I

Con el mecánico temblor que se apropiaba de sus músculos menores cuando estaba en un espacio abierto y rodeado de personas, Matías Parra arrancó la página del periódico y se dedicó, más que a doblarla, a reducir su perímetro al contorno de una flor marchita. Cada vez que arrugaba un papel para volverlo más portátil, lo hacía con la convicción de que no solo protegía su contenido, sino que estaba comprimiendo la contingente sabiduría allí escrita para ser descifrada tiempo después, sin importarle si ese papel contuviese el resultado de una competición hípica, la apresurada reseña dominical de una película, la hoja de calificaciones de un estudiante desconocido o la convocatoria a una concentración en la plaza de conciertos de la universidad.

Lo hizo con apremio, pero con cuidado, no porque temiera romper el papel, sino para evitar que sus dedos quedaran manchados con la espesa tinta con que lo imprimían —y que le confería a las fotografías o ilustraciones la apariencia de un grabado rústico—. Sin levantarse del todo, apenas elevando el anca izquierda de la húmeda grama, se embutió ese cuarto de pliego en el bolsillo de atrás de su pantalón, engordado de otros tantos papeles inútiles que luego, en la calma de su habitación, desecharía o archivaría.

Esa hoja en particular había capturado su atención por dos anuncios. Uno de ellos, impreso en la esquina inferior derecha y precedido por tres asteriscos, rogaba: «Se solicita estudiante atlética y con anteojos». El otro, un poco más arriba y en tipografía más pequeña, decía: «Se buscan secretarios para club de lectura. Últimas vacantes». Y aunque estos dos le habían estimulado la curiosidad más que los del resto de la página, no eran absolutas rarezas, ya que más o menos del mismo tenor eran los avisos clasificados del periódico universitario en esos tiempos.

En ese entonces Matías solía recorrer el polígono de la universidad en busca de fragmentos que aglutinaba en un catálogo personal: recortes de prensa, folletos publicitarios, textos de grafitis, mosaicos desprendidos del suelo, retazos de entradas de conciertos, boletos rasgados del comedor, fichas de la biblioteca, programas de exposiciones de arte, libretas abandonadas... Cada una de estas piezas eran para él células moribundas, pero no muertas del todo, cabellos maduros que —desarraigados, dispersos y prestos a caducar en el anonimato— se había propuesto reunir, no como mera antología del aparente paso del tiempo, sino para apertrecharse de insumos que más tarde serían el punto de partida para componer una pieza de arte escrita cuya forma aún desconocía. Al menos así lo había reiterado varias veces en un blog que llevaba, el cual —a pesar suyo— era un auténtico diario íntimo, privado y secreto debido a que no recibía visita alguna.

Sin embargo, insistía, aconsejado desde la Macedonia austral, en prometer su obra, aun cuando no la hubiese empezado, como si esa promesa fuera parte integral del futuro monumento. Pero por más relaciones electrónicas que buscó establecer, el joven estudiante no logró esos primeros lectores que pudieran atestiguar cómo él erigía las bases fundacionales en medio del desierto. Ansioso de ser oído, interrogado y alabado, se hizo imprimir en papel bond un centenar de tarjetas de presentación para promocionar su blog; la mitad las repartió en la entrada del metro Ciudad Universitaria y las restantes las fue dejando abandonadas en lugares que consideraba estratégicos, como lavamanos, mesas del comedor, barras de cafetines y en páginas selectas de una docena de libros de la biblioteca de la escuela de Letras. Pero el tráfico en internet no se vio alterado en lo más mínimo por sus intrigantes convocatorias.

La promesa de su obra por venir no se amilanó ante la carencia de auditorio y continuó engrosando archivos digitales con sus melosos arcanos: decía que planeaba contar historias a partir de potenciales epígrafes («líneas inaugurales») que recogía de aquí y de allá. O, para citarlo textualmente y que no se diga que nuestra paráfrasis devino en parodia: «Todo dato es susceptible de contener una historia, así como cada vientre de mujer es la promesa de una nueva civilización. Una entrada de cine o un boleto del metro son partículas irradiantes de un sinfín de historias posibles, una página de una agenda ajena es la posibilidad de completar esa vida, de arrearla por otro sendero. Un aviso clasificado es una oportunidad de resolver, al tiempo que se enuncia, un enigma. Cada fragmento de piedra, o de idea, es el centro de un universo que me propongo amasar y expandir». Y cuando tecleó esto último en su computadora, lo asaltó una imagen que le produjo rechazo: veía que lo veían como un tosco panadero que luego de hundir sus nudillos en un minúsculo trozo de masa, lo estira como una dúctil lámina de seda, la sazona, la hornea, la embala y la reparte a domicilio en una moto ruidosa. No, así no quería sentirse mirado. Pese a la desazón, no borró ni modificó el texto que había escrito; aunque, para conjurar la inoportuna visión, pidió por teléfono que le llevaran una prosciutto e funghi a la puerta de su edificio.

Consciente de que se había demorado ya bastante en esa fase germinal de recolección, Matías se daba ánimos repitiéndose una frase con el fervor con que se recita una letanía: «Mejor tener una poética sin obra que una obra sin poética». Se consideraba a sí mismo un espíritu sensible, presto a captar, con sus aguzados sentidos, unas puntuales manifestaciones del universo, pero hasta ahora no lograba experimentar la epifanía que había vaticinado para sí. Reconocía que el material acumulado en poco más de un año de labores arqueológicas, se había vuelto penosamente excesivo, y que no lograba desarrollar una idea, ni siquiera una frase a partir de nada de lo que había recogido. Aún no se desalentaba del todo, pues pensaba que la revelación vendría y le indicaría cuándo y cómo empezar a llenar el papel. Estaba inocentemente convencido de que a todo artista y a todo hombre de guerra siempre le llega una señal diáfana, inequívoca, y que lanzarse al ruedo sin esperarla es una insensatez. Por el momento no se había planteado la otra posibilidad: la de buscar la señal después, mirar hacia atrás una vez que ya estuviese metido en la aventura y acaso necesitara justificarla para no desfallecer, o para colorearla con un manto de divinidad, de destino ineludible.

Creía que esa señal le revelaría la forma y el lugar del sendero a transitar, pero su impaciencia era acaso más fuerte que su fe, y se decantó por poner en práctica una suerte de rústica alquimia para invocar milagros. Llegó a pasearse desnudo en la azotea de su edificio de la avenida Victoria durante una tormenta nocturna, ignorante de la posibilidad de una descarga mística de una miríada de voltios; solo llevaba puestas unas sandalias plásticas antideslizantes como cauta medida de protección, lo cual lo hacía lucir más pintoresco, pues resaltaba su palidez en degradé, la rala pelambre de sus muslos y el ensortijado amasijo de su entrepierna. Así, expuesto del talón para arriba, con su adarga constituida por una bolsa de plástico contentiva de su vestimenta, caminó de un lado a otro, chapoteando, sin conocer ningún mantra, sin tampoco saber qué palabras debería usar para hablarle a la divinidad que se le ocurriera aparecer en esa longitud del trópico. Recapacitó, casi dándose una palmadita en la sien: es el mensajero divino quien le debería hablar a él y no al revés. Casi le dio gracia el desliz, tanto ese de la azotea, como el de sus casi veinte años de existencia. No obstante siguió tercamente representando su papel, con la piel herida por las puntadas de agua, dispuesto a interrumpir su improvisado ritual (el tipo de oxímoron que describía su vida) solo cuando el diluvio cesara; pero en vez de un trueno revelador, le hablaron las descargas de un tiroteo. Entonces, Matías, temeroso tanto de ser blanco de una bala perdida, como de caer muerto en combate sin uniforme, se retiró lo más rápido que pudo, no sin resbalarse y magullarse las rodillas un par de veces.

En otras ocasiones, puertas adentro, a espaldas de la naturaleza, intentó diversos ejercicios de invocación numinosa: primero un ayuno de 36 horas encerrado en su habitación y luego un insomnio forzado durante igual cantidad de tiempo, estimulado por termos de café y emulsiones proveedoras de efervescente energía. En ambos casos, más allá de calambres en el cuello y en la baja espalda, y de la aparición de intermitentes puntitos de colores en el iris, no se le reveló noticia alguna de cómo empezar a crear.

¿Cuál biografía de santo o de escultor habrá leído Matías en su más tierna infancia que lo haya convencido medularmente de creer en lo que decía creer? Pretender responder sería intentar mentir.

Meses después, ya convertido en un hombre maduro, sentiría una vergüenza más bien cercana a la nostalgia, no tanto por esas acciones emprendidas, sino por su candorosa credulidad. Dejó de esperar la epifanía, o por lo menos dejó de provocarla, que es casi lo mismo. A pesar de eso, se mantuvo terco en su inercia de recolectar detonantes, como él llamaba a las ofrendas que le regalaban sus metódicas excursiones por el campus.

Como buen hombre de fe, es decir, lleno de oscuras vacilaciones, Matías comenzó a dudar sobre si en realidad su contextura intelectual se había quedado pasmada en la mera recolección, sin pasar siquiera a la caza y mucho menos a la agricultura o a la domesticación. Su punto de honor estaba, entonces, en su consistente esfuerzo por desafiar esa triste posibilidad. Si en su genética cultural estaba prefigurada esa tesitura sería un resquicio de su voluntad rebelde la que podría torcerla. Cuando eso se decía, se envalentonaba, más que como quien descubre el punto débil de un contendiente poderoso, como quien en un instante de peligro halla dentro de su bolsillo una navaja inesperada que le confiere una seguridad perecedera, durable quizá hasta el momento de saberse incapaz de blandirla con énfasis frente a un rostro ajeno.

Al margen de todas esas elucubraciones que alteraban la consistencia de su ánimo de forma pasajera, estaba la realidad material, es decir, la ausencia de una muestra física, de al menos una cuartilla producida por sus manos, que le permitiera evaluarse, meditar sobre su alcance, sobre sus carencias, sobre el verdadero conocimiento que poseía de sí mismo. Más allá de sus escarceos en busca de una epifanía que le había sido esquiva, no se había sentado o arrodillado a crear nada; así que no podía decir con propiedad que la ejecución de ese verbo sagrado que infunde vida a las ideas le resultase intrincada; de algún modo era una especie de invicto solo por el hecho de no aventurarse a combatir.

Entretanto, a veces con hambriento fervor, a veces con delicada contención, a veces con torpe modorra, acumulaba dentro de cajitas de zapatos esos preciosos desperdicios que algún día aspiraba a pulimentar con su pluma y verbo.

Ese vano y redondo periplo uniformaba sus días y se reconfortaba con la sensación de que el tiempo no pasaba, o de que al menos no pasaba frente a él, y por lo tanto no había apuro. Deambular por la universidad como un vagabundo, asistir a sus clases como un sonámbulo y rotular cajas en su habitación como un esclavo de fábrica: a eso se reducía su horario, a eventos que, despojados de cualquier contexto épico, trágico o cómico, eran el más absoluto aburrimiento, síntoma aparente de un espíritu estancado, sumido en la inercia de un largo preámbulo, como un avión que durante días rueda pesado sobre una pista, regodeándose en la textura del asfalto, aguardando el viento propicio antes de la aceleración final que precede al despegue.

¿Cuántas cajas tenía Matías? No las había contado, pero eran tantas como para hacer que su habitación pareciera una modesta zapatería del viejo centro de la ciudad (antes de que la ciudad fuera casi toda ella centro), de esas tiendas que tienen únicos modelos, únicas tallas y únicos colores; piezas más para la colección que para ser sometidas al maltrato del asfalto.

Aunque Matías no había desarrollado el rigor de conservar en un escrupuloso archivo todo lo que recogía, tampoco había llegado al extremo de convertir su cuarto en un pequeño basurero ingobernable. Sus cajitas estaban ordenadas una sobre otra. Al principio agrupó las piezas recolectadas por categorías más o menos caprichosas que iba alterando cada tanto: cine, teatro, comedor, biblioteca, vigilancia; o salud, deportes, riesgo, enamoramientos; o grama, concreto armado, agua, madera. Pero luego, cuando se dio cuenta de que ninguna categoría era suficiente para ordenar su mundo conocido, y mucho menos el por conocer, y que ya era impráctico reordenar según nuevos criterios lo ya acumulado y lo que descubría cada día, se decantó por agrupar todo por fecha, dentro de cajas de zapatos que rotulaba con el nombre del mes y del año correspondiente. En esa logística hubo de incorporar la recolección de esas cajas vacías, labor que (si Matías Parra hubiese llegado a tener algún renombre) merecería un estudio aparte.

A su tarea de coleccionista le dedicaba mucho más tiempo y energía que a los deberes académicos de estudiante, que si bien no los descuidó del todo, los redujo a la mínima expresión necesaria para aprobar los cursos con un esfuerzo moderado. La universidad se había convertido en mera excusa para realizar lo que él llamaba su presentación artística, que consideraba parte vital de ese preámbulo de la obra por venir. Consideraba que el campus era el escenario propicio para inventarse una personalidad, entre misteriosa y vagamente déspota. Estudió varios modelos, llegó a esbozarlos cual historieta, mezcló algunos, descartó otros. Cosió una burda capa de paño que no se atrevió a utilizar salvo en una fiesta de carnaval donde su atuendo de conde de los Cárpatos pasó desapercibido ante la infame ocurrencia de un profesor de Latín que asistió disfrazado del mariscal Göring. También alquiló en una farmacia un bastón ortopédico que, por su impericia al blandirlo y al presionarlo sobre el granito, le ocasionó una lesión menor en el hueso ilíaco. En vano buscó un sombrero de copa similar al de Charlot, o un frac azul con chaleco amarillo; en vano intentó dejarse un bigote proustiano, uno daliniano, uno edgarallanpoeiano; se dio cuenta de que el cuidado que requiere un mostacho respetable es acaso más arduo que el que demanda un bonsái. Quizá su peor imprudencia, que debe recordar aunque no quiera, fue tatuarse en el antebrazo, con letra pequeña aunque igual herética, el poderoso verso de Valéry donde le trocaron la palabra mer por merde, vergüenza que hubo de ocultar toda su vida con muñequeras o camisas manga larga.

A pesar de sus intentonas por subrayarse continuaba siendo invisible, no era más que una nota invernal de silencio entre el adolescente bullicio primaveral que inundaba los pasillos, salones y jardines del claustro.

Le inquietaba tener que inventarse a sí mismo a consciencia, sin seguir un guion preexistente, como consideraba que hacían los demás. Su proeza, blogueó, «[…] es más ardua, pues debo escribir mi propio guion, adaptarlo, corregirlo, ponerlo a prueba, como un actor confinado a los sótanos de una sala de teatro, mientras a lo lejos, arriba sobre el tablado, se oyen los aplausos de vulgares entremeses, todos tan parecidos entre sí. Acaso mi guion no tendría más remedio que ser una larga acotación sobre la ansiedad de tener que escribirlo… Padezco, sin duda, de esa angustia de no tener destino».

La entrada de Matías a la universidad fue desde el principio más que una afición por la academia, una vocación por el escape, una auténtica estrategia de evasión de compromisos.

Después de la infeliz escolarización del colegio (tan solo aliviada por obsesivos períodos de onanismo, de maratones de televisión por cable y de dispersas lecturas de libros usados que poco a poco colonizaron las esquinas de su habitación en forma de precarias torres que cada tanto se derrumbaban y tenía que volver a erigir siempre en un orden diferente), el apellido Parra comenzaba a reclamar su presencia dentro del negocio familiar.

Desde que tuvo consciencia —es decir, temor— de que ese escenario era cada vez más ineludible, hizo esfuerzos por demostrar su incapacidad total en el ámbito de la comercialización de bienes, sobre todo en un negocio tan exigente y tan poco valorado, como el de los retretes, lavamanos y accesorios para baños. Contrario a lo que pudiera creer el común de la gente, este era un negocio limpio donde predominaba el olor puro a porcelana virgen. Era el lado inmaculado de la plomería y las cloacas, su reverso, pero también su careta, su límpida puerta de entrada. Al menos eso era lo que ocasionalmente le decía su padre en las sobremesas para hacerlo sentir cómodo ante el futuro que Matías veía irrevocable. «El negocio de los retretes es el más limpio que hay, más que el de la papelería incluso. No hay nada más limpio que una poceta sin estrenar». Y era cierto, aunque ello no le sirvió para infundirle los ánimos suficientes que le permitieran agarrarle gusto a convertirse en el sucesor del señor Parra (apelativo con el que debía llamar a su propio padre puertas adentro de la fábrica).

El único medio que tenía para librarse, durante al menos un lustro, de aquel tedioso trabajo era realizar estudios universitarios y obtener una licenciatura, tal como lo habían sugerido reiteradas veces el señor Parra y la señora Parra de Parra.

Pero Matías la verdad no quería ni lo uno ni lo otro. Se había encariñado con la placidez de su rutina de bachiller en régimen completo de manutención, alterada solo cuando salía de su hogar para ir a comprar libros usados y películas en la plazoleta de la cinemateca, o cuando daba un paseo para ver alguna exposición en los museos de la zona de Bellas Artes. Allí descubrió que los urinarios podían ser, en algunos momentos de la historia, una pieza de arte, y poco después empezó a creer que la empresa bacinillesca de su familia era el preludio de una vida que él mismo podría consagrar a la creación.

Fue en esa época cuando abrió su memorable blog cuya primera entrada fue: «No nací rodeado de cuadros de pintura flamenca o entre lomos dorados de versos latinos, sino inmerso en esta variante endeble del mármol, aposento de pensadores reposados». Empezó a imaginarse la fábrica de los Parra como el reverso del viejo chiste del urinario: la factoría familiar que producía en serie piezas artísticas de porcelana era el museo; y por tanto allí, en medio de esas series de fríos cremas y marfiles, un óleo (pongamos por caso el de la vista de Delf o el de la blonda altivez de Carlota Corday) sería la nota discordante y escandalosa. Su sueño se le escapó mientras bajaba la palanca y un remolino en dirección horaria se llevó consigo sus ideas, aunque sin arrebatarle ese germen que empezó a convulsionarle el espíritu.

Si bien no insistió en esa idea específica, pues a los días empezó a parecerle primero inviable, y luego ridícula, sí inició una evaluación consciente de su espíritu, lo puso en perspectiva. Le hizo preguntas a través del verso libre y del verso encadenado, territorios donde se vio vapuleado una y otra vez.

Yermo, fetal (todo yema y todo clara aún), la única certeza que intuyó era que debía romper el hilo genealógico pese al riesgo (o deseando precisamente eso) de dar tumbos ciegos en el laberinto de una orfandad deliberada.

Aprovechó entonces la tregua concedida (en la que los años de estudio en la universidad lo mantendrían alejado de la empresa de los Parra), la empleó para liberarse de una esclavitud heredada y bien remunerada. Y creyendo eludir el destino que le tocaba, se entregó a cumplirlo cabalmente.