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Mercedes López Rodríguez

BLANCURA Y OTRAS FICCIONES RACIALES
EN LOS ANDES COLOMBIANOS
DEL SIGLO XIX

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JUEGO DE DADOS

Latinoamérica y su Cultura en el XIX

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De acuerdo con las palabras de Alfonso Reyes en su ensayo “Última Tule”, igual que ocurre en el juego de dados de los niños “cuando cada dado esté en su sitio tendremos la verdadera imagen de América”.

CONSEJO EDITORIAL

WILLIAM ACREE

Washington University in St. Louis

CHRISTOPHER CONWAY

University of Texas at Arlington

PURA FERNÁNDEZ

Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC, Madrid

BEATRIZ GONZÁLEZ-STEPHAN

Rice University, Houston

FRANCINE MASIELLO

University of California, Berkeley

ALEJANDRO MEJÍAS-LÓPEZ

University of Indiana, Bloomington

GRACIELA MONTALDO

Columbia University, New York

ANDREA PAGNI

Friedrich-Alexander-Universität Erlangen-Nürnberg

ANA PELUFFO

University of California, Davis

Mercedes López Rodríguez

BLANCURA
Y OTRAS FICCIONES RACIALES
EN LOS ANDES COLOMBIANOS
DEL SIGLO XIX

IBEROAMERICANA - VERVUERT - 2019

Derechos reservados

© Iberoamericana, 2019

© Vervuert, 2017

info@iberoamericanalibros.com

ISBN 978-84-8489-642-5 (Iberoamericana)

Depósito Legal: M-28308-2019 Impreso en España

Diseño de la cubierta: Marcela López Parada

Ilustración de cubierta: Carmelo Fernández, Ocaña. Mujeres blancas.

Colección Biblioteca Nacional de Colombia (1852).

Para Nicholas,
porque uno de los placeres de escribir libros
es poder dedicárselos.

Para los campesinos colombianos y su lucha
por un mundo mejor y más justo.

Para todos mis mentores, presentes y pasados,
por su inspiración y afecto.

ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS

INTRODUCCIÓN

Cuestionar la pureza en el siglo de los blancos

CAPÍTULO I. Raza en otras palabras. Los alimentos y la construcción
de la diferencia corporal en la literatura del siglo XIX

CAPÍTULO 2. La blancura en el centro: cómo se performa lo europeo
en los Andes colombianos

CAPÍTULO 3. La blancura en los límites: los mestizos andinos
como blancos en proceso de construir la región

CAPÍTULO 4. El mulato renuente. Género, ficción y utopía
en las uniones interraciales de la literatura colombiana del siglo XIX

EPÍLOGO. El indio que desaparece de los Andes: indios, indios
mestizos y africanos
como tecnologías de representación
de la blancura

BIBLIOGRAFÍA

LISTA DE ILUSTRACIONES

Imagen 1. Ramón Torres Méndez, El tiple. Biblioteca virtual del Banco de la República de Colombia (1849)

Imagen 2. Página 1 del número 19 del periódico El Pasatiempo

Imagen 3. Ramón Torres Méndez, El orejón. Publicado en Holton, New Granada. Twenty Months in the Andes, 132 (1857)

Imagen 4. Carmelo Fernández, Ocaña. Mujeres blancas. Colección Biblioteca Nacional de Colombia (1852)

Imagen 5. Carmelo Fernández, Estancieros de las cercanías de Vélez. Tipo blanco. Colección Biblioteca Nacional de Colombia (1852)

Imagen 6. Carmelo Fernández, Soto. Mineros blancos. Colección Biblioteca Nacional de Colombia (1852)

Imagen 7. Carmelo Fernández, Notables de Vélez. Colección Biblioteca Nacional de Colombia (1852)

Imagen 8. Carmelo Fernández, Tunja. Tipo blanco i indio mestizo. Colección Biblioteca Nacional de Colombia (1852)

Imagen 9. Ramón Torres Méndez, Indios pescadores del Funza. Colección de Arte del Banco de la Repúblicade Colombia (1852)

AGRADECIMIENTOS

Aunque el acto mismo de escribir requiera silencio y soledad, el proceso de reflexión y maduración de las ideas es siempre uno de conversar y compartir. Este libro fue posible gracias al apoyo y acompañamiento de muchas personas que estuvieron dispuestas a escuchar, criticar, ayudar y leer a lo largo de estos nueve años. Fue pensado a través de diálogos que tuvieron lugar en tres comunidades: la Universidad de Georgetown, la Universidad de Carolina del Sur y la sección del Siglo XIX de LASA. A todos ellos, mi afectuoso agradecimiento.

Mi más querida interlocutora ha sido Joanne Rappaport, amiga, mentora y colega. Hemos discutido estas ficciones raciales en tantos y tan variados espacios: aulas de clase, salones de conferencias, su oficina, restaurantes, las calles de al menos tres diferentes ciudades y su cocina en Washington D.C. Mi profesor de estudios andinos, Erick Langer, ha sido siempre una inspiración. No me sorprende que los primeros seminarios graduados que enseñé trataran de imitar lo que aprendí con él. A través de nuestras conversaciones, pude entender la dimensión andina de mi trabajo, más allá de los límites nacionales y de los discursos nacionalistas tanto del siglo XIX como contemporáneos.

El Departamento de Español y Portugués y el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Georgetown me brindaron los espacios de interlocución y reflexión y la financiación necesaria para adelantar las primeras etapas de la investigación. En el verano de 2009, una beca de CLAS me permitió trabajar en la Biblioteca Nacional, el Archivo General de la Nación y la Biblioteca Luis Ángel Arango, en Colombia. Mil gracias a Gwen Kirkpatrick, Vivaldo Santos, Verónica Salles Resse, Tania Gentic y Adam Lifshey. Entre los años 2006 y 2009, el apoyo constante de Emily Francomano, Cristina Sanz, Ron Leow, Alejandro Yarza y Alfonso Morales-Front hizo posible la investigación que sentaría las bases de este estudio.

Este libro tiene una vocación colombiana y colombianista, inspirada en el compromiso intelectual de entender los procesos de larga duración cuyas consecuencias aún persisten y alimentan el conflicto colombiano. En este camino compartido, he sido honrada con el cariño y el compartir de Carolina Rodríguez, Orlando Javier, Cristina Espinel, Marc Chernick y todos sus estudiantes. Este libro es un pequeño homenaje a su querida memoria.

Gracias al College of Arts and Sciences de la Universidad de Carolina del Sur por su apoyo en la publicación de este libro. El departamento de Lenguas, Literaturas y Culturas de esta universidad es la comunidad académica con la cual todos soñamos algún día: un lugar marcado por el respeto, la camaradería y el apoyo intelectual y cotidiano. Muchas gracias a mis colegas del programa de español por su constante aliento y su diaria disposición a discutir y contribuir a las ideas que forman este libro. Muy especialmente doy las gracias a María Mabrey; sé que mis visitas a su oficina hacían su día menos eficiente pero más divertido para mí. Gracias a mis dos colegas y mentores Jorge Camacho y Francisco J. Sánchez, quienes han estado constantemente pendientes del avance de este libro y me han brindado sus consejos académicos y profesionales. Doy las gracias a mi colega Lucile Charlebois, cuyo compromiso hacia los estudiantes graduados me inspiró a seguir sus pasos. Tuve el privilegio de estar rodeada de un grupo de profesores jóvenes que con su entusiasmo contagioso me ayudaron a pensar, incluso en aquellas horas y en aquellos días en que sin ellos no hubiera avanzado mucho. Gracias a Isis Sadek y Raúl Diego-Rivera Hernández. Con mis colegas Andrew Rajca y Rebecca Janzen nos une el compartir el reto de ser académicos activos e innovadores, mentores efectivos para nuestros estudiantes graduados y a la vez conservar un toque humano y generoso. Gracias a mis colegas Eric Holt y Paul Malovrh por darme la bienvenida en este espacio y mantener siempre sus oficinas abiertas a mis preguntas. Mi colega Nina Moreno se ha convertido en mi amiga más cercana durante estos años de escritura. De ella aprendí todo: literalmente, todo sobre la universidad, la ciudad de Columbia y la vida en el sur.

Gracias a Nicholas Vazsonyi, jefe del departamento de Lenguas, Literaturas y Culturas, quien con respeto, madurez, sabiduría y generosidad es un constante apoyo y mentor de sus colegas más jóvenes. Gracias a mis colegas Drue Barker, Gabrielle Kunzli, Yvonne Ivory, Judy Kalb, Jie Guo, Jeff Persels, Kurt Goblirsch y Greg Patterson por su entusiasmo y cariño.

Gracias a mis estudiantes graduados, especialmente Julia Luján, Andrés Arroyave, Fritz Culp, Juan Cruz y Ben Driscol. A Ben Moore y Stephanie Orozco, por ser los primeros en creer en mí lo suficiente para confiarme la dirección de sus disertaciones doctorales.

Gracias al grupo del siglo XIX de LASA, a Carolina Alzate, Felipe Martínez-Pinzón, Vanesa Miseres, Adriana Pacheco, Carlos Abreu Mendoza, Sarah Moody y María Alejandra Aguilar por su generosa interlocución. La versión final de este libro debe mucho a Nancy Appelbaum de quien recibí inspiración para pensar el tema de la blancura, y un sostenido y generoso apoyo.

Con cariño y admiración, doy las gracias a mi colega y amigo José Cornelio, con quien he discutido cada idea presente escrita aquí. Este libro le debe todo a su amistad inteligente y sensible. A mis amigos de aquí y de allá. A Álvaro Baquero, el mejor amigo que uno pueda tener. A José Lara, Álex Vilasuso, Enrique Cortez, Yoel Castillo, Gabriel Villarroel, Julio Torres, Beatriz Kellog, Sulaiman Wasty, Jamie Minter, Rafi Robles, Carolina Castañeda, Daniel Castelblanco y Andrea Echevarria. A mi querida familia, especialmente a mis dos hermanos, Sonia y Miguel Eduardo.

Gracias a la Biblioteca Nacional de Colombia, la Biblioteca Virtual del Banco de la República y la Colección de Arte del Banco de la República de Colombia por permitirnos usar las imágenes de sus colecciones.

Mi más amoroso agradecimiento a mi primer lector siempre, Nicholas Lugansky.

INTRODUCCIÓN
CUESTIONAR LA PUREZA EN EL SIGLO DE LOS BLANCOS

“Las razas dejeneran por las malas instituciones que las rijen.
Y las razas rejeneran con las buenas instituciones.”
(FLORENTINO GONZÁLEZ, “El sofisma de las razas”,
El Neogranadino, 21 de enero de 1853)

“¿Y por qué los blancos le dicen a un novio, que no iguala con
la hija, cuando es indio o negro?”,
(EUGENIO DÍAZ CASTRO, Manuela, 1859)

“Conviene hacer notar que bajo la denominación común
de blancos no solo se comprendía á los españoles y criollos
puros, sino también al gran número de mestizos de español
e indio, enteramente blancos”,.
(JOSÉ MARÍA SAMPER, Ensayo sobre las revoluciones políticas, 1861)

Este libro se interroga por la manera en que los intelectuales colombianos del siglo XIX imaginaron una región andina poblada de campesinos blancos y blanco-mestizos, analizando el significado de dicha noción de blancura, especialmente en escritores como Eugenio Díaz Castro, Josefa Acevedo de Gómez, José Caicedo Rojas, Manuel Ancízar, José María Samper y Soledad Acosta de Samper y pintores como Ramón Torres Méndez y Carmelo Fernández. La blancura, asociada en lo individual con la moralidad y en lo público con la modernidad y el progreso, se encuentra en el centro de las narrativas sobre la nación colombiana. Más aún, entre finales del periodo colonial e inicios de la república surgió en Colombia una forma de pensamiento que ligaba el clima con la raza, produciendo una geografía racializada del territorio que concebía las regiones más altas de los Andes como los lugares ideales donde el clima y la historia confluían para concentrar la población blanca nacional. Este libro estudia en detalle el paradójico proceso de racialización de la región andina colombiana. En contraste con otras naciones como Perú o Bolivia, en las cuales los Andes se imaginaron como el lugar asociado con las poblaciones indígenas, las elites colombianas concibieron el espacio andino como el lugar ideal para la consolidación de una nación blanca, surgida a partir del mestizaje entre los indígenas, casi desaparecidos, y los europeos. Recientes estudios han deconstruido esta relación entre nación, geografía y clima (Nieto Olarte; Martínez-Pinzón Una cultura; Appelbaum, Mapping the Country of Regions), mostrando el complejo entramado simbólico a partir del cual las elites letradas republicanas pensaron el espacio, el clima y la geografía como las fuerzas que generaron la distribución de las razas en el territorio nacional. Pero, si bien sabemos que el pensamiento racial colombiano situó a los blancos en la cúspide de los Andes, aún persiste el interrogante por el significado de la noción de blancura. ¿Quiénes eran los blancos en una nación que recientemente había declarado su independencia de España? ¿Cómo se intersectaba esta categoría con las distinciones de clase, sangre y calidad que emergieron del reciente pasado colonial? En un país en el que buena parte de la población no descendía exclusivamente de los colonizadores europeos, este libro se interroga por el lugar que ocupaban las mezclas raciales y las uniones mixtas en la definición de la blancura. A su vez analiza cómo las expectativas sobre los roles de género afectaban la definición de quién podía o no ser blanco. Más aún, propone que prácticas como el consumo de bienes y la cultura material afectaban a la blancura de un individuo.

Este libro va más allá del enfoque de otros estudios sobre el papel del clima y la geografía en la construcción de representaciones racializadas de las regiones y sus habitantes, para explorar otras formas en las cuales la literatura y las artes visuales crearon un imaginario y un lenguaje racializado sobre los campesinos andinos, describiéndolos como más blancos que el resto de los habitantes de la nación. En particular, analiza la retórica a través de la cual se habla de ellos como más bellos, moralmente superiores, mejor vestidos y alimentados, elementos todos que potencian su inclusión en la categoría de los blancos. De igual manera, estudia la producción literaria sobre las uniones interraciales, para mostrar las contradicciones entre los proyectos letrados que imaginaban una sociedad homogeneizada a través del mestizaje, mientras temían las consecuencias que este proceso podía tener sobre el exclusivo grupo de los descendientes de los europeos. A partir de la revisión exhaustiva de estos tópicos, este estudio revisita la noción misma de blancura, abordándola como un concepto dinámico, que cuando se refiere a las elites implica pureza, pero que funciona de manera diferente cuando se aplica a los campesinos andinos en proceso de blanqueamiento. En este caso, la blancura es un lugar de privilegio desde el cual se enuncia una posición que sitúa a quienes la poseen en lo más alto de la jerarquía, pero que, sin embargo, no excluye la posibilidad de que en intersecciones específicas de género y clase puedan ocurrir mezclas raciales con otros grupos.1 Por ejemplo, en la literatura, la blancura se atribuye de formas diferentes a hombres que a mujeres, haciendo de ellas el repositorio de la pureza, mientras autores como José María Samper representaban posibles uniones con hombres mulatos, considerados como agentes de revigorización de la sangre y de las economías en bancarrota de las familias descendientes de los colonizadores europeos.

A lo largo de las siguientes páginas, la categoría de blanco se despliega en una construcción social cuya formación trasciende, pero no excluye, aspectos como la apariencia física o el parentesco. Ya que no se halla exclusivamente pensada en términos racializados, puede modificarse, regularse o perderse durante la vida de un individuo. A pesar de esta flexibilidad de la noción, la blancura como lugar de enunciación valida como superior a un conjunto de elementos concretos representados visualmente en grabados y láminas y textualmente en cuadros de costumbres, relatos y novelas, con los cuales se caracteriza a los habitantes andinos y su cultura material.

La búsqueda de la blancura y el blanqueamiento a través de las uniones interraciales adquiere una dimensión política en el discurso letrado, ya que ofrecía una solución a la heterogeneidad a la vez racial y geográfica del país, percibida como obstáculo en la consolidación de la unidad nacional (D’Allemand, José María Samper). Intelectuales como Samper, Ancízar o Pérez describían un territorio dividido, recurriendo al tropo2 de la diversidad climática, racial, de fauna o flora, una condición surgida de la especial geografía de un país a la vez andino y tropical. Esta heterogeneidad, vista como un problema nacional, es entonces el horizonte conceptual a través del cual los letrados explican la existencia de regiones racializadas, que justifican y naturalizan la jerarquía de poder derivada de esta noción, a través de la cual, los Andes ejercen poder real y simbólico sobre las demás regiones. No obstante, como han mostrado los trabajos de Nancy Appelbaum (Dos plazas y una nación; Mapping the Country of Regions), los letrados combinan una aproximación en la cual el país se halla dividido en regiones diversas entre sí, pero que son homogéneas en su interior. Esta supuesta homogeneidad de cada región y la preponderancia de las identidades regionales sobre la nacional son esenciales para entender las narrativas que forman la base de la nación en el siglo XIX. En este contexto, escritores, artistas e intelectuales imaginaron las regiones alto-andinas como el lugar donde residían la blancura, la civilización y la política, nutridas por el frío homogéneo de los Andes, rodeadas por cultivos de trigo y cebada, abrigadas en trajes europeos, habitando ciudades herederas del pasado colonial. Allí, los indígenas prácticamente habían desaparecido, los mestizos eran casi blancos y los mulatos eran pocos. Esta blancura andina, central en la formación de la región y de la nación, no ha sido suficientemente examinada, ya que la mayoría de la atención académica se ha dirigido hacia la racialización de las regiones tropicales. Sin embargo, la construcción de una región andina blanca no es menos problemática que la construcción de los trópicos exóticos e implica la exclusión real y simbólica de los habitantes no blancos dentro y fuera de la región.

Ficciones raciales continua con el esfuerzo reciente por cuestionar los discursos que ligan raza y región, explorando ambas categorías como creaciones políticas y representaciones sociales, y no como imponderables naturales, en un intento por alejarse críticamente de las construcciones simbólicas del siglo XIX, que siguen desempeñando un papel central a la hora de pensar la nación, aún en nuestro propio tiempo.3 En el marco de esta nueva aproximación, las páginas siguientes rastrean la construcción de la retórica sobre la blancura en la región andina y su supuesta homogeneidad racial, estudiando en detalle las narrativas textuales y visuales que la presentan como blanca o que equiparan las categorías de blanco y mestizo en las zonas rurales de la región.

¿BLANCOS DE TODOS LOS COLORES?

En 1832, durante los primeros años de vida republicana de la nación colombiana, las autoridades del pueblo de Bosa recibieron la orden del gobernador de la provincia de elaborar un listado de todos los “indios padres de familia”, que habitaban el lugar.4 Bosa es hoy en día un modesto suburbio de la ciudad de Bogotá, pero en la transición entre la colonia y la república era un pueblo de indios y, como muchos otros situados a lo largo de la región andina colombiana, se preparaba para iniciar el proceso de disolución de los territorios comunales indígenas y su fragmentación en parcelas individuales.

La lista tenía como propósito ayudar al gobernador a identificar el estatus de cada persona en el pueblo con el fin de facilitar la parcelación de la tierra. Esta decisión era parte de una política intermitente de distribución de las tierras comunales, adelantada desde finales del periodo colonial y continuada bajo la nueva república. Su objetivo era proteger el derecho de los indígenas a tener propiedades individuales, desmantelando a la vez las instituciones coloniales, que, evaluadas desde la mirada republicana y liberal, habían condenado al atraso a las poblaciones nativas. Se trataba de un nuevo desarrollo republicano con respecto al debate que se había adelantado durante el último siglo de dominación colonial acerca de qué hacer con los indígenas que habitaban la región central de los Andes colombianos: mantenerlos segregados de la población general a través de los resguardos comunales o integrarlos a la fuerza en la sociedad mayoritaria, distribuyendo sus tierras a través de títulos individuales, un procedimiento que además liberaría tierras para la expansión de otros grupos prioritarios en el nuevo orden nacional, los blancos y mestizos5.

Pero en 1832, luego de la independencia de España y con la abolición del marco legal colonial, las antiguas categorías ya no ofrecían certidumbres para el control de las poblaciones y el ejercicio del poder. Por tanto, en cumplimiento de la solicitud del gobernador, el cura, el alcalde y el teniente de indios de Bosa escribieron al jefe político municipal para plantearle una pequeña pero de ninguna manera simple duda: ¿cómo debían ser clasificados los “indígenas hombres y mujeres hijos de blancos y de blancas, y casados con blanco”, (440r-v)? De acuerdo con la carta, habían sido los mismos indígenas del pueblo quienes plantearon originalmente la cuestión a las autoridades locales.

La pregunta no buscaba establecer una reflexión abstracta e ilustrada sobre los límites del mestizaje. Por el contrario, se trataba de una duda muy concreta, surgida del intento de clasificar a los habitantes del pueblo a través de categorías que no reflejaban la realidad de las múltiples uniones interraciales que probablemente venían ocurriendo a través de sucesivas generaciones. Para probarlo, la carta estaba acompañada de una lista de los individuos atrapados en esta condición de inestabilidad:

Gregorio Cantor, hijo de Juan Nepomuseno Cantor, indígena, y Juana Peñalosa, blanca y está casado con Encarnacion Borda, blanca.

Gregoria, su hermana, casada con Joseph Manuel Fonseca, Blanco. Petronila Cantor, hija de Juan Nepomuseno, casado con Antonio Chavez, Blanco.

Eustaquia Amaya, Blanca, viuda de Juan Nepomuseno Cantor, indigena. Bartolome Barragan Mulato, casado con Petronila Vasquez, indigena por la Madre y blanca por el padre. (441r)

Otros seis individuos aparecían también en la lista, algunos clasificados como blancos casados con indígenas, otros como indígenas casados con blancos. Todos ellos unidos por relaciones interraciales y, en algunos casos, ellos mismos fruto de estas.

En su trabajo sobre la desaparición de los resguardos en la Sabana de Bogotá, el historiador Glen Curry nos informa sobre la respuesta del secretario del Interior, ante quien finalmente llegó la consulta de las autoridades del pueblo de Bosa. De acuerdo con Curry, el secretario decidió que los indígenas de sangre mezclada fueran tenidos en cuenta en los repartos de tierra, al igual que los indígenas de sangre pura (44-45). Las autoridades habrían de seguir una aproximación semejante en otros pueblos de la región como Pacho y Serrezuela. No obstante, tanto la pregunta como la lista que la acompaña y la respuesta nos interrogan de múltiples maneras. Regresemos por un momento a la carta: “Indigenas hombres y mujeres hijos de blancos y de blancas”,. El enunciado mismo quiebra cualquier noción previa que tengamos sobre quién puede pertenecer a cada categoría. Los hombres de la lista aparecen mencionados como indígenas, aunque al mismo tiempo se los describe como hijos de blancos y blancas. Vistos desde una forma de pensamiento racial contemporáneo, un individuo hijo de un indígena y un blanco pertenece a otra categoría: mestizo. Pero la forma en que la pregunta aparece formulada en el documento sugiere que la noción de pureza no resulta esencial en la definición de quién puede ser un indígena. Vale la pena entonces interrogarse sobre las categorías que se usaban para entender la diferencia, que estaban en juego en este momento particular en la transición entre el orden colonial y el republicano.

El presente trabajo intenta leer estas formas de representar la diferencia sin imponer un conjunto de nociones ajenas al momento histórico en que fueron enunciadas, especialmente el mestizaje como categoría fija de análisis. En su lugar, es necesario interrogarse por los contenidos a los que hacían referencia las autoridades locales del temprano mundo republicano cuando clasificaban a un individuo como indígena. Es posible que los de la lista de Bosa fueran indígenas exclusivamente porque vivían en tierras comunales indígenas. Es decir, que su clasificación dentro de un grupo no obedecía necesariamente a algún marcador físico, ya fuera la apariencia o el vestido, que los separara de sus vecinos no indígenas, con quienes obviamente tenían fuertes lazos de parentesco. Al enfocar nuestra mirada hacia los materiales textuales y visuales de los viajeros, artistas y escritores que describieron a los campesinos andinos del siglo XIX, este trabajo examina los elementos que separaban a blancos pobres, mestizos e indígenas, especialmente en espacios rurales como el del pueblo de Bosa. Mientras, en los documentos, las categorías raciales parecían separarlos, aquellos elementos sociales y culturales que los unían creaban lazos tan fuertes como para que contrajeran matrimonios legales, tal como se evidencia en el que acabamos de analizar. Como veremos a lo largo de las páginas de este libro, en la transición entre el mundo colonial y el republicano cabía la posibilidad de que hubiera discrepancias entre el estatus racial de un individuo y su clasificación como miembro de un grupo. Es decir, que, a pesar de que un campesino fuera considerado individualmente como indio o como mestizo, colectivamente, podía leerse a la población andina como blanca.

No obstante, el problema conceptual planteado por las dinámicas de la primera parte del siglo XIX va más allá de establecer cuáles son los contenidos de las categorías raciales en uso en el periodo. Más aún, la cuestión palpitante que nos plantea la transición entre el mundo colonial y el republicano es si estas clasificaciones pueden entenderse apropiadamente a través de la noción misma de raza, al menos de aquella que surge a partir del siglo XIX y que cada vez descansa más sobre la inmutabilidad biológica, fijada en el cuerpo de los individuos, que no puede ser alterada por efectos como el clima, el vestido o la alimentación. En documentos como el de Bosa y en las descripciones textuales y visuales, es obvio que la apariencia desempeña un papel importante en estas clasificaciones. Sin embargo, nos enfrentamos a formas de clasificación que son parcialmente genealógicas en cuanto apelan a la ascendencia (“blanco por parte de madre”,) pero que son históricamente anteriores a la comprensión genética de la descendencia. Este libro propone que los discursos y las prácticas de diferenciación entre los individuos y las poblaciones se construyeron a partir de una constelación de elementos que va más allá del color de la piel y la genealogía. Aún más, precisamente en la región andina oriental colombiana, en la intersección entre linaje y apariencia entran en juego otros elementos materiales como el vestido, la alimentación, el consumo de bienes europeos y el acceso a la alfabetización. Esta dinámica de representación de la diferencia es particular de este espacio debido a múltiples factores, por ejemplo, una geografía política que pensaba la ciudad de Bogotá y sus territorios adyacentes como el centro del poder político y una larga historia demográfica de uniones interraciales. En este sentido, uno de los elementos más sugerentes de esta lista presentada en el documento de Bosa es que, a pesar de la apabullante presencia de uniones interraciales, ninguno de los individuos se describe empleando la categoría de “mestizo”,. En su lugar, en un texto administrativo que se interroga por los indígenas del pueblo de Bosa, la clasificación usada con más frecuencia es “blanco”, o “blanca”,. Es justo aquí donde se insertan las preguntas de investigación que este libro intenta responder: ¿quiénes son estos blancos del primer periodo republicano? ¿Qué los separa de los mestizos y los indígenas? ¿Cómo se construye y se define su blancura?

El documento de Bosa pone en evidencia lo poco que sabemos sobre la forma en que se entendía y se representaba la diferencia poblacional en el temprano mundo republicano en la región andina colombiana. Pero, además, nos interroga sobre nuestro propio conjunto de categorías raciales, aquellas que llevamos en nuestra cabeza y en nuestros ojos y a través de las cuales interpretamos la información que recibimos. También nos cuestiona sobre la universalidad de nociones como mestizo, de problemática ubicuidad en el registro, ya que han estado presentes en el vocabulario colonial decimonónico y aún con más fuerza en el del siglo XX. Nos muestra los límites del mestizaje como marco de interpretación, interrogándonos sobre el significado de ser mestizo en un momento histórico específico, antes de la aparición de discursos como el del mestizo cósmico mexicano o de la supuesta democracia racial latinoamericana y de su extensión como categoría política nacional en Latinoamérica durante el siglo XX.

Este documento, fechado en el temprano mundo republicano andino colombiano, ha alimentado las preguntas que motivaron la escritura de este trabajo, aunque, a lo largo de los años, los interrogantes hayan cambiado. La primera vez que me encontré con esta carta, me sorprendía la ausencia de las categorías que yo había aprendido y naturalizado, específicamente la de mestizo. Pero, si renunciamos a intentar imponer nuestras propias categorías y prestamos atención al documento, es la idea de blancura la que nos interroga desde el siglo XIX, haciéndonos poner en cuestión una noción que ha permanecido relativamente inexplorada en la cúspide de todas las jerarquías sociorraciales: ¿quiénes son los blancos en la región andina colombiana del siglo XIX?

¿DEL SIGLO DE LOS MESTIZOS AL SIGLO DE LOS BLANCOS?

Volvamos un instante hacia el pasado colonial. En un sugestivo diálogo entre historiadores, Víctor M. Álvarez propone que el siglo xvii colombiano podría ser llamado el de la formación de las sociedades mestizas, debido a que fue entonces cuando empezó a afianzarse su crecimiento demográfico6. No obstante, el fenómeno mestizo habría de consolidarse apenas en el siglo XVIII. Entonces, su aumento, especialmente en la región andina, coincidió con la disminución de la población indígena. Este proceso demográfico tuvo un mayor impacto en las regiones aledañas a la ciudad de Bogotá, como puede verse en el curso de treinta años a través de las visitas de los funcionarios coloniales Berdugo y Oquendo en 1755 y Moreno y Escandón en 1778. De acuerdo con la visita de 1755, el área rural de Bogotá contaba aún con una población indígena que sobrepasaba por unos miles a sus vecinos no indígenas, constituyendo un tercio de la población (Rappaport, Disappearing 218; Bonnet Vélez 161-170). En 1778, en un lapso de apenas pocas décadas, las cifras correspondientes a los indígenas no habrían variado significativamente. En contraste, los números que reflejan a los vecinos no indígenas habrían aumentado, sobrepasando con amplitud al número de los pobladores indígenas.7 Es decir, mientras la cifra de la población indígena se mantuvo estable, la presencia de los vecinos no indígenas creció significativamente en la región. Los funcionarios que adelantaron estos censos (tanto Berdugo y Oquendo como Moreno y Escandón) eran defensores de la integración de los indígenas en la sociedad española, a través de la repartición de las tierras comunales, y su opinión pudo haber tenido cierto peso en su tendencia a ver a los indígenas como una población en desaparición, una idea de largo aliento en la región andina colombiana, como veremos más adelante. No obstante, y a pesar del cuidado metodológico con el cual leamos las cifras, es imposible pasar por alto el crecimiento real de la población no indígena en la región andina. Más aún, los números reflejan una actitud de la administración colonial que favorecía pensar, ver y contar a los habitantes andinos como no indígenas, un fenómeno que ha sido entendido por buena parte de los investigadores como un aumento en el número de mestizos, haciendo equivalente no indígena con mestizo. Es difícil entender quiénes eran estos habitantes vecinos o no indígenas de la región andina cuando los pensamos desde un sistema clasificatorio que privilegia el concepto de raza, tal como lo entendemos hoy, en el siglo XXI. Términos como vecinos no constituyen una categoría racial ni se basan en la apariencia física, sino en diversos y variados sistemas de clasificación en uso durante el mundo colonial. En este caso, ser vecino implicaba habitar un pueblo, pero vivir por fuera de las tierras comunales indígenas (Rappaport; Herrera Ángel). En un esfuerzo por nombrar estas poblaciones, los investigadores hemos usado la palabra mestizo, cuya definición en el mundo colonial tampoco corresponde con el sentido racializado que le atribuimos hoy en día.8 Sin embargo, con el paso del siglo XVIII al XIX, se produce una progresiva racialización de los términos, proceso que discutiremos en detalle a lo largo de este libro.

Lo cierto es que el siglo XIX parece continuar con esta tendencia demográfica que señala un aumento en la población no indígena en la región andina. Sin embargo, es necesario llamar la atención sobre el importante cambio que ocurre en la manera como se entiende la condición racial de estas poblaciones. A lo largo del siglo XIX, será más frecuente encontrar descripciones de los pobladores andinos en que la categoría mestizo pierde su fuerza y es paulatinamente reemplazada por la de blanco. Recordemos el documento de Bosa, que abre la reflexión de este libro, en el cual la clasificación de mestizo estaba ausente, usando en su lugar las palabras blanco e indígena. Esta inestabilidad en los sistemas de clasificación de la población ofrece nuevas luces para pensar qué significa “el temprano triunfo del mestizaje”, en la región andina, un fenómeno que los investigadores hemos aceptado ampliamente, para indicar la disminución de los indígenas (Jaramillo Uribe). Pero, como ha notado Curry, la separación entre indígenas y vecinos en el temprano siglo XIX tenía menos que ver con diferencias culturales o raciales y mucho más con la vinculación a una comunidad, un resguardo, a través del cual su estatus estaba regulado por una serie de normas de origen colonial (45). Con la desaparición de estas normas, las distinciones se hacen borrosas y aumenta la variabilidad en los sistemas de clasificación y la posibilidad de que los grupos intermedios puedan intentar un ascenso en la jerarquía racializada de la nación. Esto explicaría por qué, a pesar de que algunos intelectuales pregonaban el triunfo del mestizaje, otros colombianos y extranjeros, aún a finales del siglo, continuaban describiendo una región andina con una fuerte presencia de indios en las zonas rurales e incluso urbanas de la cordillera oriental de los Andes colombianos (Hettner; Camacho Roldán). Debido a las múltiples formas de pensamiento racial que se ponen en juego a lo largo del siglo XIX, la población campesina andina en el lapso de un siglo puede ser descrita alternativamente como blanca, indígena, mestiza o blanco- mestiza, dependiendo de quién sea el narrador.

Tal vez estas fluctuaciones en las formas de clasificar la población pueden apreciarse mejor en la información de los censos de 1852 y 1902. En el tiempo transcurrido entre ellos, el porcentaje total de la población colombiana considerada como mestiza se mostró estable, apenas variando de un 47% a un 49%, y continúa siendo mayoritaria. No obstante, lo que más llama la atención es el incremento en los números concernientes a los blancos, cuya población se duplicó, pasando de un 17% a un 34% (Palacios 17; López Rodríguez, La invención de la blancura 86). Es decir, después del avance del mestizaje en los siglos anteriores, durante el XIX un nuevo grupo se halla en crecimiento: el de los blancos. Esta duplicación del porcentaje de blancos en un lapso de solo cincuenta años es una evidencia significativa de los cambios en la manera en que se entendía la blancura, ya que, durante este mismo periodo, hay un consenso sobre el fracaso en las estrategias públicas para promover la inmigración europea al país. En paralelo a este crecimiento de los blancos ante los ojos de los letrados y administradores públicos que adelantaron el censo, la población indígena y mulata sufre una caída a casi la mitad. Debido a que sabemos poco sobre quiénes y cómo se hicieron estos censos, es difícil tomar su información como una medida real de los cambios demográficos nacionales, pero lo que demuestran claramente es un relativo éxito en la política de blanqueamiento, es decir, el triunfo de la idea de que, a través de sucesivas mezclas raciales, la población nacional podía hacerse cada vez más blanca, tal como predicaban intelectuales como José María Samper. Esta misma idea está presente en la Jeografía general física y política de los Estados Unidos de Colombia y geografía particular de la ciudad de Bogotá, preparada por Felipe Pérez a comienzos de la década de 1860, a partir de la información compilada por la Comisión Corográfica. En ella, Pérez afirma: “La raza blanca está representada en Colombia por un 50 por 100, la negra por un 35 y la americana ó indígena por un 15”, (171). Más que un cambio demográfico, lo que emerge de estas cifras es un cambio definitivo en las políticas y estrategias de representación sobre la población. Y es ahí justamente donde se concentra este libro.

Entre mediados del siglo XIX y comienzos del XX, se produjeron cambios en las representaciones sociales y los imaginarios que permitieron el surgimiento de un nuevo lenguaje racializado, enfocado en las diferencias regionales, en las actividades económicas de los individuos y en sus disposiciones morales (Arias Vanegas, Nación y diferencia 88-90). Es justo durante este periodo que la literatura y las artes visuales se convirtieron en escenarios desde los cuales se discutían, difundían y representaban visual y textualmente las ideologías raciales en contienda, mostrando, como afirma Beatriz González Stephan, que la literatura en el siglo XIX transcendió el campo de la creatividad artística y se extendió en general a la vida intelectual (González Stephan; D’Allemand, José María Samper 63). Las descripciones de tipos sociales y costumbres regionales producidas en la literatura y las artes visuales ofrecen materialidad a estas nociones raciales. Estas imágenes racializadas permiten pensar el espacio, el cuerpo, la condición moral, la disposición para el trabajo y el aseo como elementos que hacen posible reconocer e identificar la población a través de una noción dual de pertenencia y alteridad: “nosotros”, y “los otros”, (Pérez Benavides).

Si, hacia finales del periodo de dominación colonial, las actitudes de las elites favorecían pensar en la población no indígena de los Andes colombianos como mestiza, en el siglo XIX esa misma población fue cada vez más a menudo pensada, descrita, narrada, pintada y contada como blanca y blanca-mestiza. Se puede entonces argumentar que el XIX fue el siglo de los blancos, no necesariamente por los cambios demográficos ocurridos a lo largo del tiempo, sino por una transformación en la retórica y en la actitud de las elites hacia la población rural de la región andina. De la misma manera que el siglo xvii puede entenderse como el de los mestizos, a pesar de que su crecimiento demográfico habría de consolidarse apenas un siglo después, el siglo XIX sería el de los blancos, especialmente en la región andina, ya que es en este momento histórico particular en el cual ser blanco se convierte en componente fundacional de la formación de la nación y de la región.

CUESTIONAR LA PUREZA

Como veremos a lo largo de este libro, no hubo un consenso al respecto de quiénes y en qué circunstancias podían ser considerados como blancos o como mestizos. A diferencia del documento citado sobre los indígenas de Bosa, ensayistas posteriores como Manuel Ancízar o José María Samper prestan abierta atención a los mestizos, especialmente a aquellos que en la región andina consideran como más cercanos al tipo blanco que al indígena. Sus descripciones y opiniones favorecen el mestizaje como estrategia de mejoramiento moral de la población, como base de la democracia y, en general, como parte de un proceso de blanqueamiento que está ocurriendo paulatinamente en los Andes. En el siglo XIX colombiano, el mestizaje fue entendido como un proceso de blanqueamiento, en el cual las uniones interraciales generaban descendientes en quienes triunfaban las características de la sangre blanca (Safford; Rojas; D’Allemand, “Quimeras”,; Appelbaum, Mapping). El mestizaje así entendido no buscaba producir una nación de mestizos, una forma específica de ideología racial conocida como democracia racial, cuya enunciación solo será posible en el siglo XX bajo un régimen de saber en el cual se ha producido una estabilización del concepto de raza, controlado por un grupo de expertos que desde el Estado intentan el biogobierno de las poblaciones. En su lugar, el mestizaje del siglo XIX intentaba crear una población cada vez más blanca, en la cual, los individuos productos de las uniones interraciales se adscribían al grupo de los blancos o al de los zambos, dependiendo de un conjunto de características, entre las cuales el color de la piel era una entre varias. Este es uno de los mayores riesgos al tratar de entender el mestizaje durante periodos históricos diferentes al contemporáneo, ya que debemos suspender nuestro propio pensamiento racial y tratar de entender las construcciones del siglo XIX en sus propios términos. Es una empresa difícil, porque en la mayoría de los casos empleamos el mismo conjunto de palabras -blancos, indígenas, mestizos, mulatos-, pero se trata de categorías polisémicas, cuyos significados son fruto de largos procesos históricos de sedimentación, ya que, como ha puntualizado Marisol de la Cadena, el término mestizo ha tenido diferentes significados en momentos históricos específicos (Cadena, “Introducción”,). De esta manera, los textos con los que trabajamos emplean los mismos vocablos para significar procesos diferentes, haciendo borrosas e inestables las distinciones entre blancos y mestizos en medio de un proceso de blanqueamiento a través de la mezcla interracial. Como consecuencia, la pureza racial no se concibe como una característica necesaria en la definición de la blancura; más aún, mestizo no ha sido siempre una categoría racializada o atravesada por la impureza. De nuevo Marisol de la Cadena nos recuerda que en el mundo colonial los mestizos generaban aprehensión por su capacidad de generar inestabilidad social o política, pero no necesariamente por su impureza de sangre (Cadena, “Are ‘Mestizos’ Hybrids?”,).

En tanto que individuos en proceso de convertirse en “cada vez más blancos”, los mestizos republicanos descritos por Manuel Ancízar no siempre aparecen individualizados en una categoría discernible de los blancos (como sí ocurre con los mulatos, negros e indios). Es posiblemente la continuación de un proceso conceptual iniciado desde el tardío mundo colonial, como señala Jorge Orlando Melo, reflexionando sobre intelectuales coloniales como Moreno y Escandón: “Moreno quiere la asimilación cultural, y no le importa el mestizaje biológico: lo que busca es volver españoles a los indios, sin que interese mantener una sociedad de razas puras y separadas”, (Idea 11). El certero comentario de Melo demuestra una noción de mestizaje que no se basa exclusivamente en la mezcla biológica sino que además incluye cambios culturales y una nueva actitud moral en los individuos. El mestizo, física, cultural y moralmente, se integra al mundo español. Y, cuando ese mejoramiento moral de los indígenas falla, como propone en 1789 Joaquín de Finestrad, el mestizaje producirá zambos y mulatos (Finestrad, citado por Melo Idea 11). A lo largo de este libro, intento mostrar cómo esta integración colonial del mestizo en el mundo de los españoles continuó durante la república, ahora entendida como una asimilación a la categoría de los blancos, en un juego retórico en el cual se traslapan los significados de español y blanco.

Por lo anterior, en el siglo XIX andino colombiano los mestizos no siempre se representan como una suma biológica heredada de dos grupos anteriores, sino que se les da prioridad a las características que los vinculan con los blancos. Por ejemplo, en la pluma de Manuel Ancízar aparecen tan hermosos y bien proporcionados como los blancos. Además, con frecuencia los mestizos no se definen solo por su apariencia, sino por un conjunto de cualidades morales, positivas o negativas, dependiendo de quién los describa, ya se trate de sus defensores o detractores. “Es vigoroso de cuerpo pero inconstante para la lucha; pendenciero, embrollón y chicanero; inclinado á las artes y fanático en religión y política; inteligente, pero inculto”, dice José María Samper sobre el mestizo en su Filosofía en cartera. Una descripción que no dista mucho de “imaginativo, nervioso, pensador, intolerante, rutinero, novelero, caballeroso, fanático en todo, galante, muy celoso, aficionado á pleitear, ambicioso de gloria y de poder” con el cual describe a los blancos apenas unas líneas después (56-57). Estas descripciones arrojan luz sobre prácticas específicas de representación. Por ejemplo, nótese que ninguna de las que hace Samper sobre mulatos y blancos incluyen apenas superficialmente la apariencia, pero en cambio hacen un gran énfasis en detallar la personalidad moral de cada tipo. Más aún, como veremos a lo largo de este libro, en las descripciones visuales y literarias de la población andina existe una cercanía –y en ocasiones superposición– entre las categorías de blancos y mestizos, de manera que no sorprende que otros autores, como aquellos que redactaron el documento de Bosa citado al comienzo de esta introducción, prescindieran del todo de la categoría mestizo y emplearan solo la de blanco.

En un proceso paralelo, uno de los intelectuales más prolíficos de los Andes colombianos, Eugenio Díaz Castro, describe a sus personajes andinos dividiéndolos en dos categorías: una mayoría de blancos, señores y campesinos, y una minoría de indios, que están casi desapareciendo ante los ojos del lector. Díaz Castro incluso dedica una novela entera, Bruna, la carbonera (1878), a defender la blancura de los campesinos andinos, que, debido a su pobreza, oficios, forma de hablar y vestidos, son acusados de no ser blancos. En novelas como El rejo de enlazar (1873) o en su famosa Manuela (1858), regresa al tema, describiendo las diferencias entre indios y blancos en términos de color de la piel –bronceada para unos, rosada clara para los otros-, pero también apelando a su belleza general, codificada en el talle, el tamaño del pie y la fisionomía.

No hay grandes diferencias entre los mestizos hermosos descritos por Ancízar, los vigorosos mestizos de Samper y los bellos campesinos blancos de Eugenio Díaz Castro. Todos son “vástagos” de los españoles, como los llamara Díaz Castro. Sin embargo, la noción del siglo XIX de descendiente no implica la pureza que se habrá de evidenciar en el pensamiento racial a partir de la segunda mitad del siglo XIX, y que adquiere uno de sus matices más reconocidos en el one drop rule de los Estados Unidos, que convierte en una persona de color a cualquier individuo descendiente de una unión interracial. En contraste, la noción de blancura implicada en el proceso de blanqueamiento del siglo XIX colombiano no podía por definición aspirar a semejante idea de pureza, ya que se trataba de un constante proceso de mezcla que debía repetirse hasta que el producto se pareciera más a los blancos que a los indios, como José María Samper describe aquí:

[El indio] es rebelde, mientras no cruza su sangre, á la asimilación de una raza superior, caballeresca, literaria y comunicativa, como la española, porque su fisiología, sus tradiciones e ideas son refractarias a la expansión. No hay más recurso en ella que la absorción, por medio del cruzamiento, y eso, después de la tercera ó cuarta generación, siempre con nueva infusión de sangre europea; pues en el primer cruzamiento, el mestizo es generalmente envidioso, maligno, disimulado, pérfido, ingrato; y si una segunda infusión de sangre generosa no la mejora, vuelven á predominar ciertas malas inclinaciones de la indígena. (Filosofía en cartera 192)

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