Francisco Martín Hernández

 

Dos estrellas más allá

Volumen I

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Primera edición: marzo de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Francisco Martín Hernández

 

ISBN: 978-84-17029-89-0

ISBN Digital: 978-84-17029-90-6

 

Difundia Ediciones

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

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www.difundiaediciones.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

El mundo es una concha vacía

3258 A.D.

 

 

PRÓLOGO

Iban a pasar cosas. Yo no lo sabía, ¿cómo iba a suponer algo así? Las preguntas que tendré que responder son tres, dónde, cuándo y qué. Estableceré el orden.

 

Dónde. En tu planeta, el tercero desde el interior de este Sistema Solar. Se le ha puesto por nombre Tierra, seguiré ese consenso y me referiré a él así, aunque me parece demasiado simple, cómo diría, poco estudiado, creo que lo hemos pensado mejor con los demás, Mercurio, Venus, Marte, hasta Neptuno, esos nombres sí sugieren, uno espera cosas de ellos, dan para más que el nuestro, Tierra, de tierra. Hay un trasfondo ahí, no lo dudo, pero a mí me suena pobre, sin sustancia, claramente escaso. Dejémoslo. Tierra, un pequeño mundo al que le ha caído en suerte un inquilino como el hombre y, deseado o no, hace milenios que lleva soportando su presencia, un parpadeo que sin embargo ya se ha dejado sentir. La Tierra, un planeta luminoso, hay que darle su valor, acogedor, templado, a la temperatura justa para que el agua permanezca en estado líquido, con la inclinación precisa de su eje de rotación para que disfrutemos de las estaciones, con una proporción entre tierra y agua adecuada al mantenimiento de un ciclo de lluvias y de escorrentías que la reparten de manera bastante homogénea en un único ecosistema global. Y la guinda al pastel, la Luna, otro nombre acertado, el único satélite del Sistema Solar del mismo diámetro aparente que el Sol, que nos regala las mareas, los eclipses y sus ciclos, que tantas apreciaciones reciben.

 

Cuándo. Hace tres años, a contar desde hoy. Un suceso nuevo, sin precedentes, no escrito ni profetizado, seguido de otro no menos importante, y la suma de los dos, se diría que sincronizados por una voluntad poco inocente, es lo que me ha traído aquí, al último escondite que me queda. No tendría sentido que te dijera ahora cuáles fueron aquellos dos acontecimientos. No probaré a hacerlo. Aunque te adelantaré que el cuándo se extendió tres años desde entonces, hasta un presente que no veo la hora de que termine y en un continuo que no deja de agitarse, estremeciendo sin descanso a todos los seres que poseen conciencia y a los que no la poseen. Para quienes hemos tenido la fortuna de sobrevivir a estos tres años, asumir los hechos no conduce a la adaptación automática que, en unidades geológicas, ha permitido a la vida seguir su curso con más o menos éxito. En este caso el hombre ha sido clara y quizá definitivamente superado, yo soy la prueba. El cuándo, que si es historia tiene un principio y tiene un final, en lo nuestro es un espacio abierto, con un inicio explosivo para los que lo presenciaron, y sin un fin que pueda al menos intuirse.

 

Y llegamos al qué, todavía no entendido por muchas personas. Este libro trata de hacerlo. Es mi última voluntad aquí. He dejado esta entrada para el final. El relato ya está a punto, y, aunque sea un juego de palabras, a pesar de mi alegría por haber terminado, los siguientes dieciséis capítulos no te dejarán en paz. Lo he dividido en tres partes para permitirte dormir. No hagas con ellas juegos de manos. Léelas como las he escrito. Sabrás lo que ocurrió aquel día de 3254, pero el verdadero conocimiento, el auténtico big bang, y el antes de él, las motivaciones de las personas que alumbraron el nacimiento del laboratorio del BTIS, alguna de las cuales he admirado y querido profundamente, permanecerán como la incógnita de la monumental ecuación que desencadenó la terrible orgía de acciones y reacciones que me empujaron donde estoy.

 

No te hago esperar más. Todo empezó con el elegante aleteo de una mariposa.

 

 

PARTE I
GÉNESIS

 

 

CAPÍTULO 1

El alma es un carro tirado por dos caballos.

Platón

 

Estoy enjaulado y sucio. Lo que tenga que pasar, pasará. No he querido llorar. Me voy lejos de aquí, estoy cansado, no recuerdo otra cosa. Quiero escapar al jardín del Edén, saber que está rodeado de montañas y que más allá solo hay arena. El paraíso no puede estar en este mundo, así que quiero huir de él. Vuelo en busca de una promesa a lomos de mi pájaro, en silencio. Ya no tengo nada que decir. Me he comportado de todas las formas que conozco y no ha sido suficiente. Una vez me dijeron que mi verdadero nombre era Gabriel, como el primer caballero de Dios, pero siempre he respondido al nombre de Demon, y soy demasiado humano. No tenía que serlo.

Acabo de entrar. Fuera llueve. Me gusta la lluvia. DOS estaba conmigo, el agua relucía en su piel sintética. Me dijo que no me expusiera, que la atmósfera era venenosa, pero no le hice caso. Qué más da, ya nada puede hacerme daño, los tres nos iremos juntos. No vamos a una estación, seguiremos adelante mientras la nave nos acoja. Estoy cansado de ser Gabriel. Antes envidiaba su espada. He visto mucho y ahora sé lo que quiero, DOS no me abandonará y Wix tampoco. No sé si DOS tiene vida porque no puede morir y tampoco sé qué edad tengo. Wix es la más joven.

Antes de irnos he de terminar esto. He empezado por el final, el apocalipsis. Cuando acabe quedará el eco, luego el eco se perderá y la Tierra descansará de nosotros. Los que hayan escapado buscarán otro hogar o morirán en el intento y a los que queden aquí se les robará el alma. No seremos como ellos. La nave más rápida nos espera. DOS tiene instrucciones claras, no dejará que nos cojan vivos. Si ha de hacerlo lo hará por nuestro bien.

Ellos son bestias, errores genéticos con los que hemos pagado por todo lo que hicimos. Morirán, se pudrirán y caerán en el olvido.

Muchos han huido para salvar la cultura, para llevar las esencias a otra parte, para reiniciar otra Tierra en paz. Desde las estaciones saltarán a la Luna, después a Marte y luego, quién sabe. El hombre sobrevivirá algunas generaciones, quizá volvamos a encontrarnos con él. No depende de nosotros. DOS quiere respuestas, necesita una sociedad a la que servir, aunque no sea humana. Nos dirigimos a la estrella, DOS lleva la esfera, alguien la alteró y la devolvió y la vamos a utilizar como salvoconducto.

Aún estamos en el silo. Ha dejado de llover, pero caen goterones de la superficie. Siempre agradezco el agua, me crea expectativas. Pienso en la distancia que tenemos que cruzar, estoy impaciente por poner el vacío de por medio. He escrito el principio y el final. Entre ambos hay muchas personas, ya las irás conociendo. Huele bien después de la lluvia, todavía llevo ese olor en la nariz. Quiero ser más humano. Me gusta mojarme los pies con el agua de la lluvia. Comeremos algo y comenzaremos con los adioses. Aquí no hay nadie más pero de todas maneras nos despediremos y guardaremos las emociones para cuando hagan falta. DOS practica la Humanidad, hace poco ha aprendido a sonreír, a veces tiembla y trata de entender qué es el frío. Somos un gran equipo. Por favor, aprécianos en lo que valemos, repite esta historia a tus hijos y espera nuestra vuelta. Te prometo que volveremos a buscarte.

 

 

CAPÍTULO 2

No puede haber pasión sin compasión.

Tensin Gyatso, 14º Dalai Lama

 

Un interlocutor exterior podría concluir que nuestro planeta es hipotético, virtual, que no existe, ni nosotros, seres imaginados por otro ser imaginante, y que por tanto somos la invención más o menos poblada de alguien, o su sueño, y que todo lo que sigue responde únicamente a su extensión, porque la realidad también puede definirse por lo soñado, lo deseado o lo construido en el aire. Ese observador puede acabar su examen en un instante, decidir y proclamar que no merece la pena emplear más tiempo y más esfuerzo. Se pueden buscar relaciones, nexos, vínculos entre lo divino y lo humano basados en formas que se perderán en cuanto nos despertemos. Cerrará su informe con la ilusión de un proyecto, las ganas ilimitadas de alguien, incluso la férrea voluntad de construir desde la nada, como tantos universos.

Dejemos que florezcan otros jardines, reales o no, mundos con fábricas, lugares oscuros, porque el equilibrio solamente se establecerá entre opuestos, la línea de universo de cada jardín se separará de las demás y otros seres seguirán soñando, o pensando, y levantando castillos en el aire, o modelando realidades tangibles, universos reales entre universos ficticios, todos por encima de la nada, porque la nada no puede ser pensada, ni intuida, ni soñada, ni ocupada, ni poseída, y por lo tanto también lo que no es existe solo porque alguien ha decidido que no existe. La gran pregunta va a quedar sin responder, nunca sabremos si somos las neuronas de otros, si somos contactos eléctricos en los circuitos de una máquina o si caminamos por derecho propio y formamos parte de un proyecto viable. Solamente en ocasiones, en el fuego, hablaremos del purgatorio, de las bendiciones y de las culpas, del bien y del mal. El resto lo dejaremos a la vida diaria y a unos cuantos que no pueden vivir como nosotros porque necesitan pensar en posibilidades, necesitan otras dimensiones como el aire que respiran, necesitan problemas que resolver, necesitan el infinito, quieren entrar y salir de él, quieren ir y volver. Los demás percibimos, alimentamos pequeños sueños, enfermamos y nos curamos hasta el último día, para desaparecer sin dejar huella.

De modo que hundamos los dedos de los que hace tiempo que perdimos las uñas.

 

***

 

Antes del primer día todos éramos felices. Ignorantes, pero felices. El primer día fue aquel, pero podía haber sido otro. Este mundo era absolutamente permeable. Habíamos terraformado nuestro propio planeta, como si fuera ajeno y lo hubiéramos invadido y ocupado. Vivíamos tranquilos, pero hasta los niños saben que la felicidad no dura mucho, y las máquinas dieron la alarma. En realidad fueron avisos moderados, de baja intensidad, aquí y allá, registros no incluidos en sus estándares que les obligaban a abrir comunicaciones, a iniciar protocolos que nunca habían sido utilizados sino en simulacros.

Cuando se tuvieron las primeras noticias apenas se comprendieron. Los datos indicaban cambios y los cambios no podían ignorarse, pero allí donde se miraba todo seguía igual y donde se escuchaba nada chirriaba. Y no atendimos los mensajes, se atribuyeron a fallos en el sistema, que no se encontraron, a fenómenos naturales que confundían a los instrumentos, a ruidos de interferencia que podían olvidarse, incluso a empleados descontentos o traviesos que utilizaban el sistema, que por supuesto tampoco pudieron localizarse. No paramos lo que hubiésemos podido parar y seguimos viviendo alegremente. Por si fuera poco, se encargó a los ingenieros más brillantes que depuraran los programas de control y de vigilancia para hacerlos más realistas. Las palomas de la paz no podían disparar los sistemas contra incendios. Concluyeron que los fallos eran humanos, y no sabían cuánta razón tenían. Todo tenía arreglo, lo arreglaron y los avisos desaparecieron.

Entre los primeros días, que me cuesta fechar, y las primeras presencias que ya no pudimos ocultar, pasó un tiempo, y después la maraña de satélites que habíamos colocado para que oscureciera el cielo empezó a gritar. A un ciudadano corriente de dos siglos atrás le parecería increíble lo que voy a decirte, pero tres de los satélites entrelazados en las redes de control de movimientos a nivel planetario, consiguieron detectar, localizar, seguir, grabar y transmitir la existencia, sin lugar a la más mínima duda, de dos ratones que, analizados desde la distancia, no correspondían a nada conocido. Hubiera sido lo mismo que si una multitud viese, en una mañana soleada en una gran avenida de una de nuestras muchas megalópolis, la llegada de siete naves alienígenas y el desembarco de sus tripulaciones entre sonidos de trompetas. Una forma de vida no catalogada que ni los gatos más listos reconocerían había aparecido por milagro en medio de la nada, en la isla grande de Groenlandia.

 

***

 

Ahora me gustaría presentarme como es debido. Mi nombre sirve para que se me pueda identificar y yo creo además que un nombre singulariza a quien lo posee, aunque el mío es muy común y mi apellido es X, de experimental. Me llamo Demon, sin más, así que mi nombre completo es Demon X. Puede parecer demasiado simple, pero es que yo no tuve un nacimiento natural. En mi época hay ya muy pocas gestaciones y aún menos nacimientos verdaderamente naturales. Una concepción al estilo clásico se considera peligrosa, una gestación de nueve meses reglamentarios, exagerada y penosa, y un parto espontáneo, excéntrico, teatral e inhumano, en eso es en lo que se pone más énfasis cuando se habla de un parto natural, se dice que es sangriento, doloroso y excesivo. Así que son raras las personas que pueden decir que han venido a este mundo como se venía antes, haciendo esperar a sus madres, a sus familias y a sus médicos. Pero yo soy aún menos natural. Soy una mezcla de mutación provocada y superhéroe. Mutación porque mi existencia no comenzó con algún tipo de concepción, ni siquiera una planificada, sino en un tubo de ensayo, y mi gestación transcurrió en un útero completamente artificial, sobre la base de una carga genética muy seleccionada. Superhéroe porque mis sentidos, mi cerebro, mi aparato locomotor y mis vísceras son extensiones aumentadas de las que poseería un atleta de élite. Aún hoy, cuando mi edad cronológica se acerca a los cien años, mi edad biológica se mantiene en los veinticinco, en lo que siempre se entendió como cenit del desarrollo de un individuo de nuestra especie, y lo más sorprendente es que mi paso por la niñez y la adolescencia, que no recuerdo, transcurrió a un ritmo normal, pero al llegar a los veinticinco años me paré, y ahí sigo.

Cuando hablo de mí mismo lo hago de programación. Creo que se ajusta más a la realidad. Pues bien, me programaron para que me comportara como un hombre. Me gusta la naturaleza elemental, me acerco a ella siempre que puedo. El mar y, más que él, su interacción con la tierra, los acantilados, las playas, los arrecifes, las islas pequeñas, aún más los atolones, las superficies bajas que las olas pueden recorrer, y las alturas, las montañas, las nubes, los ríos tumultuosos, la gran energía, me gustan menos los paisajes en calma, me gustan la fuerza del Sol, las heridas del frío, salgo a correr cuando llueve, nado cuando está prohibido. Supongo que lo hicieron para que nunca quisiera dejar este planeta. Podría batir todas las marcas de cálculo numérico con los ojos cerrados, las exhibiciones de memoria y de lectura rápida. Mi metabolismo es muy rápido, de modo que tengo que comer mucho, y lo más apreciado hoy, tengo acceso directo y continuo a todas las redes neuronales que desee, de cualquier nivel, que existen en el planeta, aunque solo tengo permiso a noticias e informes de nivel 8, de 10, y capacidad de intrusión, de edición y de censura, de nivel 7.

Imagíname como un hombre alto, fuerte pero no demasiado ancho, aunque sí de gran envergadura, creyeron que necesitaría piernas y brazos largos, y también tengo grandes las manos y los pies, con uñas casi metálicas que nunca he tenido que cortar. Me dicen que tengo la cabeza grande. No estoy de acuerdo, pero mi cerebro es, en proporción a mi peso corporal, más voluminoso y pesado que la media. Mis sentidos más desarrollados reciben tantos estímulos que necesito un gran cerebro para procesar toda esa información. Ah, y hablo muchos idiomas, no sé cómo los he aprendido, pero paso de unos a otros automáticamente y puedo pensar en varios al mismo tiempo.

No puedo procrear y no tengo problemas con eso. Es una condición de frontera, se supone que no debo esparcir mis genes por ahí sin licencia. Pero no soy asexuado. Desde que comencé a cumplir mis primeras misiones, se me asignó personal de seguridad, que evito cuando me es posible, y una compañera, Wix, también X. Wix es un acrónimo de Intervention Experimental Woman, IXW, impronunciable, por lo que la rebautizaron como Wix. Ya te hablaré de ella. Hemos tenido ocasiones y Además nos conviene que se piense en nosotros como pareja. Eso nos da intimidad. Pero no hemos llegado hasta el final, puede que se nos fijaran límites.

Quiero dejar claro que me considero una persona a todos los efectos y, para sentirme más en resonancia con este planeta, un ser sensible. Soy un ser humano avanzado emocionalmente, me he ocupado de ello. Nunca me ha hablado nadie de mi alma, como si se hubieran olvidado de ella cuando me diseñaron. Pues, si fue así, hicieron bien, porque puedo asegurar que mi alma es cosa mía y la he personificado a los ojos del mundo. Llevo el pelo de mi cabeza casi al cero, me oculto a menudo de las miradas de los demás tras unas gafas de sol, visto con severidad, con ropa ligera para sentir el aire, el calor y el frío, voy descalzo siempre que me es posible y duermo en el suelo para no olvidar la dureza de las cosas y para que no me cueste trabajo despertar. Y rezo continuamente. Puedo permitirme varias acciones de pensamiento y una de ellas suele ser rezar. No ruego a ninguna divinidad, no hago peticiones, no pido permisos y no hago ofrendas. Rezo para repetir sonidos que me fortalecen, para poner a ritmo mi cabeza, mis sentidos y mis músculos, para generar vibraciones que después quizá quiera transmitir.

En algún rincón de mi doble hélice de ADN existe una instrucción grabada a fuego según la cual el sentido de mi ser coincide exactamente con mi trabajo. Cualquier ente consciente es producto de una razón que se suma a la conciencia en sí misma. Esta especie no ha irrumpido en este planeta para vivir porque ve vivir, hay algo más porque si no fuera así no hubiéramos comenzado a buscar. Pero esa búsqueda puede partir en muchas direcciones. He sido programado para servir, lo han hecho limpiamente, punto por punto, persiguiendo la excelencia a la que encomendar las misiones más duras, el sacrificio, el ejemplo. Por eso tengo las puertas abiertas, cualquier puerta. Me dedico a enfrentar los problemas más grandes. Hay que amortizar mi inversión, mi trabajo es el desafío, la pared más alta, lo que nadie más puede hacer, lo que nadie más quiere hacer. Pero desde arriba, soy el enviado del cielo, el último recurso, me han preparado para entrar en el infierno y regresar frío, para matar y rescatar, para no parpadear porque si lo hago el mundo se termina. Permanezco en posición de firmes bajo la Luna y bajo el Sol, por eso me han llamado. Tengo una cita y no puedo faltar.

 

***

 

El edificio del Directorio del Planeta quería dejarse ver. Tanto esa sede como la de la Asamblea General de la ONU se habían dejado querer antes de construirse. Para ambos se buscaron lugares que pudieran considerarse definitivos. Había que dejar atrás de una vez por todas los beneplácitos de las naciones más poderosas, que acogían con orgullo y con no menos contemplaciones a las dos organizaciones, siempre con el principal objeto de protagonizar todos los eventos relacionados con ellas. Se recordaban bien las ciudades que habían sido capitales del mundo por dedicar sus centros operativos al Directorio o a la ONU.

El Directorio se situaba ahora en la Península Antártica, en la península de Jasón, en un lugar gélido y apartado rodeado por los hielos de la plataforma de Larsen. Una vez enfriado el planeta después del calentamiento global que habíamos provocado en los anteriores cuatrocientos años, y a la espera de la siguiente glaciación, paradójicamente habíamos devuelto los hielos al Gran Sur, aunque no al Gran Norte, por todo su valor estratégico. La Antártida conservaba su estatus de continente inviolado, a salvo incluso de las hormigas turísticas que continuaban invadiendo los demás tesoros de la Tierra. Por tanto seguía siendo hielo, vientos catabáticos, y la memoria la continuaba recordando como el peor viaje del mundo. Pero la Península Antártica era diferente. Básicamente consistía en una enorme cordillera emergida, con un océano imposible que la protegía y en un hemisferio que ya no era tan pobre y tan remoto como en otros tiempos, aunque sí el hemisferio líquido. Todos lo vieron como el lugar ideal y construyeron allí una sede insuperable, sencillamente una burbuja elipsoide de una transparencia total y una aguja metálica de dos kilómetros de altura que apenas tenía más utilidad que la de estar allí. La burbuja podía no haber sido transparente, pero la vista del firmamento del hemisferio sur de nuestro universo era inigualable, y la aguja señalaba exactamente a la Cruz del Sur. Muchos decían que el emplazamiento se eligió primordialmente para empujarnos a todos a las estrellas, y que la decisión fue un empeño personal del Presidente Lu Tien Sin.

En cualquier caso, los transportes de que disponíamos nos permitían disfrutar de las bellezas del cabo de Hornos, la isla de Pascua, los paisajes de Nueva Zelanda, antes de cegarnos con los desiertos blancos, los glaciares insondables y los picos no pisados por el hombre. Las tripulaciones de nuestras naves hablaban de los pasajeros, de sus bocas abiertas, del silencio, de los ojos saltones. También era mi caso cada vez que volvía aquí desde cualquier parte del mundo. Fui recibido con celeridad, sin aspavientos, con educación y con efectividad. Me presenté directamente en el despacho de Lu Tien Sin, donde también estaba presente su vicepresidenta, Laurie Anderson. Me recibieron calurosamente, lo que me ayudó a relajarme para lo que me esperaba. Nos conocíamos bien.

 

–Toma asiento, Demon. No tenemos mucho tiempo para los preámbulos. Espero que hayas tenido un buen viaje. ¿De dónde vienes? – dijo el presidente.

–Oh, estaba cerca, en Melbourne.

–Vaya, me alegro. ¿por trabajo? Preferiría no haber interrumpido tus vacaciones.

–No, no, nada de eso. No estaba allí por trabajo, pero tampoco por vacaciones.

–Bien, sea como sea, la reunión general será pasado mañana. Hemos preferido hablar contigo inmediatamente, en privado, y pasarte alguna documentación. Enseguida tendrás tiempo para instalarte, descansar y estudiar, que creemos que te vendrá bien.

–Y no hagas caso del frío y del hielo de fuera – intervino la vicepresidenta –, no te enterarás de ellos si no lo deseas. Verás que disponemos de todas las comodidades.

–Lo sé. De todas formas, si fuera posible, me gustaría salir un poco. En anteriores ocasiones no he podido hacerlo y no conozco esta parte de la Antártida.

–Como quieras – dijo la vicepresidenta–.

 

Aún no me había sentado. En general me sentía más seguro de pie. Me costaba menos estar atento en esa postura. Separaba las piernas y mantenía las manos en los costados. Pero éste no era lugar para esa postura marcial y como los dos estaban sentados en una pequeña mesa redonda de caoba con tres sillas, tomé asiento al primer gesto de invitación que me hizo la vicepresidenta.

 

–Gracias. Bueno, ¿de qué se trata esta vez?

–El asunto es serio. Toma conciencia de ello desde ahora. Y da carácter confidencial a todo lo que leas y oigas estos días – dijo el presidente –.

–La reunión de pasado mañana será secreta. No solo su contenido. No habrá tenido lugar – añadió Laurie.

–De acuerdo. ¿Quiénes asistirán?

–El secretario general de la ONU, su vicesecretario, nuestros subdirectores de Asuntos Internos, Planificación y Desarrollo y Tecnología y Sistemas, y nosotros tres, naturalmente – dijo Laurie.

–¿Ha venido Wix contigo? – preguntó Lu.

–No, no estaba conmigo en Melbourne.

–¿No? Yo creía que erais inseparables.

–Bueno, lo somos. Pero tenía que atender unos asuntos particulares en Europa. Íbamos a reunirnos en unos días.

–Por favor, Laurie, averigua si se le ha dado aviso y, si no es así, que se haga lo posible para localizarla y que pasado mañana esté aquí.

–¿Es imprescindible, presidente? – pregunté.

–Si no está, tú tendrás que contárselo todo, y no te resultaría fácil.

–De acuerdo. Ya no sé trabajar sin ella.

–De eso se trataba, Demon.

–Me hago cargo. ¿Me cuentan más cosas?

–Sí, solo la introducción – dijo Laurie –. Lo suficiente para que puedas estudiar lo que vamos a entregarte con una base adecuada.

–Entiendo. Se lo agradezco a los dos.

 

El presidente Lu y la vicepresidenta Laurie cruzaron una mirada rápida de complicidad y Lu tomó la palabra. Yo estaba preparado para captar ese tipo de gestos, pero no los encontré necesarios en esta reunión a tres. Me puse a la expectativa.

 

–Nuestros satélites han encontrado rastros de vida no registrada en nuestro planeta.

 

Lu no podía ser más directo. Evidentemente el primer intercambio de saludos había terminado.

 

–¿Puedes explicarte mejor?

–Sí, claro, hasta donde pueda. Ese tipo de vida ha sido localizado en los alrededores de un laboratorio que tenemos en la isla grande de Groenlandia.

–¿Me está hablando del BTIS?

–Sí, exacto. De la Estación Internacional de Biotecnología. ¿Cómo lo sabes?

–No lo sé, presidente. Pero imagino que no hay muchas más instalaciones de esa clase allí.

–No las hay, que yo sepa.

–¿Y qué tipo de vida es esa?

–Ratones – dijo la vicepresidenta.

–¿Ratones?

–Ratones manipulados genéticamente.

–¿Y cómo lo sabéis? – era el momento de pasar a lo concreto.

–Los satélites que nos han proporcionado la información son fiables. Pueden hacer los diagnósticos necesarios a distancia.

–¿Y eso es peligroso? ¿Dónde entro yo en esto?

–Ocurrieron cosas en ese laboratorio – dijo Laurie –, cosas muy graves, y el laboratorio fue desmantelado, cerrado y clausurado. Ya te hemos dicho que solo te introducimos en los temas. En la documentación que te hemos preparado encontrarás respuestas, pero solamente algunas, el resto de ellas tendrás que buscarlas, para eso te hemos hecho venir.

–Pero habréis capturado a esos ratones. ¿Cuántos eran?

–Muchos, y creemos que no todos iguales. Los hemos perdido a todos.

–¿A todos? Pero los satélites podrán volver a encontrarlos ¿no?

–Lo hemos intentado. Llevamos dos meses haciéndolo, en vano.

–¿Habéis pensado que pueden haber muerto víctimas del frío, de sus depredadores, de muerte natural?

–Claro, pero no es suficiente para nosotros. Hasta donde tenemos información, podríamos estar frente a un caso de suma gravedad – dijo la vicepresidenta –.

–¿Y en qué consistiría esa gravedad?

–No se trata solo de los ratones. Sabemos que en el laboratorio se efectuaban investigaciones de nivel biológico cinco, el más alto – dijo Lu.

–Y sospecháis que lo que se escapó del laboratorio no fueron solo ratones.

–Sabemos que no fueron solo ratones y ya hemos observado y, aún más, sufrido, las primeras consecuencias, y son devastadoras.

–¿Qué clase de consecuencias? ¿cómo de devastadoras? Empezáis a preocuparme.

–Preocúpate – atajó el presidente –, aunque, que sepamos, los efectos no han salido de las tres islas de Groenlandia. Quizá el océano detenga la propagación, pero mucho nos tememos que no va a ser así.

–Los detalles los podrás leer en los informes – añadió la vicepresidenta –. Estúdialos con atención. La misma documentación que tienes en tu poder la hemos pasado a todos los que acudirán a la reunión de pasado mañana. Sabiendo de qué hablamos, podremos ir al grano desde el principio.

–Pues entonces, si me lo permitís, me retiraré ahora a asearme un poco, comer algo y descansar. Creo que hoy ya no sería capaz de absorber mucho más – dije mientras hacía un primer gesto de separar la silla de la mesa para levantarme –.

–No te creo – dijo Lu –. Conozco tus capacidades. Pero por favor hazlo, te necesitamos en la mejor forma.

 

Nos levantamos los tres con una sonrisa cariacontecida, con el matiz suficiente para terminar con un aire artificial de optimismo que, por lo visto, no iba a durar mucho tiempo.

 

–Laurie, querida – dijo Lu al tiempo que me abría la puerta con una mano y me invitaba a salir con la otra –, recuerda lo de Wix.

–No os apuréis – contestó la vicepresidenta –, me encargaré personalmente y, esté donde esté, además de traerla le pasaré los informes para que los vaya pinchando por el camino.

–Bien pensado, Laurie, como siempre.

 

La vicepresidenta fue la última en salir. Seguramente la asiduidad con la que se reunían los dos hacía ya innecesarias las formalidades. Cerró la puerta tras de sí con un golpe limpio que me dejó la idea de que habíamos puesto en marcha un mecanismo que sería muy difícil de parar sin accidentes.

 

***

 

El despacho del presidente gozaba de unas vistas impresionantes a la plataforma de Larsen, una extensión de una blancura difícil de admitir. Pero estaba allí y se sobreponía a cualquier pensamiento que uno quisiera mantener, hasta el punto de que apartabas la vista y seguías viéndola, porque dejaba una impronta en la retina y detrás de ella que solo podías sustituir con ¿qué? Desde esta altura, a no menos de trescientos metros del suelo, en uno de los últimos niveles habitables de la aguja metálica, intenté escupir todo el cansancio acumulado. Tensé y relajé, lo hice otra vez y ayudé con la respiración. Opté por darme la vuelta. El espectáculo del atrio principal de la burbuja, que también podía verse desde el mismo punto, era una de las maravillas de diseño del edificio. Lu había elegido bien su despacho. No pude resistirme a descender al nivel del suelo. Para conocer al presidente una de las primeras condiciones era estar allí, mezclarse con los cientos de personas presentes en el patio general, e imaginar la vida que latía en todas las salas, pasillos y espacios que uno podía imaginar. El bullicio era estimulante. Con mis sentidos en alerta máxima, oía docenas de conversaciones, unas de par a par, otras en grupos, y podía discernir y comprender. No era mi intención, pero sí tenía cierta curiosidad por captar los vaivenes, los tonos. Unos sonreían distendidos, otros se concentraban en susurros, los más iban pegados a aparatos de comunicación, o parecía que hablaban a solas o con alguien invisible. Y qué decir de la enorme riqueza de diversidad en los vestidos, los peinados, los tocados, en la gestualidad, la ligereza o la pesadez del movimiento. Ciertamente nadie hubiera dicho que todos fueran de la misma especie, desde luego no desde aquí, con sus ademanes cómicos, sus mal sostenidos equilibrios, que después se igualaban y se normalizaban cuando yo me iba poniendo a su mismo nivel. El mundo que quería el presidente estaba bien representado allí. En un planeta que sería el modelo de los siguientes, en mi querida Tierra, este edificio podía servir bien de lanzadera al espacio profundo, al silencio extraordinario donde nada puede oírse y si pudieran vernos los habitantes del tercer planeta del sistema estelar de la Cruz del Sur nos extenderían la gran alfombra roja sobre la escalera al cielo que, entonces sí, concederían que empezábamos a merecer. Me encantó perderme entre la gente.

El día y medio que me quedaba hasta la reunión lo exprimí a fondo. Comí, dormí, planeé en un avión ligero sobre las montañas para elegir un punto de destino que alcancé después por tierra al viejo estilo, con trineo motorizado. En nuestra época se habían conservado como una reliquia impagable de los primeros exploradores, aunque los trineos propiamente dichos no tenían nada que ver con aquellos, y su uso quedaba limitado a ventanas de fechas muy cortas, porque si el invierno en la Antártida es intratable, la primavera y el otoño no se quedan atrás, y el verano es al menos peligroso, por los deshielos. Yo mismo me prohibí entrar en la plataforma de Larsen, que estaba a un centenar de metros del edificio del Directorio. Era segura, me decían, pero era mejor recorrer las rutas ya señalizadas de tierra firme, controladas, con puestos de socorro con víveres y comunicaciones incluidas. En las dos salidas invertí prácticamente la mitad de las horas de sol del día, que eran muchas en aquellas fechas del año. El resto lo pasé encerrado en mis dos habitaciones. Era lo que tocaba. Yo era una persona de acción y no me gustaba mucho estudiar, podía haber efectuado una lectura rápida de todos los textos y me habría sobrado tiempo para salir a cenar y a disfrutar del ambiente de la burbuja, o podía haber utilizado el sistema de asimilación durante el sueño. Deseché las dos opciones y leí para enterarme, tomar notas, relacionar. No contaba con ver a Wix antes de la reunión.

Empecé por el laboratorio. La Estación Internacional de Biología Terrestre era un consorcio mundial de investigación y desarrollo biomédicos integrado bajo los auspicios de la ONU y del Directorio del Planeta. Ésta era la cara oficial porque todo el mundo sabía que había sido promocionado y más tarde responsabilidad en exclusiva del presidente del Directorio. Su creación no fue discutida o protestada por ninguna nación o poder paralelo. Los estatutos fueron más difíciles de redactar pero se consiguió, y las fuentes de financiación formaron parte de esos estatutos iniciales, aunque se fueron dimensionando más ajustados al estado real de las economías nacionales o regionales. Se iban a reclutar las inteligencias más prominentes del planeta Tierra con los únicos criterios de selección de titularidad, experiencia, publicación de proyectos anteriores de investigación, versatilidad y creatividad, y no se atendieron otras razones de proporcionalidad, sexo, raza, presencia política y más, que hubieran perturbado el vector en rojo que Lu Tien Sin dibujó en tinta indeleble en la primera pizarra con la que se abrió el congreso internacional en el que se decidió, por supuesto no lo sabían, que había que empezar a preparar el fin de nuestra especie. Lu Tien Sin trazó el vector en una línea gruesa, vertical y hacia arriba, y la pizarra todavía se conserva, hoy ya sin ningún valor, en algún almacén lleno de polvo. El total del aparato organizativo, económico y legal se aprobó por unanimidad en una reunión extraordinaria de la Asamblea General de la ONU, con presencia del Directorio, y las autoridades encargadas del protocolo se cuidaron de no olvidar a nadie relevante en la noticia, de nivel planetario desde días antes, que se emitió por todos los canales mundiales en tiempo real y gozó de audiencias todavía no superadas. La Tierra seguía rotando mientras Angelo di Napole (secretario general de la ONU en aquel tiempo, olvidado poco después) y Lu Tien Sin se dirigían al mundo. El BTIS tenía que ser el arma definitiva contra todos los males. Desde allí se programarían los siglos futuros, se vigilarían el medioambiente y la población, se ofrecerían las energías y los materiales necesarios para explorar la Galaxia, invadirla y poseerla, se erradicarían las enfermedades que aún se resistían, se acabaría de depurar la atmósfera, desde el subsuelo a la ionosfera, y todo ello con el fin, y éstas fueron las palabras exactas de Lu Tien Sin para cerrar la ceremonia, de “alcanzar la felicidad global”. Sin duda, ese fue uno de los momentos de la vida del presidente, la culminación de una ilusión del niño aún casi invertebrado. El laboratorio había empezado a ser construido de hecho mucho tiempo antes, en ese sentido aquella sesión fue como la botadura de un barco en la que se celebra su bautismo antes de haber llegado al agua. La instalación se consumó en la isla de Groenlandia o, para ser más exactos, en la isla grande de Groenlandia. Tal como algún científico había predicho, la isla que llamábamos así resultó ser tres cuando a finales del siglo 22 definitivamente perdió toda su cubierta helada, que no ha vuelto a recuperar nunca completamente. En un páramo realmente apartado, que ya era verde, del Norte de la isla grande, lejos de cualquier lugar, pero estratégicamente situada en una de las rutas transoceánicas más transitadas entre continentes. Sobre la superficie solo podía verse un mísero conjunto de antenas y un acceso sencillo a una casa poco atractiva ni siquiera rodeada por una valla metálica.

El laboratorio era una estructura esencialmente subterránea, un cubo de hormigón armado en otro mayor impermeable, flexible, autorreparable, dotado de nanoconstructores que sustituían, de dentro a fuera, las capas exteriores más sujetas a desgaste, ayudados por un sistema propio de monitorización constante, que informaba de daños mayores que no pudieran ser resueltos por el procedimiento anterior, y conformaba una caja de Faraday, aislada del exterior radiológicamente. En caso de desastre mayor, el acceso principal podía ser sellado en las mismas condiciones que el conjunto del cubo, garantizando un soporte vital y energético con reservas independientes de cualquier intendencia exterior durante un periodo nunca inferior a cinco años. Las comunicaciones con la superficie se realizaban, en situación de normalidad, por enlaces cuánticos corrientes de primer nivel, suficientes para soportar cualquier flujo conocido de datos en los dos sentidos de entrada y salida con una seguridad adecuada. En situaciones de emergencia, toda información de salida se encriptaba en función de algoritmos que cambiaban cada minuto por generación espontánea, incluida en la encriptación, que solo podían ser utilizados en el punto de destino después de las identificaciones pertinentes. Además, en esos casos, la información se transmitía de punto a punto, sin intervención de máquinas secundarias, de nudos de comunicaciones ni de persona alguna. Y los datos de entrada, sin tener en cuenta la fiabilidad intrínseca de los enlaces cuánticos, se sometían a filtros basados en funciones matemáticas no continuas, que por tanto establecían cortes no lógicos, solo conocidas, en esos casos críticos, por el emisor y el receptor. Los paquetes de información, incompletos debido a los cortes asintóticos de las funciones, se unían en el interior de bucles de programación ya en el interior del laboratorio, en el punto de destino, y tenían, como única condición de lectura, dos simples interruptores normales, accionados por dos operadores autorizados expresamente, que tenían que ser utilizados simultáneamente.

Por todo ello, la razón entre el personal empleado en los niveles de investigación y ejecución del laboratorio y los robots instalados era de uno a diez. Los robots estaban sometidos, por fabricación, a las leyes fundamentales de cualquier máquina inteligente y al dominio de un ordenador central autoalimentado, de una capacidad de proceso y de cálculo que ya no podíamos imaginar, y de una memoria, tanto de trabajo como permanente, prácticamente infinita. Los empleados cualificados habían sido literalmente reeducados, se habían sometido voluntariamente a implantes que fomentaban sus características personales evaluadas previamente, ya altas, de relación con los demás en un entorno cerrado, de resistencia a la carga de trabajo, de desapego e incluso desinterés a toda distracción que no tuviera que ver con su campo de estudio, y reducían al mínimo sus instintos heredados de agresividad no satisfactoria, de envidia, en una palabra inhibían casi absolutamente los que desde siempre se habían llamado los siete pecados capitales. La instalación completa no era el Jardín del Edén ni una asociación perfecta de máquinas sobradamente inteligentes y humanos poderosos y destilados, pero se intentó y desde luego, en comparación, el exterior, siendo un planeta amaestrado, solícito y coqueto, era un inasumible campo de minas. Curiosamente el laboratorio no era una gran instalación, en metros cuadrados. En vertical tenía seis niveles, tres entradas o salidas desde el exterior, dos de ellas ocultas, y únicamente los dos pisos más bajos dedicados a la investigación pura, de modo que la selección de proyectos era muy exclusiva y las horas de estancia en su interior, apreciadísimas.

¿Qué podía haber ocurrido allí? El laboratorio, era de conocimiento público, había sido clausurado sin fecha conocida de reapertura, de una manera apresurada y sin las garantías suficientes a pesar de los protocolos preparados, que por lo visto apenas se inicializaron. ¿Cuál podía ser el alcance de los efectos ya desencadenados en el exterior, que habían podido saltar al otro lado de todos los sellos, barreras de esterilización y sistemas de seguridad? Seguí leyendo.

A la manera de las antiguas cámaras mortuorias, el interior del laboratorio no consistía simplemente en una añadidura de niveles de dificultad de acceso superior, al modo de cajas fuertes en cajas fuertes, como muñecas rusas. Los cubículos más profundos, donde se experimentaba, y muchos preferían hablar de juegos, con los especímenes, vivos o muertos, más potencialmente peligrosos, se encontraban casi en paradero desconocido, se llegaba a ellos a través de esclusas y un ascensor automático, sin botones, que detectaba la presencia, la identidad y los permisos de las personas en él, y que por tanto denegaba o no el paso, con recorridos ya establecidos y solo conocidos por el ordenador central. La presencia de una persona en un lugar concreto indicaba, a secas, la voluntad de iniciar uno de aquellos recorridos, abiertos o cerrados además según horarios, detalles de actividad y protocolos de acuerdo a planificación previa. De modo que no era necesario ningún tipo de credencial, tarjeta, uniforme ni cruce de palabras. En zonas determinadas la presencia estaba siempre condicionada al trabajo y al cumplimiento de funciones concretas asociadas a personas concretas. Por supuesto, los cubículos del núcleo podían contener atmósferas no respirables, artificiales, óptimas para el entorno del que tenían que formar parte, ya fuesen cultivos de organismos vivos, formación de cristales o de materia organizada general, destinados a funciones a realizar precisamente en esas atmósferas o en otras aún más extremas, o que recreaban condiciones muy adversas en las que se esperaba la presencia del hombre a medio o largo plazo. En los cubículos se podían crear volúmenes confinados por campos gravitatorios artificiales muy intensos, al borde de las condiciones reales de una estrella de neutrones o de un agujero negro, minúsculos o no tanto, y en esos casos ayudados de campos magnéticos increíbles, apenas conocidos en los aceleradores de partículas más modernos. Alguno parecía vacío al ojo humano, sin contenido aparente y sin actividad, hermético, pero a ése es al que más debíamos temer. Pero más allá de ellos se encontraban las mazmorras de la vida y de la muerte en el pozo más difícil de alcanzar, donde los hombres más fríos y preparados no escapaban de algún escalofrío porque sabían que, si se declaraba una situación de emergencia, pocas personas en el mundo podrían llegar hasta ellos, y menos aún querrían hacerlo. Trabajar en cualquiera de aquellos lugares tan lejanos y extraños a la superficie como si estuvieran en otro planeta nunca estaría suficientemente pagado. Las personas que conocían la existencia de las cuevas, que es como normalmente las llamaban, pensaban que quienes trabajaban allí eran locos, por naturaleza o por vocación, personas desarraigadas que habían prescindido del resto del mundo y para las que la vida como nosotros la entendemos no abrigaba ningún interés. Eran consideradas fundamentalistas entregadas a una causa seguida exclusivamente por ellas mismas, en los bordes de la lógica, de la razón e incluso de la justicia, porque, decían, aquella gente eran enfermos, no respetaban los turnos naturales del día y de la noche, comían y dormían a impulsos, se mordían las uñas, estaban pálidos, decrépitos, parecían fantasmas cabelludos en sus batas blancas. Trabajaban en los límites de la vida, jugaban con las moléculas esenciales como si fueran antiguos mecanos, las rompían, las transformaban y las ensamblaban, para ellos el ADN era una pizarra desnuda, y así la trataban, en la que dibujar ensoñaciones nuevas. Nunca paraban, mientras esperaban una respuesta hacían otra cosa, y nadie les supervisaba sino ellos mismos, porque en realidad ni siquiera quienes les autorizaban a empezar algo, o a continuar, entendían nada. Tuvieron éxitos sonoros, alguno muy lucrativo, y eso derribó las pocas cadenas que les sujetaban. Toda la dirección ejecutiva se llenó la cabeza de fantasías imposibles, y siguieron jugando a los bolos con los enlaces del carbono como si lo hicieran con palomas y chisteras. Y ocurrió.

Dejé a un lado los anexos demasiado técnicos y el perfil personal de los empleados con acceso a las investigaciones del máximo nivel. Me concentré en la naturaleza de los proyectos de investigación que estaban llevándose a cabo en el laboratorio inmediatamente antes de los hechos. No eran muchos, pero sí muy concretos y enfocados a temas muy relacionados entre sí, aunque bien compartimentados. Los revisé concienzudamente uno por uno y me di cuenta enseguida de las carencias. Decididamente en esa parte de la documentación faltaban cosas. Cada capítulo estaba marcado página a página con una silueta de fondo que decía “ALTO SECRETO” y era tan importante lo que estaba escrito como lo que no lo estaba. Sin embargo el contenido era más que suficiente para, si llegase a la opinión pública, encender hogueras en todas las naciones, poner en vilo a todos los predicadores y enviar a la mitad de la población del planeta, en la primera noche, a los sótanos de sus casas.

Me convencí de que los ratones eran una anécdota en el marasmo general. De hecho podían haberse dado el lujo de dejarles en paz puesto que no podían reproducirse, les podían haber permitido morir de viejos, a lo mejor lo hicieron sin apercibirse de ello. En unos insertaron trazas de inteligencia, en otros, resistencias a ciertos gérmenes y en otros, por el contrario, debilidades que después pretendían estudiar. Nada que objetar. Si acaso algo presuntuoso lo de los ratones inteligentes, que curiosamente fueron los primeros que se encontraron. Y eso nos empujó a dedicar una colección completa de nuestros satélites más avanzados a dos ratones de laboratorio. Las imágenes, por descontado, eran transmitidas en tiempo real al corazón del ángel, es decir al ordenador central y, desde él, a personas más inteligentes que los ratones que ya trataban de descifrar sus gestos y de ponerles palabras, propósitos, razonamientos, conjeturas y, lo más importante, un pasado y un futuro. Esas personas no tardaron en construir un lenguaje, y comenzamos a escucharles. Sus conversaciones eran primitivas, primeros pasos, seguían procesos de reconocimiento. No sabían quiénes eran ni donde estaban, debían sentir que habían tomado conciencia sin más, y deambulaban sin descanso. Como eran animales de metabolismo muy rápido, comían continuamente, corrían, parecía que hablaban entre ellos y gesticulaban nerviosamente, ansiosos, despistados, perdidos. No íbamos a oír nada más. Sus cortas vidas eran círculos que ya se habían cerrado. Las grabaciones de las conversaciones no tenían interés, formaban parte únicamente del legajo de papeles. Durante días los ratones apenas avanzaron distancias apreciables en línea recta, una nimiedad aunque ellos no lo supieran. Se encontraron con otros ratones que provenían de experimentos diferentes, les dieron caza y cuando les alcanzaron no pudieron comunicarse con ellos Los otros eran huidizos, más pequeños, explosivos, autómatas, no hacían más que comer y comer, siempre con la cabeza agachada sobre las manos, devoraban y devoraban y se movían deprisa solo para seguir comiendo, levantaban el hocico, miraban, veían más comida y se iban allí. Estaban condenados a correr para comer y a comer para correr. Nuestros ratones pudieron establecer contacto pero los otros no lo aceptaron. Siguieron con su rutina y no les hicieron caso. Desde luego estaban muy ocupados. La comunidad oficial deseaba olvidarles y lo hizo al primer informe favorable. De hecho, este episodio nunca formó parte de un estudio numerado y distinguible de la documentación general de la investigación, y simplemente no se volvió a mencionar en ningún otro foro.

 

 

CAPÍTULO 3