Portada: Ocho fantasmas ingleses
Portadilla: Ocho fantasmas ingleses

 

Edición en formato digital: octubre de 2019

 

Título original: Eight Ghosts

En cubierta: ilustración de © Classic Stock / Alamy Stock Photo

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© De la edición, English Heritage, 2017

De los relatos, © Sarah Perry, 2017

© Andrew Michael Hurley, 2017

© Mark Haddon, 2017

© Kamila Shamsie, 2017

© Stuart Evers, 2017

© Kate Clanchy, 2017

© Jeanette Winterson, 2017

© Max Porter, 2017

© De la traducción, Esther Cruz Santaella

© Ediciones Siruela, S. A., 2019

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17996-33-8

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Entre estas cuatro paredes
ANDREW MARTIN

 

Ocho fantasmas ingleses

 

Huyen de mí quienes antes me buscaban
SARAH PERRY

 

El último caso del señor Lanyard
ANDREW MICHAEL HURLEY

 

El búnker
MARK HADDON

 

Premonición
KAMILA SHAMSIE

 

Nunca más salió
STUART EVERS

 

El Muro
KATE CLANCHY

 

Fuerte como la muerte
JEANETTE WINTERSON

 

La señora Charbury en Eltham
MAX PORTER

 

 

Diccionario geográfico de sitios encantados del English Heritage

 

Notas biográficas

 

El futuro es como un muro ciego o una niebla densa
que oculta todo a nuestra vista: el pasado está vivo
y móvil en los objetos, con un tinte brillante o solemne,
con un interés inmarcesible
.

 

Extraído de «On the Past and Future», en Table-Talk;
or, Original Essays
de William Hazlitt, 1821.1

 

 

 

 

 

 

 

 

1 Todas las citas y referencias recogidas en el presente libro aparecen en versión de su traductora (que es además la autora de todas las notas al pie que acechan estas páginas).

Entre estas cuatro paredes

De cómo los castillos, abadías
y casas de Inglaterra inspiraron
las historias de fantasmas

Las ruinas de Minster Lovell Hall —una elegante casa señorial del siglo XV en Oxfordshire— se hallan en una localización prometedora para los entusiastas de los fantasmas, entre el cementerio de la iglesia de St. Kenelm y un tramo solitario del río Windrush. El panel informativo del English Heritage anuncia que el lugar está abierto a «cualquier hora razonable del día», algo que probablemente no incluya el anochecer en un día de lluvia intensa. Y sin embargo esas fueron las condiciones en las que me planté solo delante de la casa, pensando en el rumor sobre el descubrimiento de un esqueleto en el sótano en 1718; supuestamente, se trataba del cuerpo de Francis Lovell, que se había escondido ahí después de la batalla de Stoke en 1487, al final de la guerra de las Rosas, y había muerto de hambre.2 A mi alrededor todo eran sonidos, algunos explicables (el arrullo de las palomas posadas en las ruinas de la torre, el rumor del Windrush), otros no tanto. De repente, noté una forma grande y gris sobre mi cabeza. Miré hacia arriba y vi un pájaro —una garza real, creo— deslizándose para aterrizar en el estanque contiguo.

Si hubiese echado a correr sin levantar la vista, habría tenido una historia de fantasmas que contar. Mientras caminaba de vuelta a la casa en la que me alojaba, fui pensando en inventarme una de todos modos, solo para comprobar el efecto de decirle a mi anfitriona: «Acabo de ver un fantasma en Minster Lovell Hall...». La mentira me habría parecido justificada por su valor lúdico, y es posible que me olvidase de que estaba mintiendo nada más empezar a relatar la historia. Si la hubiese contado lo bastante bien, mi anfitriona la habría ido repitiendo por ahí. Quizá ella a su vez la hubiese adornado, consciente o inconscientemente, y todas esas ocasiones en las que se hubiese vuelto a contar habrían sido un homenaje a la fascinación que despiertan las ruinas de Minster Lovell.

La difusión de mi cuento habría sido bastante folclórica, por el hecho de haberse comunicado de boca en boca, sin una excesiva meticulosidad respecto a los hechos. Desde finales del siglo XVIII, hemos mantenido nuestras obras de ficción y de no ficción en estantes separados. Sin embargo, una historia de fantasmas siempre debería parecer que es de no ficción o «verídica», por usar el término preferido entre los investigadores victorianos tardíos de la Society for Physical Research.

Es frecuente que se insista desde su principio en la veracidad de un cuento. He aquí el título de la que se ha calificado, por su tono forense, como la primera historia de fantasmas moderna: A true Relation of the Apparition of one Mrs Veal the next day after her death to one Mrs Bargrave, at Canterbury, the eight of September, 1705 («Una narración veraz de la aparición de una tal señora Veal al día siguiente de su muerte a una tal señora Bargrave, en Canterbury, el 8 de septiembre de 1705»). La historia, de Daniel Defoe, comienza así:

 

Lo que viene a continuación es algo tan extraño en todas sus circunstancias, y lo sé de tan buena tinta, que ni mi lectura ni mis conversaciones me han aportado nada igual. Habrá de agradar al inquisidor más ingenioso y serio. La señora Bargrave es la persona a la que se apareció la señora Veal tras su muerte. Es mi amiga íntima, y puedo dar fe de su reputación durante los quince o dieciséis años pasados...

 

Esta presentación de credenciales se convertiría en un mecanismo familiar que utiliza ya Oscar Wilde en su parodia El fantasma de Canterville (1887). En palabras de lord Canterville: «Me siento en la obligación de contarle, señor Otis, que al fantasma lo han visto varios miembros vivos de mi familia, así como el rector de la parroquia, el reverendo Augustus Dampier, que es miembro del King’s College de Cambridge».

Ya sean nominalmente reales o ficticios, los fantasmas tienden a ajustarse a unos patrones estándar. En el siglo XIX, Charles Dickens escribió que estos se reducen «a unos pocos tipos y clases generales; pues los fantasmas tienen poca originalidad y “caminan” por rutas ya marcadas». Tales palabras salen de la boca del viejo —e irritantemente sagaz— narrador de Un árbol de Navidad (1850), una historia menor de fantasmas escrita por Dickens. Ese desencanto con el mundo de los fantasmas es ajeno al propio Dickens, quien afirmó: «Siempre me he interesado muchísimo por el tema y nunca he perdido a sabiendas la oportunidad de indagar en él». Sin embargo, la mayoría de los fantasmas sí es convencional en cuanto a apariencia y comportamiento, bien porque así son ellos o bien porque así es buena parte de la gente que habla sobre ellos.

Los fantasmas femeninos de castillos o casas grandes, por ejemplo, suelen ser «damas» y tienden a ser blancas. Se han visto damas blancas (entre otros) en el castillo de Beeston, en Cheshire; el castillo de Rochester, en Kent; y el castillo de Goodrich, en Herefordshire. Hay melancólicas damas aristocráticas disponibles también en color verde (castillo de Helmsley, Yorkshire) y azul (castillo de Berry Pomeroy, en Devon, conocido popularmente como el lugar más encantado del English Heritage, y que cuenta además con una dama blanca).

La falta de cabeza es otra queja común entre los fantasmas. El icono de la decapitación, sir Walter Raleigh, se aparece en el castillo de Sherborne Old, en Dorset, mientras que un tamborilero descabezado tamborilea en el castillo de Dover. En la vecindad del castillo de Okehampton, en Devon, lady Mary Howard (n. 1596) se pasea en un carruaje hecho con los huesos de sus cuatro maridos muertos, elegantemente decorado con un cráneo en cada esquina y conducido por un cochero sin cabeza. Al amanecer del antiguo día de Navidad (el 6 de enero), un carruaje tirado por caballos sin cabeza cruza las ruinas de la abadía de Whitby y pasa por el borde del acantilado, lo que me lleva a apreciar el empeño de mi ordenador en sugerirme «descerebrado» en vez de «descabezado».

No podemos cerrar el tema de los espíritus tipo sin mencionar a los monjes fantasma. Hay uno (o más) en la abadía de Waverley, en Surrey; en la abadía de Bayham y en las torres Reculver, en Kent; en los prioratos de Thetford y Binham, en Norfolk; en Hardwick Old Hall, en Derbyshire; en la abadía de Rufford, en Nottinghamshire; en la abadía de Thornton, en Lincolnshire; en la abadía de Roche y en el castillo de Conisbrough, ambos en South Yorkshire; y en la abadía de Whalley, en Lancashire.

Llegados a este punto, se hace necesaria una digresión histórica con el objetivo de señalar que los monjes —como principales cronistas de la vida medieval— fueron también unos de los primeros escritores de historias de fantasmas. En torno a 1400, por ejemplo, un monje de la gran abadía cisterciense de Byland, en North Yorkshire, transcribió doce historias de fantasmas en las páginas que quedaban en blanco al final de una popular enciclopedia, el Elucidarium (llamado así porque arrojaba luz sobre temas de teología y creencias populares). El recopilador anónimo de historias de fantasmas tenía la ya mencionada preocupación por la veracidad. Era cuidadoso en cuanto a la localización de las escenas —mencionaba muchos lugares de la zona— y da el nombre de los protagonistas en más de la mitad de los relatos. El segundo cuento, por ejemplo, trata sobre «una batalla milagrosa entre un espíritu y un hombre que vivía en la época de Ricardo II»: un sastre de nombre Snowball que se encontró con el fantasma cuando iba de camino a su casa, en Ampleforth, muy cerca de Byland.

Uno de los fantasmas adoptaba la forma de una voz sin cuerpo, que gritaba «cómo, cómo, cómo» a medianoche cerca de un cruce de caminos. Seguidamente, se convertía en un caballo pálido y cuando el perceptor (William de Bradeforth) ordenaba marchar al «espíritu, en nombre del Señor y por el poder de la sangre de Jesucristo», el fantasma se retiraba «como un trozo de lienzo que despliega sus cuatro esquinas y vuela inflado». En otras historias, el espíritu es más corpóreo, un retornado como los que se asocian al folclore escandinavo: un cadáver animado y torpe. En la tercera historia, el retornado —el espíritu de un hombre llamado Robert, de la vecina Kilburn, que ha estado asustando a los lugareños y haciendo que los perros ladraran— acaba capturado en un cementerio y amarrado en los peldaños de la iglesia, tras lo cual empieza a hablar «no con su lengua, sino desde las entrañas, como si la voz saliera de un barril vacío». La historia termina —al igual que la mayoría de historias de fantasmas de Byland y muchas otras relatadas por monjes a lo largo de la Edad Media— con la víctima/protagonista confesando sus pecados y recibiendo la absolución. Los monjes tendían a concluir sus relatos de esta manera, subrayando con ello la eficacia de la oración a la hora de liberar las almas del purgatorio.

Incluso después de la disolución o supresión de los monasterios, los católicos siguieron creyendo en ese tipo de fantasmas previos a la Reforma: un alma que regresa y pide oraciones. Dado que el protestantismo había despachado la idea del purgatorio, todo aquel que conservase esas creencias empezó a parecer primitivo y supersticioso. De ahí que los monjes siniestros poblasen la ficción gótica, el género inmediatamente anterior a las historias de fantasmas modernas.

La ficción gótica (una reacción romántica contra el neoclasicismo dominante) tuvo su auge más vistoso a finales del siglo XVIII. Promovía lo antiguo, lo violento y lo macabro. Los monjes espectrales (así como las damas blancas y montones de decapitados) asociados a numerosas propiedades del English Heritage probablemente se implantasen durante esta fase gótica, cuando lo monacal parecía ser el epítome de la decadencia y la hipocresía del mundo medieval que había llevado sus monasterios a la ruina. Matthew Gregory Lewis creó el modelo con El monje (1796), seguido de cerca por obras sensacionales como El italiano o el confesionario de los penitentes negros (1797) de Ann Radcliffe, Gondez the Monk (1805) de William Henry Ireland y Melmoth el errabundo (1820) de Charles Maturin.

La vena anticatólica todavía se detecta quizá en la obra del distinguido anticuario y escritor de historias de fantasmas M. R. James, sobre todo en lo diabólico del epónimo El conde Magnus (1904). (Fue James, por cierto, quien primero transcribió y publicó —transcribió, no tradujo— las historias de Byland; disfrutó con el latín «tan refrescante» en el que estaban escritas).

Los escritores góticos se sentían atraídos por los monjes no solo por su teología exótica, sino también por lo pintoresco de sus hospedajes. Después de todo, la literatura gótica recibió ese nombre de su asociación con los edificios y ruinas «góticos», los monasterios y castillos con sus pasadizos subterráneos, las amenazadoras cresterías y las escaleras desmoronadas. Sin embargo, el nivel de histeria de esta literatura era insostenible, y su energía se canalizó —suavizando de paso los siniestros trasfondos— en las novelas de amor históricas más decorosas de Walter Scott. El nuevo sensacionalismo residía en las historias de fantasmas, cuyos autores trataban de apartarse del materialismo implícito en el darwinismo, del mismo modo que los escritores góticos se habían rebelado contra el racionalismo del siglo XVIII.

Se podría decir que las historias de fantasmas fueron la primera forma de «literatura de género», y durante un tiempo los avances científicos complementaron lo espectral, más que negarlo. Existe una analogía, por ejemplo, entre la telegrafía y la telepatía. Esos nuevos fantasmas vagaban en libertad por el mundo, y los escenarios típicos —castillos o monasterios en ruinas—, ya no eran necesarios...

Los fantasmas emigraron a zonas residenciales, donde les esperaba un público cautivo. En prácticamente todas las casas victorianas el comedor habrá albergado una sesión de espiritismo, cuyos refinados participantes no esperaban que se les presentase el típico aparecido frankensteiniano torpón, propio de las historias de fantasmas medievales; no había la fe suficiente como para que un ser así cobrase vida. Se aceptaba que la vida después de la muerte quedara probada de forma indirecta, a través de una voz incorpórea, un descenso de la temperatura o un movimiento de la güija. Si los participantes conseguían conjurar una manifestación sobrenatural, esta sería efímera y transparente.

La caza de fantasmas se fue haciendo cada vez más doméstica, y pasó a ocuparse de rostros aparecidos en ventanas, golpes de puertas, crujido de suelos y arañazos tras los rodapiés. (En las historias de fantasmas victorianas y eduardianas, los ingenuos protagonistas atribuirían primero esos ruidos a las ratas, aunque estas dejaron de invocarse tan a la ligera tras el gran papel que tuvieron en los horrores de las trincheras de la Primera Guerra Mundial). Un clásico del género de las casas encantadas es Relato de los extraños sucesos de la calle Aungier, escrito por Sheridan Le Fanu en 1851. En esta historia —cuya brillantez sugiere ya el propio título, con lo lúgubre que suena «Aungier»—, dos estudiantes de Dublín alquilan una casa que había pertenecido a un juez conocido por sus sentencias de horca. Una noche, tumbado en la cama, uno de los jóvenes se hace consciente de «una suerte de preparativos horrendos aunque indefinidos puestos en marcha en un barrio desconocido [...]». El propio Le Fanu pasaba noches despierto sumido en horribles elucubraciones y tenía una pesadilla recurrente: una casa grande que se derrumbaba con él dentro, dormido. Cuando murió en su cama —de un ataque al corazón y con una expresión sobresaltada en el rostro—, el médico comentó: «¡Al final se cayó la casa!».

También una cama es el punto focal de una de las mejores historias de fantasmas de M. R. James, ¡Silba y acudiré! (1904). El suceso fantasmal comienza al aire libre. Un académico muy racionalista llamado Parkins está paseando por una playa desolada y gris de Suffolk. Llega al lugar donde hubo una preceptoría templaria en la que desentierra un silbato de hueso. Se lo lleva a la posada en la que está alojado y en su habitación lo hace sonar temerariamente, levantando con ello un viento que se agita al otro lado de las ventanas. Es en la habitación donde al final tiene lugar la manifestación, en forma de unas sábanas arrugadas (inolvidables para quien haya visto el cortometraje de Jonathan Miller basado en esta historia y estrenado en 1968). Mi lectura de este desenlace es que el «sincero y arisco» Parkins se lleva su merecido por partida doble. En primer lugar, está la manifestación. En segundo, el hombre queda reducido a un temblor temeroso ante un objeto tan trivial como una sábana.

La más famosa de todas las apariciones domésticas la relató el célebre cazafantasmas y charlatán Harry Price en su libro de 1940 The Most Haunted House in England («La casa más encantada de Inglaterra»), es decir, la rectoría de Borley, en Essex. Cuando Price se iba de retiro a Borley —cosa que hizo con regularidad durante diez años—, se llevaba su «equipo de caza de fantasmas», que incluía una botella de brandi (por si alguien se desmayaba) y un par de «fundas de fieltro para calzado, para moverse en silencio por la casa sin perturbar a seres humanos ni a “entidades” paranormales en caso de que produjeran “fenómenos”». He aquí un ejemplo de cazafantasmas «dandi».

Cualquier clase de casa puede estar encantada. Dickens hablaba de la «casa evitada», la finca abandonada y misteriosa que queda en evidencia por la formalidad de las residencias convencionales que tiene a cada lado (a las que quizá avergüence). En la literatura, las casas encantadas tienden a ocupar la escala más alta del mercado. En el relato de Walter de la Mare Out of the Deep («De las profundidades», 1923), el protagonista, Jimmie, hereda la «horrible mansión vieja de Londres» de su tío. En Moonlight Sonata («Sonata de luz de luna», 1931) de Alexander Woollcott, uno de los dos protagonistas reside en «la ruinosa casa señorial de la familia, que había heredado con indignación». De nuevo, los poltergeists no necesitan una casa ni grande ni señorial. Se presentarán en cualquier sitio en el que haya muebles que tirar.

Haunted Houses («Casas encantadas»), un poema de 1858 de Henry Wadsworth Longfellow, comienza así:

 

Todas las casas en las que han vivido y muerto hombres

son casas encantadas...

 

Y cuantas más muertes, mejor, sinceramente. Por eso mismo fui a Minster Lovell Hall al anochecer. Es eso lo que me hace ir a cualquier propiedad del English Heritage: mientras los visitantes más diligentes están en la sala contigua escuchando hablar de la cornisa dentada y las molduras de las puertas, yo remoloneo en la sala anterior, fijándome en el espejo nublado, desafiando a cualquier rostro del pasado para que se aparezca junto al mío.

En resumen, lo que espero es ver un fantasma y disfrutar la sensación de asombro que —estoy seguro— acompañará al respingo de puro miedo.

 

ANDREW MARTIN

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2 El conflicto conocido como guerra de las Rosas o de las Dos Rosas enfrentó en Inglaterra, durante la segunda mitad del siglo XV, a las casas de Lancaster y York, ambas pretendientes al trono. El nombre se deriva del emblema de las dos casas: una rosa blanca en el caso de York y una roja en el de Lancaster.

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