Luis Alberto González Fernández

 

La noche que se perdió

el candelabro

 

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Primera edición: octubre de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Luis Alberto González Fernández

 

ISBN: 978-84-17467-58-6

ISBN Digital: 978-84-17467-59-3

 

Difundia Ediciones

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

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Agosto de 1986

En Santiago de Chile está llegando a su fin este gélido mes

Mes que la cordillera impresiona con su alba falda de nieve.

Los prados amarillentos, quemados por las heladas, amanecen cubiertos por un delgado mantel de hielo blanco. Pequeñas pozas de agua inician el día cubiertas por un cristal de escarcha que se deshacen con un crujido doloroso.

La silenciosa primavera empezaba a manifestarse en las perfumadas floraciones amarillas de los aromos y en los rosados cerezos en flor.

Los atardeceres de vientos helados obligaban a enfundarse y apurar el tranco para llegar al hogar.

En el sector oriente de la capital, más precisamente en Las Condes, en el barrio Bilbao, en esa noche invernal de días cortos y fríos; de noches largas y silenciosas, el anciano abogado inició su habitual recorrido nocturno por el interior de su casa, ubicada en ese sector pudiente de la ciudad. Un hogar de clase media acomodada.

Era la acostumbrada inspección final. Recorrido con el cual cerraba todo el quehacer rutinario de cada día. No se iba a acostar tranquilo si no lo hacía.

Todas las noches, después de cenar, mientras la empleada terminaba los quehaceres de la cocina y preparaba todo para el desayuno del día siguiente, él se iba al living a echar un rápido vistazo a las noticias en la TV, donde veía, a la fuerza, las actividades políticas relacionadas con el gobierno militar que seguían destacando las iracundas protestas del mes anterior y las repercusiones familiares como consecuencia de las brutales represiones. Asuntos a los cuales se sentía ajeno. Salvo si se dijera algo acerca de los exiliados. Especialmente si se llegaba a mencionar alguna noticia proveniente de los que estuvieran viviendo en el extranjero. Las que eran muy escasas. A éstas sí que prestaba atención, en especial si es que alguna provenía de Suecia, donde residía su hijo.

Esa noche, después de enterarse de las noticias que lo dejaron impávido, se fue caminando a hacer el usual recorrido. Lo hizo bien arropado, con pausado andar de viejo artrítico, casi arrastrando las pantuflas, con el cansancio de los años pisándole los talones.

Comprobó primero el cierre de las ventanas. Corrió las cortinas. De allí fue a verificar que la chapa de la puerta de calle estuviera perfectamente con llave, como asimismo la de servicio.

En ese lento recorrido, tranquilo y solitario, se sintió satisfecho con las actividades del día que terminaba. Cruzó frente a las puertas cerradas de los dormitorios de sus hijos ausentes y el acceso al pasillo del servicio desde donde le llegó encajonada la música que la empleada escuchaba en esos momentos. No pasó a su estudio donde había estado trabajando por la tarde. Apagó las luces exteriores, que daban acceso a la casa, la cual quedó iluminada por el alumbrado de la calle. Sobre el candelabro, ubicado en la mesa de arrimo cerca de la entrada, llegaba un rayo de luz que éste devolvía como un guiño.

Antes de dirigirse hacia su alcoba, miró hacia atrás, hacia el fondo del pasillo que acababa de transitar y que comunicaba con el servicio, hacia la puerta del dormitorio de la criada, que, al pasar, viera también cerrada. Dio unos involuntarios pasos de regreso. Mientras se acercaba, le llegó atenuada la voz de Jimena, acompañando una canción de la radio. Reconoció que sin ella la casa habría parecido un cementerio. Sonrió. Era notoria su alegría en este último tiempo, aspecto que a él le daba cierto relajo y, por qué no decirlo, lo contagiaba con ella. Con satisfacción pensó: «¡Qué distinto del ánimo ensimismado que tuvo cuando llegó a trabajar los primeros meses!».

Volvió a iniciar su recorrido. No hubo nada que no estuviera fuera de lugar, ni una gotera en las llaves, ni el piloto del calefont encendido. Los calefactores a gas se encontraban apagados y las llaves del gas licuado cerradas; al pasar por la cocina, comprobó que ella había dejado dispuesta la vajilla completa para el desayuno del día siguiente. ¡Tan eficiente y responsable!

Todo estaba en orden. Como a él le gustaba. Con esa revisión final que lo dejaba tranquilo estaba demostrando, no sólo su preocupación por la seguridad de la casa, sino que, también, el carácter neurótico del dueño. Ahora podía ir a acostarse. Antes de apagar las luces del pasillo, un impulso repentino lo hizo aproximarse a la puerta del dormitorio de la empleada, cerca de la cocina, desde donde ahora llegaba más nítido el suave ritmo de una música romántica.

– Buenas noches, Jimena – dijo en tono lo suficientemente alto para hacerlo audible. No quedaba tranquilo si no lo hacía. Era como darle el premio final de cada día.

– Buenas noches, don Ismael – contestó la empleada, sin interrumpir la canción, ni abrir la puerta, mientras ordenaba su ropa recién planchada – blusas, faldas, ropa interior: calzones, sostén, enaguas – siempre cantando. Retiró una carta sellada, lista para el despacho, desde el interior de un libro de cuentos de Cortázar; sobre que guardó o, mejor dicho, escondió, en medio de las blusas. «Terminó su rutina diaria», pensó en el segundo plano de su conciencia mientras seguía cantando. El libro lo dejó sobre el velador marcado casi en la mitad del cuento «Todos los fuegos el fuego». Terminó su ordenamiento dejando un camisón limpio y perfumado sobre el lecho. Todos estos movimientos haciéndolos alegres, con la disposición de quién va a tener una reunión amorosa.

El abogado se devolvió por el pasillo hacia su dormitorio; al pasar miró de reojo el candelabro de bronce, con ese guiño luminoso, con su pie macizo; limpio, hermoso y brillante en la mesa de arrimo, que estaba cerca de la puerta principal de la casa, con su enhiesta vela color granate. Allí estaba de utilitario adorno, a la mano para usar en caso de cortes de luz. Al pasar un poco más adelante tuvo especial cuidado de no enredarse en el jarrón de pie con el arreglo floral.

Su solitario caminar hacia el dormitorio fue acompañado por el golpeteo seco de los tacos de madera de las pantuflas, que resonaron más fuerte en unas palmetas sueltas del parquet; algunas de las cuales se levantaron, como para perseguirlo, para recordarle que todavía no las pegaba. Este sonido acusete de madera suelta lo sintió recriminatorio y sirvió de justo preámbulo a las nueve profundas campanadas del reloj de pedestal del living; despidiéndose de él, en ese día que terminaba. Tranquilo y pleno en su labor. Apagó las luces interiores.

Se introdujo en su habitación. Le quedaba una última tarea: terminar con la lectura de su trabajo del día, antes de dormir. Todo muy programado y ajustado en su hogar, como las leyes, pero, en este caso, al horario, como buen abogado. Quehacer que llenaba su solitaria vejez.

En el interior de la pieza, efectuó las caminatas finales para preparar la ambientación necesaria a su trabajo; lectura obligada, auto impuesta, antes del sueño. Necesitaba el máximo de tranquilidad y concentración. Meticuloso como buen leguleyo, siguió una bien establecida rutina: primero reguló la calefacción de la pieza; en los difusores entibió y se calzó el pijama afranelado; luego encendió la radio de velador donde sintonizó música clásica porque TV veía muy poca; era una distracción innecesaria e incompatible con su labor creativa. Trajo desde el baño contiguo un vaso de agua que acomodó junto con los lentes en el velador, a un costado del lecho. El archivador con los borradores que iba a revisar, el lápiz de mina, el infaltable sacapuntas y un lápiz de pasta rojo, que tenía en una mesita lateral, junto a un sillón, los trasladó y situó al lado derecho, como un cuarto de arco, alrededor de su sitio en la cama de dos plazas. En el sillón colgó los pantalones y puso encima la chomba de lana; por último, cubriendo todo como una cortina afranelada, la camisa.

Antes de meterse en la cama, dejó el reloj de pulsera Longines sobre el mantel de hilo de la cómoda, tejido por su esposa. Allí descansaban unos adornos menores, recuerdos de viajes, la foto de ella y de sus hijos. En la pared, el gran espejo sobre la cómoda y, a su alrededor, imágenes religiosas también dispuestas por su difunta esposa, completaban el entorno.

Una vez que tuvo todo dispuesto, con la minuciosidad de una dueña de casa, antes de subirse a la cama acomodó los almohadones de plumas de ganso de manera que hicieran un perfecto nido a su alrededor. Se metió en el lecho, se anidó entre los cojines y se cubrió las espaldas y la cabeza con un chal de lana. Visto de lejos su aspecto era de un monje en meditación Tomó el lápiz rojo. Enseguida puso en su falda otro pequeño cojín sobre el que acomodó el grueso archivador con apuntes. Se relajó unos instantes respirando profundo y mirando sin ver el cielo del dormitorio, dejando su mente vagar con la música de fondo. Justo en esos momentos escuchó unos compases de La Mer de Debussy. Vació la mente de pensamientos que pudieran molestarlo. Momentos después abrió el archivador, se calzó los lentes de manera automática y se concentró en lo que sería el término de su habitual trabajo nocturno, previo al sueño. Disminuyó un poco el volumen de la radio.

Pasaron minutos de concentrada lectura. Marcaba, rellenaba, subrayaba o tachaba. Hacía rato que en el reloj de péndulo del living había sonado la profunda señal de la media hora y él continuaba leyendo y haciendo algunas correcciones en el manuscrito de la novela de ciencia ficción «Las siete trompetas», especialmente de las actividades de Josué, el personaje principal, que ese día la secretaria había escrito para él.

Fue en esos momentos, poco después de la campanada de la media hora, que le pareció escuchar pasos sobre la gravilla en el exterior de la vivienda, que lo obligaron a silenciar el volumen de la radio y a dejar el borrador en suspenso. Retiró el chal que lo abrigaba hasta las orejas, para escuchar mejor; alzó la fofa papada y se ajustó mejor los lentes para mirar hacia la ventana.

En esos minutos de absoluto silencio resonó en sus oídos el acompasado cling – clang del reloj en el salón lejano, único ruido conocido y uno que otro típico quejido de alguno de los viejos muebles. Prestando más atención a esos ruidos hasta fue capaz de escuchar la música lejana cuyo volumen, ahora, curiosamente, le pareció mayor, proveniente del fondo del pasillo, el que comunicaba con la pieza de la criada. Pasillo que encajonaba el ruido y lo lanzaba hacia el resto de la casa. Se levantó para mirar por la ventana. El vaho de los vidrios no le permitió tener una visión clara del exterior. Le pasó la manga para hacer un círculo frente a sus ojos. Nada extraño pudo ver.

«¿Me habré equivocado?» Quedó esperando atento la repetición de algún ruido distinto a los anteriores. Pasaron varios minutos. Cansado de mirar la tenue oscuridad, porque la luz del alumbrado público lo cubría en parte un árbol, volvió a la cama y retomó los apuntes. La señal de diez campanadas llegó a sus oídos.

Como no percibiera sonidos inusuales, retornó a la normalidad de la lectura y de la música. Pero no lo hizo con la misma tranquilidad del principio porque volvía, después de leer algunos párrafos, a hacer un alto para captar cualquier probable repetición de algún sonido nuevo o de mirar hacia la ventana, esperando ver algo sospechoso.

Cuando terminó la lectura de esta novela en desarrollo, apartó los lentes, cerró los ojos, se frotó las sienes y descansó un rato. Se quedó pensando en la trama del capítulo leído, buscando nuevos enlaces que se le pudieran haber olvidado o pensando en nuevas metáforas, mientras escuchaba una suave sonata de violín que la emisora transmitía en esos momentos. Instantes propicios que fueron como un bálsamo para tranquilizarlo y energizar su inspiración.

Unos minutos después abrió los ojos, se recalzó los lentes, anotó algunas palabras en unos márgenes y volvió a mirar hacia la ventana en un acto maquinal. Como no detectara nada inusual retornó a su labor. Cerró el borrador del capítulo de la novela que había leído y corregido. La dejó a un costado y enseguida tomó otra carpeta menor que decía «Borradores sueltos». Seleccionó dos trozos escritos últimamente, unos apuntes, de pocas páginas, para releerlos y corregir. Borradores que podrían ser incorporados en algún escrito mayor. Se decidió por un par de hojas manuscritas con la bella caligrafía que Jimena le había entregado corregidas el día anterior. Empezó a leer:

 

PESADILLA (Rev. 2)

«Recibí con alegría el paquete de las vituallas. Como siempre incluía lo básico: el pan y la carne. Lo único posible de conseguir para esos cinco días en que se suponía volvería a atacar el enemigo. Veíamos los penachos del humo de su campamento ubicado estratégicamente en la lejana colina.

Guardé los comestibles con el cuidado de quien sabe que el alimento hay que estirarlo para quince días. Ya me había sucedido antes. El hambre lacerante trastorna a cualquiera. La escasez de todo tipo de alimentos era espantosa. Se habían robado el poco alimento que quedaba en la casa. Se decía que este ataque sería el más sangriento y suicida. Estábamos rodeados. Por lo tanto, era imposible escapar del cerco enemigo. Batalla de exterminio total en venganza por nuestra crueldad. Sus muertos quedarían tranquilos.

Como pasaran las horas y nada ocurría empezó a acrecentárseme el hambre. El mismo dolor en el estómago de ocasiones anteriores. Las tripas se retorcían, crujían y hurgaban buscando el alimento. Durante las batallas uno se olvida de comer; el pensamiento de sobrevivencia ocupa la mente, pero ahora, aprovechando la transitoria paz, el hambre me impulsó a prepararme algo. Una sopa. Para un par de días. Y puse la olla con agua para cocer algunos huesos que, por su peso, con seguridad vendrían en los paquetes. La boca se me hacía agua insoportablemente pensando en el alimento que iba a consumir. Solté las amarras. Entre los víveres encontré los delicados envoltorios de la carne. Me había costado cara. Las pagué con unas joyas, lo único disponible que tenía para canjear. Los encontré inusualmente sellados.

Preparé una modesta salsa. Freí el acompañamiento. Quedó listo para agregar la carne. Abrí uno de los envoltorios. Venían en otro papel. Pensé: «¿un nuevo envase?». En el primer paquete encontré sólo unos cerebros pequeñitos, interiores, corazones, etc. Bueno para hacer una tortilla. No para un caldo. No era el acompañamiento adecuado para lo que tenía adobado. Todo ello lo vacié en un tiesto de loza y lo sellé herméticamente porque los ratones eran mis otros enemigos. Tomé el otro envoltorio, tan bien embalado como el primero. El hambre me doblaba. La boca llena de jugo. Casi tres días royendo pan duro y trozos de charqui. Era demasiado para un ser humano. Los jugos gástricos estaban vueltos locos. Lo encontré más pesado. «Aquí está lo que necesito», me dije. Lo abrí ansioso. Con dos cortes me bastaba. Para qué más. Rasgué el plástico. Extendí el contenido para seleccionar. Del paquete cayó un atado de manitos. No era lo esperado. No supe que hacer. ¿Tanto se habían equivocado en el despacho? ….….»

Estaba absorto, a punto de terminar el trozo de lectura. Dispuesto a leer el segundo escrito, tan concentrado, que se había olvidado del incidente anterior y hasta de ir al baño. Porque con estas lecturas daba término a su labor diaria. Las once campanadas hacía poco rato que habían repicado cuando, en el silencio de la casa, escuchó notoriamente más alto el volumen de la radio, y, al parecer, risas y conversaciones, que provenían amplificados desde el pasillo de servicio. Algo totalmente desacostumbrado.

Esto lo hizo erguirse rápidamente de la cama. Le vino una profunda ofuscación. «No me equivoqué» «¡Sinvergüenza! ¡Otra vez! ¡Ahora sí que no podrá negármelo!» «Esto confirma mis sospechas» «¡Qué se han imaginado!» exclamó indignado. Tiró lejos la carpeta con los borradores, lentes, lápices, chal y cobertores, dejando un lío sobre la cama. Se bajó aprisa para buscar las pantuflas, chocando con el sillón en su prisa por vestirse. Enseguida se dirigió al closet para sacar la bata de lanilla, sin dejar de refunfuñar en todo momento.

«Me decía que eran ideas mías» «Yo estaba seguro que algo estaba pasando» «Uno nunca termina de aprender», se dijo mientras se ponía la bata. «Pero esto se termina ahora y de raíz» «Ahora van a ver» «No soy tan tonto»

¡Era tanta su indignación que, a pesar de lo meticuloso, ni siquiera prestó atención al desorden que dejó tras suyo, ni que, con la prisa, botó la ropa colgada del sillón!

Salió como una tromba del dormitorio. Hasta se olvidó de encender las luces cuando se dirigió al pasillo del fondo y tuvo especial cuidado de afirmar bien las pantuflas. Esta vez no quería hacer ningún estrépito que los alertara. Se estiró las mangas de la vieja bata para usarlas de guantes. «¡Verán lo que les espera!!» «¡Pretendiendo hacerme leso!» «Estaré viejo, pero no sordo», murmuró furioso, mientras se alejaba enardecido desde su dormitorio en dirección al de la empleada. Al pasar, recibió el guiño metálico que la luz del foco de la calle daba en el candelabro, como llamándolo. Tuvo cuidado de no enredarse con el arreglo floral, ni tampoco de pisar las palmetas sueltas del parquet. Evitó hacer cualquier ruido que alertara. «En mi casa nadie se viene a reír de mí», terminó diciendo para darse el último impulso, en esa furiosa caminata en que volaron sus piernas, ahora ajenas a la dificultad para caminar. «Esto se termina ahora», dijo categórico.

Escuchó la música al otro lado de la puerta y voces dentro de la pieza. No cabía duda. No estaba sola. Trató de abrirla. Estaba con llave. Indignado golpeó la puerta repetidas veces. ¡Abra, Jimena!, ordenó. Sólo respondió el silencio. «¿Cuchichean?» Con rabia, volvió a golpear. Ningún ruido al otro lado de la puerta.

Ese repentino silencio en el interior confirmó sus sospechas. Esta burla le acrecentó más la indignación. Se revolvió en una incertidumbre jamás imaginada. Por su cabeza pasaron mil imágenes. De odio, de despecho, de rabia incontenida, de desilusión aumentada por el engaño. De una rabia incontrolable, enceguecedora. Antes de retirarse volvió a golpearla con más furia.

En esa noche de locura, como energúmeno recorrió los pasillos y se vistió de indignación. Si durmió o no, no lo supo. Lo único que tuvo claro es que, cuando regresó a su dormitorio e intentó dormir, en el silencio de la noche volvió a escuchar pasos en el exterior de la casa y esto fue el colmo de la situación. Más tarde escuchó un grito ahogado. Ése fue el inicio de la noche más infernal de su vida. La impotencia y la rabia brotaban de sus poros, hasta tal punto que lo enloquecían.

Locura que continuó en la mañana siguiente, después de esa pesadilla de los inusuales sucesos nocturnos, con ese grito pegado en su mente; cuando ella no se presentó, como era habitual, a servirle el desayuno. La esperó largo rato. Como no llegaba se dirigió a la pieza para llamarla. Nadie contestó. Volvió a insistir. Hizo varios intentos y no pudo abrir la puerta del dormitorio de la empleada. Las malditas llaves que usaba cada día no las pudo encontrar. Parecía que se habían escondido porque no aparecían por ninguna parte.

El permanente silencio de la habitación y la dificultad que tuvo para abrirla lo indujeron a hacer un llamado a carabineros. Les explicó por teléfono los sucesos de la noche anterior. Llegaron como a los quince minutos. Ante la imposibilidad de abrirla, la descerrajaron.

La visión del interior los impactó. Encontraron el cuerpo ensangrentado de la empleada, muerta, inclinado a un costado de la cama.

Cuando el anciano abogado lo vio, a la luz del día, se quedó paralogizado de espanto a la entrada de la pieza. Trastabilló. Casi se desmaya. Un carabinero lo llevó a sentarse en un sillón del living. Le dio un vaso de agua.

Por tratarse de un crimen, los carabineros llamaron a la Brigada de Homicidios para hacerse cargo del suceso, porque este caso era de su competencia.

El anciano vio llegar a dos detectives, uno alto y flaco y el otro bajo y gordo, acompañados del médico legal y de un fotógrafo. Efectuaron la toma de muestras, huellas de la occisa, fotografías y, por último, con la llegada del juez, el retiro del cadáver. Un suceso que, ese día, el abogado supuso debió llamar la atención de todos los vecinos.

Carrasco, el detective flaco a cargo del suceso, se identificó con el dueño de casa y fue con él hasta el comedor para ocupar la mesa con el fin de anotar los datos y hacer las preguntas de rigor.

– Su nombre, señor.

– Ismael Echeverría Paredes.

– ¿Pariente del notario Echeverría?

– No.

– Nombre de la occisa.

– Jimena Muñoz Peñaloza.

– ¿Cuál era su labor en la casa?

– Era la empleada y mi secretaria.

Tomó otros datos, largos de enumerar, y luego le dijo:

– Lo cito al cuartel para que vaya mañana a declarar y completar la información. Tome nota.

Si esa noche había sido infernal, todo el día que siguió fue peor para él. Se trastornó su rutina y su hogar. Tenía que aceptar que tal suceso ocurrió en su casa. Esto le producía un sentimiento contradictorio de culpa y un terremoto emocional inesperado.

Ese día recorrió las habitaciones de manera distinta. Comió muy poco. Se encerró en su dormitorio y se dedicó sólo a dormir.

 

 

 

2

El anciano, solitario habitante de la casa, se bañó, se vistió con ropa de calle y, al agacharse a recoger los zapatos vio, al costado del respaldo de los pies de la cama, el manojo de llaves que en su nerviosismo no había podido encontrar. Se dirigió a la cocina. Calentó un vaso de leche que acompañó con unas galletas. Se lavó los dientes y enseguida salió bien abrigado a cumplir con la citación. En el trayecto de dos cuadras hacia la avenida, para tomar un taxi, fue pensando que él era el principal sospechoso. Por algo lo había citado el detective.

El vehículo lo dejó frente al Cuartel de Investigaciones. Subió cabizbajo esos tres peldaños. Se identificó y lo condujeron hasta una habitación de tránsito.

El septuagenario esperó largo rato que lo llamaran, encerrado en una fría celda del antiguo edificio del Cuartel.

Primera vez que se veía confinado en un cuartucho por donde habían pasado sospechosos de robos, de asesinatos y quizás qué otros delitos. Hediondo a orina.

En esos largos minutos de suspenso se sentía confuso y cansado. Recorrió las mismas huellas dejadas por aquéllos. Por centésima vez miraba las paredes llenas de nombres, fechas, garabatos y mensajes obscenos a la autoridad. Y tres veces había tratado de alcanzar el ventanuco en la parte superior de la habitación, donde apenas cabía la cabeza, para mirar el exterior, donde estaba la libertad. Aburrido de esperar sentado, decidió pasearse en esos cuatro metros cuadrados.

Mientras daba cortos pasos en ese cuartucho repasaba una vez más los inusuales sucesos y en la espeluznante sorpresa del día siguiente. Su llamado a carabineros, la llegada de éstos, el descerraje de la puerta de la pieza y encontrar el cuerpo ensangrentado de Jimena, ya muerta, inclinado a un costado de la cama. Era una odiosa película repetida en su mente.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo al recordar esos impensados sucesos, de los cuales él fue un mudo y conmocionado espectador que, ahora detenido, iba a ser interrogado para completar los detalles y los antecedentes de la occisa y su probable culpabilidad por ser, en esos momentos, el único residente en la casa.

Junto con estos pensamientos, que lo hacían sentirse culpable por la tremenda indignación que sintió esa noche, que obnubiló su mente, le aumentó su angustia. Sintió el frío que subía desde sus pies helados; empezaban a congelársele las pantorrillas. Para alejarlo empezó a dar zapatazos en el piso, como un baile indígena, con la diferencia que esta vez era una danza solitaria, artrítica, sin acompañamiento de tambores. Pero sí del pastillero en su bolsillo que resonaba con cada movimiento, dando el ritmo de maracas a esos movimientos, mientras, simultáneamente, se golpeaba las manos enguantadas, dando la imagen de estar aplaudiendo su baile; acompañado de las pastillas indispensables para su hipertensión.

Encerrado allí, le pareció estar viviendo una obra kafkiana. Entre pensamiento y pensamiento, para distraerse, mientras zapateaba, bailoteaba o aplaudía para pasar el frío, enumeraba de nuevo las hileras de baldosas en uno y otro sentido: cien exactas, cuatro trizadas, varias gastadas en el sector de entrada. De un color que alguna vez fue amarillo. Observó la vieja puerta de madera maciza, llena de sebo en los bordes, cerca de la chapa robusta y con seguro por el exterior. A través de la cual sólo escuchaba trozos de conversaciones, preguntas y respuestas, de órdenes para alguien, los murmullos y el taconear rápido de la gente que pasaba por el pasillo embaldosado exterior. Ninguno conocido suyo.

El frío de la celda lo trasminaba. Un repentino escalofrío lo hizo arroparse más con el chaquetón y la bufanda. Dio gracias mentalmente a la asesinada. Suyo había sido el consejo que se comprara ropa de la estación y, por lo tanto, más abrigadora. Ella lo había acompañado, esa mañana, a mediados de Julio, hasta el Parque Arauco. Única salida al exterior que habían hecho juntos. Después de meses. Día que se sintió orgulloso al entrar a la tienda con una mujer joven, de buen aspecto, sintiéndose como un padre, un protector o ¿su amante?

Ella quedó admirada de la variedad de gente y de tiendas. «Recorrimos varias tiendas buscando las mejores marcas» Le hice caso cuando amorosamente me dijo que renovara mi vestimenta. «Don Ismael, cómprese pantalones de cotelé, un suéter grueso, camisas afraneladas, un chaquetón de lana forrado y una bufanda de cachemira» «Le hacen falta». Ella conocía su ropa. Todas prendas nuevas que ahora estaba usando. «En agradecimiento, le regalé un hermoso chaquetón de temporada para sus salidas los fines de semana». «Relajados, después de las compras, nos servimos pasteles y café con leche» «Felices como dos niños» «¡Tan contenta que estaba en el viaje de vuelta en taxi!»

Estaba recordando esos gratos momentos con Jimena, su regreso en el taxi con los paquetes y el feliz arribo a la casa, cuando fue interrumpido por el ruido del cerrojo que se corría en el exterior. Junto con ello escuchó una voz cercana que decía: «Pasen al sospechoso a la Sala de Interrogatorios».

Antes de salir se arregló las pendas de vestir y se envolvió la garganta con la bufanda al sentir una corriente de aire frío como cuchillo, que ingresó a la celda filtrándose por la puerta que se abría, viniendo a buscarlo.

Se acercaba el mediodía y en esos momentos no sabía lo que le esperaba.

***

Lo condujeron por un amplio pasillo con oficinas de puertas vidriadas a ambos lados y con funcionarios que se cruzaban en uno u otro sentido. Uno que otro, al pasar por su lado, lo miró de reojo. Llegó a su destino. Un espacio rectangular y sobrio: la Sala de Interrogatorios; de no más de tres por cuatro metros; las paredes adornadas con fotos de las autoridades policiales, la del General Director de Investigaciones y aparte, en forma destacada, la de la Junta Militar. Dos sillas, alrededor de una mesa, dispuestas para el procedimiento. En un costado un vidrio espejado.

– ¡Buenos días, señor Ismael Echeverría Paredes! – le dijo, entre serio y educado, el detective flaco, cuando ingresó a la sala, rostro que ya conocía.

– ¡Buenos días! – fue su lacónica respuesta, mientras miraba al detective que salió a recibirlo y de reojo al otro que, desde lejos, desde su silla, le hizo un simple gesto de saludo, inclinando la cabeza.

***

Después de una hora de repetidas preguntas, el detective Carrasco, de unos treinta años, flaco, bigote fino, envuelto en el humo de su reciente bocanada, miró una vez más al viejo casi calvo, de cuello de tortuga, que transpiraba bajo el potente foco de luz. Se demoró en dirigirle de nuevo la palabra.

Las reiteradas preguntas de los sesenta minutos anteriores habían sido fatigosas. A pesar del acosamiento, comprobaba que el hombre no mostraba contradicciones en sus respuestas. Ahora que contemplaba al viejo sumamente agotado, pensó que éste era el momento para utilizar la última estratagema que le quedaba disponible: mostrarle las cartas que entregara la madre de la occisa a su ayudante.

En esos minutos de espera, Carrasco pone un suspenso que incomoda al interrogado. En la penumbra del lugar, el otro detective cuarentón y obeso, cien por ciento pícnico, balanceándose pesadamente en la silla, mira en silencio cada gesto, movimiento y palabra del abogado Echeverría. No hace preguntas. Sólo observa, evalúa y archiva en su mente. De vez en cuando se sirve indolente y calmado un caramelo. En esa primera hora el detective interrogador lo había mirado de reojo varias veces, como si esperara algún gesto suyo o alguna indicación. Por este gesto, el abogado se sentía humillado y molesto; que ese tipo mudo a sus espaldas lo observara como a un bicho raro. En la tensa espera, la pareja de detectives le parecieron «el gordo y el flaco» de las películas que viera con su mujer; pensó en Laurel y Hardy, cuando ambos rieron con sus payasadas. Pero ahora, con estos dos, no estaban las circunstancias apropiadas para reírse, al contrario. Comprobaba en vivo el abuso de poder que veía a diario en la TV. Además, algo impensado hasta ese momento: la inoportuna vejiga empezaba a anunciarle su presencia.

Cuando por fin el detective Carrasco se decidió a hablar, utilizó un tono artificialmente enfadado.

– Bueno, señor Echeverría. ¿Hasta cuándo cresta va a seguir mintiendo? ¡Dígame de nuevo toda la historia!

– ¡Otra vez! ¿Cuántas veces quiere que se la repita? Ya llevo harto rato diciéndole lo mismo. Es un abuso de autoridad. Voy a reclamar a su superior.

– ¡Se lo llamo al tiro! Usted bien sabe cómo es la ley. Estará sentado ahí hasta que nos diga la verdad o se achicharre. Y no me venga con reclamos inútiles, ni lloriqueos – dijo enérgico.

– Se lo he repetido claramente todo este rato. Yo no soy culpable. Estoy cansado de decírselo.

– ¡Basta! Tengo pruebas en contra suya. ¡Repítamela! – dijo secamente el detective Carrasco, mientras extraía ostentosa y lentamente un manojo de cartas del bolsillo de la chaqueta y las desparramaba teatralmente encima de la mesa, como quien va a verse el Tarot. Dio una mirada al interrogado para ver qué impresión producía este acto escénico.

Observó atento que el interrogado miró con sorpresa el abanico de sobres. Lo vio acomodarse los lentes y mirarlos hipnotizado.

«Es la letra de Jimena». Se paralogizó y se angustió por el contenido. ¿De dónde salieron? ¿Revelará algo? Le sobrevino el pánico. ¿A quién pudo enviárselas? Miró extrañado al detective. «Este debe ser un truco» «¿Divulgará algo muy privado o incorrecto de mi parte?» Se produjo una pausa en que ambos se miraron en silencio, estudiándose.

Aumentó la transpiración en su rostro. Sin palabras, como católico confeso, se alzó dificultosamente y se sacó el chaquetón. Sintió las consecuencias del prolongado encierro; la intensidad del interrogatorio de un crimen que no era culpable y de su garganta áspera por la sed. Libre del chaquetón, le dieron ganas de golpear y gritar. Lo dominaba la impotencia de no poder mandar a estos abusadores policías al demonio. Sabía que todo lo inculpaba, que estaba atrapado hasta que se verificara su inocencia. Y, en este caso, su profesión de nada le servía. Le tiritaba la fofa papada. Se manoseó las adoloridas nalgas. Esa dura silla metálica ya no la soportaba, como tampoco las insistentes preguntas y el aliento fétido a tabaco que, a veces, le llegaba del interrogador. ¡Tengo que enfrentar esta humillación! De un porfiado, flacuchento y estúpido detective. Se sintió cansadísimo. La presión arterial debía tenerla en el límite. ¿Se doblegaría? Sintió que su ánimo se doblaba. Se volvió a sentar medio de lado, incómodo por el dolor de las nalgas. No estaba acostumbrado a esa dureza. La luminaria le cansaba la vista y el calor le hacía transpirar. En un movimiento espontáneo quiso sacarse también la chomba, pero se contuvo.

La bufanda hacía rato que la había metido en el bolsillo del chaquetón. Poco sabía de novelas policiales para buscar semejanzas. ¿Gritar, llorar? No, él era una persona honorable. Volvió a mirar los sobres que, como naipes, abrirían su futuro. Quedó paralogizado contemplando esa letra tan conocida y, por qué no decirlo, tan querida. Y, para peor, después de todo ese tiempo de preguntas y respuestas, la vejiga pidiendo la suya, que lo traía a esa otra insoportable realidad física.

– Y, señor Echeverría, ¿qué espera? escuchó le decían a la distancia.

El viejo miró suplicante, a través de los gruesos cristales, como para decirle que le creyera. Se sentía afiebrado; si no le daban agua se desmayaría en cualquier instante. Cierto que todo lo acusaba. «Yo jamás me imaginé verme envuelto en una situación criminal», se dijo. Sólo recordaba la ira que lo embargó al verse burlado por ella, en quién había depositado toda, absolutamente toda su confianza. Se había obnubilado su conciencia. Se encegueció. Eso había sido todo. No recordaba nada más. ¡Qué pesadilla! Apenas atinó a mover el cuerpo para cambiar de posición las nalgas. Se sacó los lentes y se pasó un pañuelo por el rostro, que retiró jugoso. Apretó las mandíbulas. Hizo un gesto como para protestar, sin embargo, se contuvo, pensando que de nada le valdría; el detective era implacable. Y el otro sentado más allá era impenetrable. De nada servía quejarse. A ambos le importaron un bledo sus reclamos anteriores. Lo vio barajar los papeles, ajeno a sus angustias. «Sí. Es la letra de Jimena». Parecía desentendido de su persona. Estaba envuelto en una atmósfera hedionda a cigarro que, a él, no fumador, le apestaba. Entonces, con esfuerzo y voz enronquecida, volvió a relatar, cansadamente, una vez más, la misma historia. Dijo:

– Se lo vuelvo a repetir. Todo empezó cuando puse un aviso en el diario El Mercurio, hace varios meses atrás. Recuerdo que decía más o menos así:

«Se necesita señorita para atender labores domésticas, con educación y afición por el arte. Buena presencia y recomendaciones. De preferencia profesora. Sin obligaciones familiares».

Y daba mi dirección. Ya había puesto otros avisos similares, mucho antes que éste.

Se lo repito una vez más: fue un aviso como tantos otros que ya había puesto varias veces antes en los avisos económicos del diario El Mercurio. Requería una persona para tomar los dictados y para los quehaceres de la casa. Estoy viejo para hacerlo todo solo. Esa persona me ayudaría en el desarrollo y depuración de mis escritos. Re escribiría lo que iba corrigiendo. Por fin saldría de una obsesión que tengo hace años: de una vez por todas dar forma y término a esos borradores. Relatos y documentos que escribí y guardé por años. Muchos sacados de mi experiencia como abogado. No creo que sea el primero en este asunto. Por eso exigía que la postulante tuviera afición a la literatura; alguien con aptitudes y sin compromiso, ni siquiera familiares, en pocas palabras: que ojalá fuera huérfana; para dedicarse exclusivamente a mi proyecto. Puede parecer una locura, algo difícil de cumplir, pero no imposible. Estaría compartiendo conmigo largo tiempo. Escribiríamos juntos y yo la ayudaría, también, para hacer de ella una escritora. Este arte requiere tranquilidad. Es lo normal en el ámbito creativo. Sé que suena inverosímil porque, además, tendría que hacerse cargo de la casa. Pagaba buen sueldo. Como ya le dije, vivo solo. Mi mujer falleció hace años; tengo tres hijos, dos viven fuera de Santiago y el del medio está exiliado. Mi situación económica es sólida y me he manejado bien con mis asuntos todos estos años. Los parientes de mi ex cónyuge no me pueden ver. Por eso tengo muy pocas visitas. Me echan a mí la culpa de su muerte, así que, como ve, me tengo que acostumbrar a que me culpen. Ésta sería la segunda vez. Por eso vivo solo y he aprendido a arreglármelas solito.

Hizo un alto. Se volvió a secar la frente y juntó las rodillas para frenar el deseo de orinar. Miró fijamente al interrogador que parecía no escucharlo mientras ordenaba con atención las hojas y marcaba algo. Trató de adivinar qué impresión le producía la historia nuevamente repetida. No pareció prestarle atención. Estaba más concentrado en leer y marcar. Como no hiciera gesto alguno, continuó, como repitiendo una letanía:

Había realizado muchas entrevistas a otras jovencitas hasta antes que Jimena llegara a trabajar a mi casa. Había contratado a varias, pero ya estaba cansado de los continuos fracasos porque sólo algunas soportaron mis demandas. Para contratarlas era muy exigente: pedía los certificados de estudios, papel de antecedentes, las recomendaciones de trabajo. A las candidatas que cumplían con los requisitos curriculares, por último, les tomaba un pequeño examen. Les hacía un dictado para verificar sus conocimientos ortográficos y les pedía que inventaran una pequeña historia, apenas de un minuto, y la escribieran en un trozo de papel que yo les proporcionaba para descubrir si era cierta su aptitud literaria. Por lo general, cometían muchas faltas, no sabían de redacción, tenían mala ortografía, o bien, si pasaban el examen y cumplían mis requisitos, lamentablemente, al poco tiempo se aburrían, al verse enfrentadas a tantas y tan raras exigencias. Le repito: había entrevistado a tantas señoritas que ya estaba descorazonado y por tirar a la basura este ansiado proyecto y la ilusión de poder publicar mis escritos.

Las jóvenes que contraté, antes que ella, o se cansaron del quehacer doméstico, o bien, con el tiempo, no demostraban las aptitudes que decían tener. Se aburrían de la monotonía de escribir o del encierro. A pesar de las recomendaciones y experiencias, pronto me confesaban que no servían, que estaban fatigadas, que yo era muy exigente o que ellas tenían familia. Me pedían que les pagara los días trabajados y que les permitiera retirarse. Lo hacían para ganarse unos pesos. Y así, después de muchas otras candidatas, de los trastornos de tener personas extrañas en mi casa, de varios robos y malos ratos, porque la verdad es que algunas de ellas me robaron cosas. La más osada de todas fue una tal Juana, que tuve que denunciarla a carabineros y despedirla. Era intrusa. Un día la sorprendí con una joya de mi mujer, un anillo de oro y malaquita, un recuerdo muy preciado, que lo tenía con llave en mi cómoda, al lado de mis camisas. Por suerte, el resto de las joyas de mayor valor y el dinero lo manejo en mi caja de fondos. Este asunto fue muy desagradable. La mujer alegó inocencia, dijo que yo estaba chalado, etc., etc.»

Hizo otra pausa. Se volvió a secar la frente y a inspirar profundamente. Ahora iba a entrar de nuevo en tierra derecha con su historia. Ahora quería dejársela bien clara a esos estúpidos policías. Pero antes le suplicó por algo que le era imperioso:

– ¿Puedo ir a orinar?

El detective flaco lo autorizó y le hizo una seña al detective gordo para que lo acompañara. El hombre se puso el chaquetón a la carrera, se envolvió la garganta con la bufanda mientras salía al frío del pasillo y siguió tras el policía.

En esos minutos Carrasco aprovechó para ordenar la secuencia de las fechas de las cartas, repasar rápidamente el contenido y los subrayados, con el fin de hacer preguntas, que podrían demostrar alguna falencia del abogado. Hizo algunas marcas al margen para ubicarlas rápidamente.