Índice

Portonazos

Mapas

La mujer que tenía grandes proyectos

Muerte en Chiloé

Ayuda para el inspector Cáceres

La mujer del hombre que no era

Dos entrevistas

Ayuda para el comisario Morante

Muerte camino a Farellones

Recogiendo información

El gerente pastor

XXXX Un día en la biblioteca

Intereses inmobiliarios

Portonazo a un portonazo

La mujer de Absalón Alonso

El memorando

Fotografías

El joven Yuri Salazar

Giro

El yerno

Jonatan Cárdenas

Mayordomo, administrador y mozo

Nuevos horizontes

Y eso sería todo


A modo de epílogo

A modo de epílogo

Como un gran signo de exclamación, el río ordena el paisaje. Las riberas norte y sur son dos macizas mitades que podrían encajar a la perfección. En el eje oriente poniente, en cambio, lo perfecto es la diferencia. Hacia el este, el río es una aguja que se hunde en las rocas, levantando los cerros más arriba de los nimbos siempre presentes. Hacia el oeste, sale a la superficie orillado por una planicie, mezclándose con el cielo en un halo relumbrante.

Envuelto en una frazada, a menudo el comisario se levanta temprano para presenciar los delicados arreboles y el cielo color calipso de algunos amaneceres. Acompañado de una taza de café, se instala en el balcón en voladizo de la cabaña que ha convertido en su hogar durante los últimos meses. Su hijo le insistió que la usara para descansar en cuanto jubiló. La hizo construir para usarla los fines de semana, pero rara vez dispone del tiempo necesario para ir. El lugar es muy tranquilo. A media altura en los cerros de la orilla sur, tiene una vista fenomenal al impresionante cauce del río.

- Úsala, viejo. Como tu casa. Yo no voy nunca. Si vas, me ayudarás a mantenerla. Jubilar no debe ser tan sencillo. Te vendrá bien el descanso –. Le insistió una y otra vez durante meses, hasta que él aceptó.

Se alegra de haberlo hecho. El aire es puro, el ambiente no puede ser más tranquilo, hay múltiples aves que se dejan ver a corta distancia, la amplitud del paisaje a su disposición quita el aliento. Esa mañana, observando como en cuestión de segundos el sol destiñe las nubes y el cielo recupera el color azul habitual, se siente especialmente contento. Por sí misma, esa experiencia lo saca de la confusión depresiva que lo acecha en forma permanente. Si no se cuida cocinando, leyendo, observando el paisaje, caminando por los hermosos parajes cercanos y armando atado, como dicen sus hijos, con las compras de alimentos, Morante sabe perfectamente bien que estaría en el infierno.

Las puestas de sol también son alucinantes. Más intensos y duraderos que en los amaneceres, los arreboles producen nubes sangrientas y cielos multicolores. Menos frío que la amanecida, el atardecer puede ser gozado con una simple manta y unas copas de vino blanco. El comisario deja de leer durante unas dos horas y se dedica simplemente a la contemplación. Sin tener que trabajar ni siquiera para entender nada, siente que experimenta una vida contemplativa que siempre le ha sido ajena. Pensó que podría volverse loco obligándose a mirar durante horas el paisaje con el río, sin ningún propósito particular, pero no fue así.

Cocinar y hacer historias con el chequeo de la calidad de los alimentos que consume, obligándose a comprarlos frescos personalmente, hace mucho que forman parte de la rutina que inventó para matar el tiempo, embotar la ansiedad y limarles las garras a ciertas interrogantes existenciales. Sirve, pero Morante reconoce que la estrategia nunca ha sido perfecta. De ahí el alcohol. Es el arma última que hay en su arsenal, pero tiene la grave limitación de servir solo el día que se utiliza. El que sigue, trae la muerte, cuyo remedio único es tomar más. El destino peligroso es, obviamente, el alcoholismo. Adriana Vallejos no cesa de explicarle algo que él experimenta demasiado bien.

Por eso ha aprendido a valorar de manera muy especial, además de la contemplación del paisaje desde el balcón de la cabaña, las caminatas sin destino por los senderos del lugar. En Santiago, a veces caminaba de la oficina, o del departamento, al metro, pero esas marchas tenían el propósito de cumplir con el mandamiento mal obedecido de ejercitarse. En su vida actual, en cambio, ha adquirido poco a poco el gusto por hacerlas. Caminatas cortas ejecutadas día por medio han sido reemplazadas por paseos diarios que están durando horas. Y la energía de ejercicio gimnástico que suponía debía poner en la marcha, se ha convertido en una pausada receptividad a las vistas, los sonidos y los olores de los paseos. Son experiencias que comienza a atesorar como prácticas para distraerse de la angustia, siempre presente, si presta atención y no se hace el leso, de no saber qué hacer con su vida de jubilado…. Con su vida, ¡carajo!, la que gastó antes de jubilar no contribuye a aliviarlo.

La mañana trascurre con lentitud. El sol comienza a trepar entre el cielo y el follaje de los quillayes que rodean el balcón. El torrente del río se ilumina al fondo del barranco, las chicharras empiezan con el canto que durará todo el día. Las tres loicas de siempre llegan a posarse en la baranda en busca de las migas que él no olvida dejarles en el lugar. Están mansas como pollos.

El café se acabó. Morante se levanta a llenarse otra taza. Regresa vestido con unos jeans desteñidos, una polera de mangas largas y bufanda. Se dice a sí mismo que no debe tranquilizarse. Está descansando. De vacaciones. Más vale que no se confunda. Valora mucho el ánimo más sereno que las nuevas capacidades contemplativas le han permitido, un estado emocional que no conocía. Diferente a todo lo que había experimentado e imaginaba posible, como Adriana Vallejos se empeña que reconozca. Sin embargo, como es obvio, durará solo lo que dure el relajo. Cuando le vuelve la preocupación por la vida que se abre hacia adelante, la que se impondrá por necesidad en cuanto regrese a Santiago y se pregunte qué hacer todos los días de Dios, experimenta la confusión y la ansiedad de siempre. Es lo que procura explicarle a la psicóloga. Que la vida contemplativa no es la vida de verdad, que ella ocurre en intersticios, nada más, como esos momentos de meditación que algunas personas intercalan en el día a día. La verdadera vida, si no hace algo, consistirá en laborar sin mucho sentido, vegetar dedicado a su propias necesidades elementales. Siempre ha considerado evidente en sí mismo que todas las personas tienen el deber de buscar alguna actividad que les permita responder al regalo de la vida recibida, ¡hacer algo de verdad! Y lo que él ha hecho hasta el presente, como no se cansa de repetir, no está a la altura.

La psicóloga, que se comunica con él por videoconferencia a menudo, no puede soportar la irritación cuando Morante se mete en esas honduras.

- ¿De dónde sacas la autoridad para decir semejante tontera? –, le pregunta - Lo peor es que la crees tú mismo. ¿No te basta con vivir? ¿Quién te crees? O sea que el regalo de la vida no es tan grande, después de todo; parece que no es suficiente. Ni los curas andan ya con semejante huevada. ¿Y quién dice lo que es hacer algo de verdad? – El enojo la pone incoherente.

Morante procura tranquilizarla cambiando de tema, pero ella no cede.

- No ves lo tonto que es, Oscar. Te sirve para sentirte culpable, culpa que usas secretamente para sentirte superior. Tus estándares son tan exigentes, tu preocupación es tan seria, tan única, tan sensible tu recepción de la vida como regalo – ironiza.

El comisario conoce las acusaciones de memoria. Puede entender que son verdaderas, pero eso no le quita la angustia.

Recuerda la última vez que estuvo con Adriana. Fue cuando fueron juntos a la ceremonia religiosa del entierro de la señora de Absalón Alonso, Leonor Acevedo. Más gravemente enferma de lo que todos suponían, falleció tres meses después de la salida de Morante de la policía. Asistieron por pura curiosidad. El comisario le confidencia a la psicóloga que siente admiración por la mujer muerta. Se impuso contra todo y todos, en especial los planes machistas de su marido que la humillaban a ella y a su descendencia. Saber que estaba tan enferma no hace más que aumentar su admiración.

- Esta mujer sí que hizo algo con su vida, Adriana. ¿Vez la diferencia? – Pregunta en medio de la ceremonia.

Todo el Santiago empresarial y político está en el templo. Sin embargo, no parece haber nadie de la policía. Morante siente un profundo hastío.

- Hasta donde nosotros sabemos, fue una asesina despiadada, Óscar – responde la psicóloga.

- Eso es asunto aparte. Nada que ver con lo que te digo – explica el comisario.

- ¿Sí?

- Cando menos cambió el curso de los acontecimientos – trata de explicar el policía.

- Y ú conseguiste que se hiciera justicia en varias ocasiones – insiste ella.

Morante reclama que no es una comparación válida.

Pocos días después del entierro de Leonor Acevedo, el comisario se entera por el inspector Cáceres de la muerte de Camilo Cárdenas, mozo, mayordomo y administrador de los Alonso. Confirma de inmediato que el que llama el caso de los portonazos quedará sin resolver ni investigar, convertido en un racimo de crímenes desconectados entre sí. Cuatro nombres dispersos de ejecutivos y un médico, y una peculiar frecuencia estadística de asaltos para robar vehículos motorizados. En ese momento decide aceptar la oferta que le hace su hijo de su cabaña en el cajón cordillerano. Lleva en ella varios meses.

Se va la primera parte de la mañana. La altura del sol indica que pueden ser las diez. El comisario decide que llega la hora de su caminata diaria. Se pone las zapatillas y sale en dirección al oriente. Escoge el sendero que se mantiene horizontal y se encuentra con el río algunos kilómetros hacia arriba.

El olor de los árboles y las plantas del camino es embriagador. Al aplastarlas con las pisadas, las hojas semi secas de los peumos, que tapizan el suelo, emiten un aroma dulce penetrante. El follaje de los boldos calentados por el sol, suelta su olor sugerente. También hay quillayes y litres, que quizá con qué moléculas aromáticas contribuyen a la sinfonía. Unos pinos insigne, plantados nadie sabe bien por quien ni en qué época, emiten el fuerte olor picoso de la resina. Hundido en el barranco, el rio por momentos susurra, en algunos recovecos del sendero, mientras que en lugares que se aproximan al precipicio, y la huella se despeja de árboles, truena ensordecedor. En esos puntos se puede ver con claridad en torrente correntoso. Su estruendo silencia el coro de las chicharras y el canto de las bandadas de mirlos y loros.

Morante se detiene a observar las aguas revueltas del río. Considera la posibilidad de que la vida que tiene por delante no consista más que en eso; esa contemplación, esos paseos gozosos que lo distancian de sí mismo. No sería imposible, lo tiene calculado. Puede arrendar la cabaña a su hijo, para sentirse completamente cómodo en ella. Tiene los recursos necesarios. Su jubilación es medida, pero generosa. Puede mantener su departamento en Santiago y arrendar la cabaña, sin problema. ¿Para qué quiere más? ¿Para qué seguir trabajando? Por lo demás, ¿en que podría hacerlo un tira viejo como él? Podría leer ordenadamente como no lo ha hecho nunca, incluso hasta seguir algunos cursos de filosofía, o quizás participar en algún taller literario… ¿Para qué más? ¿Y más de qué, en qué sentido? ¿Qué más pedir?, ¡joder!

El comisario procura apartar de su mente la pregunta de a quién debe agradecerle la generosidad de su pensión. Así como todos sus colegas, fue declarado merecedor de un trato especial, junto a militares y carabineros, por obra y gracia de don Augusto Pïnochet, un personaje con el cual querría no tener nada que ver. Pero está jodido. Tiene la libertad de rechazar su jubilación o hacerse el pelotudo hasta que se muera de que debe agradecérsela a él. Ahora, también es verdad que los tiras, los pacos y los milicos no son los únicos que están en deuda con el dictador. Cuando menos en parte, el país entero le debe el milagrito económico por el cual se hizo famosito; les chorreó un poco a todos. Morante decide que puede vivir con la culpa universal de los chilenos y chilenas de tener un padre sanguinario que ganó su torcida gratitud.

Lo que no consigue procesar con tanta facilidad es la posibilidad que tiene de decidir que el caso de los portonazos no caiga en el olvido definitivo. Bastaría con filtrar su informe a la prensa. Es una acción que no puede ser más sencilla y factible, está en sus manos, no tiene ninguna dificultad. Pero le costaría su pensión. Se lo advirtió el director en forma tajante. Una amenaza que no es vacía: son capaces de acusarlo de cualquier cosa. Por lo mismo, no puede eludirlo. Más que enredarse sin mucha seriedad con la legitimidad histórica de sus fondos de retiro, tomar esa decisión es un asunto verdaderamente personal. ¿Tiene o no el deber de pasar por encima de las órdenes del director y de los procedimientos policiales, debido a que está convencido de que no harán justicia? Lo hizo en otras ocasiones, cuando quizá era menos maduro y más arrogante. Pero ahora, ¿puede desvalorizar por completo las decisiones de la superioridad? ¿No debe aceptar que hay razones que él no entiende, ni tiene por qué entender? Morante no tiene respuestas claras, pero sabe que no será tan fácil zafar de su responsabilidad. No saber qué hacer nunca justifica la inacción, es un mandamiento que el comisario no se sacará con facilidad de la cabeza.

Cuando la ansiedad amenaza con apoderarse de él, se recuerda a sí mismo que nadie lo apura a decidir nada, solo imagina posibilidades. Está de vacaciones. Descansa. ¿Puede imaginar una vida que no consista más que en gozar de todo el tiempo disponible, el tiempo entero, leyendo y contemplando el mundo? Los meses que lleva en la cabaña han cambiado la respuesta que le parecía evidente con anterioridad. Capaz que sí, cree ahora, puede que no sea tan difícil después de todo. Y tampoco tiene tantas opciones. Lo más probable es que no tenga más remedio que aguantarse a sí mismo todas las horas del día de todos los días que le quedan por delante. No le queda otra. Lo que sí sabe es que podría continuar su estadía en ese lugar sin límite de tiempo…, en invierno quizás debería regresar a Santiago.

Recuerda a Julia. ¿Quiere insistir con ella? Su vida en la cabaña le aconseja que sí. Sería mentira decir que la ha echado realmente de menos, pero no puede imaginar que ella lo llegara a molestar en nada. Se ha convencido de que necesita una compañera, y Julia es… Bueno, ella es. Su vida en Santiago no le resultó tan compatible con su constante presencia, claro que él estaba de otro ánimo, un ánimo de mierda que le impedía comprometerse con nada ni nadie. ¿Insiste o la deja tranquila?

La llamó hace unos días. Ella se quedó callada durante un largo rato, hasta que le dijo una sola frase.

- Oscar, recuerda que soy una mujer madura. Estoy bien, no necesito nada. Si me llamas para crearme expectativas y hacerme sufrir mejor cortas al tiro.

Y él, el pendejo, solo fue capaz de farfullar:

- Tienes razón, Julia. Me haces falta… Dame unos días para llamarte…

Adriana Vallejos no ha dejado de retarlo cada vez que hablan.

Oscar Morante, parado al borde del barranco, a doscientos metros de altura del río, siente que le falta un empujoncito para decidirse por la contemplación y el amor.

Portonazos

Mario Valdivia V.





PORTONAZOS

Mario Valdivia V.



© Mario Valdivia V.


Primera edición, septiembre de 2019

ISBN edición digital: 978-956-9946-46-2


Diagramación digital: ebooks Patagonia
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Pehoé Ediciones es un sello editorial del grupo ebooks Patagonia


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Portonazos

Los hechos ocurrieron alrededor de las doce diez de la madrugada. El comisario Oscar Morante imagina la situación. El aire está tibio, la calle, oscura, no hay automóviles circulando, el follaje de los árboles ahoga las luces del alumbrado público. Apostaría que se trata de plátanos orientales o tuliperos. El informe policial, como es obvio, no abunda en esa clase de detalles.

El conductor detiene el Audi A6 plateado en la entrada de autos de su casa. Debe esperar que el portón automático se abra. El potente farol instalado para iluminar el lugar no se enciende; la luz automática falla una vez más. El comisario cree poder oír la grosería que farfulla el hombre sumido en el confort de su automóvil confiable y caro.

Salido de la nada, un individuo procede a golpear con un combo la ventana del lado del chofer, mete el brazo para destrabar el seguro por dentro, abre la puerta y tironea el cinturón de seguridad. El sorpresivo remezón violento del auto, el trueno que revienta a su lado y la nube de astillas de vidrio que lo salpica debieron producirle al conductor un shock instantáneo, imagina Morante. Casi no se da cuenta del manchón cargado de un olor extraño que emerge desde la oscuridad, destraba su cinturón, lo arrastra hacia afuera y lo lanza a la vereda. Trata de protegerse la cabeza y siente un dolor agudo en la rodilla de la pierna izquierda. En el suelo, recibe golpes violentos en las costillas y la cara. Pierde el conocimiento. Lo recupera al día siguiente en la clínica, cuando la policía consigue su declaración.

Los asaltantes patean al conductor repetidas veces antes de huir en el automóvil. Sin embargo, se ven forzados a abandonarlo segundos más tarde. El moderno sistema electrónico de control automático que queda en el bolsillo del propietario interrumpe la corriente eléctrica. Destruyen la radio al tratar de sacarla, roban un maletín del asiento trasero y desaparecen.

El comisario cierra la carpeta con el informe del último portonazo y apaga la lámpara del escritorio. Aunque la luz natural que entra a la oficina que le asignaron no es suficiente, no quiere transparentar sus actividades más allá de lo que es imprescindible.

La potencia de los anteojos tampoco basta. Se los saca para observarlos como si fueran bichos molestos. Nota hace días que no le quedan bien. Tendrá que comprar otros de mayor gradación.

Le suele el hígado tomar conciencia de la jaula de paneles de madera a media altura y vidrios traslúcidos donde lo arrumbaron en un rincón de la sección de Logística Operacional. Puede imaginar a su alrededor la gran sala sin divisiones en la que unas cincuenta formas borrosas se inclinan sobre las computadoras. Un constante murmullo de teclas, teléfonos y conversaciones entrecortadas entra por el cielo abierto del cubículo.

Debe concentrarse de nuevo, se ordena a sí mismo. Hacerse una idea vívida del asalto es la única manera de poder mantenerse enfocado en el relato del informe, latoso como un reloj de péndulo. Morante enciende la luz de nuevo y desplaza los anteojos hacia la punta de la nariz. El hombre, un profesional de las finanzas de 49 años, se llama Alejandro Francisco Bazán Rodríguez. El comisario se pregunta si el nombre usado familiarmente era Alejandro o bien Francisco. Los informes policiales, tan fastidiosos en ciertas materias, pierden de vista esas pequeñas verdades que a veces son muy decidoras.

Alguien golpea el tabique de madera del cubículo.

- ¡Teléfono, comisario! – Grita una voz.

Morante siente que recibe un gancho al estómago. La funcionaria no se da el trabajo de entrar por la puerta para avisarle en persona. Qué pensarán de él si todavía nadie se preocupa de instalarle un miserable teléfono. Comisario se ha convertido en un título humillante.

Sale en dirección al lugar del golpeteo.

– Gracias - rezonga.

Debe reprimir la compulsión de disculparse con la mujer por usarle el teléfono. Menos mal que existe el celular y las llamadas por la línea interna son poco habituales. Sin embargo, esa posibilidad lo mantiene permanentemente ansioso.

Hace poco uno de sus hijos lo confrontó con la pregunta de por qué estaba dispuesto a aguantar tanta huevá, tal cual. Él le respondió que quería terminar su carrera como Dios manda, pero no está seguro. Es una razón, por supuesto: entró a la policía dando por hecho que se trataba de una carrera de por vida, no va a abandonar el compromiso a medio camino. Sin embargo, quizá también le pesa el horror al aburrimiento… o la soledad… o el temor a sentirse fracasado. Morante no sabe cuánto más está dispuesto a aguantar con tal de seguir con su trabajo en la institución… Tal vez es solo el miedo de un viejo que teme a lo que sea que lo saque de lo familiar

La llamada telefónica no tiene mayor importancia. Agradece de nuevo y aprovecha a dirigirse al baño que está al fondo de la sala. Camina por la sinuosa huella de siempre entre los escritorios e intenta abrir la puerta. Está cerrada. El baño está ocupado. La vejiga se da por enterada con un apretón peligroso. Camina con indiferencia de regreso a su cubículo. Presiente que se insinúan sonrisas burlonas. ¿Le tienen contadas las idas diarias? ¡Maldita sea!, tendrá que subir a los baños del tercer piso, donde deberá lidiar con las bromas irónicas de los jefes. Nunca falta alguno en los servicios. La vejiga no le deja opción. Trata de adivinar a través de los vidrios del cubículo si el baño se desocupa, pero es inútil. Los cristales son apenas translúcidos. Decide esperar un rato antes de salir hacia los ascensores.

Al lado de tres de color rojo, Morante deja la carpeta sobre uno de los dos montones que suman un centenar de color azul. Los informes de los portonazos sin consecuencias colaterales de muertos o heridos de gravedad apenas merecen una constatación de fecha, hora, dirección, nombres de los afectados y números de identificación. Los otros, en carpetas rojas, obligan cuando menos a una somera interrogación de testigos y víctimas, con la correspondiente elevación del informe debido a la superioridad. El que acaba de revisar es azul, finalmente. Después de un par de días, la víctima ha sido declarada fuera de riesgo vital.

Siente que el corazón le late demasiado lento. Investigar portonazos es una gran mierda. Resolverlos, imposible. Salvo que haya cámaras y los asaltantes tengan prontuario, o que dejen huellas digitales llamativas en los automóviles. En ocasiones, cuando se trata de bandas dedicadas a esa clase de crímenes, se corre la voz en las poblaciones y no falta el informante que las delata. Un pequeño favor confidencial a los tiras puede significar mucho, nunca se sabe. Pero, por lo general, ¡nada! Y lo peor es el desinterés de la dirección y la fiscalía. A nadie le interesa gastar recursos investigando vulgares robos de automóviles que rara vez producen daños significativos a las personas. Todos saben que representan un gran negocio para las compañías de seguro; ¿para qué tanto atado? Se entiende que los alcaldes se agiten, con sus brillosos planes de seguridad ciudadana comunal, pero la policía de verdad, ¿para qué? Morante ha pensado si no debería interesar a algunos alcaldes con su trabajo. Sus jefes no están ni ahí.

El comisario aspira con profundidad. Se estaba quedando sin oxígeno. Endereza el cuerpo desparramado en la silla. Por culpa de alarmas electrónicas y candados, robar automóviles terminó por convertirse en un crimen de asalto. Es mucho más conveniente apropiarse de un auto en funcionamiento, en especial si es de cierta calidad. El lugar ideal para hacerlo es en los accesos a las viviendas. Masificado, el portonazo produce ansiedad pública en barrios acomodados, aunque no tenga consecuencias importantes. Morante estira los brazos y endereza el cuello. Centenares de casos violentos pero irrelevantes, sin solución posible, llenan los noticiarios de los canales de televisión noche tras noche… Se pone de pie y trata de apurar la respiración. Lo sofoca el destierro obligado que sufre de los pisos de los oficiales, las paredes del cubículo de jefe de sección de mueve papeles que lo rodean, la falta de policías a su cargo, el escritorio sin teléfono, el baño de mierda y el ajetreo a su alrededor de funcionarios menores que parecen acecharlo. Los dieciocho meses que le quedan por delante se sienten infinitos.

Le hace falta aire. La vejiga lo apura. Se dirige, por fin, a los ascensores para subir a los baños del tercer piso. Que sus vecinos se vayan a la mierda si se dan cuenta de que está apurado.

- ¿Qué tal, Morante? ¿Todo bien, como siempre?

- ¿Cómo siguen esas estadísticas?

Orina con la mayor indiferencia posible. A su lado se refocilan dos comisarios cuyos nombres no recuerda. Fantasea que los salpica. Por haber sido tan individualista le pasa, piensa, nunca una relación de verdad con ninguno de ellos. ¿Por qué mierda? Nadie está a su favor. Ahora que está débil, duele. ¿Por qué siempre se sintió tan lejano a ellos? Su humor le resulta ajeno, su ignorancia, su tosquedad, más palpables y bochornosas que nunca, sus afanes, incomprensibles. Siempre fue así, debe reconocerlo. Salvo Becker, el forense que vive jubilado en algún lugar del Valle de Elqui, y el viejo gran jefe, con demencia senil… Y quizá Crovetto, que está suspendido y acusado de cohecho. ¡Debe ir a verlo!... Y Cáceres, por supuesto. Tosco y simple como él cuando tenía su edad, pero con el corazón siempre bien puesto. Con una decencia innata metida en los huesos. De su padre le viene, el marinero chilote que Morante considera su amigo.

Sofocados por risotadas, los dos oficiales se dan tiempo para lavarse las manos con toda calma, hasta que se van del baño.

- Que le siga yendo bien… –, no puede evitar decirle uno de ellos desde la puerta.

El desierto blanco del urinario erguido frente a él, que le permite disimular que no continúa orinando, de repente lo llena de desolación. Morante siente que necesita algo en qué afirmarse que no sea la loza del páramo salino que tiene por delante. Va a dar un paso hacia atrás para salir del encierro, cuando se da cuenta de que un oficial joven, cuya cara le resulta vagamente conocida, se dirige a él desde los lavamanos.

- Comisario, le quiero agradecer que aprendí mucho de usted – dice.

El corazón de Morante parece desconectarse del resto del cuerpo. Un chorro de lágrimas a presión está a punto de reventar contra la pared enlozada del meadero. Urgido, desvía la mirada.

- ¿Qué aprendió? ¿En qué caso? - Farfulla con la cara semi oculta, a ver si consigue controlar los sollozos que lo sacuden por dentro.

- Un poco de decencia…todos aprendimos… en el caso de los curas – barbotea el oficial, aterrado, al mismo tiempo que salta hacia la puerta del baño para hacerse humo.

Tienen al viejo hecho mierda, piensa, más calmado, en el pasillo. Decide enviarle de inmediato un WhatsApp al inspector Cáceres. Es lo menos que puede hacer.

Oscar Morante se encierra en uno de los cubículos privados de wáteres hasta que consigue tranquilizarse. Se enjuaga los ojos y se suena en forma obsesiva, mientras respira hondo una y otra vez. Siente como entran y salen policías hasta que recupera la compostura. Menos mal que hay abundante papel confort. Se siente protegido. Decide que es un buen lugar para quedarse. Tiene que esperar que los ojos pierdan la irritación y el color sanguinolento. Se sienta sobre la tapa del escusado.

- ¡Decencia! Torpeza política, más bien – murmura para sí.

El comisario no se hace ilusiones. Se pregunta qué pensaría la exdirectora si lo viera en ese estado. Quizá se daría cuenta de lo que le hizo, imagina con auto indulgencia. Calmado, por fin, recuerda cuando la vieja lo visitó antes de irse del servicio. Fue a su departamento, sin hacerse ningún problema. Sin embargo, cuando él le ofreció un whisky, ella le pidió que no exagerara.

- Oscar, no joda – le dijo al encontrarse con su cara de reproche –. Me la jugué por no echarlo de inmediato por su numerito con lo del Padre, como me lo exigía y sugería medio mundo. Y me costó el puesto. Se lo digo no para quejarme, ¡qué más hacía ahí!, solo para que lo sepa. Escuche, ¿quiere jubilar como la gente? Acepte el cargo que le ofrezco. Deje su oficina, submarinee, váyase para abajo, hágase el huevón, ¡qué tanto, no le sale tan difícil!, dedíquese a esa mierda de los portonazos, poco y nada que hacer, olvídese de su querido Cáceres y de su amada Vallejos. Está solo... Lo va a pasar mal, pero es solo un año y medio. ¿No? Comparados con la cagadita política que me dejó, no son nada.

- Sé que es verdad, jefa. Le agradezco.

- Es lo que me gusta de usted, Oscar: cuando quiere, no come caca. Yo tampoco. A pesar de que no hago enemigos porque sí, tarde o temprano tenía que caerme mierda del cielo. Me tocó, finalmente… Bueno, me voy a la OEA.

- ¿Qué?

- Un jefe policial mujer es un hit.

- Me alegro por usted.

- ¿Oscar? Usted es un policía… un funcionario… de antes. Como mi padre… Murió amargado. Espero que usted no.

- ¿Qué me quiere decir?

Como si no lo oyera, ella siguió de corrido:

- Déjeme darle una lección. Gratuita, ¿sabe? Él y usted pertenecen a tiempos de cuando el Estado valía algo. Cuando hacía algo. Cuando tenía y significaba poder. Hoy todo se ha vuelto contratistas, concesiones, propuestas, demandas contra quienes resulten responsables, procedimientos parafernalias, apantallamiento. Lo que interesa es la transparencia, ¿ha visto algo más falso? No la capacidad de hacer, de cumplir con lo que se espera, de dar seguridad. Lo que importa no es que una funcionaria como yo haga algo, ¡no!, lo que importa es que esté dispuesta a mostrarle al mundo que mantengo mi culo impoluto. Una gran mierda, Oscar… El Estado de antes tenía riendas y rebenque, se esperaba de él que manejara las cosas, que arreglara algo, no que se revolcara en santidades e impotencias. El poder huele fuerte, Morante; ¡por necesidad! Desodorizarlo y ventilarlo es castrarlo.

El comisario recuerda bien que no supo qué decir. Con su conversación, la directora lo invitaba a comprometerse y él sentía que pisaba arenas movedizas. No porque temiera que ella lo estuviera grabando o algo así, no porque pudiera hacerse pública, sino por tener que confrontarla a ella, o sea a sí mismo, porque ya no valía nada como jefa pero era una máquina de cuestionarlo con preguntas de mierda.

- En el fondo, usted lo entiende bien, Oscar. Como mi padre. Democrático o no, el Estado no nació para ser santo. Esa fue la Iglesia, como no dejan de olvidarse muchos de mis amigos socialistas. Es un aparato de multiplicar el poder, controlar un territorio, ordenar y hacerse responsable del orden. ¡Nada más! Tiene algo sangriento, es inevitable, con o sin Ministerio de Derechos Humanos. Hay que ubicarse. Si el hombre es el lobo del hombre, el Estado es el lobo del lobo. Por si no lo sabe, es el que mató a Cristo, comisario, no quien lo lloró bajo la cruz. Usted todavía cree que eso es lo que se espera de un funcionario responsable: que imponga orden, que traiga estabilidad. Y si en el fondo tiene razón, en todo lo demás está equivocado sin remedio. Y lo demás es lo que importa hoy día. De lo que se trata es de disimular el poder, evitar responsabilizarse, hacerse la víctima, pasar por buenito y santita. El fondo se vació, Morante. No queda nada más que golpes de vista, emociones cebollentas, espectáculos manipuladores.… Un mundo para exhibicionistas sobrados de indecencia e impostura... Aparentar, no ser, es la cuestión. El ingenuo de mi padre…, y usted, para qué decir…. Él por lo menos tenía ideales, usted no es más que un inadaptado de provincia.

¿Debió preguntarle por él? Tal vez, sí. Ella insistía en nombrarlo, quizá quería que lo hiciera. Pero él no se atrevió, debido al ánimo precipitado que la arrastraba a hablar sin detenerse. El comisario había oído rumores del viejo dirigente político muerto en detención, al perecer de muerte natural. Que se hubiera presentado a un tribunal ante los requerimientos de una autoridad política que consideraba ilegítima, había sido una acción difícil de interpretar. Digna y ciudadana, o ingenua, quedaría para siempre cargada de una ambigüedad radical que nadie pudo aclarar.

No es lo último que se acuerda de la conversación que tuvo con la directora en su departamento, pero es lo último que quiere recordar en ese momento. Que ella lo ayudó a su manera, no tiene duda. Quizá pudo ser su amiga. Tal vez, pero en la OEA, ¿cómo? ..., y con esas amigas gordas, sesentonas y medio izquierdistas que se gasta, o esas flacas sufridoras... Pero lo ayudó, ¡carajo, no lo puede negar! Porque sí, sin ninguna obligación, gratuitamente, … a lo mejor porque le recordaba a su padre. Es la mejor demostración de que las convicciones tan definitivas que se decía que tenía llegaban hasta por ahí no más…, como todo lo preciso e indudable.

Oscar Morante decide que, por ese día, es más que suficiente. Son poco más de las cinco, pero está estragado. En el gran edificio de la policía no hay, en ninguna parte, el menor interés en lo que haga o deje de hacer. Se va a casa. Seguir pretextando que trabaja, moviendo papeles y abriendo y cerrando carpetas en su cubículo, le da vergüenza. Sube por las escalas al primer piso, donde se desliza hacia la puerta de entrada. Camina sin apuro. Devuelve con una contenida inclinación de cabeza el saludo de los oficiales de guardia y se marcha por el paseo 21 de Mayo en dirección a La Alameda.

Santiago sufre la peor ola de calor de la historia. En las dos primeras semanas de enero los termómetros promediaron 35 grados centígrados de temperatura máxima diaria. En más de tres ocasiones superaron los 38. Es el resultado del calentamiento global, sostienen algunos expertos en la tele; otros culpan al fenómeno de El Niño; otros dan a entender que todo es normal. El comisario se irrita por el sofoco. De ciertas cosas prefiere no saber ni entender más nada. La preocupación por el futuro de la humanidad que adquirió en los años adolescentes, cuando era obligación alinearse con la dirección que seguía la historia, se le ha atenuado con la edad y la impotencia… Para mejor.

Ese día, el calor no es una excepción. El ánimo en la calle es aplastante. Los vendedores callejeros, habitualmente gritones, están mudos. Sentados en la vereda bajo los árboles y las sombras de los edificios, son unos bultos inertes que miran al infinito sin hacer ningún esfuerzo por vender. Los perros callejeros acezan con la lengua afuera en los rincones más frescos, donde la humedad de repetidos meados humanos subsiste apenas. Vendedores de agua envasada exhiben en silencio sus botellas ante los transeúntes que se desplazan con pesadez. Decenas de niños se bañan en calzoncillos en la pila de la Plaza de Armas. Hasta los haitianos parecen sofocados.

El metro es una piscina de sudor maloliente. Morante aguanta la sensación de encierro como puede, mientras el tren avanza con lentitud hacia su barrio. Con ansiedad, lleva la cuenta de las estaciones que dejan atrás. Cuando por fin emerge en la superficie de la calle, el calor es peor, pero hay más aire para respirar.

Decide dedicarse a la cocina y preparar un boeuf bourguignon, más que nada porque es un plato que requiere método, calma y paciencia. No muy adecuado para el calor, pero lo que sobra aún más que el calor es tiempo. Se desvía apenas un par de cuadras para comprar carne y después, en la verdulería que queda en el camino directo a su departamento, adquiere cebollas, zanahorias, dientes de ajo y hojas de laurel. Está seguro de que tiene una botella de Cabernet Sauvignon en su casa, más de una, en realidad. Camina con lentitud. Parece un jubilado más de los que abundan en el barrio. Las bolsas plásticas que cuelgan de ambos brazos se ven muy pesadas.

Son más de las ocho y media cuando termina de meter en una olla la carne trozada en cubos regulares sin grasa, junto al vino, la cebolla picada pluma, una zanahoria en redondeles, un diente de ajo aplastado y una hoja de laurel, más sal y pimienta. Al día siguiente, antes de irse a la oficina, la meterá en el refrigerador. El cocimiento lo hará, con lentitud, en la tarde al regresar del trabajo. Necesita tres horas, por lo menos. Se advierte a sí mismo que no debe olvidar adquirir tocino de buena calidad y champiñones… un poquito de salsa de tomates no vendría mal.

Todavía hace calor. Abre las ventanas que dan al oriente y al sur. Se insinúa una brisa temperada. Es de esperar que la noche sea fresca. Comprueba que el diamelo joven plantado en un macetero en el pequeño balcón se ve saludable. La camelia, en cambio, no tanto. Las hojas cuelgan exánimes por el calor; si pudieran traspirar lo harían. Necesitan frío nocturno, que se acabó en Santiago hace meses. Morante chequea en el refrigerador que hay dos bandejas con cubos de hielo, antes de desparramar una entera en el macetero alrededor del tallo del arbolito. Cuando termina, llena un vaso con whisky de doce años y hielo. Es el único placer que se permite, se dice a sí mismo, como lo hace cada vez que lo toma. Acompañado del tintineo de los hielos se echa en el sillón de la sala a ver Netflix, el cine maravilloso que uno de sus hijos le instaló en la tele... Lo malo es que redujo sus lecturas a la mitad y se ha desconectado de los canales de noticias.

Trata de no hacerlo, pero no puede evitar oírse decir que la tranquilidad que le da pensar que el whisky añejo es el único placer que se permite esconde una gran mentira. Por algo le gusta tanto repetirla. No tiene derecho a descontar de sus lujos tanta lecturita inconducente, tanta serie de televisión entretenida. Quizá el tiempo que permite una vida sin mucha ambición… la despreocupación de la mediocridad…

Morante se da a sí mismo la orden de parar. Si continúa se va a deprimir. Se para y va a la cocina a llenarse otro whisky. Se obliga a pensar en el señor Bazán Rodríguez, la víctima del portonazo reciente. Sabe muy poco de él. El informe solo constata su profesión de ingeniero especialista en finanzas. Debe averiguar más. Entra el nombre en Google para informarse de que se trata de un respetado especialista, con un magister en una gran universidad norteamericana, que trabaja como alto ejecutivo en la gerencia de finanzas de un banco de la plaza. Bazán Rodríguez figura como casado con la señora Antonieta Peña, una conocida psicóloga clínica poseedora de varios post títulos. No tienen hijos…

El comisario concluye que es imprescindible conversar con Bazán. A ver si está dispuesto a reunirse con él. ¿Qué ocurrió que terminó tan golpeado? ¿Un simple descontrol del criminal? ¿Algo salió mal? Y los combos… Son pesados, no cualquier martillito rompe un cristal de un Audi de buenas prestaciones. Con seguridad los asaltantes eran dos. ¿Dos tipos en bus cargando sendos combos a media noche?, ¿o llevaban uno solo? ¿Y de dónde venían? Quizá llegaron en auto. ¿Dónde lo estacionaron? O pudo ser que alguien los llevara…

Como le ocurre a menudo, Oscar Morante constata en forma vívida que, más que pensar él, es una víctima de su pensamiento. Una víctima que debe acechar con atención a la maquinaria que piensa en automático sin pedirle permiso, porque lo peor de ella consiste en su sigilo y el camuflaje de ruidos con que se recubre. Es su larga experiencia de tira, convertida en quizá qué módulos neuronales que rebalsan las lecciones que ha sacado su razón. El comisario procura escuchar el flujo de ideas que circula por su cabeza sin hacer ningún esfuerzo por darle dirección o sacar conclusiones.

De pronto, siente los pulmones demasiado livianos. ¿Procura convertir un vulgar asalto con inconducentes consecuencias adyacentes en un caso policial desafiante? ¡No puede ser tan patético! ¿Está tan mal? Qué vanidad, qué desgracia, qué nulidad…

El vaso de whisky está vacío. Morante se dirige a la cocina a llenarlo de nuevo. Al regresar, reinicia el capítulo de la serie que estaba viendo. En cuanto lo hace, recuerda con alivio que en dos semanas más tomará sus vacaciones. El portonazo de Bazán Rodríguez deberá esperar un mes, por lo menos, para tener la posibilidad de no desaparecer en el mundo de las estadísticas de color azul. No tiene ayudantes, nadie hará nada mientras él no esté. El comisario procura dejar de lado un vago malestar. Se esfuerza por imaginar el pequeño hotel con vista directa al mar que le tiene prometido Cáceres. Descansar en Chiloé, salir de esa mierda de ratonera, le hará bien. Anticipa con ilusión la lectura de algunos de los libros que lleva.

Decide que un poquito más de whisky no le hará mal. Se dirige a la cocina, una vez más. No hay que tomar alcohol en presencia de la botella, sostenía su mujer, salvo vino Es un mandamiento que Morante cumple casi sin darse cuenta. Las botellas de whisky se guardan siempre en el aparador de la cocina

A las diez y media lo llama por teléfono Adriana Vallejos, su consultora de siempre. El comisario decide no responder. La llamará al día siguiente a primera hora. La psicóloga lo sermonea demasiado. Le advierte que es casi suicida que haya espantado a Julia, le asegura que terminará solo como un dedo, que está demasiado insoportable, que hasta sus hijos lo evitan. Y si le oye la voz, lo retará por tomar demasiado.

Alcanza a pensar que la psicóloga tiene razón en todo, antes de dormirse con la cabeza en dirección a la tele encendida, puesta en mute.

Mapas

Oscar Morante lleva desvelado varias noches seguidas sin poder parar de pensar, aunque decir que piensa no describe bien lo que hace. Darle vueltas y vueltas a las mismas ideas como un molino loco sería más atinado. El comisario sabe muy bien que no puede llamar reflexión a lo que ocurre cuando la cabeza le funciona como un wurlitzer. No está seguro cómo identificar lo que hace en las pocas ocasiones en que le consta que piensa, pero no es ese girar angustiado que no puede detenerse, con la inercia de una vaca rumiando.

Los portonazos lo abruman y aburren. Se han convertido en una entidad abstracta, casi metafísica, cuya realidad no consigue atrapar ni diferenciar de los informes que los relatan. Fuera de leerlos, no sabe qué hacer con los documentos, similares en su estupidez, que caen como lluvia sobre su escritorio semana a semana. Hay seis asaltos de esa clase al día en Santiago, lo que da cuarenta y dos a la semana y ciento ochenta al mes. Más de dos mil portonazos por año. Y aumentan, fuera de control, como la expansión del universo o la entropía, que oyó explicar en el canal Discovery. Sin personal asistente, ni siquiera puede visitar el sitio de los sucesos en forma personal. Al comienzo, corría de un lado para otro de la ciudad para observar con sus propios ojos la escena de los crímenes, pero dejó de hacerlo por inútil, y por el elevado consumo de combustible y tiempo. Hoy se limita a leer los burocráticos relatos, hechos en su mayoría por carabineros locales.

No sabe qué ocurre finalmente con los automóviles robados, los que se usan por lo general para efectuar robos sin dejar huellas comprometedoras de placas patentes, siendo abandonados y reducidos pocas horas después de los portonazos. Desde que los barrios comerciales y de negocios de Santiago han descubierto las cámaras de video, se han multiplicado los asaltos en las zonas de la ciudad en las que hay menos vigilancia, esto es, en barrios dormitorio. Por lo general, no hay grabaciones de estos portonazos. Morante ni siquiera cuenta con eventuales videos de los crímenes que se cometen con los autos robados. Son posibles grabaciones de las cámaras automáticas instaladas en estaciones de servicio, locales comerciales y oficinas bancarias con máquinas Redbank. Imagina que, con suerte, podría identificar los rostros grabados en ellas. Pero solo, no tiene cómo. Esos registros deben ser solicitadas en forma legal. ¿Con qué personal hacerlo?

En la práctica, los portonazos no son investigados. Todos lo saben, nadie se inquieta. Hasta los periodistas los olvidan, aunque cuentan con ellos para las temporadas de vacas flacas, cuando las noticias escasean. Las compañías de seguro los cocinan en sus estadísticas, el sistema económico los absorbe para distribuirlos sobre los ciudadanos en porcentajes minúsculos, como los terremotos, los incendios y el cáncer. Son hechos de la vida… si no fuera porque son asaltos violentos. En ocasiones se producen efectos colaterales sangrientos, incluso muertes. Esos portonazos son tratados como casos aparte. Hay deudos, la prensa aprovecha a escandalizar, la oposición aúlla sobre la incapacidad del gobierno de garantizar la seguridad pública. ¡Es lo mínimo que el Estado debe asegurar!, gritan alcaldes, diputados y senadores. Morante conoce de sobra el argumento y el ánimo hipócrita con que el asunto es refrito sin fin en la televisión para consumo de audiencias sonámbulas.

En su desesperación, discurre elaborar un mapa. Nada más ajeno a su manera de ser, pero se forzará a hacerlo, aunque no sea más que para mostrar que trabaja, que no lo ha vencido la resignación. Cuenta con estadísticas diarias de las direcciones exactas en las que ocurrieron portonazos en Santiago en los últimos tres años. Conseguirá un gran mapa de la ciudad y hará una indicación en el lugar de cada uno de ellos, distinguiendo por trimestre y año con colores y señas distintivas. Lo pegará en una de las paredes acristaladas de su oficina. Cuando menos, disimulará su inacción ante los burócratas que vigilan cada uno de sus movimientos. Está seguro de que será inútil, pero se obliga a sí mismo a imaginar que, quizá, en una de esas, sirva para algo.