De esta edición:

© Círculo de Tiza ( Derecho y Revés, S.L.)

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Título: Crónica de una paz incierta, Colombia sobrevive

© del texto: Aitor Sáez

© de las fotos: Aitor Sáez

 

Primera edición: 23 abril de 2018

Diseño Gráfico: Miguel Sánchez Lindo

Maquetación: Olga Colado

Impreso en España por imprenta Kadmos

ISBN: 978-84-120532-0-3

 

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera, ya sea electrónico, mecánico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la editorial.

 

 

 

 

 

A Laura, por abrirme las puertas de Colombia y su corazón.

 

A mi familia, por entender que todas las personas de estas
páginas valen cualquier sacrificio.

 

A todas ellas.

 

 

 

 

 

La vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir.

 

Gabriel García Márquez, El coronel no tiene quien le escriba

Nota del autor

Este libro comenzó en Grecia, a mediados del 2015, cuando conocí a mi actual compañera Laura, también periodista. Solía embriagarme con la pasión que emanaba al hablar de su país Colombia y de los inéditos pasos en las negociaciones de paz con las FARC. Los diminutos vasos de raki de las tabernas atenienses ayudaron a que esas selvas y despachos sonaran cada vez más cercanos.

Después de haber vivido en Brasil todo el 2012, mi deseo siempre fue regresar a Latinoamérica, por donde había viajado durante tres meses de mochilero. ¿Por qué me enamoré del continente? Por la autenticidad, tanto de su naturaleza como, sobre todo, de sus gentes. Sus esperanzas, sus rabias, sus preocupaciones, su alegría, todo; todo tenía un tinte tan genuino, todo se vivía tan a flor de piel. Muy al contrario de los aborrecedores debates en bucle con los que los jóvenes europeos nos regocijábamos en preocupaciones existencialistas.

Por razones más personales que profesionales, Bogotá ganó terreno a Río o Ciudad de México como la mejor opción. Tras cubrir las elecciones legislativas y el inicio de la crisis política en Caracas, aterricé en la capital colombiana en enero de 2016. Me entusiasmaban la idea de vivir y cubrir como periodista la transición de un país hacia la paz. ¡Por fin algo positivo!

Una euforia que el país disfrutó apenas un año. El plebiscito abrió la brecha entre las dos Colombias, la que vivió el conflicto y la que no. Con la aprobación in extremis del acuerdo y la tormentosa implementación posterior, la histórica paz se diluyó en las tinieblas hasta adquirir una connotación incluso negativa. Aun así, los periodistas gozamos de un período de gracia para acceder a territorios y contextos antes prohibidos por la violencia. Un terreno virgen donde afloraban cantidad de historias y testimonios impresionantes. A fin de cuentas, se trataba de los relatos de posguerra de un conflicto de más de medio siglo, que por primera vez se podía narrar excelsamente en primera persona. Un oasis para un reportero y por eso de hecho llegaron muchísimos otros compañeros.

Hasta hace muy poco tiempo habría sido impensable acceder a cuatro campamentos de las FARC (antes y después de su dejación de armas), a las filas del ELN, con los cocaleros, laboratorios de narcos, con disidencias guerrilleras, zonas fronterizas de contrabando, o simplemente a remotas veredas azotadas por los grupos armados. Tampoco hablar con tanta ligereza sobre narcotráfico sin recibir serias amenazas.

Tampoco a partir de ahora. Con el secuestro y asesinato de tres periodistas ecuatorianos del diario El Comercio, a manos de una disidencia de las FARC, se ha marcado un antes y un después para la libertad de prensa en Colombia. Los periodistas nos hemos convertido en objetivo o al menos ya no gozamos del respeto que había traído la atmósfera de paz. Lo que demuestra el recrudecimiento de un conflicto que a veces parece interminable.

Apenas dos años tardaron en llegar el Cartel de Sinaoloa mexicano o las bandas ecuatorianas, venezolanas y brasileñas para unirse a los remanentes de los grupos armados colombianos. “El narcotráfico es un pastel demasiado suculento; mientras haya narcotráfico, habrá conflicto”, me decía un compañero en Bogotá. Y así fue, la historia de Colombia era la historia del narcotráfico (o al menos parte de ella, matizaremos para evitar enfados). Y así nuestra labor periodística se tornó en una tortuosa odisea de excesivo riesgo, cuando hasta hace poco siempre había dicho que era muy agradecido trabajar en Colombia.

Me entusiasmó descubrir rincones y comunidades inhóspitas, que en numerosas ocasiones, conocían a un extranjero por primera vez. Me fascinaron esos encuentros y esas historias que, pese al dolor, guardaban una imponente fuerza de superación. Me enseñaron esas lecciones. Además, alejado del ritmo de los breaking news al que me había acostumbrado en Grecia y Venezuela, el sosiego con el que trabajé en Colombia me permitió sumergirme y reflexionar en esas emociones. Fue ahí cuando me di cuenta de que aquella no era la historia de un conflicto o unas gentes concretas. Era una introspección en los sentimientos y comportamientos universales de la humanidad en situaciones límite. Aquella extrapolación me hizo sentir a ratos más como un antropólogo, sociólogo o psicólogo que como un periodista.

De ese modo, este libro se impregna de esas reposadas impresiones y de esa universalización de contextos concretos. Cuando en la entrega de premios de la Asociación de la Prensa de Madrid (APM) Círculo de Tiza me propuso escribir un libro, sobre Colombia o Venezuela, no dudé por un segundo.

Sintiéndome tan inmerso en los recientes acontecimientos colombianos, me motivó poder aportar mi granito de arena al ejercicio de memoria y dignificación de las víctimas tras el brutal conflicto. De esas víctimas y protagonistas también alimenté mi pasión por este país, que en las más dramáticas circunstancias era capaz de sacar esperanzas e invadirme por ese aguerrido optimismo. Me apasionaron sus extremos, esa posibilidad de toparse con lo mejor y lo peor de un momento o lugar a otro. Y no me hizo falta ver ninguna serie de narcos para vibrar con esas realidades, que trascienden a la morbosa ficción de un mafioso, cuya historia y época desgrano holgadamente en uno de los capítulos. Eso sí, sin adornos y con la mayor rigurosidad posible.

De hecho, me irrito igual que mi compañera y como cualquier colombiano cuando en España asocian a Colombia únicamente con Escobar. Quizá ese es otro de los estigmas que he pretendido superar con este libro. Al terminar el libro me invadió una extraña nostalgia del pasado; no sólo por el vacío de dejar de escribir después de unos meses tan intensos, sino por el desolador camino que la llamada paz estaba transitando hacia un reavivamiento del conflicto con desplazamientos masivos, secuestros y asesinatos selectivos (incluso de periodistas) y combates que dejaban cifras de épocas que parecían enterradas, que despertaban viejos fantasmas entre la sociedad civil quizá más avanzada del continente, pero a su vez acomplejada al ver por el retrovisor los lastres de la violencia y la desidia.

Ahora ya ni el aguardiente puede iluminar la oscuridad que aquel raki entre ruinas griegas me ensimismó. Cuando llegué a Colombia se hablaba sobre todo de futuro y ahora se vuelve a hablar de pasado. Pensar que por el riesgo quizá no vuelva a los lugares donde anduve, me hacen verlos como otro país irreconocible de la Colombia en la que aterricé. Tal vez por eso, después de los infinitos vuelos, los pedregosos caminos, las selvas, los mosquitos, los fusiles; después de los desgastantes contactos y logística, después de las pasiones y del pesimismo, sólo quede la esencia de los seres humanos que conocí y de sus relatos traumáticos, que al final es lo que me motivó a escribir este libro y transmitirlo. Esa autenticidad tan latinoamericana que me enamoró y que en Europa se esfumó hace tiempo. Sólo revolviendo esos instintos más profundos, conseguiremos identificarnos en ese espejo al otro lado del charco que hace mucho perdimos de vista para mirarnos el ombligo.