «que constituye su crítica, incluso su aniquilación» (El Anticristo, & 46, cursiva suya). Contra las evidencias textuales y contextuales del episodio y contra la presumible verdad histórica, Nietzsche ha sobreinterpretado el personaje convirtiendo a Pilatos en un estricto filósofo escéptico, o mejor, en un librepensador que ataca con su pregunta la cosmovisión fanática y el dogmatismo de su interlocutor. Pero el enfrentamiento no tiene lugar entre dos filósofos profesionales, sino entre dos hombres con distintas herencias culturales y que ven y sienten el mundo de manera distinta. Porque si –al margen de las virtudes literarias ya señaladas– el evangelista ha traicionado la letra pequeña de la Historia y ha manipulado el suceso de acuerdo con sus intereses, lo que, una vez más, sí nos ha transmitido, fielmente y en su más pura esencia, es un apunte emblemático de carácter macro-histórico y cultural.

Desde esta perspectiva precisamente interpretó el pasaje poco después un compatriota de Nietzsche, Oswald Spengler, para quien la escena entre Cristo y Pilatos revela, más que ninguna otra de la historia universal, con «terrible claridad y gravedad simbólica» que «el mundo de los hechos y el mundo de las verdades se enfrentaron sin remedio ni avenencia posibles»1. También Spengler, como Nietzsche, destacaba la singularidad extraordinaria de la pregunta de Pilatos «¿Qué es la verdad?», que era, a su juicio, la «única frase del Nuevo Testamento que tiene ‘raza’». No cedamos a un pronto alarmismo al escuchar este vocablo en la boca del pensador alemán; «raza» tiene aquí para Spengler el sentido de raíz o rasgo diferencial de toda una cultura. En la pregunta del prefecto romano late una cosmovisión y un sentido de la historia; y en la muda respuesta de Jesús, cuyo reino (basileia) no es de este mundo, se esconde –afirma Spengler– la pregunta decisiva de toda religiosidad: «¿qué es la realidad? Para Pilatos la realidad lo era todo; para Jesús, nada». El acierto, a mi juicio, de esta lectura del pasaje evangélico está en advertir que la escena ya no simboliza la confrontación entre el universo griego y el judío –ambos por igual atentos a la realidad– ni, por lo tanto, entre un filósofo escéptico o cínico y un fanático rabino, sino entre las dos nuevas y emergentes visiones del mundo: el realismo pragmático representado por Roma y el espiritualismo idealista de Cristo y de los cristianos.

Aunque traicionando en buena medida el mensaje evangélico, la Iglesia demostraría con el tiempo que esas dos visiones eran conciliables. Su labor conformadora de la civilización occidental fue, de hecho, sustentar todo su edificio dogmático e institucional sobre los tres pilares que la constituyen, uniendo a la herencia judeo-cristiana la Filosofía griega, fuente de toda conceptualización, y el Derecho Romano, origen de su organización jurídica y administrativa. Pero, en primera instancia, el auténtico reto intelectual del naciente cristianismo fue situarse adecuadamente entre dos tradiciones –la bíblica y la clásica–, cuya síntesis constituyó, en último término, el máximo esfuerzo de Occidente hasta los umbrales mismos de la modernidad. Tal empeño llevó aparejada una minuciosa tarea exegética, aunque tuviera que ceder en ocasiones al burdo recurso del voluntarismo y la falsificación (el supuesto intercambio epistolar entre Séneca y Pablo, la lectura mesiánica de la famosa Égloga IV de Virgilio, o la imaginada sabiduría que filósofos como Sócrates o Platón tomaron de fuentes mosaicas, son algunos ejemplos). En cualquier caso, la gigantesca labor de la Patrística –el primer brote humanista de la Historia– por acomodar a sus nuevos presupuestos todo lo aprovechable del legado greco-latino es un capítulo bien conocido de la evolución cultural, y puede incluso llegar a afirmarse que sin el cristianismo todo aquel legado hubiera tal vez desaparecido. La apropiación de Platón por Agustín o la de Aristóteles por Tomás de Aquino son sólo jalones eminentes de un camino fecundo, aunque espinoso, que se inicia, como hemos visto, en el propio San Pablo y que tuvo una continuación casi programática en los primeros Padres de la Iglesia, ya desde Justino.

Es verdad que algunos, como Tertuliano (esa especie de Joseph de Maistre del siglo II), se negaron a pactar de todo punto con la cultura greco-latina. Pero esta alternativa radical no apuntaba al camino hegemónico que estaba siguiendo y seguiría la Iglesia, y no es extraño que el propio Tertuliano acabara uniéndose a la opción herética del montanismo. Pero la postura mayoritaria de la Patrística, cuyos representantes en muchos casos eran filósofos, profesores de retórica y hombres cultivados, fue la de un compromiso, más o menos confiado o receloso, entre ambas tradiciones. Muchos de ellos se mostraban orgullosos de su educación en el clasicismo, y algunos tan insignes como San Ambrosio o San Agustín no manifestaban ningún complejo por desconocer el hebreo y la exegética judía. Los Padres de la llamada Escuela de Alejandría hicieron una labor impagable en esa empresa conciliadora, y es muy sintomática la creación del concepto del Logos didascalo por parte de Clemente, el primero de sus miembros. Para Clemente, el espíritu divino conforma un Logos universal que late en el pensamiento clásico pagano y que lo alienta progresivamente para descubrir el tesoro de la revelación cristiana. La herencia greco-latina resulta, pues, aprovechable porque en ella está presente, aunque escondida, la palabra pedagógica de Dios. Orígenes también compartía este punto de vista y no se privó incluso de conceptualizar la doctrina cristiana recurriendo a los términos metafísicos –griegos y latinos– de la filosofía helenística: hipostasis, usía, fisis, prosopon, essentia, substantia, persona... La helenización doctrinal de Orígenes –un cristiano, por otra parte, entrañable y ejemplar– tuvo el inconveniente, sin embargo, de intelectualizar en exceso la pura y sencilla fe de los inicios, desplazándola a consideraciones teológicas y metafísicas, reveladoras, por añadidura, de un claro sello greco-filosófico que el dogma cristiano, como se sabe, acabaría por anatemizar en el Concilio constantinopolitano del siglo VI.