Benito Pérez Galdós

España trágica

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- I -

«1.º de Enero.— Ha sonado la última campanada de las doce. 1870 recoge la herencia del escandaloso 69, año de acciones difusas y de oratoria sinfónica… '¿Y qué haré yo con tantos discursos? —dice este pobrecito 70, que nace sobre los mismos hielos que han sido sepultura de su padre—. ¿De qué me servirá la opulencia verbosa de estos caballeros constituyentes?… ¿Por ventura, el diluvio retórico fecundará la simiente de la República o nos traerá un nuevo retoño del árbol secular de la Monarquía?'.

»2 de Enero.— Si escribir pudiéramos la Historia futura, corriendo más aprisa que el tiempo, yo escribiría que el Rey X, si acaso lo encuentran, no querrá venir a este cráter del volcán en erupción. Se le quemarán las botas.

»3 de Enero.— Estos Carabancheles son desprendimientos del apretado cascote que llamamos Madriles. Hastiados de formar en ringleras, sin aire ni luz, algunos caseríos se han escurrido bonitamente hacia el campo. Aquí vivo, no por mi gusto, sino por el de mi madre, que como buena campesina tira siempre a las Afueras.

»6, día de los Santos Reyes.— ¡Oh, qué visión divina me trajeron los Magos de Oriente!… Pasó el tiempo en que mi buena madre dejaba en el balcón mi zapato para que Gaspar, Melchor y el negro Baltasar me pusieran en él soldados o cañoncitos, que colmaban mis inocentes ambiciones. Anoche, sin aventurar zapato ni chinela, los Reyes fueron para mí más que nunca propicios y dadivosos, porque apenas abrí hoy la ventana por donde suelo contemplar la huerta de esta casa y la de la casa medianera, separadas por vieja tapia, vi una figura, imagen, persona, que al pronto me pareció ángel, después mujer. Verla y pensar que había encontrado mi novia definitiva, el ideal de amor, fueron dos facetas de un solo momento, iluminadas por un solo relámpago… Cuando absorto clavé mis ojos en la hermosa visión, esta me miró a mí… Pasado un segundo, dos quizás, la imagen se desvaneció tras de un ciprés… Esperé un rato; no la vi más. Yo miraba al ciprés y le decía: 'ciprés amigo, apártate un poco; déjame ver si…'.

»7.— Estoy tristísimo. Temo y espero y desconfío. Mis pensamientos han volado a otro mundo, dejándome en una perplejidad ansiosa y muda. Mi madre me riñe por mi sombrío silencio. Con falsas alegrías y afectada locuacidad disfrazo yo la turbación de mi alma… Viene mi amigo Enrique Bravo, exaltado patriota, escritor agresivo, tribuno vibrante, que cultiva en su propio ardimiento y en fogosas lecturas el arte de las insurrecciones. Con palabra bravía me habla de la Convención, de Bonaparte en el Consejo de los Quinientos, de Carlos X, del ministro Polignac y de las Jornadas de Julio. Le contesto vagamente… Volvieron de muy lejos mis opiniones, y como bandada de avecillas que requieren sus nidos se posaron en el ciprés…

»12.— Con Enrique fui hoy a Madrid. Estuve en la Iberia hablando con Fernando Garrido y con Gil Sanz. Luego entramos en el Congreso; subimos a la tribuna y asistimos a la presentación del nuevo Gabinete; vi a Rivero en el banco azul, le oí un discursillo corto y duro. Su facha es de cíclope, su palabra de hierro, ceceosa; va soltando las cláusulas como si las forjara con potente martillo sobre un yunque gramatical. No me enteré bien de lo que dijo, ni de los argumentos de Figueras, que interpelaba sobre la crisis… Salí de la tribuna y bajé a la calle con mi amigo, sin darme cuenta de lo que allí pasaba. Bravo lo decía todo; yo asentía con cabezadas mecánicas y con un mirar sin fijeza. La Política y el Parlamento me resultaban de una pequeñez atomística…».

Estas y otras ocurrencias o impresiones, humoradas, hechos de índole personal o de interés público, anotaba casi diariamente en un rayado libro el joven Vicente Halconero, hijo de Lucila, bien conocido ya del lector familiar, que en anteriores páginas le vio entrar y salir, paseante de Madrid, alma candorosa y bella, voladora por los infinitos espacios en que giran los astros y las ideas, inteligencia vagabunda, ambiciosa y sedienta, nunca satisfecha, nunca saciada.

Andaba ya Vicente en los veinte años no cabales. Su rostro melancólico, de viril belleza delicada, casi lampiño, reproducía las facciones de Lucila y las del Apolo de Belvedere. Aunque la corrección clásica no alcanzaba al cuerpo mezquino y endeble, este no carecía de gentileza y arrogancia. Su cojera, modificada por el prurito de disimularla, había llegado a ser una imperfección casi distinguida y de buen tono, como la cojera de Byron. La adoración y el mimo de su madre realzaban con excelente ropa la persona del primogénito de Halconero; pero este desdeñaba la elegancia sartoril, y apenas Lucila se descuidaba, iba derivando hacia la sencillez, y de la sencillez hacia el desaliño.

De cuanto pudiera decirse acerca de Vicente Halconero, lo más fundamental es que provenía espiritualmente de la Revolución del 68. Estas y las ideas precursoras le engendraron a él y a otros muchos, y como los frutos y criaturas de aquella Revolución fueron algo abortivos, también Vicente llevaba en sí los caracteres de un nacido a media vida. Produjo ciertamente la Gloriosa medias voluntades, inteligencias en tres cuartos de madurez con incompleto conocimiento de las cosas, por lo que la gran procesión histórica partida de Cádiz y de Alcolea se desordenó a mitad de su camino, y cada pendón se fue por su lado. La razón de esto era que buena parte de la enjundia revolucionaria se componía de retazos de sistemas extranjeros, procedentes de saldos políticos. La fácil importación de vida emperezó en tal manera a los directores de aquel movimiento, que no extrajeron del alma nacional más que los viejos módulos de sus ambiciones y envidias, olvidándose de buscar en ella la esencia democrática, y el secreto del nuevo organismo con que debían armar las piezas desconcertadas de la Nación.

Casi todo el dinero que la hermosa Lucila destinaba al bolsillo particular de su primogénito, disipábalo este en un tabuquito de la Carrera de San Jerónimo, la humilde librería que las manos de Monnier transmitieron a las de Durán, y de estas había de pasar después a las de Fernando Fe, constituyendo en tan mezquino y obscuro local una especie de aduana por donde recibíamos la importación de cultura europea. Difícil es precisar la innumerabilidad y catálogo de libros que con la divisa de Didot, Charpentier, Plon, Hachette, Levy y otros afamados mercaderes de material literario han entrado por allí en más de medio siglo, y el cúmulo de ideas que enfardadas en masas de papel pasaron de los grandes cerebros del siglo a la fácil asimilación de nuestros ávidos entendimientos.

Parroquiano constante de Durán fue Vicente Halconero, que completaba el gusto de adquirir libros con el honor de encontrar en la menguada ermita o cuchitril aduanero a Castelar o a Cánovas del Castillo, arrimados al estante bajo de la izquierda conforme entrábamos; a Campoamor, a Echegaray, a Gabriel Rodríguez, a don Francisco Canalejas, o bien a Pi y Margall, Giner de los Ríos, Alcántara, Calderón y otros muchos que estaban en los medios o en los principios de la fama. Muchos iban por la Literatura, otros por la Filosofía o la Economía política… Halconero no hablaba con las personas eminentes que allí veía, por sentirse muy inferior a ellas en edad y saber: contentábase con el golpe de vista y oído, y con el roce; hablaba sólo con Durán, la mitad superior de un hombre pegado a una mesilla escritorio, en la cual, a la luz de un mechero de gas, despachaba el género cultural extranjero en grandes y pequeñas dosis.

Antes del 68, ya el hijo de Lucila dejaba pesetejas y duros en la covacha de Durán. Pero el gran derroche vino después de la sacudida del 29 de Septiembre. Como compuerta que se abre soltando el libre curso de las aguas embalsadas, la Revolución dio entrada a una impetuosa corriente de literatura extranjera. Obras que en Francia eran viejas, vinieron acá como novedad fascinadora. La censura y las prohibiciones habían alejado de nuestros paladares el vino nuevo de Europa, y de pronto la libertad nos lo sirvió añejo, fortalecido por el largo reposo en botellas o cubas.

Las primeras borracheras las tomó el neófito con Víctor Hugo, que en verso y prosa le entusiasmaba y enloquecía. Vino luego Lamartine con sus dramáticos Girondinos; siguieron Thiers con El Consulado y el Imperio, y Michelet con sus admirables Historias. En su fiebre de asimilación empalmaba la Filosofía con la Literatura, y tan pronto se asomaba con ardiente anhelo a la selva encantada de Balzac, La comedia humana, como se metía en el inmenso laberinto de Laurent, Historia de la Humanidad. Por complacer a su padrastro don Ángel Cordero, apechugó con Bastiat y otros pontífices de la Economía política, y para quitar el amargor de estas áridas lecturas, se entretuvo con la socarronería burguesa del Jerónimo Paturot.

Impelido por intensa curiosidad, dedicose el incipiente lector a los maestros alemanes. Devoró a Goethe y Schiller; se enredó luego con Enrique Heine, Atta Troll, Reisebilder, y por esta curva germánica volvió a Francia con Teófilo Gautier, Janin, Vacquerie, que le llevaron de nuevo a la espléndida flora de Víctor Hugo. Mayores estímulos de sed ardiente le empujaron hacia Rousseau y Voltaire, de donde saltó de un brinco a las constelaciones de la antigüedad clásica, Homero, Virgilio, Esquilo, el cual, como por la mano, le condujo hacia el espléndido grupo estelario de Shakespeare, Otelo, Hamlet, Romeo y Julieta. De aquí, por derivaciones puramente caprichosas, fue a parar a Jorge Sand, Enrique Murger y al desvergonzado Paul de Kock. El espíritu del neófito se remontó de improviso, requiriendo arte y emociones de mayor vuelo. Releyó historias y poemas, y buscando al fin con la belleza la amargura que a su alma era grata, se refugió en Werther como en una silenciosa gruta llena de maravillas geológicas, y ornada con arborizaciones parietarias de peregrina hermosura.

No tardó Halconero en tomar grande afición a la literatura concebida y expuesta en forma personal: las llamadas Memorias, relato más o menos artificioso de acaecimientos verídicos, o las invenciones que para suplantar a la realidad se revisten del disfraz autobiográfico, ya diluyendo en cartas toda una historia sentimental, ya consignando en diarios apuntes las sucesivas borrascas de un corazón atormentado. En densas epístolas puso Rousseau su Nueva Heloísa, y en espasmos de amor y desesperación, diariamente trasladados al papel, contó Goethe las desdichas del enamorado de Carlota. De este arte apasionado, melancólico y amarguísimo se prendó tanto el hijo de Lucila, que sin quererlo, y por inopinadas comezones de la edad juvenil, fue inducido a imitarlo… Aquella noche (Enero del 70), después de un día de aplanante tristeza, escribió en su Diario:

«14.— Hoy la he visto por tercera vez; hoy he podido admirar su belleza, porque se detuvo algunos minutos junto a la tapia medianera jugando con los chicos del hortelano de su casa. Figura más esbelta no vi en mi vida. De su rostro no puedo decir sino que al mirarlo me sentí enloquecido. Trato de analizarlo y no puedo. No cabe análisis de lo que se ofreció a mis ojos como el cielo mismo. Su propio esplendor, llenando todo mi espíritu, me incapacita para la descripción. ¿Es morena? ¿Son negros sus ojos? O no lo sé, o lo sé demasiado. Oí absorto su voz sin entender lo que decía. El sonido blando de las eses y las eles entre vocales penetraba en mi alma como el eco de una música lejana. ¡Y pensar que esto que aquí escribo habría de parecer tonto a los que lo leyeran!… Pero nadie lo leerá». Sólo el que siente y padece sabe ver el trasluz divino de las tonterías.

«15.— En mi hermosa vecina… cada día lo veo más claro… hay misterio. Misterio es, sin duda, que una mujer bonita y joven no salga nunca de casa. Mi madre me ha dicho que ni a misa va. ¿Será que algún suceso desgraciado le ha infundido el horror de mostrarse en público? ¿Será miedo, será vergüenza, será enfermedad? Hoy he notado que anda con lentitud. Sus ojos, de intensa expresión amorosa y dramática, me han hecho pensar en las divinas mujeres que ganaron la bienaventuranza eterna con el martirio. Dios ha querido que esta santa escultura baje de los altares para que yo la adore viva».

No se trataba la familia de Vicente con la de la vecinita preciosa y pálida; pero sí con una dama que, dos números más adelante, en la misma calle vivía. Era la viuda de Oliván, mujer de historia, relegada al fin por los años a una obscuridad honorable, y a un extrañamiento que la puso a honesto resguardo de las murmuraciones. Por esta señora, con quien hizo conocimiento en la iglesia, supo Lucila que la señorita misteriosa se llamaba Fernanda, y que era hija de un coronel de reemplazo. Al oír esto, sintió Vicente alegría y un cierto alivio de su confusión y pesadumbre, porque el misterio con nombre es misterio que empieza a desembozarse. Ya no era tan hermética la bella y triste aparición que decía: Me llamo Fernanda.

- II -

Sin ningún accidente extraño, antes bien, con fácil sucesión de los hechos más vulgares, se fue aclarando día por día el enigma obscuro. En la parroquia, por mediación de la Oliván, hizo amistad Lucila con la madre de Fernanda. Simpatizaron apenas cambiados los primeros cumplidos; charlaron familiarmente al volver a casa, y se despidieron con la mutua invitación a entablar amistades… En su primera visita, poco ceremoniosa en verdad, a los señores de Ibero, se enteró Lucila de que estos habían abandonado su país, la Rioja alavesa con la esperanza de que el cambio de aires fuese favorable a su querida hija. Del carácter y origen de la dolencia de esta no dio la madre explicaciones. De Madrid habían venido a Carabanchel huyendo del bullicio cortesano, que destemplaba furiosamente los nervios de la señorita. ¡Ah, los pícaros, los traidores nervios!… Algo debió de acontecer que moviera la insurrección espasmódica, porque la compleja máquina de nuestro sistema nervioso no suele descomponerse sin graves turbaciones del orden afectivo y moral. ¿Qué sería? ¿Pasiones contrariadas, desengaño amoroso precedido de extravío y deshonra?

«No, madre, no —dijo Vicente rebelándose contra las conjeturas expresadas por la celtíbera—. ¡Deshonra no! Guárdate de usar esa palabra oprobiosa, cruel… A ti, por ser mi madre, te consiento que hables de ese modo; a otra persona no se lo consentiría… no podría consentirlo. Es mi gusto salir a la defensa de la debilidad, de la inocencia perseguida…».

Sonrió la celtíbera de este inesperado ademán caballeresco, y comprendiendo que el interés de Vicente por la vecinita no era superficial o caprichoso, en el resto del coloquio cuidó de ponerse en discreta concordancia con las ideas de él. Si esta conversación avivó el incipiente desvarío del joven romántico, más radical fue su trastorno cuando la madre, al volver de su tercera o cuarta visita, le habló así:

«Hijito mío, mañana tendrás que ir conmigo a la casa de esos buenos señores. Quieren verte, quieren que veas y trates a su hija. ¿Te parece esto muy extraño? A mí también; pero te cuento las cosas como son, y refiero puntualmente lo que don Santiago y doña Gracia me han dicho. Verás, verás qué raro es todo esto. Fernanda padece la monomanía de la soledad. No quiere ver gente; le causan horror las caras humanas, en particular las de jovencitas de su edad y las de caballeros de edad correspondiente a la suya. Se han hecho mil probaturas y ensayos para librarla de este desvarío; pero sólo han conseguido excitarla más en el aborrecimiento del mundo. Su sociedad, ya lo has visto, se reduce a tres criaturas, con las cuales charla, ríe y parece dichosa… Quieren los padres romper el cascarón de hielo en que parece está encerrado el espíritu de la pobre señorita… Te han visto en la calle; han oído hablar de ti… Yo, madre amante y un poco tonta, figúrate lo que les habré dicho de Vicentillo Halconero… Y ellos, ¡ay!… cree que me han trastornado la cabeza. 'Tráigale usted, por Dios; tráiganos a su hijo. Ya sabemos que es un muchacho excelente, juicioso, ilustradísimo, que no hace más que leer y leer; que entiende de poesía, de literatura, de artes, y que manifiesta su saber con donaire y viveza, con un decir elegante… que cautiva'. Así me hablaban uno y otro… Y yo tan hueca. Se me caía la baba de gusto, sin comprender el motivo de que esos señores te estimen en tanto antes de conocerte y tratarte… Pero sea lo que quiera, allá nos iremos mañana, y Dios sobre todo».

Atontado como quien recibe un golpe en la cabeza, quedó el bueno de Vicente con lo dicho y propuesto por su madre. La pena y el gozo se disputaban su ánimo: la una entraba expulsando al otro, y al instante se repetía la operación contraria. La noche pasó desvelado, en lecho de espinas, sin poder aletargarse en el descanso de las sábanas, ni aquietar sus pensamientos en el apacible trato de los libros. ¿Por qué le llamaban los vecinos? ¿Qué significaba el empeño de aproximarle a la doliente señorita, como un remedio de sus graves trastornos? ¡Tremendo arcano y enredoso acertijo! No había visto nunca que los padres buscasen un galán para la damisela. Estas, comúnmente, con libre iniciativa los ojeaban y perseguían en el ancho coto social, y los hacían suyos antes que la familia se percatara de ello. En el mundo literario, no en el real, había visto Vicente algo semejante al solícito reclamo de los señores de Ibero. Recordaba la niña enferma de El médico a palos, y otras niñas neuróticas que graciosamente revestían de melindres patológicos su desolación. Si en efecto padecía Fernanda mal de amores en el grado agudísimo, ¿por qué no le llevaban el remedio propiamente suyo? ¿O había llegado el caso de aplicar el aforismo psicológico de la mancha de la mora, que con otra verde se quita?

En estas angustiosas cavilaciones llegó la hora de la visita, para la cual se vistió Vicente con elegante sencillez, por inspiración propia con el asenso de su madre, que le dijo: «Sin pretensiones ha de ir quien por ahora es más pretendido que pretendiente». No hay que decir que fueron hijo y madre amablemente recibidos por el matrimonio Ibero, y que la conversación preliminar no rompió los moldes o tópicos de la retórica de visitas. La crudeza del tiempo, los rigores de la helada, la tristeza de las dilatadas noches en un suburbio falto de todo atractivo social, consumieron no pocos instantes. Sin transición alguna pasaron del tema meteorológico al tema político, y este no podía ser otro que el sabroso asunto de la elección de Rey, comidilla de todas las bocas en aquellos días. Burla burlando dieron de lado al de Aosta, al de Génova y al Coburgo… Don Santiago se mantenía en su tozuda fidelidad a la candidatura de Espartero, y Lucila, respondiendo a las ideas burguesas y positivistas de su segundo esposo, quería salvar a España con las virtudes administrativas de Montpensier.

Comenzó Vicente a expresar su opinión recordando los tres jamases de Prim, y estando en esto, oyeron risotadas de chiquillos en la huerta cercana. La salita era baja; el gorjeo de aquellos pájaros alegró por un momento la triste solemnidad de la visita. Luego sonó la voz de Fernanda, dulce y armoniosa, sobreponiéndose a las de sus amiguitos. ¿Les reñía o les acariciaba? Con un signo afectuoso, Gracia sacó a Vicente de la sala. Seis escalones no más bajaron hasta pisar la tierra endurecida por la helada, y a los pocos pasos el caballerito y la damisela se encontraron frente a frente bajo un sol de Enero, tibio y pitarroso, pero que pintaba los objetos con vibrante color y fuerte claro-obscuro. Sintió Vicente grande emoción al ver a corta distancia el rostro descolorido de Fernanda, sus manos que parecían de cera y el general aspecto de figura mística y doliente. Con la persona desentonaba el vestido: falda de franela gris tórtola, y una capita moruna de paño escocés; en la cabeza, nada que amenguara la magnificencia de su cabellera negra como el fondo de un abismo.

Con asombro de Gracia, más encogido que la señorita y más indeciso de palabra estuvo el galán después de la presentación. Con soltura sonriente Fernanda dijo al vecino: «Ya tenía noticias de usted por mi amiguito Luis, el chico del hortelano. Me ha contado que usted se pasa la noche leyendo en ese cuarto que se ve desde aquí… Yo he mirado la luz a las nueve, a las diez… Desde esa hora no he podido mirarla, porque a las diez me recojo siempre…». Contestó Halconero balbuciente que leía de noche por no tener mejor cosa que hacer… pero que su madre le quitaba la luz a las once para obligarle a dejar los libros por el sueño. «Pues a mí —dijo Fernanda— mi madre no me quita la luz en toda la noche, porque a obscuras no puedo dormir, y aun con luz duermo poco. La noche es muy triste… Dicen que desde Reyes acortan las noches… Yo no lo he notado… Yo me paso las madrugadas esperando las primeras luces del día, y cuando entran por los resquicios de la ventana de mi cuarto, me alegro y les digo: «bien venidas seáis, lucecitas mías. Entrad, entrad».

Estas razones un tanto desconcertadas, emitidas con ingenuidad dulce y poética, fueron gratas al galán, que en la réplica pudo desembarazarse de su cortedad. «Yo celebro el día, que nos trae la madurez de lo que pensamos por la noche —dijo—; celebro la luz que separa los buenos pensamientos de los malos… De día es más hermosa la soledad y más fecunda. Yo he visto a usted en las horas de pleno sol y de viva luz. Su bella persona me ha hecho pensar de noche y de día, acumulando tantas cavilaciones, tanto y tanto imaginar con miras a lo pasado y a lo futuro, que se maravillaría usted si pudiera yo contárselo…

¿Por qué no ha de poder? —dijo Fernanda con singular brillo en la mirada y un poquito de coloración en las mejillas—. Cuéntemelo… Si no es para contarlo, ¿a qué ha venido usted?». Contestó Halconero que no era ocasión de referir las intimidades de su pensamiento: podrían parecer extravagantes, quizás ridículas… Tiempo habría de que él abriese su alma y dejara salir las locuras y desatinos que se agitaban en abierta insurrección dentro de ella… Soltó Fernanda una franca risa oyendo estas cosas… De la risa y de las palabras que oyó, cruzadas entre el galán y la damisela, se maravilló y alegró sobremanera doña Gracia. Tal fue su gozo, que dejando solos a los jóvenes corrió a llevar las albricias a su marido y a Lucila. Jadeante entró en la sala diciendo: «En tres meses no la he visto reír como ha reído ahora… Apenas se ven ella y él, ¡pobres ángeles! simpatizan y… honestamente, discretamente, se brindan amistad, confianza… Ha sido mano de santo para mi adorada hija. ¿Querrá Dios ahora darnos el remedio que tantas veces le hemos pedido?…».

Gozosos los tres llegáronse a la ventana, y arrimados a los cristales siguieron con atentos ojos el vago pasear de la pareja por los rústicos andenes. A ratos se paraban, acentuando con miradas lo que se decían. Bien claro estaba el interés que cada cual alternadamente ponía en las palabras del otro. Cuando les veían de cara, notaban que la de Fernanda, risueña, parecía iluminada por un rayo interno de su propio espíritu. Creyérase que volvía por arte mágico a los dichosos días de su florida y sana juventud. En tanto las criaturas, dos mocosas de cinco y seis años y un chaval de siete, abandonados de su amiga y maestra, que a juegos mayores jugaba, entregáronse solos a ruidosas travesuras.

La huerta había sido jardín. Por una y otra parte se veían señales de su noble abolengo. Testigos de la degeneración eran algunas matas de ciprés y boj recortados, y otras lastimosas reliquias del estilo versallesco, pedruscos y trozos de cemento que habían sido gruta, y aún se conservaba una estatuilla descabezada, que debió de ser un fauno venido muy a menos. La traza del pensil había sido alterada para convertir los arriates floridos en tablares de hortalizas. Berzas, escarolas y lombardas heredaron el suelo que fue patrimonio de las rosas, clavellinas y anémonas, bien así como los humildes labriegos heredan los timbres linajudos de próceres arruinados. La casa también era degeneración tristísima, y de su grandeza pasada sólo quedaba el desnudo grandor de los aposentos.

Como se ha dicho, los padres de Fernanda y la madre de Vicente seguían con atenta mirada el vagoroso ir y venir de la pareja por senderos, ora curvos, ora rectos, de la plebeya finca, descendiente de un aristocrático jardín… Se perdían a ratos tras un grupo de arbolillos, supervivientes míseros de un lindo boscaje destruido, y reaparecían entre un cenador en ruinas y un rimero de mantillo. Casi una hora duró el paseo y palique inocente, a que puso término Halconero con la fórmula más discreta y delicada. Bajaron Gracia y Lucila; se generalizó la conversación, interviniendo la gente menuda, gozosa de recobrar a su maestra. Los vecinos se retiraron, quedando en estrechar diariamente las amistades entabladas con tan buenos auspicios. Gracia y su esposo no disimulaban su satisfacción, que subió de punto a la hora de la cena, advirtiendo en su amada hija un cambio radical. Hablaba la señorita como si su hastío de la vida y del mundo se trocara súbitamente en ganas de vivir, como si saliera del sepulcro que con su taciturnidad sombría se labraba, y corriera en pos de las hermosuras y armonías de la Naturaleza. A la Naturaleza renacía, y en el seno de esta, mullido con promesas de amor y felicidad, descansaba de su fatídico viaje al Purgatorio y al Infierno.

Luego que a su hijita dejó acostada, parloteando graciosamente con la doncella, Gracia fue a reunirse con su marido, que sobre las diez acostumbraba fumar el último puro del día, paseándose en su despacho. Marido y mujer estaban de enhorabuena por haber encontrado al fin, tras ineficaces probaturas, la reparación psicológica de su adorada hija. Con militar rudeza expresó Santiago Ibero a su esposa sus esperanzas de triunfo en aquel empeño. Gracia le oía temblando, desconfiada del peligroso juego; pero él, con elevación de pensamiento y frase llana y baturra, habló de este modo: «No temas nada. Pase lo que pase, debemos alegrarnos del brinco que ha dado el alma de esta pobre criatura. ¿Qué hacía falta para sacarla de ese pozo en que se nos había metido? Un novio, un amor nuevo. Así mil veces lo pensamos. Pues ya tenemos novio. Otros le desagradaron, le repugnaron; este le gusta, este es el hombre… Ya hemos dicho que el mal ocasionado por un hombre infame, otro puede curarlo. Ya sabes mi lema: 'un hombre, un hombre para la niña'. Fíjate en que no digo un marido, ni siquiera un novio, sino un hombre. Por las trazas, este chico es un angelón; pero si no lo fuera, siempre saldríamos ganando. Gran beneficio será que la chica le ame y que con el nuevo amor se le encienda el corazón, que, a mi ver, no era más que un tizón apagado. Si en efecto se nos enamora de este joven, dejémosles que hagan lo que quieran. ¿Que la deshonra? Eso será el mal menor, en todo caso preferible al estado presente… Ya te lo he dicho, mujer: «Contra un cataclismo, otro cataclismo». ¿No has oído que un clavo saca otro clavo? Pues un hombre saca a otro hombre… Venga la resurrección de la niña, aunque nos traiga un poco de vilipendio. ¿Qué supone una mácula en la extensión de eso que llamamos ser, vivir?

Exhaló Gracia un suspiro, que quería decir: Amén.

- III -

Prosiguieron asiduamente las visitas con regocijo por parte de las dos madres. Fernanda revivía, tornaba visiblemente a su prístino ser. Vicente, más enamorado cada día, no había logrado aún la completa tranquilidad del ánimo, porque el misterio que en la vida anterior de su novia traslucía continuaba indescifrado. En sus discreteos galantes, de exquisita delicadeza, intentó alguna vez provocar una confidencia leal; pero Fernanda enmudecía, y un celaje obscuro pasaba sobre su rostro hechicero y místico. Desde su ventana, antes de bajar a la visita, solía el joven hablar con ella, y aun tomar parte en el candoroso divertimiento de la señorita con los nenes. Oía la inocente cantinela: ambo ató matarilerilerite, y contestaba: matarilerilerón… En el juego de escondites intervenía con los risueños avisos de: frío, frío… caliente… que te quemas.

Un día salió a la ventana y no vio a Fernanda, ni sintió el rumor de su graciosa charla con los amiguitos. No tuvo tiempo de pasar de la extrañeza a la confusión, porque entró su madre y le dijo: «Hoy no bajaremos. Fernanda tuvo anoche un enfriamiento y no han querido que se levante. En cama está; la he visto. Parece que su indisposición no es de cuidado. Yo iré después sin ti. Gracia me ha dicho que quiere contarme algo que tú y yo no sabemos todavía.

—Ya era tiempo, madre. Convendrá usted conmigo en que no debieron tardar tanto en descorrer el velo.

—Hijo mío, no sabemos lo que habrá tras el velo. Sin duda es cosa de mucha gravedad… Hace un rato, al decirme Gracia que hoy me contará las causas del duelo de la familia, se le demudó el rostro… derramó algunas lágrimas… Dime: en tus conversaciones con la niña ¿no has tenido arte y malicia para provocar la confianza?…

—La he visto llegar al borde de la confianza y retroceder como espantada… Sólo me ha dicho claramente que este amor suyo no es el primero… Otro amor hubo… Le duele a uno ser segunda parte en estas cosas, ¿verdad, madre?… ¿Por qué te ríes?… ¿Quieres decir que hay casos en que lo segundo es mejor que lo primero?».

Poco más hablaron. Volvió Lucila a la casa vecina, y el chico romántico, abrumado de melancolías, sin ganas de pasear, ni de conversar con sus amigotes, acogiose a la sociedad de sus amados libros. Trozos favoritos leyó de dramas y poemas; pero no pudiendo encadenar su atención, se entretuvo en mirar estampas. Días antes había comprado a Durán un libro bello y voluminoso, La Mitología Griega, con texto eruditísimo y sugestivas ilustraciones. Largo rato invirtió en ver dioses y diosas, ninfas del aire y el agua, sátiros, héroes divinos y divinidades humanizadas, copias de estatuas más o menos desnudas, por las cuales conocemos el Olimpo y sus aledaños. En una hermosa lámina de las Musas detúvose con examen contemplativo, porque en ella había notado, desde que por primera vez la vio, una curiosa particularidad: la semejanza, más bien exacto parecido de su madre Lucila con Melpómene, la musa de la Tragedia. Una y otra tenían las mismas facciones: nariz y boca eran idénticas; y cuando Lucila, por algún enojo doméstico, fruncía su helénico entrecejo, creyérase que la personificación del numen de Sófocles y Esquilo andaba por estos mundos.

Hojeando el libro de las bellas deidades, mató Halconero un buen espacio de tiempo; y cuando, a las dos horas de partir, volvió Lucila de la casa de Ibero, hallábase el romántico por tercera vez con los ojos puestos en las figuras arrogantes de las hermanas de Apolo. Lo primero que Vicente dijo a su madre, viéndola entrar alterado el rostro y fruncido el ceño, fue que nunca había sido más patente su parecido con la iracunda Melpómene.

«¿Quién es esa? —dijo Lucila mirando la figura y su leyenda—. ¡Ah! es la señora Musa de los dramas y tragedias… Pues, hijo, ¿es esto casualidad o magnetismo? Tragedia es lo que te traigo.

—¿Qué dices?

—Tragedia, lance de teatro es lo que ignorábamos, lo que yo sé ya, y tú sabrás ahora… En dos palabras te lo cuento. Luego sabrás pormenores… Fernanda tuvo un novio, caballero andaluz muy galán, pero más falso que Judas. La entretuvo y engañó con bonitas palabras largo tiempo… engañó también a la familia… la pidió en matrimonio, y haciendo la comedia del casorio, a otras enamoraba con doblez y villanía. No abusó de Fernanda porque no pudo, porque esta fue siempre la misma virtud… Fue leal, ciega, enamorada… confió locamente en el hombre mentiroso y pérfido. Un día, a poco de oír de los labios del caballero protestas de amor, descubrió sus amoríos infames con una tal… no recuerdo el nombre… rubia, medio italiana, medio judía, medio religiosa, casi monja, casi diabla. Supo el sitio y ocasión en que la empecatada hembra se había de reunir con el mal caballero para escapar juntos a tierras andaluzas… Deja que recuerde bien… Lo que te cuento pasaba en Vitoria… en lugar solitario, noche obscurísima… Para concluir: Fernanda sorprendió a su rival, y antes que llegase al punto en que la esperaba con un coche el maldito don Juan… ¡es terrible, hijo mío!… la hirió con una espada… le atravesó el corazón… la dejó seca… ¿Has visto?… ¡Y creemos que sólo en el teatro hay tragedias cuando da en escribirlas algún poeta que jamás mató un mosquito! ¿Has visto?… Asómbrate, hijo, y de aquí a mañana no vuelvas de tu asombro… no vuelvas de tu admiración».

Hijo y madre se miraron un rato con fijeza intensísima. Vicente permaneció mudo un mediano rato, viendo más claro que nunca el parentesco fisonómico entre su madre y Melpómene. Con terrible entrecejo, cerrado vigorosamente el puño con que golpeaba la mesa, Lucila pronunció estas entonadas estrofas: «Admiro a la mujer valiente, que supo llenar de ira el corazón que tuvo lleno de amor… Admiro a la heroína que castigó la maldad, matando a la rival embustera, prostituida y ladrona… Así… así. Digan lo que quieran, esto no es crimen: es justicia, es virtud… Y aún le faltó matar al bandido, al canalla… aunque debemos reconocer que la medio monja y medio judía era más culpable que él. Ella le embaucaba… así pienso yo… ella le arrastró a la fuga; él era el robado y ella la ladrona… Bien, Fernanda, bien… Eres la mujer fuerte, que no espera de los hombres la justicia… Los hombres hacen la justicia para sí, no para nosotras. Ellos matan a sus rivales, ellos odian, y a nosotras nos mandan que seamos muñecas de amor».

Un tanto sorprendido de la vehemencia con que hablaba su madre, Vicente rompió en elogios de Fernanda, ensalzando su bizarra valentía. ¿Cómo no amar a mujer tan grande?… Acerca de su pureza, repitió Lucila que no tenían los padres de ella la menor duda… Ansiaba Vicente narración del suceso con todos sus aspectos y pormenores, como quien anhela leer y saborear un hermoso poema después de haber oído sucinta referencia de su asunto. La tragedia y su protagonista tuviéronle tarde y noche en febril exaltación. Veía todas las cosas agrandadas monstruosamente, y revestidas de un vivo resplandor de aurora boreal; agrandado veía su amor hasta lo infinito, y la heroína se le representaba con la majestuosa elegancia y la perfección estética de las diosas paganas. Amar a una mujer trágica, ¡qué hermosura! Amar a la que en sus divinos ojos dejaba traslucir el alma de Esquilo, ¡qué felicidad! Era una felicidad que espantaba y un terror placentero… En tal estado de bárbaro delirio le encontró su madre a la mañana siguiente. ¡Efervescencia de amor y poesía en un cerebro congestionado por la excesiva asimilación literaria!

A la hora de costumbre después de comer, fueron hijo y madre a la casa vecina. En un aposento alto vio Vicente a Fernanda. Hallábase la damita recluida y resguardada del frío, cuello y cabeza envueltos en una nube, para que todo fuese a la moda olímpica. El galán creyó ver en la hermosa figura de su amada la reproducción de Polimnia, pensativa, rebozada en sutil velo, conforme aparece en una escultura famosa. Fernanda le acogió con afecto delicado. Sentáronse el uno junto al otro, y sin vigilancia de ninguno de la familia, hablaron cuanto quisieron. Departían vagamente, como paseantes desocupados en elíseos jardines, y se miraban para enmendar con los ojos la cortedad de la palabra… Ya se tuteaban. «Sé que estás enterado de mis desventuras», dijo ella, creyendo decir poco. Y él prosiguió: «Son desventuras de almas superiores que se elevan sobre la turbamulta de los mortales. Tú has sido grande en la acción. Los demás, y yo entre ellos, no hemos hecho nada que merezca referirse».

La confianza crecía rápidamente. Fernanda era sincera y expresiva en su lenguaje, proyectando en rayos o chispas la espiritual acción, que era la facultad primera de su alma. «Dudo mucho —dijo al caballero—, que después de saber lo que sabes, sigas queriéndome… Si te inspiro repugnancia o miedo, retírate tranquilamente a tus libros y busca en ellos el modelo de la mujer esclava del hombre». A lo que replicó Halconero que la quería infinitamente más; que amaba en ella la fuerza psíquica, creadora en el amor, destructora en los casos de rivalidad y justicia. La fuerza le subyugaba en su expresión moral y estética. De aquí partieron para un vivo y alterno tiroteo de protestas y promesas, en que se daban mutua fianza del presente y del porvenir. Fernanda encontraba en él su segundo amor, basado en la estimación. Hallábase Vicente en la eflorescencia robusta y total del primero, que había de ser único. En él ponía toda su existencia, y el amor no perecería sin llevarse la vida por delante.

Aquella misma tarde, cuando Fernanda se recogió a su alcoba, acompañada de su madre, don Santiago Ibero refirió a Vicente toda la historia, un ejemplar compendio de acción humana con sucesivas formas de idilio, madrigal, novela, drama y tragedia. No olvidó el Coronel el tremendo epílogo, las fatigas y malos ratos que hubo de pasar la familia para sustraer a la justicia el terrible suceso. Alcanzado este fin, los señores de Ibero abandonaron la ciudad de Vitoria, y luego la casa patrimonial de La Guardia, creyendo con razón que su dolor se atenuaría huyendo de la escena ensangrentada y pavorosa.

Pasó un día. Al levantarse, serían las nueve, supo Vicente que su madre estaba en la casa vecina. De allí la habían llamado al amanecer con urgente apremio… Sin entretenerse en interrogaciones, su ansiedad le llevó a la indagación directa, personal… Corrió a la casa de Ibero. En la puerta vio un coche. Al entrar, una mujer le dijo que la señorita Fernanda estaba muy malita… Franqueó la corta escalinata, y en la sala baja halló a Lucila, que oía las órdenes facultativas del doctor Alejandro Miquis. Este salió a ocupar el coche que le esperaba. Lucila, leyendo la consternación en el rostro de su amado hijo, acudió a sosegarle con dulces palabras: «No hay motivo de alarma, creo yo. Ello ha sido una indisposición de más aparato que gravedad. Los padres se han asustado… Naturalmente… adoran a su hija. Ya está mejor… El reposo y buenos calditos la restablecerán. Mañana podrás verla…

—¿Pero qué…?

—Un repentino ataque de… no recuerdo el término… un vómito de sangre.

—Hemoptisis…

—Eso mismo. Anoche se acostó tan tranquila. Despertó de madrugada… acudió la criada que duerme en la misma alcoba… acudieron todos… En fin, si no hay gravedad manifiesta, la pobrecita ha quedado muy débil… Quietud y calma le ha recomendado el médico, y hablar lo menos posible… Mañana podrás verla; hoy conviene tenerla en completo reposo, para que no se repita el ataque… ¡Lástima de mujer, tan bella y tan buena!… Buena podemos llamarla a pesar de aquella fiereza con que liquidó sus cuentas de amor…».

- IV -

Momentos después, vio Halconero a los padres, afligidísimos, sin poder ocultar un sombrío presentimiento. Aunque dejaron a la enferma tranquila y aletargada, desconfiaban de verla pronto restablecida. Gracia subió de nuevo, y junto al lecho vigilaba el respirar pausado y rítmico de Fernanda. En la sala baja, frente a Lucila y Vicente, Ibero refería con triste comentario las horribles desazones que le habían dado sus hijos, con la extraña particularidad de que los tres tenían excelentes cualidades. Del primogénito, Santiago, refirió las novelescas aventuras y su voluntario destierro en París, unido con o sin sacramento… no pudo averiguarlo… a una mujer… demasiado conocida en Madrid… Demetrio, el hijo tercero, enloqueció de ira al conocer la tragedia y quiso rematarla digna y lógicamente. No se le podía quitar de la testaruda cabeza la idea de matar a don Juan de Urríes. Escapó de La Guardia con propósito de realizar su venganza en Madrid, en Córdoba, o donde quiera que hallase al desleal caballero. Fue menester que los padres mandaran en seguimiento del exaltado chico a dos hombres de confianza, los cuales lograron detenerle a mitad del camino, y para sujetarle rigurosamente, impidiendo una nueva catástrofe, don Santiago le llevó a Toledo y le puso interno en la Academia de Infantería.

Considerándose ligado por lazos de afecto indestructible a los señores de Ibero, Vicente no se apartaba de ellos. Tres días pasaron en alternadas emociones de temor y esperanza. El hijo de Lucila iba algunos ratos a su casa. Comía poco en una y otra parte. El latir de su corazón marcaba los segundos de su vida expectante, como el tiqui-tiqui de un reloj marca las partículas de tiempo que separan el hoy del mañana. Vivía esperando, minuto tras minuto, hora tras hora, el mañana dichoso en que pudiera ver a su amada restablecida. Llegó por fin el risueño día. A Vicente se le consintió verla; a Fernanda se le permitió hablar.

Trémulo entró Halconero en la alcoba, y hubo de reprimir su emoción ante la imagen de la señorita yacente en lecho de blancura, rodeada de flores que le habían llevado para alegrar su ánimo. Las flores y el albor de las telas y la inmovilidad de la enferma daban la impresión de una belleza no perteneciente a este mundo, amortajada viva por un alarde de estética funeraria. Marcábanse vagamente en la ropa de la cama las formas supinas del cuerpo, como esbozadas en un gran trozo de mármol. Tan sólo los ojos eran vida, y vida muy intensa. De una parte a otra los revolvía buscando caras u objetos en que posar la mirada. Cuando vio al entrañable amigo, descansó en él su afán. Sentose Vicente junto al lecho, y ella se apresuró a usar del permiso de hablar que se le había dado… «Hola, Vicente: ¡qué malita me encuentras! ¡Vaya, que has tenido mala suerte conmigo…! Apenas empezamos a tratarnos, salgo yo con este alifafe, y aquí me tienes hecha una calamidad».

Difícilmente pudo el joven disimular su pena con frases consoladoras de las más triviales. «Ya estás buena… Yo estoy muy contento de verte… Miquis ha dicho que mañana estarás en franca convalecencia…». Sucedió a esto un silencio adusto. Gracia, esforzándose en desatar el nudo que se le había hecho en la garganta, les dijo: «Hijos míos, porque yo esté delante, no dejéis de hablar con libertad y de deciros todo lo que se os ocurra… Aquí estoy por tener cuidado de que Fernanda no se fatigue charlando demasiado. Algo puede hablar. Y usted, Vicente, procure que sus palabras no sean demasiado vivas. Hablen, díganse cosas… cosas gratas, sencillitas y que no provoquen a emoción. Yo estoy sorda: callo y vigilo».

Con tan amable licencia, ella y él se despacharon a su gusto en corto tiempo. Fernanda emitía la voz con alguna fatiga; pero dejaba en libertad a los ojos para que con su expresiva intervención dieran descanso a la palabra. «Ya creías tú que me moría, Vicente. Pues mira: aún no puedo asegurar que te has equivocado». Y él: «Nunca pensé tal cosa. Morirte tú y vivir yo no puede ser. Mi vida me ha garantizado la tuya». Y ella: «Con frasecitas imitadas de tus libros no adelantamos nada… Yo te miré bien cuando entraste, por ver si estabas alegre… Pues aunque disimulabas, la tristeza traías contigo, y no podías dejarla al otro lado de la puerta». Y él: «Mi tristeza consiste en no poder cambiar mi salud por tu enfermedad». Y ella: «Tonto, si eso pudiera ser, la triste sería yo entonces. Devuelve tus frases a los libros de donde las has tomado. Convendrás conmigo en que para estar los dos contentos, debemos pensar que Dios, obligándonos a morir juntos, tal vez se compadezca de nosotros y nos deje vivir…

—Morir no, hijos míos —dijo Gracia sintiendo que se le apretaba más el nudo—; ni juntos ni separados debéis pensar en moriros. Aunque yo esté delante, llevad la conversación del lado afectuoso, y decid que os queréis… No soy tan lerda que os prohíba la cháchara de amor. Es lo natural. Tú, Fernanda mía, debes callar y oír. Ya se te nota la fatiga. Callas y escuchas a Vicente, que te cantará, como él sabe hacerlo, su extremado cariño». Con tales estímulos, el caballerito se despachó a su gusto, soltando el raudal de su pasión por el cauce de su rica fantasía.

Cuidaba de evitar el énfasis literario, poniendo en su amoroso cántico notas de gracia y de familiaridad encantadoras. Tan pronto sonreía Fernanda, como expresaba con donoso mohín su incredulidad un tanto coquetil; sostenía la conversación con arqueo y fruncimiento de cejas, con morritos de mimo, con ligero meneo de la cabeza y agitación de su cabellera, pronunciando monosílabos, palabras sueltas, cláusulas rotas. Así pasaron un[1]