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ANDRÉS HENESTROSA

LOS CAMINOS DE JUÁREZ

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 1972
   Novena reimpresión, 2010
Primera edición electrónica, 2016

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LA CUNA DE JUÁREZ

LOS BIÓGRAFOS de Benito Juárez se han detenido a ponderar la importancia que tuvo en su vida y su carácter el ambiente geográfico de su nacimiento y de los primeros años de su vida. Si ahora, por razón de la técnica que transforma el medio físico, ya no es del todo verdad que el carácter del hombre queda determinado por el medio geográfico en que nace, sí lo era en los tiempos en que Benito Juárez vino al mundo. La proximidad de la piedra azul del cielo lo hizo duro, rígido el frío de la montaña. La altura desde donde oteó el porvenir explica la historia entera. Debo mi genio —acostumbraba decir Miguel Ángel— al aire fino de Florencia.

Su primer maestro fue la naturaleza; es el que todos los pedagogos ambicionan para los niños. La naturaleza en que el mar se complica como un detalle perenne del paisaje y un elemento necesario de la vida, enseña a los hombres, junto con el valor y la audacia y el anhelo de hacer algo grande, o con el abandono, la voluptuosidad y la pereza (porque todo esto suele venir de la instrucción obligatoria en la escuela del océano), un modo especial de soñar, de ensoñar, de tejer y destejer ensueños sin cesar. Suelen las almas marinas existir en hombres eminentemente prácticos, pero ninguno de ellos está contento si no ve a través de la prosa de la vida, como en un telescopio, una imprecisa constelación en su cielo, una quimera, un ideal. Cuando la naturaleza es la montaña, encuentro que la gran educadora crea otro tipo psicológico. Los saltos, el esfuerzo constante, las carreras costeando abismos en que el hombre se atiene a sí mismo instintivamente, a la confianza en su aliento, en su ojos, en sus pies, resultan una enseñanza admirable para el gobierno, y aunque los escapes hacia lontananzas infinitas en que se complica el cielo, siembren en el alma montañesa un grano de ideal, siempre es de un ideal realizable, tangible, que se puede alcanzar de una carrera en la vida, de dos o tres grandes saltos en la existencia. Suelen conjugarse el montañés y el marino; resultan entonces los reyes del mar o los reyes de las alturas. O águilas o albatros.

Juárez nació en el corazón de la montaña; la cumbre excelsa del Zempoaltépetl, de cuyo torso salen los dos brazos infinitos que encierran a la República entera, domina aquellas comarcas como un vigía, como un titánico ancestro de las razas. Juárez fue, como todos sus coterráneos, un pastorzuelo, un zagal casi desnudo y sin poesía bucólica ni en la fisonomía, porque ni sus ojos ni sus labios reían con la perpetuamente renovada risa de los niños; ni en la vida, porque, muertos temprano sus padres, quedó el mísero zapotequilla entregado a la mano casi hostil de sus parientes, que lo explotaron, lo maltrataron, lo obligaron a huir.

No, no hay que buscar en esa vida indígena los pródromos de un hombre de genio; nunca lo fue Juárez. Fue un hombre de fe y voluntad. La naturaleza montañesa no lo hizo ni un soñador ni un poeta: el gran plebeyo de la azul montaña, como, en un verso de esos que una vez se oyen y nunca se olvidan, dijo un poeta oaxaqueño, no se perdía en indefinibles ensueños contemplando las crestas de las sierras lejanas, ni oía en su interior la música imprecisa de las cosas, a orillas de la laguna encantada de Guelatao, su pobre pueblecillo de los contornos de Ixtlán; ese Guelatao que tenía su templo en ruinas, sus casucas de paja y sus naranjos en oro o en flor. No, sus anhelos eran otros; la vida muy prosaica, muy estrecha, muy dura, cruel, a veces, tenía para él escapes, como los vericuetos de la montaña, hacia un mundo que era un paraíso para el muchacho indígena, porque era otra cosa lo que lo rodeaba; ¿porque era la libertad? Quizás; quién sabe; no podía darse cuenta de este sentimiento. Mas era la emancipación.

Por allí, a la vera de su casa pasaban cuantos iban y venían de Oaxaca, una ciudad encantada donde había una catedral, un obispo, conventos magníficos, grandes casas; todo esto debió traducírselo en su idioma el indezuelo y se formaba en él una aspiración. ¡Oh, cuán dignos de envidia los muchachos que habían ido del pueblo a servir a las casas grandes de Oaxaca! Precisamente una hermana de Benito Pablo, después de la muerte de sus padres, había marchado a la capital, en donde las familias ricas estimaban mucho los servicios de las gentes de la sierra, por laboriosas, por saludables, por fieles.

Aquel niño serio, tranquilo, callado y reflexivo llegaba a los doce años acantonado en su roca indígena, sin poder hablar la lengua de Castilla, es decir, encerrado en su idioma como en un calabozo, sin más medio de contacto con el mundo de lo intelectual que la doctrina cristiana explicada en zapoteca y que le revelaba todo el mundo moral, sin que se diera cuenta exacta de ello. Debajo de su impenetrable fisonomía tomaba líneas precisas una decisión: irse a la vida, irse al mundo, irse al idioma que lo pusiera en medio de las ideas, en medio de una corriente que pensara; eso determinó y ejecutó un día de 1818 cuando tenía doce años…1

1 Justo Sierra, Juárez, su obra y su tiempo, México, J. Ballescá y compañía, sucesores, editores, 1905-1906, pp. 25-26.

EL MAR Y LA MONTAÑA

LA MAR es lo constantemente movible; la montaña es lo eternamente inmutable. Estas opuestas condiciones, la de la región montañosa y la de la zona marítima, vienen a constituir los dos medios en que los grandes espíritus se han formado. De allí se sigue que el montañés sea sobrio, imperturbable, firme y retraído; mientras que el hijo de las costas es alegre, audaz, apasionado y comunicativo. El hijo de las montañas vive en el aislamiento; desde temprano aprende a no contar más que consigo mismo; mientras que el costeño vive asociado, y desde su tierna infancia se considera como un miembro del grupo, y aprende a ayudar y a valerse de la ayuda ajena. Para el uno el yo es individual, aunque sin egoísmo; para el otro el yo es social, aunque sin altruismo, porque el primero se considera como miembro de la humanidad, y el segundo considera siempre la humanidad como un conjunto de grupos sociales. Así que el montañés cree en la independencia; mientras que el costeño sólo cree en la libertad. Con más facilidad se domeña a los hijos de la llanura que a los de la montaña: no sólo por los obstáculos que la naturaleza opone al conquistador, sino por el carácter de los montañeses.

El fondo del carácter de Benito Juárez se explica por la concurrencia de dos factores principales: el de la raza y el del medio. Tuvo la tenacidad del indio, su estoicismo, su indiferencia por el dolor, el soberano dominio de sus pasiones, y al mismo tiempo su amor a la independencia y la confianza en sí, propios del montañés.1 Juárez fue indio, y nació en las cumbres de una montaña, junto a un lago.

1 Rafael de Zayas Enríquez, Benito Juárez, su vida/su obra, México, Tipografía de la viuda de Francisco Díaz de León, 1906, pp. 15-16.

LA LAGUNA ENCANTADA

DE REPENTE el camino se empina, subimos lentamente, apegados a la espalda de la montaña, bordeando una barranca abrupta y deteniéndonos dondequiera que brota un hilo de agua, para refrescar al motor, ya al rojo blanco. La máquina humana también pide un respiro: el indígena que maneja el viejo camión de carga, aunque acostumbrado desde los tiempos inmemoriales a caminar sin descanso, no alcanza a vencer la resistencia del motor y aprovecha la pausa para sorber, a su vez, el agua que corre incansable por el muslo de la montaña; pero hay que llegar a las minas antes del anochecer; estamos apenas al pie de la cuesta y seguimos arrastrándonos hacia arriba. Los compañeros respaldan el ascenso con su silencio: cada palabra pesa, y ni una se pronuncia hasta ganar la cumbre. Entonces el panorama nos corta la voz. Los indígenas nos invitan a despedirnos de Oaxaca. Allá abajo, en la profundidad del valle, apenas si las cúpulas de la ciudad lejana evocan un vago recuerdo de la vida humana que va perdiéndose en el horizonte; y al volver la vista hacia adelante, se perfila, no menos profundo y vago, un laberinto de valles y montañas multiplicándose en confusión caótica, donde las peñas se encumbran hasta mostrarse inaccesibles: la cuna del hombre cuyo origen venimos buscando y cuyas huellas han dejado en su tierra una impresión tal que a toda esta región se le llama Sierra Juárez.

Aquí, en la cumbre, el camión corre entre dos mundos: aquel de la convivencia humana queda atrás; el otro que se aproxima parece despoblado, pero ya se vislumbra nuestra meta y los indígenas nos señalan, perdido entre las mil vertientes de una serranía lejana y visible sólo para sus ojos, algo que será San Pablo Guelatao. Nos miran sin curiosidad; no comprenden por qué vamos allá, mas siendo gente de razón, suponen que será para conocer la Laguna Encantada. La Laguna Encantada es una de las mil maravillas de la región; no así el hombre. Tan poco les importa la memoria de aquel que nació ahí o de hombre alguno que pasó ya a mejor vida, que al evocar su nombre se callan: claro que lo conocen, pero sólo como un remoto coterráneo de los muertos, y volviéndonos la espalda, se olvidan luego de su presencia y de la nuestra, lo mismo que de todo lo ignoto entre la cuna y la tumba.

Así cruzamos la cumbre y bajamos al otro mundo. El camino huye cuesta abajo en las sombras de la selva tupida, serpeando como un arroyuelo seco entre las vertientes oscuras, orillando de cuando en cuando un caserío desierto, casi indistinguible del lodo y de la vegetación que lo reclaman, y desvaneciéndose luego en el vacío que lo devora. La vastedad del mundo que nos envuelve nos empequeñece y nos aleja de nuestros semejantes: de fraternos que eran se vuelven viandantes que nos acompañan y nos abandonan, bajando y buscando uno tras otro la soledad propia que cada quien conoce en algún rinconcillo suyo de la sierra; y seguimos la vía solitaria, tierra adentro, hacia la meta invisible. Sólo la palpitación del motor surca el silencio, y al llegar al fondo del valle, hasta ese jadeo sordo se calma y se acalla poco a poco, y el pulso del presente se pierde en la pasividad impenetrable del pasado. Una vez, nos detenemos para entregar víveres a una mujer que se despide de un hombre en el camino. El hombre se aleja rápidamente, rumbo a Oaxaca, sin mirar atrás, y la mujer se queda llorando allí mismo, indiferente al encargo depositado a sus pies. A la sierra, tan pobre, le falta un hombre más, y ella, mientras pueda, detiene sus recuerdos.

Al cabo de seis horas de peregrinación por montes y valles, nos toca el turno de pisar la tierra taciturna. Al atardecer, el camión nos descarga en una aldea desierta y sigue subiendo hacia las minas, que son su destino. No hay nadie a la vista y al vagar a nuestro antojo nos damos cuenta con sorpresa de que la sierra conoce al hombre. De entre las casas brotan los monumentos: aquí, un plinto; allí, una estatua; en la sala municipal, el presidente pintado: todo nos habla tácitamente del hijo de Guelatao, menos los vecinos, ahuyentados al parecer por su presencia. Poco a poco, sin embargo, los vecinos aparecen, de regreso de sus labores en el campo, y al enterarse del objeto de nuestro viaje, nos dan la bienvenida y nos presentan con sus descendientes, que no alcanzan a comprender qué interés tengamos en su parentesco con el antepasado de tanto renombre. ¿Recuerdos? Nos miran atónitos. “Pero… no estábamos en el mundo entonces”, protestan en un tono no exento de reproche. Descendientes de Juárez sí lo son; pero de la sexta generación y de una rama colateral; y en esta existencia monótona e invariable, sin novedad, sin memoria, no les queda ni un tenue hilo de tradición familiar que los ligue con aquel pariente remoto que se fue con los tiempos idos y que acaba de regresar hace poco a su tierra, sobre un pedestal, transformado en estatua. La ignorancia conserva la continuidad y la curiosidad rompe la liga frágil. Hace más de un siglo que el tiempo ha intervenido, y más que el tiempo, la estatua, tan extraña como nosotros y casi tan intrusa, mirando al horizonte como un solitario turista de bronce. Ya lo sabemos: el culto es algo importado por los de afuera e impuesto a un pueblo que tiene con la efigie sólo una relación fortuita y ficticia.1

1 Ralph Roeder, Juárez y su México, 2ª ed. Versión castellana del autor. México, Talleres de Impresión de Estampillas y Valores, 1958, pp. 3-5.

EL MUCHACHO DE LAS MONTAÑAS

EL 17 DE diciembre de 1818, un andrajoso muchacho indio, vivaz y adusto, de doce años, pero de baja estatura para su edad, escapó de su casa en las montañas del sur de México, camino de la ciudad más próxima, afanoso por descubrir qué podía allí aprender y en qué podía trabajar. Durante los siguientes cincuenta y cuatro años aprendió y trabajó lo suficiente para ser recordado por casi la mayoría de los mexicanos como su libertador, legislador y salvador: un santo laico; y para ser recordado quizás por un gran número de compatriotas como un ingrato, un destructor, un enemigo de su religión (para ellos, la única) y un ambicioso y cruel traidor a su patria. Para la mayor parte de los norteamericanos que se han interesado por el Sur, se le aparece en cierta manera como un inflexible demócrata de cierta notoriedad, tez oscura y levita negra, de la época de nuestra guerra civil, que inexplicablemente se convirtió en ejecutor de un encantador joven rubio llamado Maximiliano. Todas estas opiniones e impresiones, producto de la sed de héroes, del miedo, del resentimiento o de la ignorancia sentimental, son superficiales y total o parcialmente falsas. Lo que este hombre llegó a ser y lo que hizo, así como el porqué de ambas cosas, son cuestiones que, ciertamente, no son incomprensibles ni dejan de tener su razonable explicación. Es conveniente hacer un esfuerzo para comprender a Benito Juárez, tanto más dada la importancia que últimamente ha adquirido México para nosotros.

El patriotismo de Juárez, como el de la mayoría de los mexicanos, estaba profundamente arraigado en forma de un apasionado apego a su tierra, a su comarca, al estado de Oaxaca. Situado donde la cornucopia de México se vuelve hacia el este, este estado abarca en su lado oriental la mayor parte del estrecho y funesto istmo de Tehuantepec. De una extensión de 94 211 km2