Necesidad de música

Necesidad de música

Artículos, reseñas, conferencias

GEORGE STEINER

Selección, traducción y prólogo de Rafael Vargas Escalante

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Primera edición, 2019

© George Steiner 2019
© Rafael Vargas Escalante 2019, por la selección

Traducción: Rafael Vargas Escalante
Diseño de portada: León Muñoz Santini
    y Andrea García Flores

Fotografía del autor: Sueddeutsche Zeitung
    Photo/Alamy Stock Photo

D. R. © 2019, Libros Grano de Sal, SA de CV
Av. Casa de Moneda, edif. 12-B, int. 4, Lomas de Sotelo,
11200, Miguel Hidalgo, Ciudad de México, México
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www.granodesal.com frn_fig_003 GranodeSal frn_fig_004 LibrosGranodeSal

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio, sin la autorización por escrito del titular de los derechos.

ISBN: 978-607-98059-7-5

Índice

Prólogo. George Steiner escribe sobre música

Artículos, notas de programa y conferencias

Una sala de conciertos imaginaria

Con un Bing y con un largo gemido

Moses und Aron, de Schönberg

Lulu, vampiro devorador de hombres

Necesidad de música

Renacimiento en Lyon

Schliemann

Lévi-Strauss con música

El Fausto de Busoni

Mysterium tremendum

Polifonía de las ideas

Solo a tres voces

Reseñas

Un concierto inédito de Mendelssohn

La lira y la pluma

El león en su cubil

Un compositor estimulado por la sangre

El genio dramatúrgico de Verdi

Wien, Wien, nur du allein

Dar testimonio

Maestro

Liszt superestrella

Voz viva de Wagner

Bohemia y la rapsodia

Las notas de Glenn Gould

La regla Britten

Alimento del amor

Réquiem por un genio

Un poco de música nocturna | La correspondencia como colaboración: lo que Mann y Adorno se deben uno a otro

Escribir al compás de la música | Adorno en la medianoche de la historia

Referencias

Índice de obras y músicos

Prólogo. George Steiner escribe sobre música

RAFAEL VARGAS ESCALANTE

Quienquiera que haya leído parte de la extensa obra de George Steiner, compuesta por poco más de 40 títulos publicados entre 1952 y 2011, sabe que prácticamente no hay uno solo de sus libros en el que no esté presente la música, sea como foco de una reflexión extensa, como referencia para ilustrar un argumento, como remembranza pertinente al brindar el contexto de un libro o, en el caso más modesto, como una especie de alusión hecha al paso. Al adentrarse en la obra de este gran pensador europeo, muy pronto se advierte que la música tiene un papel muy importante en su vida —más atinado sería decir: que la música forma parte esencial de su vida.

Ha estado presente en ella desde su niñez. Sus padres, judíos cultivados y políglotas —Frederick Steiner, un abogado nacido en Bohemia en 1890, con una brillante carrera como asesor financiero en Austria, y Else Franzos, 15 años menor que su marido, hija de una acomodada familia vienesa—, construyeron un hogar lleno de libros y de música, y se esmeraron siempre por ofrecer a sus hijos —George y su hermana, Ruth Lilian— una educación amplia y sólida.

“La música, los discos y el piano han sido parte de mi infancia, desde el principio —le cuenta Steiner a la periodista francesa Laure Adler en el curso de una larga charla—. Fui a mis primeros conciertos cuando todavía era muy joven. Tuve una gran suerte: mis padres me llevaban a conciertos y a la ópera.” El refinamiento de ambos fue determinante en la formación del pequeño George, que a los seis años empezó a leer con su padre breves pasajes de la Ilíada en griego.

En otra entrevista —ésta con el filósofo franco-iraní Ramin Jahabengloo— apunta: “Pude beneficiarme de la abundancia material, de los viajes y del ambiente de la casa, en la que conocí gente cuya conversación me parecía apasionante, ignorando que eran refugiados. Por ejemplo, en mi casa se daban conciertos para ayudar a músicos expulsados de Viena o de Alemania.” (Steiner se refiere al París de 1934 y 1935. Hitler se había convertido en canciller en 1933 y, en agosto de 1934, tras la muerte del presidente Paul von Hindenburg, se autoproclamó jefe de Estado y comandante de las fuerzas armadas. Centenares de músicos huyeron de Alemania.) Justo en un periodo en que la música de compositores austriacos y alemanes —Mozart, Beethoven, Schubert, Wolf, Mahler— colmaba la casa de los Steiner. También las óperas de Richard Wagner.

A pesar de que Hitler buscó adueñarse de la obra de Wagner desde que se le nombró canciller el 30 de enero de 1933 y se aprovechó del cincuentenario luctuoso del compositor, el 13 de febrero de ese año, para empezar a convertirla en un instrumento de propaganda nazi, muchos europeos, y los franceses en especial, sentían que Wagner no le pertenecía a los alemanes, sino a ellos —el propio Wagner apuntó alguna vez que los franceses comprendían su obra mejor que sus compatriotas—. Asimismo, muchos judíos alemanes y austriacos amaban la música de Wagner. Entre ellos, Frederick Steiner. George recuerda que su padre se resistía a dejar de escucharla cuando, con el ascenso del antisemitismo en Francia, en la comunidad judía de ese país y de Europa central surgió una corriente de rechazo a su interpretación pública y privada.

Desde luego, Frederick no ignoraba el grotesco antisemitismo de Wagner ni cerraba los ojos ante él, pero ello no implicaba que cerrara los oídos a la belleza de su música. Menos aún en Francia donde, desde hacía mucho tiempo, Wagner era un personaje muy reverenciado entre los mejores. (Como ejemplo basta recordar la carta que Baudelaire le escribió el 17 de febrero de 1860 —“le debo a usted el mayor placer musical que he experimentado”— o el casi medio centenar de páginas que le dedicaría un año más tarde, entre marzo y abril de 1861.) No obstante, para respetar en alguna medida la consigna que tantos otros seguían —probablemente familiares y amigos entre ellos—, Frederick no escuchaba discos de Wagner en alemán sino en francés, en particular las arias grabadas en 1927 por el tenor Georges Thill.

Con su actitud, como bien lo señala Catherine Chatterley, “Frederick le enseñó a su hijo que el cultivo intelectual y estético, entendido en términos del concepto alemán de Bildung, era la búsqueda más significativa de la existencia humana, y que tales esferas estaban apartadas de —y se oponían a— los aspectos más comunes de la vida: los lerdos y turbios espacios terrenales de la política y las finanzas.”

Al mismo tiempo, la sensibilidad y la clarividencia políticas y económicas de su padre eran admirables, y no sólo le fueron útiles para convertirse en un abogado y banquero exitoso en un campo sumamente competido (por lo menos en dos ocasiones, al mudarse a Francia y a Estados Unidos, supo hacerse de un lugar a partir de la nada), sino que también le servirían para salvaguardar la vida de su familia al trasladarse de Viena a París, en 1924, y de París a Nueva York, en 1940, muy poco antes de que los nazis entraran a la capital francesa.

Steiner admiró siempre a su padre y desde niño se dio cuenta de los esfuerzos que aquél realizaba para mantener a su familia en una buena situación. Pero más importante aún fue que desde el comienzo de la adolescencia estuviera consciente de la riqueza intelectual de su familia, algo que lo llevó a convertirse en un auténtico entusiasta de la cultura clásica, tanto en letras e historia como en música, pintura y filosofía.

No es sorprendente, entonces, que el primer fruto de ese cultivo haya sido una plaquette —una pequeña colección sin título de siete poemas— impresa hacia finales de 1952 como octava entrega de la serie Fantasy Poets, creada por Michael Shanks, presidente de la Oxford University Poetry Society, y por el pintor e impresor británico Oscar Mello. Steiner, entonces con 23 años de edad, firmaba como F. George Steiner (la inicial es de Francis).

Tampoco sorprende que el primer poema de ese conjunto, “Art pour art”, tenga como tema central la música:

Play virginal solely for bellclear sake,
neither for dimpled favour nor full lips,
but to keep heart’s ear pliant and awake
to oarbeat on Bright Cydnus ships.

Tanto en inglés como en español, “virginal” es el nombre de un instrumento del periodo barroco al que ahora nos referimos como clavecín o clavicémbalo, uno de los ancestros del piano. Fue especialmente común en los hogares de Holanda e Inglaterra durante la segunda mitad del siglo XVII, gracias al auge económico que vivieron los Países Bajos tras la Guerra de los Ochenta Años (1568-1648), y por ello suele aparecer en muchos cuadros y retratos de aquel periodo (entre ellos, tres hermosos cuadros de Jan Vermeer).

“Bright Cydnus” alude al encuentro de Marco Antonio y Cleopatra en Tarso, que Plutarco narra en Vidas paralelas y Shakespeare evoca en Antonio y Cleopatra. Convocada por Marco Antonio, la soberana egipcia acude en una enorme y muy lujosa barca, con remos de marfil, surcando el Mediterráneo y enseguida las aguas del río Cidno, en cuya desembocadura había un puerto importante para quienes viajaban entre Oriente y Occidente. A mi modo de ver, también hay en esas palabras una alusión a la constelación del Cisne y, con ella, a Orfeo, a quien se identifica precisamente con esa constelación (tal fue la forma que adquirió tras su muerte, y bajo ella fue colocado en los cielos, cerca de la constelación de Lira, su instrumento). En este caso, el compás de los remos evocaría el canto de Orfeo, que prosigue aun después de que éste ha sido decapitado.

George Steiner habría sido un poeta más que notable si hubiese decidido dedicarse a escribir poesía. O bien podría haber alternado el cultivo de la poesía con el ensayo y la crítica, como lo hicieron sus coetáneos Al Alvarez y Donald Hall, dos de sus amigos más cercanos en la época en que los tres estudiaban en la Universidad de Oxford. “Hubo un breve periodo —recordaba Donald Hall— en el que George Steiner, Al Alvarez y yo formábamos una pequeña troika. Paseábamos por Oxford diciendo: ‘Esta gente no ama la literatura.’” Pero en el caso de Steiner prevaleció la pasión por la enseñanza y quizás un excesivo rigor autocrítico. Él mismo considera que los poemas que ha escrito son, en conjunto, más la demostración de un oficio, de una destreza técnica, que la expresión de una urgencia y una necesidad privadas. Quizá por ello sólo se ha permitido publicar una docena de poemas, la mayoría a principios de los años cincuenta. (“Escribí poesía, y la publiqué. Un día me levanté y dije: ‘Esto es verso.’ Y el verso es el enemigo mortal de la poesía.”) Pero sus poemas no son una mera suma de versos bien cincelados y colmados de conceptos: contienen poesía. Y, dada la imposibilidad de tocar un instrumento o de componer música, constituyen una de sus expresiones más afines con ese arte.

Steiner ama tanto la música que, si hubiese podido, probablemente se habría consagrado a aprender a tocar el piano o el violín y quizá su destino habría sido otro. Se lo impidió una limitación física: al nacer sufrió parálisis braquial obstétrica, un daño de la red nerviosa que controla los movimientos y las sensaciones del brazo. Se produce durante el parto y hace que el bebé tenga lo que comúnmente se conoce como un “brazo de trapo” —el derecho, en su caso—. Pero Steiner no está baldado. Pese a la atrofia escribe con la mano derecha y utiliza su brazo para todo propósito de manera normal. Sólo que los complejos y muy precisos movimientos que implica tocar un teclado o un instrumento de cuerda le resultan impracticables. (“Mi incapacidad para cantar o tocar un instrumento me resulta humillante. Pero la música consigue ‘sacarme de mí mismo’ o, más exactamente, me ofrece una compañía mejor que la propia.”)

No resulta extraño entonces que un instrumento musical presida la sala de su casa: un piano Broadwood que antes perteneció a una notable intérprete, Emma Wedgwood, esposa de Charles Darwin, considerada en su tiempo como una pianista más que competente (era fama que había tomado lecciones con Fryderyk Chopin). Se sabe que a lo largo de sus 43 años de matrimonio tocó todos los días para su marido, sus hijos, sus nietos (un cuadro del pintor ruso Victor Evstafieff muestra a la pareja compartiendo una velada pianística en un atardecer de otoño), y que de tal inmersión musical Darwin dedujo que la evolución de la musicalidad estaba arraigada en la atracción sexual como una forma de comunicación anterior al lenguaje.

Tal vez la imposibilidad de tocar un instrumento musical desalentó a Steiner para estudiar música (después de leer sus muy informados artículos y ensayos, asombra enterarse de que no sabe leer partituras), pero nada impidió que se acrecentara y ahondara su gusto por la música culta y que muy joven aún —a los 23 años— escribiera notas que, por su conocimiento del pasado y su dominio de la jerga especializada, reflejan ya una autoridad correspondiente a una persona 15 o 20 años mayor (véase la breve pero sustanciosa reseña sobre Felix Mendelssohn con que abre la tercera sección de este libro). Aunque no he encontrado ningún otro texto de Steiner fechado en ese mismo año, o en el anterior, se antoja improbable que haya sido la única vez que escribió sobre música en aquella época, pero la profusión de pequeñas revistas y la dificultad para acceder a ellas desde México impide explorar sus contenidos.

Si bien se sabe que Steiner comenzó a publicar en 1950 —la longeva y afamada revista Poetry incluyó un poema suyo, “Lyric of Desire”, en el número 75, correspondiente a febrero de aquel año—, 1952 es el punto de partida de su vida como escritor profesional, pues es entonces que aparece la ya mencionada plaquette de la serie Fantasy Poets así como el ensayo por el que a finales de junio obtuvo el Chancellor’s English Essay Prize: Malice, una indagación sobre los orígenes del mal (es el primer texto en el que Steiner aborda el nazismo y el Holocausto), a la vez que una crítica de la cultura occidental (es también la primera vez en que advierte que el refinamiento cultural y la barbarie no siempre se deslindan y se oponen). Publicado por el sello editorial Blackwell como un cuadernillo de 24 páginas, Malice (que cabe traducir como Malignidad) nunca ha sido reeditado ni recogido por su autor en otro libro.

1952 es también el año en el que Steiner se muda de Oxford a Londres y empieza a publicar de manera constante artículos editoriales en el semanario inglés The Economist —se le encomiendan temas de economía, política, ciencia—, de cuya redacción formará parte hasta 1956. Ese lapso representa, en el recuerdo de Steiner, “cuatro de los más felices años de mi vida”. Probablemente porque, además del honor que suponía formar parte de una de las más prestigiadas revistas inglesas (“Era el semanario más respetable del mundo entero”, le dice a Laure Adler) y de admirar el extraordinario clima de solidaridad que hay entre la población después de la guerra (hecho que dejó una honda impresión en Steiner), 1952 es también el año en que conoció a una joven estadounidense que estaba a punto de graduarse como historiadora por el St. Anne’s College de la Universidad de Oxford: Zara Shakow, con la cual se casaría en 1955. Zara Shakow Steiner, miembro de la Academia Británica de Historia desde 2007, es especialista en relaciones internacionales y en la historia de Europa en el siglo XX. Ella misma ha contado con parquedad y gracia los inicios de su relación con Steiner en un ensayo reciente.

En el curso de los años cincuenta, Steiner no vuelve a publicar más notas sobre música. Está concentrado en escribir sus artículos para The Economist, en revisar y corregir su tesis doctoral, rechazada en Oxford por cuestiones de metodología académica (en 1961 habrá de verla convertida en libro bajo el título de La muerte de la tragedia), y en la redacción de Tolstói o Dostoievski, extenso ensayo que a comienzos de 1959 aparecerá simultáneamente en Londres y en Nueva York, y a los 30 años de edad lo revelará ante un amplio público lector como un crítico literario apasionado y controversial: así como se reconoce su erudición en materia de cultura occidental, se le reprocha, entre otras cosas, ser pretencioso por establecer de manera arbitraria la existencia de un linaje literario que parte de Homero y desemboca en Tolstói, interpretar la novela como si fuese poesía y emprender la exégesis de autores rusos sin conocer ese idioma.

Pero no se puede decir que haya dejado de escribir sobre música. De hecho, una de las tesis centrales de La muerte de la tragedia considera que algunas grandes óperas de la segunda mitad del siglo XIX —de Verdi y de Wagner, en especial— pueden considerarse herederas de los clásicos griegos y de Shakespeare. Por lo demás, Steiner alude al papel que la música debe haber desempeñado en la escenificación de las tragedias en la Grecia clásica (música que durante mucho tiempo se consideró imposible reproducir, un enigma que desafiaba la imaginación) y en el teatro shakesperiano. Todo ello es parte de una pregunta que no ha dejado de reclamar la atención de Steiner desde esa época y se hace presente asimismo en las páginas de Tolstói o Dostoievski:

Fue en la música donde el siglo XIX realizó su sueño de crear formas trágicas comparables en nobleza y coherencia con las del drama clásico y renacentista: en las ceremonias y lamentos de los cuartetos de Beethoven, en el Quinteto en do mayor de Schubert, en el Otelo de Verdi y, consumadamente, en Tristán e Isolda. La gran ambición de “revivir” la tragedia poética, que obsesionó al movimiento romántico, quedó irrealizada. Cuando el teatro cobró vida de nuevo, con Ibsen y Chéjov, los antiguos modos del heroísmo habían sido irremisiblemente alterados. Y sin embargo, aquel siglo produjo, en la persona de Dostoievski, uno de los grandes maestros del drama trágico. A medida que la mente avanza, cronológicamente, de El rey Lear y de Fedra, se detiene, en reconocimiento inmediato, sólo cuando llega a El idiota, Los endemoniados y Los hermanos Karamázov. Como dijo Viacheslav Ivanov, buscando una imagen definidora, Dostoievski es “el Shakespeare ruso”.

En cierto modo, la publicación de Tolstói o Dostoievski también daría lugar a que Steiner volviera a escribir notas sobre música. Tras la aparición del libro, el escritor estadounidense Irving Kristol —fundador, con Stephen Spender, de la revista británica Encounter— retomó el contacto con Steiner. Ambos se habían conocido en Londres, donde Kristol (1920-2009) vivió gran parte de los años cincuenta hasta finales de 1958, cuando volvió a Estados Unidos para integrarse a la redacción de The Reporter, un semanario neoyorkino curiosamente parecido a The New Yorker, incluso en términos materiales, aunque nunca hubo relación entre ambas publicaciones.

Kristol invitó a Steiner a escribir sobre libros en The Reporter, pero el sexto artículo que Steiner le entrega no es una reseña sino una reflexión acerca de la asombrosa oportunidad que tenemos hoy en día de escuchar casi cualquier pieza musical que elijamos (de cualquier estilo, cualquier época y cualquier lugar del planeta) y la poca atención que, sin embargo, la mayoría de las personas le presta a la música que supone escuchar: no la escucha, la oye, casi como se oye un sonido cualquiera del entorno. Ésa será la primera vez que Steiner medite por escrito sobre el significado de ese hecho, tan alarmante como el empobrecimiento del habla, el abandono de la lectura y la consiguiente incapacidad de pensar y expresarnos de manera clara.

Es alarmante precisamente porque la música es parte de nuestro pensamiento. Pensamos no sólo gracias a una matriz verbal. El pensamiento es polimorfo y se produce de muchas maneras, algunas que ni siquiera nos ha sido dado (y tal vez nunca logremos) establecer en términos conceptuales. Pero sí sabemos que una de las diversas maneras en que el pensamiento se articula es la música.

Si el hecho de hablar un idioma determina nuestra manera de pensar —es bien sabido que un idioma entraña toda una visión del mundo y que mientras más idiomas hablamos, y mejor los hablamos, no sólo es más cabal nuestro conocimiento de otras culturas sino más amplia nuestra inteligencia y nuestra imaginación—, la música que escuchamos tiene un efecto no menos definitivo sobre nuestra identidad y nuestra conducta. Steiner ha expresado muchas veces su preocupación por la falta de educación musical en las escuelas. Si no se procura acercar a los niños a la buena música, si no se les enseña a escucharla con la seriedad y la concentración que ésta exige, estamos en graves problemas. (Y lo mismo cabría decir respecto de los adultos.)

Dada la estridente esfera de sonido en que vivimos, Steiner pregunta: “¿Qué efecto tienen los dulces y vociferantes percutores del piano sobre el cerebro cuando éste se encuentra en etapas clave de su desarrollo? No hay antecedentes que nos indiquen cómo maduran las formas de vida ni cómo se desarrollan cuando se acercan a los niveles de ruido organizado que caen como cascada incesante a lo largo del día y de la iluminada noche (el rock, en especial, distorsiona y cambia la luz en su derredor).”

En “Retreat from the Word”, ensayo publicado en el segundo trimestre de 1961 en la Kenyon Review, Steiner señala que la música es, como la imagen y las matemáticas, otra manera de experimentar y comprender lo que nos rodea. El ser ignorantes en matemáticas, el ser “analfabetas” en lo que toca a la imagen y a la música, nos priva de conocer y disfrutar una porción inmensa de la realidad. Es como no saber nadar ni haber buceado nunca en un planeta constituido en tres cuartas partes por agua. (Esa convicción es uno de los argumentos de la pieza central de este volumen, “Solo a tres voces”.) Es por ello que la música impregna la obra de Steiner, y por ello también que puede contársele, al igual que a Hans Magnus Enzensberger, entre los humanistas realmente informados e interesados en las ciencias, aunque en este último terreno el saber de Steiner sea, comprensiblemente, más limitado que en el de las humanidades.

La música es para él una pasión central. La música está, como la poesía, en el origen de lo que piensa. Gran lector, no puede dejar de preguntarse qué significa, aunque sabe de antemano que ese significado no puede traducirse a palabras: es inefable. Pero interrogar la música —escribir sobre ella— es parte inevitable (mejor: esencial) de la experiencia de escuchar música. Es parte del deseo de saber, de comprender, de dar sentido, así dispongamos solamente de palabras para tratar de asir lo inasible.

Hablar de la música es alimentar una ilusión, un “error categorial” como dirían los lógicos. Es tratar la música como si fuese lenguaje natural o se hallase muy cercana a éste. Es trasladar unas realidades semánticas de un código lingüístico a un código musical. Los elementos musicales se experimentan o clasifican como sintaxis; la construcción en desarrollo de una sonata, su “tema” inicial y secundario, se designa como gramática. Las exposiciones musicales (a su vez una designación prestada) tienen su retórica, su elocuencia o economía. Nos inclinamos a pasar por alto que cada una de estas rúbricas se ha tomado prestada de sus legitimidades lingüísticas. Las analogías son ineludiblemente contingentes. Una “frase” musical no es un segmento verbal.

La música sólo puede ser comprendida en/con la música misma. En la extensa y estupenda entrevista con Ronald A. Sharp para The Paris Review, Steiner vuelve sobre ese punto. Cuando Sharp le pregunta si la música es aquello que no puede traducirse, Steiner le responde citando una anécdota que suele utilizar al dar clases: Robert Schumann interpreta un estudio para piano muy complejo y uno de sus estudiantes le pregunta si puede explicarlo. “Sí”, dice Schumann, y lo toca de nuevo.

La música no significa nada y, a la vez, puede significar todo, cualquier cosa. Quien escribe sobre música —en especial quien lo hace fuera del ámbito especializado, musicológico, técnico y descriptivo— busca llenar vacíos sobre la interpretación de cosas que no podemos entender, pero que sentimos muy profundamente. Sin embargo, como señala Steiner, en la inmensa mayoría de los casos no entrega otra cosa que impresiones líricas, cháchara, palabrería.

Pero la escritura sobre la música y sobre su entorno, sobre sus creadores, las condiciones en que se produce y se difunde tiene una importancia enorme en la medida en que el número de personas que escucha música es cada vez más grande y se vuelve indispensable educarlas y refinarlas, es decir, hacerlas reflexionar sobre la repercusión que la música tiene (o puede tener) en su vida. Cuando se aprende a escuchar música con una emoción e intensidad similares a las que siente quien la interpreta, se vive una experiencia existencial trascendental, porque —lo dice de manera certera el filósofo francés Bernard Sève— “la música ata y desata lo sonoro, la música ata y desata los cuerpos, la música ata y desata las pasiones, la música ata y desata los pensamientos, la música ata y desata a los hombres”.

Entre muchas otras cosas, la escritura sobre música —creo preferible llamarla así, y que bajo esa denominación queden comprendidas la historia, la crítica, la apreciación y la educación musical— brinda la posibilidad de crear un público. Un público auténtico, conformado como tal no por imposición comercial sino por un gusto y un interés realmente compartidos, por vínculos estéticos sólidos, que permite a un conjunto de personas identificarse y asumirse como una colectividad, no como una mera cifra de consumidores. Los teléfonos celulares y otros aparatos digitales han propiciado la aparición de una masa informe de oyentes que consume de manera indiscriminada, en el aislamiento de sus audífonos, una serie de piezas y canciones cuya “popularidad” está preestablecida por el volumen de ventas, orientado a su vez por la publicidad y los medios de difusión y no por la coincidencia de percepciones, ideas y sensibilidad. Rumiar a solas las mismas 20 canciones cotidianamente se parece más a la urgencia de digerir un narcótico bolo de pasto que a la necesidad de conocer nuestro mundo y averiguar quiénes somos.

Desde hace más de medio siglo, a Steiner le preocupa el que toda la música se pueda escuchar a cualquier hora, como una suerte de cortina acústica en el ámbito laboral y en el doméstico:

Las cintas, la radio, el fonógrafo, el caset, emitirán un flujo interminable de música en cualquier momento o circunstancia del día. Probablemente eso explica la industrialización de la música de Vivaldi y de los compositores menores del siglo XVIII. Y la prodigalidad de los grupos de música barroca y de cámara preclásica en los catálogos de discos lp. Gran parte de esa música fue concebida, de hecho, como Tafelmusik y tapiz auditivo de la sala que ocupaba la nobleza. Pero ahora tendemos a emplear obras mayores de música culta como si también fuesen música de fondo. Si lo preferimos, podemos poner el opus 131 mientras desayunamos cereal. Podemos tocar la Pasión según san Mateo a cualquier hora o día de la semana. Una vez más, los efectos son ambiguos: puede darse una interiorización sin precedentes, pero asimismo una devaluación (desacralización). Una sublime Muzak nos envuelve.

La banalización es, en efecto, la calamidad de nuestro tiempo. Y tiende a agravarse: peor que no escuchar música es escucharla mal. No por un problema de mala calidad al momento de ser reproducida (aun los equipos de sonido portátiles tienen una calidad y una potencia cada vez mayor), sino por la indiferencia con que la escuchamos. Es un error creer que la música es una “distracción”, un pasatiempo o una simple forma de diversión. Se requiere de tiempo libre para escuchar música, sí, pero escucharla no es un acto de ocio, como no es ocioso leer, aunque haya quien crea que al leer no se hace nada.

Lo primero que debería tenerse presente siempre es que la música es un acto de comunicación insólito. En el hecho mismo de escuchar una obra musical hay por lo menos tres actores involucrados, a través de los cuales “circula” esa obra: el compositor, el ejecutante y el escucha. Pero el diálogo o comunicación que se establece, más que un diálogo entre ellos, es un diálogo entre esos tres actores con la obra musical, que se compone, descompone y recompone a través de ellos.

Mientras más escuchamos una obra, mientras más nos informamos sobre su autor y sobre la historia de la pieza concreta, sobre las cualidades interpretativas de quien la ejecuta, mejor la comprenderemos y más cerca estaremos de integrarnos al campo o circuito de su recreación y de sentirla realmente, de convertirla en una experiencia propia, así como uno se apropia de un poema que le parece extraordinario a través de su repetida lectura (valga la equivalencia, que no es ni podría ser exacta). La manera ideal de escuchar música es tratar de asimilarla a nuestra persona, tal como asimilamos el pan cotidiano.

No obstante, podría decirse que nuestro nexo con la música ni siquiera depende de nosotros. Es tan poderosa —tan indispensable como ese pan de todos los días— que se nos impone como parte de la sustancia misma de la vida:

No hay un solo ser humano en el planeta que no tenga una u otra relación con la música. La música, en forma de canto o de ejecución instrumental, parece ser verdaderamente universal. Es el lenguaje fundamental para comunicar sentimientos y significados. La mayor parte de la humanidad no lee libros. Pero canta y danza.

Me parece que el empeño de Steiner al escribir sobre música ha consistido, sobre todo, en hacernos conscientes de que vivimos enfrentados de manera permanente a un misterio que posiblemente nunca resolveremos: ¿qué es la música? Por lo pronto, la única manera de disfrutar a plenitud de su milagro es mantener esa pregunta abierta, planteárnosla constantemente con el ánimo de rozar ese misterio.

En la extensa conversación que sostuvo en 2002 con la escritora y educadora suiza Cécile Ladjali, Steiner cuenta que al leer en el poema de René Char La biblioteca está en llamas la frase “L’aigle est au futur” [El águila está en futuro] sintió un estremecimiento. “El tiempo futuro del verbo es el gran desafío a la muerte —le dice a Ladjali—, el gran desafío frente a la desesperación.”

En Sobre lo espiritual en el arte, Vassily Kandinsky escribe acerca de la manera en que Schönberg empleaba su libertad en pos de la armonía espiritual y concluye que “su música nos conduce a un reino en el que la experiencia musical no es ya un asunto del oído sino tan sólo del alma —y a partir de ese punto comienza la música del futuro”. Quizá no sea un disparate parafrasear la sentencia de Char que impresionó a Steiner para decir que “la música está en futuro” y que la posibilidad de ese tiempo futuro del que es signo de anticipación el águila, nos permite aspirar a aprender a escucharla con la reverencia y el pasmo que corresponden. Y así como René Char afirma en otro momento del poema mencionado que “La poésie me volera ma mort” [La poesía me robará mi muerte], podríamos decir, extrapolando esa última línea de Char, que la música nos robará la muerte.

Steiner ha escrito sobre música una y otra vez a lo largo de su obra, que abarca prácticamente siete décadas (además de sus libros, ha producido decenas de ensayos, prólogos, artículos, notas y entrevistas dispersos en revistas, diarios, suplementos culturales y obras colectivas). Nunca se habían reunido, sin embargo, los numerosos textos que ha escrito específicamente en torno de la música. Ésta es la primera vez que se intenta conjuntarlos, aunque no se buscó realizar una compilación exhaustiva. No pensamos siquiera en la posibilidad de desgajar de sus libros unitarios las numerosas páginas dedicadas al tema, a veces tan entreveradas en una argumentación de orden distinto al musical que arrancarlas de su sitio equivaldría a desfigurarlas. Sería absurdo. En este pequeño volumen el lector encontrará sólo dos o tres de los ensayos que Steiner ha incorporado en sus libros después de haberlos publicado en revistas. El resto de estos casi 30 escritos no se habían conjuntado antes y se habían mantenido inéditos en nuestro idioma.

Como la gran mayoría de los libros, éste también nació de la lectura. Hace muchos años que sigo con interés y admiración la obra de Steiner y recopilo sus ensayos y artículos. Poco a poco destacó por sí solo el número de aquellos dedicados a asuntos musicales y surgió la idea de recogerlos en un volumen. La idea misma despertó la curiosidad por ver si habría algunos otros textos afines y llevó a la consecución —gracias al entusiasmo y cordial apoyo del director de Grano de Sal, Tomás Granados Salinas (otro escritor cuyo nombre ostenta las iniciales GS)— de varios más. Hubo uno o dos, sin embargo, que no fue posible incorporar. Lamento en particular la ausencia de un comentario de Steiner a la novela del poeta alemán Eduard Mörike, Mozart’s Journey to Prague, publicada en The Observer en 1997. Sólo supe de su existencia cuando la edición del libro estaba muy avanzada y ya no había manera de traducirla e incluirla. Seguramente hay otros artículos de los cuales ni siquiera tuve noticia. Pienso, por ejemplo, que en una publicación como el semanario The Listener, fundado por la bbc el mismo año en que Steiner nació (1929), y lamentablemente clausurado en 1991, deben encontrarse no sólo las dos colaboraciones que aquí se incluyen sino por lo menos media docena más. Habría que explorar sus archivos. (De paso: no puedo dejar de advertir que Steiner es casi, excepto por la ele, un anagrama de Listener, lo que permitiría citar por enésima vez el consabido lema latino “Nomen est omen”).

Por lo demás, es interesante seguir el rastro de las publicaciones en las que Steiner escribe sobre música y constatar su inagotable amor por ella. En los más de 30 años en que colaboró con The New Yorker, dedicó a la música al menos 8 de las cerca de 150 piezas aparecidas en esa revista, con un género hoy en desuso: la reseña bibliográfica que es en sí misma un ensayo sobre el tema del que trata el libro comentado. Fue más corta su relación con Opera News, donde a mediados de la década de 1990 asumió la función de cronista de variedades; agradezco a los actuales redactores de esa revista las facilidades para localizar los cuatro artículos incluidos en estas páginas. El agradecimiento se extiende también al Nexus Instituut, por permitirnos reproducir la conferencia —y facilitarnos el original— que Steiner dictó a comienzos de la actual década. Y quiero dar también las gracias a cuatro amigos cuya lectura contribuyó a resolver diversas dudas en la preparación del libro: Philippe Cheron, Mario Lavista, Brian Nissen y Anthony Stanton.

Necesidad de música se titula un ensayo publicado en 1974, en el que Steiner, tras un recuento histórico de la experiencia musical, hace un par de confesiones sobre la melomanía de un hombre ya mayor. Esa sencilla frase sintetiza su relación con el arte sonoro y por ello se convirtió de manera natural en el encabezado para este proyecto, cuya estructura merece un comentario. La primera sección contiene diez textos dirigidos en mayor o menor medida a melómanos: son artículos en revistas especializadas, notas que antecedieron un concierto, críticas a la gestión de un teatro o una puesta en escena. La tercera sección, por su parte, agrupa las reseñas de libros sobre un compositor o una época. En medio va una pieza inclasificable: una disertación polifónica sobre la poesía, las matemáticas y la música en tanto que lenguajes. Cierra el libro un índice de obras y músicos, para permitirle al lector interesado en tal o cual compositor o composición el desplazamiento por las páginas que siguen; al pie de algunas el lector encontrará las notas que me parecieron necesarias —espero que no demasiadas— para completar el rico contexto intelectual en que se mueve la prosa de este autor melómano y erudito. Recuérdese que los aquí reunidos no son textos de divulgación, sino escritos en los que Steiner le habla a lectores que imagina tan enterados como él.

Con esa misma intención complementaria, y haciendo gala de creatividad editorial, Tomás Granados Salinas ha tenido la excelente idea de ofrecer, en la página de internet de esta obra (www.granodesal.com/9786079805968), ligas a YouTube y a una playlist de Spotify para escuchar las obras musicales mencionadas.

Este libro hechizo lo escribió Steiner pero sin darse cuenta. Es preciso agradecer su complicidad: mediante una escueta carta manuscrita aceptó la propuesta de reunir lo que había escrito sobre música. Y también dar las gracias a su agente, Georges Borchardt —cuya representación en el ámbito de la lengua española recae en la Agencia Literaria Carmen Balcells—, por las facilidades que nos dio para reunir las dispares piezas con que se armó este rompecabezas.

Me gusta pensar que, si bien a George Steiner le fue imposible convertirse en músico, un acto de justicia poética se cumple en el hecho de que dos músicos que fueron sus contemporáneos hayan llevado el mismo nombre. Uno, nacido en 1900, en Budapest, fue compositor y arreglista; emigró a Estados Unidos, compuso la banda sonora de muchas películas y murió en Nueva York en 1967. El otro, nacido en Baltimore en 1918, fue un distinguido violinista y director de orquesta e impulsor de la enseñanza musical universitaria desde su cargo al frente del Departamento de Música de la George Washington University; murió en enero de 2009. Me parece improbable que nuestro Steiner no se haya enterado de la existencia de sus homónimos. Me pregunto si conocerá su música.

Sería magnífico escribir una composición para celebrar con un concierto en su homenaje los pródigos 90 años de vida que Steiner cumplirá poco después de que sea publicado este volumen. Pero a falta de música, ojalá que estas exiguas notas no suenen demasiado discordantes

Febrero de 2019

Notas al pie

George Steiner, Un largo sábado. Conversaciones con Laure Adler, traducción de Julio Baquero Cruz, Madrid, Siruela, 2016, p. 96.

George Steiner, en diálogo con Ramin Jahabengloo, traducción de Manuel Serrat Crespo, Madrid, Anaya & Mario Muchnik, 1994, p. 33.

De ese antisemitismo es muestra el ensayo El judaísmo en la música (1850), fruto del rencor y la megalomanía de Wagner, en el que se burla de Felix Mendelssohn, muerto en 1846, y de otros compositores judíos que “corrompen” la cultura alemana. En 2013, el sello español Hermida Editores publicó, por primera vez en español, el lamentable panfleto, imposible de olvidar por la trascendencia de ambos músicos.

Charles Baudelaire, “Richard Wagner y ‘Tannhauser’ en París”, traducción de Nydia Lamarque, en Obras, 2a ed., México, Aguilar, 1963, pp. 734-757.

Catherine D. Chatterley, Disenchantment: George Steiner and the Meaning of Western Civilization after Auschwitz, Nueva York, Syracuse University Press, 2011, p. 12.

Los siete poemas son: “Art pour art”, “Tiresias”, “After Cannae”, “Canzone”, “Nantucket Coast”, “Fish Story” y “A Samurai Who Tried to Kill All the Roosters in Japan”. Me parece que vale la pena mencionar sus títulos porque, aunque se tiene registro de la plaquette que los incluye, nunca se detalla su contenido en ninguna de las bibliografías de la obra de Steiner, ni siquiera en las muy minuciosas que se incluyen en Holocaust Literature: Lerner to Zychlinsky, index (Routledge, 2003), de Lillian Kremer, y The Wounds of Possibility, de Ricardo Gil Soeiro (Cambridge Scholars Publishing, 2012). La plaquette es hoy una rareza, pues se imprimieron sólo 300 ejemplares.

Me permito proponer la siguiente aproximación a los versos citados: “Toca el clavecín por amor al claro sonido, / no para producir una sonrisa o un suspiro, / sino para mantener abierto y alerta el oído del corazón / al compás de los remos de las barcas del Bruñido Cidno.”

Ian Hamilton, Donald Hall in Conversation with Ian Hamilton, Londres, Between the Lines, 2000, p. 39.

Carles Capdevila, “George Steiner: ‘Lésser humà és un animal que sap i pot somriure’”, Diari Ara, sección de cultura, 25 de enero de 2015, p. 4.

George Steiner, Errata. El examen de una vida, Madrid, Siruela, 1998, p. 102.

Es decir, sin firma, pues expresan la posición del medio en que aparecen.

Christopher Tayler, “Il postino”, entrevista con George Steiner, The Guardian, 19 de abril de 2008, sección de libros, p. 13, disponible en www.theguardian.com/books/2008/apr/19/society, consultado el 14 de enero de 2019.

Zara Steiner, “Beyond the Foreign Office Papers: The Making of an International Historian”, The International History Review, núm. 39, 2017, pp. 546-570.

El lector interesado debe leer “La antigua música griega: por fin sabemos cómo sonaba”, nota de Armand D’Angour, profesor de letras clásicas en la Universidad de Oxford, publicada el 31 de julio de 2018 en la página electrónica The Conversation, disponible en theconversation.com/ancient-greek-music-now-we-finally-know-what-it-sounded-like-99895. Desde 2012, el profesor D’Angour ha trabajado —con base en el conocimiento de la métrica de la poesía griega, en documentos (piedra y papiro) que contienen notación melódica y en instrumentos de aliento y de cuerdas reconstruidos— en la reproducción de los ritmos y las melodías con que los griegos cantaban su poesía (en Grecia, la poesía se cantaba, no se declamaba ni se decía). Un ejemplo de lo que D’Angour y sus colaboradores han logrado con su fascinante investigación puede escucharse en www.youtube.com/watch?v=4hOK7BUOS1Y.

Tolstói o Dostoievski, p. 117. Cito la traducción de Agustí Bartra publicada por Ediciones Era en mayo de 1969.

“Una sala de conciertos imaginaria”, publicada en enero de 1960. Los músicos, por supuesto, fueron los primeros en cobrar conciencia de ello. Un gran compositor que se permitió bromear sobre el asunto fue el mexicano Silvestre Revueltas, quien en 1938 compuso una pieza de poco más de 14 minutos llamada “Música para charlar”, que describió como “Música para charlar, para dormir, para tomar el té, qué sé yo: música para no pensar. La música que hace pensar es intolerable, martirizante, y hay gente que la prefiere; yo adoro la música que me hace dormir. (Por eso tengo una serie de admiradores.)”

Ya en 1917 Erik Satie había creado un par de piezas para conjunto de cámara que llamó “Música para amueblar” (I. Tapicería en hierro forjado [1'27"] y II. Mosaico fónico [1'09"]. “Música útil —según la calificaba Satie— para amueblar casas”, a la que no es necesario prestar atención, mientras se realizan actividades en circunstancias en que la música no viene al caso.

Y en mayo de 1953, pero ya no en broma, Heitor Villalobos aborda el asunto: “Es evidente —le dice Alejo Carpentier, quien lo entrevista para el diario venezolano El Nacional— que se asiste a un aumento de la audiencia musical en el mundo contemporáneo. ¿No cree usted que esto se produzca en detrimento de la calidad?” “Sí. Sin duda. Gracias a la radio, sobre todo, la música se ve más aceptada que antes. Pero… ¿cree usted que es buscada realmente? Me temo que, para muchos, la música haya llegado a transformarse en un ‘fondo sonoro’ desorganizado; en una pomada que acaricia la epidermis, sin penetrar realmente. Un unto. O si se quiere, un bálsamo.” Más de medio siglo después, y debido a los servicios de streaming como Spotify, la situación es —para bien y para mal— aún más extrema.

Véase George Steiner, Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, México, FCE, 2007.

George Steiner, In Bluebeard’s Castle. Some Notes towards the Redefinition of Culture, New Haven, Yale University Press, 1971, pp. 116-117.

Este ensayo ha sido traducido al español por Miguel Ultorio como parte de Lenguaje y silencio (Barcelona, Gedisa, 1982), bajo el título de “El abandono de la palabra”, que acaso sería preferible traducir como “Repliegue de la palabra”, pues la idea central del ensayo no es renunciar a la palabra, sino frenar “la proliferación de la verborrea”, como bien traduce el propio Ultorio.

George Steiner, La poesía del pensamiento. Del helenismo a Celan, traducción de María Condor, México, FCE, 2012, p. 19.

George Steiner entrevistado por Ronald A. Sharp, “The Art of Criticism No. 2”, The Paris Review, núm. 137, invierno de 1995, pp. 42-102.

Bernard Sève, L’Altération musicale: Ou ce que la musique apprend au philosophe, Éditions du Seuil, París, 2002, p. 148.

Steiner, In Bluebeard’s Castle, p. 119.

George Steiner, “La Haine du livre” [El odio del libro], ensayo publicado originalmente en el número 311 de la revista Esprit, enero de 2005, pp. 6-22, y recogido luego bajo el título de El silencio de los libros, traducción de María Condor, Madrid, Siruela, 2011, Biblioteca de Ensayo; el párrafo citado se encuentra en la p. 13.

George Steiner y Cécile Ladjali, Elogio de la transmisión. Maestro y alumno, traducción de Gregorio Cantera, Madrid, Siruela, 2005, Biblioteca de Ensayo, p. 158.

Rosa Sala Rose la tradujo al español como Mozart de camino a Praga (Círculo de Lectores, 2006). Steiner dice que habría que colocar esta novela a la par de otras obras de ficción que hacen de la música su motivo central, como Muerte en Venecia, de Mann, y la Sonata Kreutzer, de Tolstói.

Artículos, notas de programa y conferencias

Una sala de conciertos imaginaria

En Las voces del silencio, André Malraux postula una idea que ha influido profundamente en el pensamiento contemporáneo sobre el arte. Malraux señaló que el museo moderno coloca las obras de arte en una relación entre sí y consigo mismas que no existía en tiempos anteriores y para la cual no fueron concebidas. El relieve griego que admiramos en la galería del museo se concibió como parte de un templo. La estatua gótica se erguía entre muchas otras figuras en la fachada esculpida de una catedral. Ninguno de los dos fue concebido con la intención de exponerse como una pieza aislada y, sobre todo, ninguno fue realizado con la intención de exhibirse en contraste o en yuxtaposición con el otro. Una Madonna de Fra Angelico o un Cristo de Mantegna fueron concebidos como parte de un altar o como elementos integrales de una capilla, con la intención de dirigir la veneración de los fieles hacia esas imágenes. La idea de colocarlas en museos habría parecido a sus creadores una absurda blasfemia. Para Bellini, Frans Hals o Reynolds, un retrato era el retrato de alguien. Su mérito residía en el parecido con la persona que posaba y en su capacidad de evocar su verdadera naturaleza. Con Rembrandt y Goya, comenzamos a tener la impresión de que los retratos son siempre, en última instancia, retratos del artista más que del modelo. Pero incluso estos grandes románticos se habrían sorprendido ante la idea de un museo moderno en el que los espectadores miran hileras de retratos sin saber o sin importarles a quiénes ven representados. El museo moderno ha convertido el retrato no en narración sino en arte puro.

Malraux señala que esta gran revolución en nuestro vínculo con las obras de arte tiene buenas y malas consecuencias. Arranca la pintura, la estatua o el tapiz individual de su auténtico entorno arquitectónico y social. Despoja de su carácter y propósito sacro a muchas imágenes y esculturas. Nos hace olvidar que gran parte del significado y la grandeza de una obra de arte deriva de su relación con un contexto específico. Pero, al mismo tiempo, el hecho de poner juntas obras de arte de todas edades y lugares revela cualidades que de otra manera no podríamos haber visto. Al colocar un torso griego al lado de un dibujo de Miguel Ángel, podemos evidenciar a simple vista el inmenso alcance del redescubrimiento de la Antigüedad en el arte del Renacimiento. Observamos cómo las elongaciones en una pintura de El Greco se convierten en las dramáticas distorsiones de Modigliani. La difuminada luz de Turner nos lleva al Monet colgado en el muro aledaño. Malraux muestra cómo la fotografía y las técnicas modernas de reproducción han colocado todo el arte en un campo de comparación y confrontación. La cámara ha creado un inmenso “museo imaginario” en el que podemos pasar instantáneamente de los dibujos rupestres de Lascaux a un toro muy parecido en una cerámica de Picasso.