Línea de fuga

LÍNEA DE FUGA

Título original: Ihes betea



© 2006, Anjel Lertxundi

© De la traducción: 2007, Jorge Giménez Bech

© De la presente edición: 2009, ALBERDANIA, S.L.

Plaza Istillaga, 2, bajo C. 20304 IRUN

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© Diseño de la colección: Antton Olariaga

Digitalizado por Comunicación Interactiva Adimedia, S.L.

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ISBN edición impresa: 978-84-96643-90-1

ISBN edición digital: 978-84-9868-116-1

ISBN edición digital Mobipocket: 978-84-9868-115-4

Depósito legal: SS. 1331/07

Si fuera lícita la huida absoluta

si fuera posible romper la cadena

Xabier Lete



Muy fácil es ahora, amigos míos, burlarse del estado en el que a la sazón me encontraba. Ahora ya soy viejo y experimentado. Hoy somos todos viejos y experimentados. Pero cada uno de ustedes recordará algún momento en el que fue joven e insensato.

Joseph Roth, Confesión de un asesino

PRIMERA PARTE

1

Recuerdo muy bien, tan nítidamente como si fuera hoy, el día en que cumplí dieciséis años: nuestras tropas han entrado en Renania y los enemigos de Alemania no han tenido tiempo de reaccionar; la vigorosa voz de Hitler nos arenga a través de los altavoces dispuestos en Goetheplatz:

¡La paz, la justicia y la libertad están hoy más cerca!

La tarde es tibia, los cerezos están en flor; las bandadas de estorninos embellecen el límpido cielo de la plaza con sus gráciles acrobacias, semejantes a las de los Messerschmitt.

También los años han pasado en bandadas desde que, lejos aún de saberme uno de ellos, odiaba a los judíos.

Cuando acabó la arenga de Hitler, aplaudimos a rabiar, no sabría precisar durante cuánto tiempo. En cierto momento, los jóvenes y no tan jóvenes congregados en la plaza comenzamos a dispersarnos por las calles de la ciudad, como los estorninos en el cielo, ahora cantando, ahora coreando consignas patrióticas. En la ciudad reinaba el bullicio.

Uno de nosotros señaló una mansión hermosa y sólida. Las persianas estaban cerradas. Nos pusimos a lanzar piedras y todo tipo de objetos. Y a gritar, en una verdadera algarada.

Es inútil, oí a mis espaldas. Hace tiempo que ahí no vive nadie.

Nos dirigimos a los soportales situados frente a la catedral, plegamos las banderas y entramos en el salón de billar. Un acordeonista interpretaba un fox-trot.

Vamos, deja ya esa música degenerada y toca Sieg Heil!, exclamó Marck, al que apodábamos Pelirrojo, y añadió: ¡Queremos escuchar verdadera música!

Le pides demasiado a ese duro de oído, remaché.

El acordeonista acometió con toda energía la pieza que le habíamos ordenado, Sieg Heil! Sieg Heil! cantamos nosotros y, concluida la canción, invité a cerveza a los camaradas y también al acordeonista, para celebrar mi cumpleaños. Con la jarra en una mano y un cigarro en la otra, nos dedicamos a criticar con el máximo ardor la arrogancia de Francia. El humo de los cigarros formaba volutas en torno a la lámpara suspendida sobre la mesa de billar. Las palabras de alguno de nosotros condenando la desfachatez de los judíos que no respetaban la ley sobrevolaron el humo. Sostenía que había que adoptar medidas más duras contra los que no llevaban el brazalete amarillo. Y contó que aquella misma mañana se habían visto obligados a echar a patadas del tranvía a un judío que no llevaba el distintivo.

Hermann, como acostumbraba, abrió su navaja y, tras proyectar su aliento sobre el lado de la hoja en que se leía la palabra sangre, lo frotó contra el pantalón para abrillantarlo; a continuación, proyectó el aliento sobre el lado de la hoja que decía honor, y lo frotó a su vez contra el pantalón. Repitió la operación tres o cuatro veces. Lanzaba su aliento ora sobre el lado de la hoja que decía sangre, ora sobre el que decía honor. Y, mientras tanto, comenzó a contarnos cosas acerca de cierto zapatero, un insolente del que nos dio incluso la dirección. Estaba pletórico.

Un día de éstos tendremos que darle un escarmiento a ese puto zapatero, añadió. Limpió una vez más ambas caras de la navaja, en esta ocasión contra la manga del jersey.

Yo también conocía al judío aludido por Hermann. Había acudido en alguna ocasión a su tallercito para que repasara las suelas del calzado de alguien de mi familia. Siempre me había atendido cortésmente. No obstante, contribuí a engrosar las aseveraciones que Hermann acababa de hacer sobre el zapatero:

¡Se enriqueció en la Gran Guerra a base de desnudar a los soldados muertos y vender sus ropas y botas!, y así acusé al zapatero de un hecho de guerra que se atribuía a mucha gente.

¡Maldito cerdo!, apostilló otro miembro del grupo.

¡Pero bien listo!, dijo Hermann y, tras comprobar que había captado por completo nuestra atención, prosiguió: Enriquecerse a costa nuestra, eso es lo que hacen todos esos puercos. ¿O qué creéis, si no, que son sus zapaterías, y sus panaderías, y sus ferreterías, siempre de apariencia tan humilde? Tapaderas de sus robos, nada más que eso.

Todos los presentes asentimos. Hermann cerró la navaja y la guardó por fin en el bolsillo. En ese mismo instante decidí que me compraría una navaja con el dinero que aquella noche me daría la abuela Erika por mi cumpleaños. En casa se enfadarían cuando me vieran la navaja, pero a mí eso me traía sin cuidado.

El acordeonista atacó Yo tenía un camarada. Lo acompañamos cantando a voz en grito. Nos jugamos una ronda de cerveza al billar y nos pusimos a hablar de chicas, entre ruidosas risotadas. Hermann dijo que le gustaban las tetonas.

¿Para dormirte entre sus tetas después de emborracharte?, le preguntó uno de los amigos.

¿Es que buscas leña?, le respondió Hermann, pero no con dureza, sino tan sólo por decir. Aún no había empezado a emborracharse. Necesitaba mucha más cerveza para ponerse agresivo del todo.

Miré el gran reloj redondo que colgaba del techo. Hora de irse a cenar. Esperé mi turno para jugar al billar. Acerté con facilidad las dos primeras carambolas. Fallé la tercera, porque la bola, al tocar la banda, no tomó la velocidad que yo deseaba, y se quedó a medio camino. Dejé unas monedas en pago de mi fracaso.

Es una lástima, les dije a mis amigos, pero me voy; ya me estarán esperando.

Vete, vete, antes de que se calienten tus viejos y se te enfríe la papilla, dijo Hermann.

Por la perversa sonrisa con que pronunció aquellas palabras, intuí que encerraban alguna maldad, pero no la capté. Los demás se echaron a reír a carcajadas, sin el menor disimulo. Hice como que no los oía, y les di la mano a todos. Dejé atrás a mis amigos, su bullicio y la música de acordeón, y salí a la calle.

La temperatura era más templada de lo acostumbrado en aquella época del año. Sentía la cabeza bastante ligera. Y cierta aspereza en la garganta, por efecto de los cigarrillos y del humo del salón de billar. Carraspeé y escupí, para tratar de suavizarme la garganta. Las calles estaban desiertas, igual que el tranvía que me llevó a casa.

Llegué a la hora prometida. Mi madre, con el delantal blanco, batía huevos en la cocina. La boca me sabía a tabaco. Tras dudar si acercarme o no a darle un beso, la saludé desde la puerta.

He estado en casa de la abuela Erika, dijo mi madre. Me ha dado este dinerito para ti.

No me quedó más remedio que acercarme. Me puso unos marcos en la mano. Yo la cerré sin mirar el dinero.

¿No va a venir a cenar?, le pregunté mientras volvía a la puerta de la cocina.

No puede. Tiene reunión en la parroquia. Este año la han encargado del dinero de la colecta dominical, ya lo sabes.

No lo sabía, o no lo recordaba. Y aunque lo hubiera recordado: era difícil llevar la cuenta de todas las salsas en que andaba metida. No había nacido para estarse quieta. Desde que enviudó, y hacía ya diez años de la muerte del abuelo, no había tenido, por lo menos así lo afirmaba ella, tiempo de aburrirse.

Mamá me señaló el horno y me dijo que la cena aún no estaba lista.

Se me ocurrió pensar que mis amigos todavía seguirían en el salón de billar. Me maldije a mí mismo por mi enfermiza puntualidad.

Pero tenía cosas que hacer, y me dirigí a mi habitación. Al pasar, vi a Annette en el comedor. Estaba poniendo la mesa para la cena, y sacaba brillo una por una a las piezas de la cubertería de plata procedentes del ajuar de mis padres, humedeciendo con su aliento la pieza que sostenía en la mano para, después, frotarla con un paño. Mi hermana reparó en mi presencia, y subí a mi cuarto sin saludarla.

Me refresqué la cabeza y me lavé los dientes. A continuación, estrené el diario que Elsbeth me había regalado por la mañana, contando lo que había oído en Goetheplatz y las enfervorizadas reacciones de la gente. Burlándome de la preceptiva literaria que nos enseñaban en el gymnasium, me puse a escribir sin preocuparme en absoluto por el hecho de que la precisión pudiera quedar ahogada por la abundancia del caudal. Las palabras me brotaban con facilidad, y las letras semejaban infatigables bandadas de estorninos sobre el papel en blanco. Llené un par de páginas, con los sentimientos desbordados como la espuma de la cerveza recién servida. Sin embargo, me rondaba una preocupación: ¿no quedarían cortas las palabras que estaba escribiendo, a la hora de reflejar las emociones vividas en Goetheplatz? Repasé de arriba abajo lo que había escrito. No borré nada.

Levanté la cabeza del diario, y reflexioné unos instantes sobre la forma en que remataría el texto.

“La gente llenaba a rebosar la plaza, la alemanidad florece como los cerezos que la adornan”, escribí por fin.

Aprobé el colofón y cerré el diario. Lo acaricié con ternura. El regalo de Elsbeth había constituido toda una sorpresa para mí, así como el hecho de que se hubiera acordado de mi cumpleaños. Comencé a escribir una nota de agradecimiento. No daba con las palabras adecuadas. Decidí que lo intentaría de nuevo al acostarme, y bajé a cenar.

Mi padre estaba ya en la mesa, con los codos apoyados sobre el mantel de hilo blanco bordado de los días de fiesta. No parecía malhumorado. Eso me tranquilizó. Lo saludé afablemente, y me senté en mi sitio.

Comencé a contarle lo de Goetheplatz. Mi padre abrió la boca como si fuera a decir algo, pero, en lugar de ello, untó de mantequilla una rebanada de pan recién hecho y se lo llevó a la boca. Mamá y Annette vinieron de la cocina. Annette traía una bandeja en cada mano, una llena de patatas y la otra con compota de manzana; mi madre traía costilla.

Bien asadita, Werner. Sin nada de sangre, como a ti te gusta, me dijo mamá. La miré con agradecimiento.

Mi madre riñó suavemente a mi padre por haber empezado a comer antes de bendecir la mesa. Y papá, por toda respuesta, bajó la mirada. Yo me había dado cuenta de que mi padre parecía fatigado desde hacía ya algún tiempo. Mamá se lo decía a menudo: Todas las primaveras te pasa lo mismo, deberías tomar jalea real para desayunar. Pero a mi padre no le gustaba la jalea real, ni tampoco que mi madre se ocupara de esas cosas con tanto tesón.

Mamá se quitó el delantal y bendijo la mesa con la plegaria acostumbrada. Annette rezó con la mirada fija en la brillante cuchara de plata.

Empezamos a cenar.

Yo retomé el tema del acto de Goetheplatz, y lo hice con la mente lúcida y el verbo fácil. Mi madre miró a mi padre, como si temiera la reacción de éste. Papá untó un trozo de carne en la compota de manzana y se lo llevó a la boca.

Parecían dos actores que se expresaran por medio del silencio. No digas nada de lo que debas arrepentirte después, proclamaban las miradas que mi madre dirigía a mi padre. Y las de papá, por el contrario: Si proteges al chico de esa manera, siempre tendremos problemas.

Una ráfaga de viento sacudió las contraventanas. Mi madre se levantó a cerrar bien aquella ventana del comedor y fue luego a la cocina, en busca del siguiente plato. Papá levantó la cabeza y me miró. En sus ojos se apreciaba un destello de duda. Abrió la boca, pero no acertó a decir nada, y yo miré hacia el pasillo, por donde mi madre venía de la cocina con una bandeja de cristal.

¡Bueno, pues a ver qué tal me ha salido!, dijo mamá.

Huele como para resucitar a un muerto, aseguró papá. Siempre le hacía el mismo cumplido.

Annette hizo sitio en el centro de la mesa, y mi madre colocó allí la bandeja, con el strudel que había preparado en mi honor. Después se sentó, por primera vez en toda la cena, con un poco de sosiego.

Puesto que mi padre no me prestaba atención, me puse a contarles a mamá y a Annette lo que había presenciado en Goetheplatz. Les dije también que era una pena que ellas no hubieran estado presentes. Entonces mi padre dejó caer sobre el plato el cuchillo y el tenedor. Annette me miró con rabia. Mamá no sabía qué decir ni qué hacer.

Parecía que mi padre se disponía a reprenderme. Dudó un momento entre decir algo o no, tras lo cual se levantó y, con su ligera cojera, se retiró a la sala de música (en aquella salita contigua al comedor siempre había habido, según decían, un piano, hasta que, como consecuencia de la Gran Guerra, hubo que vender algunos de los muebles de la casa. Siguió siendo la sala de música, tal vez porque mi madre jamás perdió la esperanza de tener otro piano. O quizá porque la radio llenaba el vacío del piano, no sabría precisarlo).

Mi padre encendió la lámpara contigua al aparador. Después, la radio. La música clásica que estaban emitiendo era de su gusto, y se sentó en su butaca tapizada. Se introdujo la mano bajo el jersey para sacar las gafas del bolsillo de la camisa. Abrió el periódico, y se ocultó tras él. En la portada del diario se veía la inconfundible figura del zepelín Hindenburg. La fotografía ilustraba una noticia relativa a un rumor que circulaba por todos los rincones: la extraordinaria aeronave gigante iba a detenerse cerca de la ciudad en los próximos días.

Mamá introdujo el cuchillo en el strudel, y lo cortó en cuatro trozos. Yo tomé un pedazo y me lo llevé a la boca.

¿Es que no puedes esperar a los demás?, se enfadó Annette, pero no con palabras, sino por medio de la mirada.

En vano, porque yo ya tenía el pastel en la boca. La masa había subido bien, y se deshacía suavemente entre los dientes y la lengua.

Mi madre puso una porción de strudel en un platillo y se lo llevó a mi padre a la sala de música. A continuación sacó una botella de kirsch del aparador y, en el preciso instante en que se disponía a servirle una copita a mi padre, el noticiario de la noche vino a sustituir a la música clásica. Tras la sintonía, la radio reprodujo las mismas palabras que yo había oído decir a Hitler en Goetheplatz:

¡La paz, la justicia y la libertad están hoy más cerca!

Mi padre apartó los ojos del periódico, e hizo ademán de levantarse de la butaca. Mamá le puso la mano sobre el hombro, indicándole que no era preciso que se levantara, y giró el mando del dial. En todas las radios hablaba Hitler. Mamá apagó la radio sin necesidad de preguntar a mi padre su opinión.

Mi madre obraba con movimientos rápidos y en silencio, asustada como si temiera que alguien nos fuera a echar de casa aquella misma noche. Su rostro reflejaba preocupación. No obstante, trató de sonreír cuando regresó al comedor y se sentó frente a mí.

¿A qué esperas?, le dijo mamá a Annette, que no había probado bocado de la tarta de hojaldre.

Mi hermana dijo que no tenía hambre, y retiró el plato.

No sé si calificar de odio o de rabia lo que vi en la mirada que Annette me dirigió.

2

Por regla general dormía plácidamente, y acostumbraba a levantarme a las seis sin necesidad de que nada ni nadie me despertara. Ésa era para mí la mejor hora. Cuando aún reinaba la oscuridad y la casa estaba en completo silencio. Me sentía con fuerzas renovadas, capaz de grandes empresas.

Hacía un año –desde que vi la película El triunfo de la voluntad– que me levantaba todos los días a la misma hora, y logré que mi cuerpo se habituara a ello con más facilidad de la que yo mismo hubiera pensado. Me decía: dormir es una pérdida de tiempo; dormir en exceso debilita el cuerpo y el espíritu, debilita la conciencia, debilita las virtudes del buen alemán.

Mis padres se quejaban de que durmiera poco, razón a la que achacaban que estuviera adelgazando. Pero yo abandonaba la cama antes de que se oyeran las campanadas de las seis, y me vestía los pantalones cortos y la camiseta de color pardo. Los primeros rayos de sol asomaban por la ventana, o una capa de hielo orlaba los cristales bordeados de sucia masilla, o inundaba la habitación una luz tenue, velada por la lluvia y la bruma. A mí el tiempo me daba igual: hiciera frío o calor, me dedicaba a hacer flexiones y ejercicios físicos durante media hora larga, y a veces más, hasta que me fallaban las fuerzas y notaba la camiseta y la cintura del pantalón empapados de sudor.

Sólo oía mi respiración y, esporádicamente, el ladrido de algún perro a lo lejos. De vez en cuando, sentía los pasos de alguien de la familia por el pasillo, camino del baño. Cuando sucedía eso, detenía mis ejercicios. Sólo los reanudaba cuando el que se había levantado regresaba a su habitación, tras tirar de la cadena.

Una mañana, meses después de que iniciara mis prácticas gimnásticas, oí aproximarse a unos aviones. Me asomé a la ventana, con el corazón desbocado. El cielo aún vacilaba entre las luces y las sombras; cuatro avispas negras sobrevolaban la ciudad. Eran aviones pequeños en vuelo casi rasante. Se trataba de cuatro Heinkel 111 que realizaban giros y otras maniobras. Circulaba hacía tiempo el rumor de que habían construido un aeródromo a unos cuarenta kilómetros de la ciudad. Nadie sabía su localización exacta, pero los aviones habían comenzado a aparecer con frecuencia, siempre con las primeras luces del alba. Todas las mañanas esperaba oír la llegada de los aviones, y su estruendo me llenaba de vitalidad. Cuando el ruido se alejaba, reemprendía mis ejercicios con mayor energía aún.

Yo había empezado a hacer gimnasia antes aún de que las noticias relativas a los Juegos Olímpicos que iban a celebrarse pocos meses después en Berlín comenzaran a expandirse como la espuma. Para ser piloto, es preciso saber sincronizar el ritmo de la respiración y los movimientos de los miembros del cuerpo, según oí al locutor de un documental sobre el Barón Rojo que proyectaron en el Odeón.

¡Qué bellos son los cielos de Alemania surcados por nuestros aviones!, decía en determinado pasaje.

Yo también deseaba embellecer los cielos de Alemania. Sería piloto. Para eso, debía esperar a cumplir dieciocho años. Y, entre tanto, fortalecía mi cuerpo y coleccionaba las entrevistas y fotos que hacían a los aviadores en las revistas ilustradas. Guardaba tres carpetas en mi habitación: una, la más preciada, llena de materiales sobre el Barón Rojo: entrevistas, noticias y citas, fotografías…; otra, rebosante de textos relativos a la historia de la aviación en Alemania; y la tercera, con dibujos, fotos y cromos de cuantas clases de aviones había en el mundo. Tres carpetas, todas repletas. Pronto tendría que comprar más.

En la mayoría de las entrevistas, los aviadores concedían especial importancia a la preparación física, y en sus retratos se apreciaban las señales de una vida ascética: bastaba observar su rostro curtido.

Ascetismo: la palabra que tan a menudo pronunciara el Barón Rojo. Ascetismo, ejercicio, disciplina, orden, control, método, curtirse, trabajarse, castigarse, endurecer el corazón, rehuir el feble sentimentalismo.

¡Mantenerse en forma!

Me entregaba a mis ejercicios matutinos hasta que el salobre sudor me provocaba escozor en los ojos. A los ejercicios de casa había que añadirles los que hacía en el gymnasium, por lo que en breve pude percibir la energía, ligereza y alegría que provienen del dominio sobre las tendencias naturales del cuerpo; pronto percibí también la admiración de mis amigos.

Los compañeros del colegio éramos muy aficionados a un juego que llamábamos “topetazo”, en el que acostumbraban a imponerse Hermann y un chico muy corpulento al que llamábamos Toro. Desde que comencé a hacer gimnasia, mi único sueño consistía en vencer a alguno de ellos, y me entrenaba para ello apoyando la cabeza contra la pared y empujando, con las piernas un poco atrás, todo cuanto podía. Una mañana, me tocó enfrentarme a Toro. Hermann sacó su navaja y, tras frotarla contra el pantalón, trazó sobre la tierra muerta del patio dos rayas paralelas, separadas unos tres o cuatro metros entre sí. Toro y yo nos colocamos en medio. Nos ataron las manos a la espalda, y apoyamos nuestras frentes una contra otra. Hice lo que tantas veces había ensayado en mi habitación: separé las piernas hasta dar con una posición donde pudiera mantener bien el equilibrio, con la cintura en tensión. Uno de los espectadores hizo la señal para que se iniciara el juego. Comenzamos a empujarnos. Yo sentía una enorme presión en el cuello y en la espalda. Al principio, Toro atacaba con mucha dureza, sabedor de que su mejor arma eran sus salvajes acometidas súbitas, pero logré resistirle las primeras sin que mis pies se movieran un ápice de su posición inicial. Cuando vi que había resistido la primera embestida, pensé que podía vencer al impaciente Toro. Asenté firmemente la cabeza en los hombros y, haciendo acopio de todas mis fuerzas, le propiné un empellón más fuerte que ninguno de los anteriores. Toro, pillado por sorpresa, retrocedió un par de pasos. Bufaba rabioso. Yo me veía vencedor. Pero, cuando yo menos lo esperaba, se apartó un poco para tomar impulso, y me dio un cabezazo tremendo en la ceja. Los espectadores protestaron la irregular acción, pero Toro continuó empujando con la frente como si no hubiera hecho nada ilícito. Yo sentía la tibia sangre mejilla abajo, y estaba a punto de marearme. Habría quedado en ridículo delante de todos. Pero, en aquel preciso instante, Hermann irrumpió en el terreno de juego, y apartó violentamente a Toro:

¡No sabes perder!

Sacó su pañuelo, y me lo puso en la ceja. Un tibio sentimiento de gratitud llenó mi espíritu, pues, de no haber sido por Hermann, todos habrían visto la sangre que delataba mi debilidad. En lo sucesivo, yo ostenté la fama de haber vencido a Toro, y Hermann, la de leal lacayo.

Poco a poco, bien fuera por los ánimos que me daba el sonido de los aviones, o bien por mi victoria sobre Toro, me iba resultando más llevadero todo cuanto se relacionaba con mi empeño en fortalecerme físicamente: la falta de sueño, el sudor, la fatiga respiratoria, el dolor de riñones, las venas hinchadas: soñaba con un hombre nuevo, y sólo por ello merecía la pena tanto esfuerzo. Mañana tras mañana me entregaba a mis ejercicios físicos como si en ello me fuera la vida.

Hacía un año que había leído Tempestades de acero, el libro de memorias de guerra de Ernst Jünger. Desde entonces, estaba sobre mi mesilla de noche: antes de apagar la luz, abría el libro por cualquier página y siempre encontraba algo estimulante o esperanzador o que me hiciera reflexionar. ¿Cuántos años tendría Jünger en la época de las gestas bélicas que narraba en el libro? ¿Dieciocho, diecinueve? Tras cerrar el libro, me decía: debes estar preparado si pretendes superar situaciones como las que ahí se cuentan, o aún más graves.

El sueño me sorprendía con la cabeza en tales pensamientos, y con tales pensamientos en la cabeza me entregaba, la mañana siguiente, a mis ejercicios.

No me gustaba que nadie entrara en mi habitación mientras me ejercitaba, pero de vez en cuando sentía escaleras arriba los pasos de mi madre, que venía a llamar a mi puerta con cualquier pretexto. A continuación, abría la puerta un poco, y asomaba la cabeza por la rendija:

¡Qué tufo! Aquí no se puede ni respirar. Si al menos ventilaras la habitación…

Y entraba para abrir la ventana, sin prestar la menor atención a lo que yo pudiera opinar:

¡Tú y tu dichosa gimnasia!

Se ponía a barrer la habitación o a limpiar el polvo aquí y allá; pasaba el trapo por el cristal del único adorno que tenía en las paredes, una gran fotografía enmarcada de Externsteine, el santuario germano.

Un día, fijó su atención en el libro de Jünger. Lo tomó en sus manos y lo hojeó.

¿Tan bueno es?, preguntó mamá.

Interrumpí el ejercicio que estaba realizando para hacerle un ardoroso panegírico del libro.

Léelo, te gustará.

Negó con la cabeza.

No me gustan las guerras, no traen más que desdicha, dijo con una sonrisa triste. Permaneció un rato en silencio. Hijo, no te metas en política, añadió luego en tono de súplica.

¡No me meto en política!, protesté.

Me preguntó qué significaba entonces que acudiera a los mítines, qué significaba que participara en todos los actos de las Juventudes Hitlerianas. La política se parece al Reichtag, muy hermoso por fuera pero con los cimientos sobre un cementerio, me dijo.

¿Cómo es que te has levantado tan pronto?, le pregunté en tono afable, tratando de cambiar de tema.

¿Y tú? ¿Por qué te levantas tan temprano?, replicó mi madre, y, sin esperar mi respuesta, me señaló la ventana que ella misma acababa de abrir: ¡Ten cuidado, no vayas a enfriarte!, me advirtió. Cuando se disponía a salir, y como para dejar patente cuál era el pretexto que la había llevado a mi habitación, recogió la camisa que quería planchar y los ajados calcetines que se proponía repasar antes de ir a misa.

La dejé hacer, convencido de que ésa era la vía más corta para evitar que se prolongara la visita.

Tras la interrupción, proseguí mis ejercicios, repitiéndome una y otra vez: Tienes que curtirte, tienes que ser disciplinado. Estaba plenamente convencido: Si estás en forma, estarás preparado para lo que la patria te demande. Y pensaba: Mientras tú te ejercitas aquí, cantidad de soldados realizan ejercicios mucho más difíciles y duros en los destacamentos de la Selva Negra, en el de Karlovy Vary, en el de Hamburgo, en el de Dresde, a lo largo y ancho de toda la nación.

Espoleado por esas reflexiones, me dedicaba con energía y tesón a levantar pesas, a hacer flexiones, a golpear con los puños el saco de arena que había colgado del techo.

Alemania necesita hombres de acero, me decía, golpe tras golpe, golpe tras golpe, golpe tras golpe.

Ponía fin a mis ejercicios antes de que el amanecer iluminara por completo la habitación. Usaba agua fría para mi aseo. Incluso en las madrugadas de frío más crudo, cuando los cristales amanecían cubiertos por una gruesa capa de hielo. Me acostumbré a ducharme con agua fría y a no hacer caso de los latidos que sentía en las sienes. La ducha era uno más de los ejercicios físicos que me ayudaban a curtirme.

Incluso aprendí a buscar el placer en la ducha fría: abría mis piernas hasta dar con una postura cómoda, y cerraba los ojos. Poco a poco, olvidaba el agua fría y me concentraba en una figura adolescente desnuda. La mayoría de las veces, tenía rostro de chica, pero también, en ocasiones, la de alguien más difuso cuya identidad me resistía a confesarme a mí mismo: una imagen que te quema pero cuya quemadura te niegas a reconocer.

Sea como fuere, si era invierno, imaginaba a aquel ser cautivador en medio de la nieve. Si hacía calor, bañándose en un río. La figura adolescente me hacía gestos obscenos, al tiempo que me llamaba, ¡ven!, ¡ven! Me acercaba, y le acariciaba la nuca, el pecho, las nalgas. Su cuerpo se estrechaba contra el mío, y frotaba mi sexo con movimientos cada vez más rápidos de su vientre.

En el momento de eyacular, cerraba la ducha. De pronto, en la cima del placer, sentía mi semen descendiendo caliente por la fría piel de mi muslo.

Miraba orgulloso mi semen: era el de un alemán.

3

Fuisteis blandos como el plomo, por eso perdimos la guerra. A menudo sentía deseos de decirle a mi padre cosas así. En lugar de eso, le preguntaba por sus peripecias como soldado. Cada vez que le mencionaba la guerra, él bajaba la cabeza. No quería hablar de ello, como si se avergonzara de su vida militar. Será porque tienes de qué avergonzarte, me decía a mí mismo.

La Gran Guerra fue un incendio mal iniciado y mal apagado, espeté en cierta ocasión, casi a gritos, en plena discusión entre mi padre y yo. Me miró sorprendido. No le dije que era una frase de Jünger. Mi padre despreciaba al autor como si lo conociera y al libro como si lo hubiera leído: ¡ni que tuviera algún problema personal con Jünger!

Todas las guerras comienzan mal y terminan mal, me respondió, en tono más suave que yo, haciendo un esfuerzo evidente por eludir enfrentamiento. Yo pensaba como tú, hasta que me tocó calar la bayoneta y ver las miradas de quienes debía matar.

Le pedí más detalles y explicaciones, puesto que era la primera vez que me confesaba algo semejante. En lugar de entrar en el tema, retomó su sempiterno discurso contra la guerra:

Si hacer la guerra es difícil, más lo es contarla.

Me volvió la espalda y salió de casa, con el pretexto de algún pequeño trabajo pendiente en el huerto trasero.

¡Que se vaya al infierno!, pensé, frenético de rabia.

No podía soportar aquella monótona retórica derrotista que no mostraba sino el fracaso de mi padre. “¡Son las guerras las que crean las naciones!”, anoté un día en el diario que me había regalado Elsbeth. Debió de ser consecuencia de alguna discusión más fuerte de lo habitual con mi padre.

No lo recuerdo.

Lo que sí recuerdo es el ambiente familiar: ayer por lo de mañana y mañana por lo de hoy, las grescas entre mi padre y yo eran muy frecuentes. Algo que sucedió un día mientras yo desayunaba puede ilustrar lo que digo. Mamá regresó angustiada de la compra:

¡No bebáis agua: se dice que han envenenado el pozo de Knigge!

¡Los judíos!, dije yo, y añadí: Llegará el día en que tengamos que crear un infierno para ellos solos.

Cuídate de decir cosas de las que algún día hayas de arrepentirte. No lo hagas, al menos, delante de mí, se enojó mi padre.

Las reprimendas de mi padre, lejos de quebrar mis convicciones, ejercían en mí el efecto contrario: me sentía cada vez más alemán.

Al principio, por miedo a mi padre o respeto a mi madre, reculaba y me callaba. Pero, con el paso del tiempo, comencé a responder y a dar rienda suelta a la lengua para decir casi todo lo que se me pasaba por la cabeza:

Perdimos la guerra por vuestra culpa, por vuestra culpa ha perdido Alemania su gran influencia.

Y si bien no llegaba a coronar mis exabruptos con él, siempre acudía a mi mente el mismo grito: Heil Hitler! Y pensaba: Estás ciego, padre; tú sigue, sigue bebiendo kirch, mientras está en juego el porvenir de Alemania.

En nuestras cada vez más frecuentes disputas, poco a poco fui imponiéndome a mi padre: cuando el conflicto estaba a punto de estallar, mi madre le pedía paciencia a papá, él se enfadaba con mamá, y tras cruzarse diversas ofensas, mi madre, al borde de las lágrimas, se retiraba a la cocina. Nunca fue de muchas palabras. Y en lo sucesivo lo sería aún menos.

¡Todo por tu culpa!, se me quejaba Annette, con una irritación que me repugnaba infinitamente. Siempre se ponía contra mí, pero yo no la tomaba en consideración. O, en todo caso, le respondía con desprecio.

Aunque parezca extraño, no soy capaz de rememorar la imagen de mi hermana. No sé cómo era su rostro, cómo caminaba. En las películas, cuando quieren evitar que alguien sea identificado, se le difumina el rostro con una especie de sombreado. Así ha desdibujado mi memoria la imagen de mi hermana. El único recuerdo que conservo de ella es su voz, la acerada irritación con que hablaba.

Mi madre decía que habíamos crecido muy unidos. Yo no recordaba nada de eso. Annette sabía por instinto que, enfrentándose a mí, se ganaba a nuestros padres, especialmente a papá. Su técnica para conseguir lo que deseaba consistía en adoptar aires de monja. Nuestros padres estaban ciegos, no se daban cuenta del juego de mi hermana: censurándome a mí, ella quedaba libre de toda censura.

A pesar de que mi hermana me acusaba del mal ambiente familiar, yo estaba convencido de que era la falta de carácter de mi padre, y no otra cosa, la única causa de que la tensión entre nosotros creciera sin cesar. Y en ocasiones, para demostrar mis buenas intenciones, iniciaba algún tema banal de conversación:

He visto al médico salir de casa de la abuela Erika. ¿Qué tiene?

Pero luego no prestaba la menor atención a la respuesta de mi madre.

Me das miedo, me dijo mi madre en cierta ocasión, tras una de mis habituales disputas con papá; y en un susurro, para que mi padre no la oyera, añadió: No seas tan duro con él, lo está pasando muy mal.

No recuerdo el orden de las frases. Quizá me dijera primero la relativa al sufrimiento de mi padre, y después viniera la alusión a sus temores:

Me das miedo.

¿Surtieron algún efecto en mí ese y otros intentos semejantes de proteger a mi padre? Por mucho que lo piense, no soy capaz de precisar qué sentimientos prevalecían en mí en tales ocasiones. Imposible saberlo. Pero sé positivamente que no me conmovían. No suscitaban en mí, por lo menos, el respeto que, al parecer por dictado de la naturaleza, ha de sentir todo hijo por su padre; la semilla de ese sentimiento no germinó en mi interior.

Y también recuerdo mi actitud tras los intentos de mi madre: bajaba la cabeza y permanecía en silencio; no, sin embargo, arrepentido, sino por temor de mostrar debilidad ante el chantaje sentimental de mamá.

Me decía a mí mismo: Si prestas demasiada atención a los ruegos de mamá y a los exabruptos de papá, puedes dar por perdida tu posición, ése es el primer paso para la derrota. Y añadía a mi monólogo una reflexión de Von Richtofen a propósito de los aviadores: Lo peor es dudar tras tomar una decisión, pues ése es precisamente el brevísimo lapso que aprovecha el enemigo para ascender más alto que tú y ametrallarte desde allí.

Para ametrallarte. O lo que es lo mismo, para, consciente del debilitamiento de mi autoprotección, aprovecharse de mi descuido.

No podía permitirme ser débil, pero debía vigilar, al mismo tiempo, el exceso de confianza. Recuerdo muy bien lo que sucedió cierto día, mientras regaba el retoño de roble. Mis padres me lo regalaron el día que cumplí dieciséis años, y yo me ocupaba de cuidarlo, de arrancar las malas hierbas a su alrededor, de cubrirlo con un paño poroso cuando amenazaba helada.

En voz baja, repetía una vez más lo que siempre le decía mientras lo regaba:

Eres de mi día, del mismo día en que recuperamos Renania…

Oí la voz de mi padre a mi espalda:

Lo vas a ahogar, le estás echando demasiada agua.

Me giré. Mi padre sonreía, afable. Sin embargo, una súbita sorpresa le torció los labios. Cuando le pregunté qué le ocurría, me dijo: Eso…

Eso era la insignia de Hitler que yo llevaba en la solapa y que me había puesto ex profeso para ir con mis amigos a ver el zepelín Hindenburg.

Mi padre me pidió que me la quitara, en tono extremadamente serio pero sin alzar en absoluto la voz.

¡Es Hitler!, le respondí.

Aunque fuera el mismísimo Bismarck…, replicó, ahora enfadado. ¡Quítatelo, por Dios!

No te empeñes, porque no me lo voy a quitar.

Mi padre levantó la mano, temblando de rabia. Pensé que me iba a dar una bofetada. De un violento manotazo, me arrancó de la solapa la insignia de Hitler. Y a continuación me retiró el permiso para ir a ver el zepelín Hindenburg.

Me mordí el labio inferior y apreté los puños hasta hacerme daño con las uñas. Permanecí mudo e inmóvil, perplejo ante la reacción de mi padre.

Me encerré con llave en mi cuarto y no bajé a comer. A primera hora de la tarde, vi a mamá y a Annette, vestidas de domingo, desde la ventana de mi habitación. Iban a pasar por casa de la abuela Erika para recogerla e ir todas a ver el zepelín. La luz me hacía daño en los ojos.

Me tumbé en la cama. Del piso de abajo llegaba el sonido de la música clásica. Mi padre la habría puesto para sosegarse. Incluso es probable que su fastidiosa filantropía lo condujera a pensar también en mi sosiego. Primero se apoderó de mí la rabia, después el sueño.

No sé cuánto tiempo después, me despertó el ruido del zepelín Hindenburg. Me asomé a la ventana. Mi padre estaba en el jardín, oteando al cielo con la mano en la frente. Afortunadamente, desde el lugar en que se encontraba no podía verme.

En el cielo no había ni una sola nube, ni tampoco rastro alguno del zepelín. El ruido, sin embargo, era cada vez más fuerte. De pronto, la sombra del zepelín se deslizó sobre nuestro jardín delantero. Sobrevolaba nuestra casa y, poco a poco, cubrió casi por completo el cielo azul.

Guiñé los ojos. He de reconocer que los tenía húmedos, por efecto tanto de la emoción como del orgullo.

El espectáculo fue espléndido, hasta el punto de hacerme olvidar por un instante la rabia por no haber podido ir con mis amigos a ver el dirigible y el resentimiento contra mi padre.

El zepelín se dirigía al prado de las caballerizas próximas a la ciudad, y, a medida que se alejaba de mi observatorio, el azul se enseñoreaba nuevamente del cielo.

Cuando el zepelín no fue más que un punto diminuto, me tumbé de nuevo sobre la cama, y sentí revivir la rabia y el resentimiento. Pero, sin apenas darme cuenta, me sumergí en una reflexión acerca de las prioridades. Si, obedeciendo a mi padre, me hubiera quitado la insignia de la solapa, no habría tenido ningún problema para ir con mis amigos a ver el zepelín. Y podría, además, haber prendido la insignia de nuevo en su lugar apenas hubiera salido de casa.

Aquel sábado decidí que, por la causa de Alemania, debía actuar con tanta precaución como arrojo. No, unas meras fruslerías no me harían poner en peligro lo verdaderamente importante. Disciplina, por tanto, también en el control de mis reacciones. Debía templar mi prudencia, tanto como mi cuerpo. Puesto que no podía aspirar a cambiar a mi padre, guardaría absoluto silencio sobre mis propósitos, no sabrían nada de lo que hacía, no sabrían dónde ni con quién estaba: era preferible sellar mi boca y mantener en secreto mis intenciones, apartando de mí toda culpa o compasión.

El silencio es íntimo amigo de la prudencia.

Así pues, me puse a escribir una nota agradeciendo a Elsbeth el regalo del diario. No quería mostrarme excesivamente afectuoso, pero tampoco indiferente. Necesitaba palabras intermedias, ni demasiado cálidas, ni demasiado frías. Pero no daba con las adecuadas. Las cavilaciones provocadas por el castigo ocupaban por completo mi atención, y me veía incapaz de centrarla en el regalo de Elsbeth, eso era lo que ocurría. Por segunda vez, decidí posponer la nota de agradecimiento.

Al atardecer, bajé a cenar como si nada hubiera ocurrido. Mamá y Annette se pusieron a contar detalles relativos al zepelín, al principio con cierta precaución. Cuando comprobaron que yo no daba muestras de resentimiento, se lanzaron a dar todo lujo de detalles, con absoluta normalidad y dejando patente su regocijo. No parecían acordarse de que yo hubiera sido castigado. Traté a mi madre con toda la cortesía de que fui capaz. Y también a mi padre. A Annette, por el contrario, no le presté la menor atención.

El lunes, el único tema de conversación de mis amigos eran sus andanzas en el interior del zepelín. Me preguntaron dónde me había metido. Les contesté que había pasado todo el sábado en la cama.

Entendieron que había estado enfermo.

4

Era uno de aquellos domingos de puchero. Tras haber ayunado al mediodía, la familia al completo nos dirigimos a la casa de misericordia de Santa Ana, llevando en una cesta con tapaderas las verduras y cerdo en salazón que no habíamos comido, así como una docena de huevos: la del puchero dominical, como ayuda a los más pobres de la ciudad, era una de las contadísimas medidas del régimen de Hitler que mi padre aprobaba.

Una extraña imagen de la patrona de la casa de misericordia presidía la galería acristalada de la entrada: Santa Ana sostenía en brazos a la Virgen, y ésta, a su vez, al Niño Jesús. En cada una de nuestra visitas, mi padre se sentía obligado a glosar lo inhabitual de la imagen, y además de forma que todos los presentes pudieran oírlo:

No he visto nada semejante en ningún otro sitio.

La gente miraba a la imagen. Y luego a mi padre, en espera de más explicaciones. Entonces mi padre lucía sus escasos conocimientos acerca de la imaginería religiosa medieval.

También aquel domingo de puchero a que me estoy refiriendo nos obsequió mi padre las explicaciones habituales con el habitual ardor. La abuela Erika le dio un puñado de monedas a Annette. Mi hermana introdujo las monedas, una a una y con un regocijo alelado, por la rendija de la hucha que Santa Ana tenía a sus pies.

Una considerable cantidad de gente entraba y salía, unos con cestas y otros con bolsos de redecilla, todos con intención de cumplir con el domingo de puchero. Mamá levantó una de las tapaderas de la cesta y le pasó las viandas a la monja que se ocupaba del puchero. La religiosa tenía a su espalda unas cajas medio llenas de comestibles, en las cuales distribuyó los que mi madre le había dado: las verduras con las verduras, los huevos con los huevos. El cerdo en salazón, en cambio, lo envolvió en un paño blanco. A continuación, hizo sonar la campanilla que tenía a su alcance. Otra monja, ésta muy joven, apareció por una pequeña puerta. La monja joven tomó el cerdo y desapareció tan sigilosa y tímidamente como había aparecido.

La galería olía fuertemente a rancio, pero no a causa de la comida. La abuela Erika, irritada, afirmaba que se debía a que no abrían las ventanas. Mamá replicaba que las corrientes de aire son nefastas para las personas de edad. La abuela Erika miraba retadora a mi madre, como diciendo: También yo soy vieja, pero prefiero soportar las corrientes que este olor agrio que se adhiere a la ropa.

Mis padres y la abuela entraron al edificio por una puerta con cristales oscuros, para visitar a un conocido que vivía recogido allí. Desde la capilla situada tras la pared posterior del edificio, nos llegaban los ecos lejanos de unas voces femeninas, demasiado dulces para mi gusto, que cantaban las vísperas:

Magnificat anima mea Dominum…

Al cerrar la puerta, el sonido del canto se atenuó. Annette hojeaba una de las revistas religiosas que había sobre una mesita. Yo me acerqué a la cristalera. En un pequeño parque descuidado, los residentes deambulaban parsimoniosos, algunos en grupo, la mayoría solos; tras los muros, se divisaban las chimeneas de las fábricas, cuyo humo se confundía con el color del cielo encapotado. Parecía que se avecinaba lluvia. Ojalá caiga un diluvio, pensé, o se me hará tarde para el cine.

Mis padres y la abuela acabaron su visita antes de lo que yo esperaba. Salimos del asilo de ancianos y nos encaminamos al cementerio católico. De tanto en tanto, la abuela se detenía atraída por alguna hierba o flor de la cuneta. Dije que amenazaba lluvia. Mi padre miró al cielo.

Lleva todo el día así. Aguantará sin llover. Acto seguido, hizo un gesto de apremio con la mano: Venga, vamos rapidito.

A pesar de su leve cojera, se puso en cabeza, hasta que mi madre le reprendió:

¡Más despacio, papá!

Así se llamaban mutuamente, papá y mamá. Según la abuela Erika, adoptaron esa costumbre a la muerte de Ingo.

Por fin llegamos al cementerio. Grandes bandadas de estorninos revoloteaban en torno al pequeño campanario. Pero yo no podía prestar atención a sus acrobacias: de puntillas aquí, a saltitos allá, nos veíamos obligados a evitar los tramos embarrados del camino a la tumba de Ingo. Tuve que ofrecer mi mano un par de veces a la abuela Erika para ayudarla a salvar el barrizal.

Nos detuvimos ante la tumba de mi hermano. Mamá sacó de la cesta un ramito de flores.

Tú tienes dieciséis años, hoy Ingo tendría diecisiete, dijo mi madre al levantarse, pero sin dirigir su mirada ni a mí ni a nadie. El sufrimiento posee memoria, y mamá probablemente se acababa de reunir con Ingo en algún oculto paraje de sus recuerdos.

La tierra olía a humedad.

Mamá se santiguó y, como de costumbre, se quitó las gafas. Nos santiguamos todos. Mi madre, además, suspiró. A continuación, se frotó los ojos y los alzó al cielo. La abuela bajó la vista, y comenzó a rezar:

Que el buen Dios te acoja…

Que el buen Dios te acoja, repetimos nosotros.

Siguió una larga sucesión de plegarias. Nosotros repetíamos las palabras de la abuela, yo con total desgana, pero no quería que se frustrara mi expectativa de ir después al cine. Annette tiraba hacia arriba del vestido sin parar; a continuación, se pasaba la mano por el pelo. Papá sacó el pañuelo de los domingos y se sonó la nariz. Mamá seguía mirando al cielo. Yo también suspiré, y miré al cielo.

Si la memoria es la facultad de conservar algo presente, Ingo no era un recuerdo para mí: no lo conocí, y en casa no había ninguna fotografía suya, pues, cuando murió, mi madre las quemó todas. Ingo murió al poco tiempo de nacer, a causa de ciertas lesiones sufridas en el parto. Al cabo de un año, y dos antes que Annette, vine yo. Mamá me hizo sentir, desde que tuve uso de razón, que yo había venido para llenar el vacío dejado por Ingo. Y me lo daba a entender continuamente a través de multitud de pequeños detalles. Yo me sentía como un extraño, y un usurpador, hasta el punto de sentirme culpable de lo que le había sucedido a Ingo. Tienen un secreto, pensaba yo de niño, y estaba convencido de que Ingo era el meollo del misterio.

Cada vez que mi madre mencionaba a Ingo, yo oía:

Es él quien debería estar en tu lugar.

Y cuando se valía de mi edad para calcular los años que Ingo llevaba muerto, yo sentía exactamente eso, que había venido a este mundo a ocupar su lugar.

El dolor que mi madre me causaba inadvertidamente estaba hecho de palabras, pero, al mismo tiempo, aquellas mismas palabras me ayudaban, además de a olvidar el dolor, a configurar también una cierta imagen de Ingo. Era muy vivaracho, no paraba quieto, decía mi madre. Y añadía que era un pedazo de pan. Era más gordito que tú. Por tanto, la idea que tengo de Ingo, y también la frustración, se conforman a partir de las palabras de mi madre. Vivaracho, pedazo de pan, gordito. Palabras, nada más. Y palabras eran también las que, al acostarme, utilizaba yo para hablar con aquel Ingo cuya única existencia estaba en las palabras. Yo tendría unos siete años. Le hacía preguntas:

¿Hay mar ahí arriba? ¿Qué se ve desde ahí?

Mientras miraba al cielo, unos plateados rayos de sol se abrieron paso entre las nubes y, cegado, tuve que bajar la vista. La mayor parte de las colinas circundantes estaban ya a oscuras; la del cementerio, por el contrario, aún estaba a pleno sol. Imaginé una escena propia de los cromos religiosos.

El sol iluminaba de lleno las letras de la lápida de Ingo. Bajo su nombre y apellido, las fechas de su nacimiento y de su muerte. Más abajo, entre las imágenes cinceladas de dos ángeles, una frase en latín:

Sit tibi terra levis.

Nunca antes había reparado en el epitafio. Seguramente porque hasta entonces no había estudiado suficiente latín. Aquel domingo de puchero, sin embargo, mis ojos tropezaron con él, como cuando tropezamos en un adoquín que sobresale en la calzada. Me puse a traducir mentalmente. Mi mediocre latín puso la frase en alemán:

Séate leve la tierra, dije para mí.