Juan Manuel Sequera Muñoz

 

El cuarto mago

 

Image

 

Primera edición: junio de 2017

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Juan Manuel Sequera Muñoz

 

ISBN: 978-84-17029-32-6

ISBN Digital: 978-84-17029-33-3

 

Difundia Ediciones

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@difundiaediciones.com

www.difundiaediciones.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

A mis hijos, Juan Manuel Y Martina,

en su profunda mirada,

habita la fantasía de los cuentos
que aún no están escritos

 

Quiero hacer mención en este primer libro a los que con su apoyo constante han renovado mís ánimos continuamente, así que un agradecimiento especial a todos ellos detallados a continuación:

 

Aishatsufur

fransoriano18

LunaMonica

RicardoHernn

Alexramto

GabrielaGonlez9

Manuelnavarro1694

Riclozano

AnaAcevedoCordova

GermnJurezFlores

ManuelSegura777

RobertFaria

AnahiMoo

gintrex

mariangelperez121

RogerSoleraValera

ArmandoBranSaavedra

gioccondacastro83

Marita47

Salvadormanuellopez

BrunoDaniel268

guadadovira

Maryas63

Salvaporras

carleteseltiomalo

GuidoLancellotti

Marygarcarcia805

Sefasfl88

ChemaÁlvarez

HeidiKramerGiuliano

Mauricioase

SeleCordova

claudiacj29

IrmaEstherGonzalezRO

Mauromog

ses2010

colaszx

irmaGonzalez0

MiguelHoyos491

SonidoColombiano

CrissManzanares

jahiralex

MiguelOliva498

sonnyov31

Danieldelgadillo55

jorgeVargas527

Mirlorbas

SusanaBatrez

davidfonta

Joseanmontesino

Mismayoand

SusanneRamirez

DavidSanchez624

Jutowrt

Monfortevaca

tatarimoke

DeltaQ

kiskehelloween

MonicaRosario6

Teckjet

DenisBolos

Kurusutaru

mugiwaradsolis

Thiagogiovanni7

diegocavs96

Leocervantesxd

Muxaddom

TomasAguilarAguilar

DLVALDIVIA

leonmensajero

Oscarigjara

Uniquegirlsalazar

eliaedithgonzalez

Liamq2016

Paul_Madden

Varkin

ElisabethLecumberri

Linjea123

peluu_blanco

VictorHugoCoronel

EmilioLucas

Lisa-men

PeraltaWilliams

VictorTeliz

Emparin

lola75anime

pitania70

VirYJor

EnriqueVega10

Lolyjm

Rahegar_targaryen

WilliamOliva632

EsdranoelCoello

LopezSuperlopez

Reichs

Xony666

luislopez15

ricardofigueroa10

YeisonDiazCano

 

 

También disculparme si se me ha escapado alguno. Si así es, dímelo y mis agradecimientos serán dobles en el segundo libro.

 

LIBRO PRIMERO
COMIENZOS

«Hay otros mundos, pero están en este»

Paul Éluard

 

 

 

CAPÍTULO I
HUYENDO

El silbido Ronco de la flecha sonó a medio palmo del oído de Athim, sintió como una ráfaga de viento helado erizaba el cabello detrás de sus orejas hasta llegar a la nuca.

—¡Maldita Sea! —Exclamó fuera de sí.

Corría con la agilidad de un felino. Evitaba los diversos puestos que por falta de espacio, se apretaban unos contra otros más o menos de manera ordenada en forma de tenderetes ambulantes, en ellos se exponían los enseres venta. En algunos, pócimas milagrosas, en otros; grandes remedios para casi cualquier cosa. Los tenderos alzaban las voces intentando llamar la atención del comprador. Lo vinateros aseguraban a los posibles clientes los mejores vinos de las tierras fértiles, en otros puestos se exponían piezas antiguas, en otros medallones, talismanes, fetiches...

Algunas varas detrás del muchacho varios hombres corrían tras él y acortaban distancia.

Sus perseguidores arroyaban todo cuanto encontraban, personas; cosas o puestos eran empujados y arrastrados a su paso, creando revuelo y agitación, dejando desconcierto, provocando un rastro de caos tras ellos.

Los que intentaban alcanzar al chico, aquellos que lo perseguían, a pesar de su corpulencia, eran ágiles y resolutivos. Si tenían que llevarse algo por delante lo hacían. No había que ser muy despierto, para ver que eran cazadores de grandes piezas y el joven, apenas era un cervatillo. O al menos la sensación era esa.

El trecho entre ellos menguaba. Ahora treinta pasos, un instante después veinte.

Aquel muchacho, conocía cada palmo de la ciudad, su vida había transcurrido en sus calles. Sus condiciones físicas eran excelentes, incluso cualquiera que lo conociera diría que rozaban el límite de lo normal. Siempre lograba salir airoso de este tipo de situaciones. Era un chico activo, le gustaba participar en aquello que llamaba su interés. Muchas veces debido a esto, lo buscaban para darle alguna lección de compresión de la causa. Cabe decir, que era dado al estudio, no al aprendizaje que los grandes maestros ni los más lustrosos círculos, más bien al estudio de la calle y observación de sus vecinos, de la denominada sabiduría popular, de la que ya, a pesar de su corta edad, era bastante buen conocedor y dicho de paso, como era todo un caballero, cuando surgía algún tipo de conflicto evitaba “una nueva discusión”. Ese juego lo había llevado a cabo muchas veces. Poseía una capacidad casi insultante para despistar y librarse con facilidad de aquellos que intentaban “hacerlo entrar en razón”.

Por algún motivo, sentía que los que en ese momento iban tras él, eran distintos. El corazón le latía con fuerza. No los había visto nunca, aunque intuía quienes eran y con sólo pensarlo se estremecía, no era un joven cobarde. Hasta ahora, apenas lo había sentido, pero en ese momento a modo de latigazo, una sensación de inquietud le sacudió el cuerpo. Un instinto primario se apoderó de él. Notaba la sangre bullir en sus venas, una extraña y ajena percepción de angustia se extendía por todo su cuerpo deprisa, muy deprisa, de pronto lo supo, estaba asustado.

Desconocía el número de los que intentaban darle caza, sabía que no eran muchos, dos eran los que lo perseguían, pero podían ser más, tampoco quería saberlo. En ese momento todos y cada uno de los músculos de su cuerpo, respondían a viva voz al mensaje de la huida, buscando con carácter de urgencia dar esquinazo a sus mortales perseguidores.

Mientras corría, las imágenes y pensamientos cruzaban su juicio. Un recuerdo bullía en su cabeza, pero igual que vino se fue. Pensaba con rapidez, su vista se movía inquieta, buscaba entre la muchedumbre y el mercado lugares donde ir, donde ocultarse. No pudo evitarlo, mientras corría, lo envolvió la visión de tan solo un momento antes.

Revivió lo acontecido hacía un rato. Recordó haber visto, apenas visible por un curioso ropaje, justo en la parte superior de la muñeca de uno de sus agresores, la marca en su piel, un cuadrado delimitado por cuatro puntos que, como agujeros negros se hundían en la piel de aquel tipo. De cada uno de los orificios surgía una temible serpiente con las fauces abiertas. Tres de aquellas sierpes, las que se dirigían al dorso de la mano y enroscaban la muñeca, eran pequeñas. Pero, una de ellas se veía terrible. Destacaba en tamaño y forma sobre las demás, reptaba por el antebrazo arriba, retorciéndose alrededor de la extremidad en dirección al hombro. Muchas eran las personas que conocían esta marca, no se podía decir lo mismo de aquellos que la habían visto. En raras ocasiones, muy pocas, aquel que la portaba actuando por beneficio propio, permitía que aquel que la viera permaneciera con vida.

El perseguido, se movía como el viento, parecía fundirse con el viciado aire del lugar, liviano y raudo; sutil y suave. Con la velocidad del rayo seguía sorteando todo tipo de obstáculos. Al llegar a la plaza, de forma instintiva buscó las puertas del Halcón Blanco. La taberna más grande de la comarca. Allí se reunían todo tipo de personas. Comerciantes, truhanes, Artesanos... todos sedientos y acalorados, buscando un trago fresco de vino helado, cuya fama traspasaba fronteras. Aquel sitio era un gran contraste de gentes de muchas regiones, de muchas razas y distintas costumbres. Un lugar de encuentro acogedor en el que convivían en relativa armonía todos los clientes, desde los enormes hombres de las montañas del norte, los feroces norteños, conocidos por su fuerza y fortaleza; hasta los diminutos Nethit, de la península de Neth, astutos tramperos y cazadores. Al ponerlos juntos, los primeros parecían gigantes y los segundos pequeños enanos.

Una cantina era un lugar de tregua, una gratificante pausa para saciar la sed y tomar un apetitoso bocado. En esos días de mercado, todo el mundo iba a realizar tratos, unos compraban, otros hacían trueques y cambalaches. Entre trago y trago, donde la cerveza y el vino abundaban y las mujeres de vida fácil no faltaban, se cerraban todo tipo de negocios.

El joven, con hábil impulso, rodó sobre sí mismo, de esta manera conseguía pasar por el hueco existente justo debajo de las puertas batientes. Se coló en el gran local, evitando en su ostentosa entrada golpear al mesero que se afanaba por atender una mesa de distinguidos clientes. Thed dejaba cerveza en otra mesa cercana a la entrada. Como algo habitual, no le asombró lo más mínimo ver aparecer a su amigo de esa manera, pero al cruzar sus miradas, si le sorprendió la inquietante expresión de alarma en su rostro.

El joven, aprovechando la inercia, se deslizó por la sucia tarima de madera atravesando varias mesas, a la vez, agachaba la cabeza para evitar cualquier golpe con el tablero de las mismas, esquivando del mismo modo el laberinto de patas de leño, y lo más complicado, la retahíla de piernas que algunos levantaban sorprendidos.

Aquel sitio, probablemente, era el local público más grande de la ciudad, en días de mercado, la taberna no daba abasto a la hora de complacer la sed de aquellas gentes venidas de todos sitios. El lugar disponía de varias decenas de pesadas mesas, de diferentes tamaños, con sus correspondientes banquetas. El conjunto se repartía por el voluminoso local. En el centro, un solo pilar de fuertes bloques de piedra del grosor de un carro de tiro, se alzaba ocho varas del suelo, de su extremo surgía en todas direcciones un entramado de vastas vigas de madera. Aquel armazón, como una gran tela de araña formaba el techo del lugar.

Athim con gran pericia, algunos saltos y tropezones, cabriolas y disculpas, llegó de un tirón al final del local, junto a la barra, donde las llamas de las antorchas se hacían más tenues, quedando de esta manera semioculto entre el gentío y la penumbra. Thed, se movió rápido, dejó las jarras de cerveza en un resquicio en la pared. Algo confuso, se encaminó hasta su amigo para pedirle explicaciones. Un tremendo golpe hizo que todos los clientes, incluido Thed, dirigieran la vista hacia la entrada. Las dos hojas de la enorme puerta abatible se abrieron con violencia hacia el interior del local, golpeando a varios consumidores, arrastrándolos al suelo tras el fuerte impacto. El personaje que las empujo se detuvo en la entrada con los ojos entrecerrados, intentado adaptarse al cambio de claridad, escrutando el lugar con celeridad, un instante después, otra figura entró por la maltrecha puerta, cuyas hojas quedaron abiertas, incrustadas en la pared mediante los cerrojos de hierro.

El mesonero, hombre robusto y acostumbrado a situaciones de todo tipo, actuó con rapidez, les salió al paso con un enorme mazo de madera y remaches de metal en la mano izquierda.

—¡Que formas son estas de entrar en mi casa forasteros!

—¡Me habéis destrozado la puerta!

—¡En este reino, somos hombres de paz, pero aquí, no toleramos la soberbia de los extranjeros!

—¡Gastad vuestro dinero!, bebed y seréis bienvenidos. En caso contrario, dad la vuelta, ¡volved por donde habéis entrado!

Apoyando esta afirmación, de varias mesas colindantes se levantaron una docena de hombres agrupándose junto al mesonero.

Athim, ante la expectación del local, puso cara de golfo, una pérfida sonrisa pintó su rostro, y con un gesto bravucón se subió a la barra. Su plan había cuajado, a los extranjeros le iban a dar su merecido y él lo iba a disfrutar a salvo, al fin y al cabo la cosa había quedado en un susto, no fue para tanto. Se relajó, y acentuando la fanfarrona sonrisa se dispuso a observar cómo le pateaban el culo a aquellos truhanes.

—¡Apártate y vive! —Exclamó el primer hombre que entró.

—¡Apartaros y viviréis todos! —Dijo con calma el segundo, perforando con una mirada helada a cada uno de los miembros del improvisado grupo.

Abriéndose paso entre la muchedumbre, de una mesa de atrás a la derecha, se acercó lo que parecía un gigante, un hombre muy grande que se paró a la altura del mesonero, era un enorme norteño, de cerca de dos varas y media de alto, dejando pequeño al más grande. Habló a los extranjeros, haciendo caso omiso de la advertencia de los mismos:

—¡Este hombre es mi amigo! —Dijo, poniendo una mano garrafal en el hombro del cantinero.

—¡No queremos problemas, largaros de aquí ya!, o allí donde vayáis, se os hará el camino muy largo. —Acompañando sus palabras, arrancó el mazo de las manos del cantinero y se plantó a tres pasos de los forasteros.

Ambos intrusos se miraron, el más adelantado hizo un leve movimiento afirmativo con la cabeza. Aquello fue fulminante, con endiablada velocidad golpeó con la punta del pie la parte lateral interior de la rodilla del gigante que sostenía el mazo, haciendo que le fallara la extremidad a causa del golpe.

Con la pierna flácida, los músculos y tendones machacados cedieron por la articulación, y apenas tocaba la maltratada rodilla el suelo, cuando el atacante saltó en el aire y en su caída extendió el brazo hacia arriba, en dirección al techo, lo recogió mientras caía, utilizando el codo para golpear con fuerza el lugar donde el cuello y el hombro forman la unión. El gigantón del norte, quedó un instante de rodillas y como si le costara trabajo, cayó hacia delante, golpeando con el pecho y la cara el escabroso suelo de madera. El porrazo resonó aumentado por el repentino silencio en todo el local, consiguiendo de este modo, dejar a semejante mole fuera de combate. Dos golpes habían bastado, mientras tanto, el segundo extranjero ante el pasmo de los demás, se precipitó hacia el interior del lugar en busca de su presa sin que nadie moviera un solo músculo. Athim, aún perplejo, abrió los ojos como platos y le faltó tiempo para saltar y correr buscando una salida.

El mesonero y dos o tres hombres hicieron amago de avanzar hacia delante, pero no tuvieron tiempo. El primero perdió el conocimiento mediante un certero golpe cerca de la ceja izquierda, que reventó ante la colisión del puño de su atacante, arrancado un grueso hilo de sangre que dispersa, salpicó a los más cercanos. Con un movimiento circular, el luchador giró el cuerpo, mientras su pierna izquierda se elevaba a la altura de la mandíbula de otro tipo, haciendo que la fuerza del golpe recibido, lo arrojara contra los restantes hombres. Alguien más osado, apenas a unas varas de distancia, en una mesa cercana, alzaba un hacha hacia el extraño. Instrumento que no llegó a utilizar, el extranjero haciendo alarde de una gran maña así como habilidad, lanzó un puñal oculto hasta ese momento en su bota derecha que perforó el pecho del hachero, este cayó hacia atrás emitiendo un apagado grito ante la incredulidad de los demás.

Toda la muchedumbre, como si de una sola persona se tratara, quedaron paralizados. En un lapso brevísimo de tiempo, el extranjero había reducido a cuatro hombres rudos... Ahora al caminar hacia dentro, todos los presentes se apartaban inquietados por aquel turbador extraño, este, miró un instante a Thed que estupefacto no se había movido del sitio. El forastero ahora con el camino despejado, sin ninguna oposición, se perdió cantina adentro tras su compañero.

Salió como una exhalación por la puerta de atrás, giró con brusquedad a la izquierda, una abertura estrecha casi apenas visible a pocos metros detrás de un puesto de vasijas, como una pequeña arteria emergía la calle. Athim, corría con tales ganas que al intentar girar para meterse en la calleja, no calculó la velocidad y la fuerza de la inercia hizo que se golpeará la parte derecha del cuerpo con las piedras que formaban el muro exterior del edificio que hacía esquina. Estaba en una callejuela estrecha que partía hacia una enmarañada red de calles aún más angostas, algunas sin salida y otras tan largas, tan bifurcadas que sólo los habitantes de las mismas, los más incautos y los locos se atrevían a frecuentar. El muchacho corría buscando la parte más antigua de la ciudad, los restos desechados de una villa emergente. Contaban que se podían encontrar huesos en aquellas calles de necios extranjeros que decidieron visitarlas intentando descubrir sus misterios, y no volvieron a salir. La vida de la gente pudiente estaba al margen de aquel sitio, desahuciado y abandonado por las nuevas y amplias calzadas.

El impacto anterior contra la piedra, fue tal, que el costado le ardía. Sentía finas agujas punzándole el hombro, la cabeza se le nublaba. Athim conocía aquel sitio, cada palmo, cada rincón de aquel lugar era su casa, allí no podrían cogerlo. La fuerza del golpe lo había aturdido y a pesar de su estado giró a la izquierda, setenta pies después a la derecha, y en seguida se perdió en un submundo anclado en el tiempo. El aire se hacía más denso a cada paso, un olor intenso a orín se respiraba en la atmósfera, la humedad y el moho eran inquilinos permanentes de paredes y suelo. Entró en una calle más ancha, la cruzó y volvió a torcer a la derecha, aún tenía la sensación que lo seguían y forzó el ritmo. Treinta varas más adelante, se coló a través del hueco del muro de un viejo corral y un instante más tarde se arrastraba, no sin cierta dificultad, bajo un portalón de hierro corroído. Se puso de pie a duras penas, el corazón le oprimía el pecho, su respiración se volvía espesa, la desesperación y el desaliento se alzaban con fuerza en su interior, corrían junto a él. A pesar de todo, siguió adentrándose más y más en aquel laberinto de largos recodos y estrechas calles, hasta tropezar y caer exhausto, arrastrando a su paso los excrementos e inmundicia dejada por ratas y a su vez cediendo a la dura piedra parte de su propia piel.

Tras el rudo golpe, intentó levantarse, sus pantalones desgastados por el tiempo no resistieron el fuerte impacto con los adoquines, se habían deshecho a la altura de ambas rodillas, dejando ver una mezcla de sangre y porquería. Desfallecido por el esfuerzo, apenas se tenía en pie, en circunstancias extremas pensaba muy rápido, pero había sobrepasado el umbral de su fuerza.

—¡No es posible!

—¡Como estaba pasando esto!

Se miró así mismo, en su faz se formó una sonrisa agria.

—Tenía que pasar, esto, tenía que pasar. —Pensó.

Así estuvo un instante eterno, dándole vueltas a una suerte que antes, nunca lo había abandonado. Siempre había salido ileso de sus embrollos, no podía razonar con claridad y mil pensamientos iban y venían vagos a su cabeza, su cuerpo no respondía, respiraba con dificultad y una fina capa de frío sudor cubría su piel.

Con la cabeza gacha, se dejó caer en uno de los muros, estaba apoyado en la esquina de una angosta calle que desembocaba en una plaza semicircular, rodeada por la piedra que formaba la falda de la montaña. De aquellas defensas naturales manaban deshilachados chorros de agua. Cuatros caminos más conducían hasta allí, Athim al levantar su nublada vista, pudo ver emerger del que tenía a su derecha, la delgada silueta del primer mercenario, alto y altivo, de nariz afilada y ojos brillantes. Se detuvo a unos dieciocho pasos de donde él estaba, la mirada viva e inquieta fija en su presa. La entrada más alejada debería estar a veintiséis pasos, situada más al centro de la plaza, de ella salió otra figura, más corpulenta que la anterior, de espalda ancha y brazos como cantaros, su fuerza debía ser terrible, de un empujón había desencajado las pesadas puertas abatibles del Halcón blanco, de tez tostada por el sol, sus facciones duras, sus ojos fríos como el acero, una mueca de burla cruzaba su cara en forma de boca y con paso firme sin prisa, avanzo hacia Athim. El muchacho retrocedió sin dejar de mirar a los dos hombres que comían terreno despacio, avanzando con seguridad en su dirección.

Estaban allí, lo habían encontrado.

Un fuerte dolor sacudió su costado, cuando haciendo un esfuerzo titánico viró sobre sí mismo y se dispuso a volver por donde había venido. Encaminó la vista hacia delante, pero no avanzó, se detuvo en seco, a poco más de una treintena de varas justo en medio de la angosta calle, había una tercera figura. Pudo distinguir la tensión del arco entre sus brazos, y sentir como dos flechas cortaban el aire empujando con fuerza demencial hacia su pecho silbidos de muerte.

 

Monlerat Garat, llevaba mucho tiempo dedicándose al comercio, madera tallada, pequeños cofres con goznes metálicos y piedras preciosas incrustadas que servirían en su gran mayoría de joyeros, canastas y otros utensilios de origen natural, eran trabajados y cobraban forma gracias a la maestría de su creador. Sus manos eran delgadas, pero a su vez fuertes y generosas, su tez morena, de rostro cultivado por el paso del tiempo, sus ojos, pequeños y vivos, los mismos que habían visto mucha clase de gente, todo tipo de personas y cosas.

Por aquel mercado acudían considerables personajes curiosos, vestidos de abundantes y diferentes maneras. Pero algo había en aquel forastero que llamó su atención, en aquella ciudad y bajo otra mirada, ese hombre, con toda seguridad pasaría desapercibido mezclado en aquel tumulto diverso de gentes de muchas partes, de muchas regiones que acudían al gran mercado de esta zona de la comarca.

Aquel extranjero, era un hombre bajito, de redonda cara y colorados mofletes, ojos pequeños y más bien poco pelo que, lo recogía en una impecable coleta, entrado en carnes. Vestía pantalón oscuro y una camisola color tierra, que ajustaba a la cintura con un ancho fajín plateado. El calzado, tipo sandalia de piel de vaca, se anudaba mediante cintas de cuero a sus regordetes pies. Una pequeña capa oscura, le nacía desde los hombros y caía hasta sus caderas, daba la sensación de ser un rico comerciante dispuesto a gastar su dinero en el mercado.

—Qué tipo tan extraño. —Pensó Monlerat.

La vestimenta, los movimientos elegantes al andar, todo ello apuntaba a la clase alta de los grandes señoríos. Sin embargo, no ostentaba bolsa de monedas repleta colgada del cinto, muy usual en los de su clase, que daba un toque de distinción y poder social, cuanto más abultada mejor. Así mismo, este tipo de personajes siempre acudían a los mercados acompañados de alguno de sus criados y esclavos, y como no, con algún miembro de su guardia personal, no encajaba lo que se veía a lo que debía ser. Aquel personaje parecía pasear. Los de su clase no gastan su tiempo en pasear, su vida es el negocio, la compra, la venta, a veces, para los muy ricos, el simple capricho de gastar. En ocasiones, se detenía en alguno de los puesto y daba la sensación que observaba con atención lo allí expuesto, pero en realidad, Monlerat sabía que aquello que miraba le era indiferente.

El tiempo, la curiosidad y sobre todo el arte del comercio, habían hecho de Monlerat un sagaz observador. Ínfimos detalles eran captados por su agudeza, este mercado era un hervidero de tratos y aquel personaje contemplaba aquel o aquellos objetos de los diferentes puestos, aun así no preguntaba precios, no regateaba, alguien que fuera habitual en el mercado, habría deducido que ese hombre no tenía intención de comprar. Además, se movía de forma diferente al resto de los compradores, daba la sensación de tantear el terreno, parecía... no tenía sentido, pero parecía esperar. ¡Esperaba! Su forma de actuar era la de alguien que esperaba algo, o bien, a alguien.

De pronto, todo el mercado volvió su vista con interés a un tremendo alboroto que partía de atrás, un muchacho de no más de diecisiete años, alto para su edad, saltaba como un gamo entre el bullicio y las barracas, corría en la dirección del comerciante que lo observó con brevedad, pasó muy cerca del puesto del vendedor y al cruzarse con él, lo miró sin aflojar la marcha y se disculpó. Monlerat no quitaba ojo al jovenzuelo, que mientras se perdía calle adelante seguía pidiendo disculpas, el chico era delgado, de tez blanca, además, por un instante, creyó ver en sus ojos azules como el cielo la nobleza de los grandes hombres; su pelo del color de la noche, alborotado, se mezclaba con el sudor y por algunas zonas de su cabeza, se agrupaba y apelmazaba formando pequeños mechones que caían sobre su frente, por debajo de los ojos meciéndose en su cara, llegando casi a la comisura de los delgados labios, su barbilla era más bien estrecha, dividida por un pequeño hoyuelo, otorgándole cierto atractivo al joven rostro.

Detrás del, corrían dos hombres de mediana edad, muy ágiles, sus movimientos eran precisos y rápidos, esquivaban todo aquello que el mozalbete interponía en su camino para de este modo entorpecer su avance. Aunque todo sucedió a una velocidad endiablada, Monlerat debido a su posición disponía de un amplio campo de visión y pudo distinguir, como el misterioso personaje seguía con interés aquella situación y no perdía detalle, cosa nada extraña, pues todo el mercado estaba pendiente de aquel estrépito que no solía ser frecuente por la fuerte vigilancia en ese tipo de mercados.

Perseguido y perseguidores entraron en la taberna central, el extraño personaje de capa y coleta, con avispada calma, se acercó y observó lo ocurrido desde uno de los amplios ventanales de aquel lugar. Durante un rato, el extraño, estuvo atento a lo que acontecía en el interior de la cantina. Después, el comerciante presenció algo que no olvidaría nunca, el hombre de la capa, de pronto, miró a Monlerat con fijeza a los ojos, como si supiera que lo estaba observando, al tiempo retrocedió al amparo de las sombras, estas, lo vistieron de negro y se esfumó mezclándose con la nada.

Atónito, Monlerat Garat sacudió la cabeza, no una, sino varias veces.

—Este maldito calor. —Se dijo así mismo.

El comerciante había visto muchas cosas en su vida, como hombre de mundo había corrido muchos reinos y oído muchas historias, recordando, sabía de lugares, en los que entre los más ancianos se ocultaban relatos, cuentos extraños que se contaban en voz baja, entre susurros y murmullos, que hablaban de antiguos clanes ya olvidados pero sin duda, poderosos para hacer algo así, lo mejor y más prudente en aquellas tierras era callar, callar y olvidar.

 

 

CAPÍTULO II
LA ORDEN DE LA NOCHE

Empapado en sudor y consumido por el cansancio, Athim avanzó. Sacó fuerza de la flaqueza, no quería morir como un cobarde. A pesar del dolor, se enderezó, miró desafiante a la punzante muerte y rendido se ofreció sin más. Quería terminar lo antes posible. En el reflejo de sus ojos, se acortaba con rapidez la distancia de las flechas. En ese instante, no sintió miedo, sólo rabia e impotencia.

Por instinto, ante el inminente impacto, protegió con los brazos su cabeza. Tuvo que cerrar los ojos, no sintió golpe alguno, no sintió dolor, solo percibió polvo y pequeñas astillas de madera que apenas herían su piel. Las flechas habían reventado en el aire, a unos palmos de su pecho, haciendo que la madera de fresno que las formaban, se convirtiera en un instante en una nube de polvo y diminutas partículas astilladas que se fundían con el sofocante calor del día.

Desconcertado, miró hacia delante y vio al mercenario que pudo haber sido su verdugo. El semblante del arquero estaba pálido, la incógnita se reflejaba en su rostro, sus brazos colgaban lánguidos a lo largo del cuerpo, el majestuoso arco, semi vertical, era asido por una de sus poderosas manos, la cuerda del mismo sometida a tan tremenda tensión, aún vibraba. Aquello parecía irreal. Su vista apenas distinguía la borrosa silueta de su agresor. Todo perdió importancia, su mirada vacilante se entumeció cuando forzando las pupilas alcanzó a ver más allá, por encima del arquero. Athim sintió el frío sudor resbalar por su espalda y tembló, su delgado cuerpo se sacudió por un momento. Quince pies detrás del guerrero, una oscura sombra se deslizaba a ojos vista, como impulsada por el viento, un viento helado, que a pesar del calor, fue percibido por los presentes, sobre todo por el hombre del arco. El mercenario, giró en redondo plantado cara a la aparición, al tiempo una daga brillaba en sus manos, no le dio tiempo a más, casi no sintió dolor, sólo frío. Un puñal de acero atravesó su cabeza a la altura del ojo izquierdo, cerca del nacimiento de la nariz. Cuando las rodillas tocaron el suelo ya estaba muerto. El cráneo se oyó crujir cuando golpeó con fuerza la piedra deforme que formaba la calle.

La mancha oscura, se desplazó en el aire, pasando por encima del inerte cuerpo y siguió avanzando. Athim pensó que soñaba, intentó recular y cayó hacia atrás, los asesinos a su espalda habían presenciado lo ocurrido. Perplejos por la muerte de su compañero también habían retrocedido, pero no parecían amedrentados. Aquella cosa avanzaba creando negras sombras y gélida corriente a su paso. Sabían que después de matar a su compañero, iba a por ellos, el muchacho ya no importaba, debían prepararse para una severa ofensiva, aquello no era enemigo normal. Se prepararon para el combate, acompasaron sus movimientos, uno se desplazaba hacia la derecha dando pasos cortos y sin apenas levantar los pies del suelo, el compañero se movía hacia el lado contrario de la misma manera, separándose entre sí, dividiendo su fuerza y olvidándose por completo del chico, se centraron en aquel borrón oscuro, que en ese momento rebasaba al muchacho y entraba en la plaza.

La claridad del día, apenas llegaba a media altura de las casonas de aquellas callejas, la aproximación de las mismas lo impedía, dejando aquel laberinto de angostas vías en penumbras. No ocurría así en la plaza, un espacio abierto, donde el sol expandía su luz por completo, pero la sombra acompañaba la oscura mancha, y al llegar a la plaza, el calor y la luz se mitigaron. Apenas a dos varas de Athim, bajo la aplacada luz del sol, aquella entidad, negra como el azabache, se tornó humana.

La difusa oscuridad, cobró la forma de una figura, una persona que vestía de negro en su totalidad, una enorme capa y una capucha sellaban su cuerpo y rostro, dirigió la cabeza hacia al maltrecho muchacho aún en el suelo, que incrédulo era incapaz de reaccionar, alzó una mano hacia el chico, indicándole que permaneciera allí. Nacido de la nada, en ese momento un zumbido cruzó el aire y una daga lanzada de forma endiablada impactó en el cuerpo del hombre vestido de negro a la altura del pecho, cerca del corazón, pero la afilada cuchilla no perforó carne, rebotó como una pequeña piedra lanzada al más poderoso de los árboles y cayó al suelo, a dos palmos de Athim. La tétrica figura de contorno humano dirigió su rostro al lanzador del puñal. Hubo un movimiento que apenas fue captado por ninguno de los presentes, el desconocido lanzó algo, un destello de brillo dorado atravesó de manera inquietante el aire. Todo fue muy rápido, un dardo plano de acero atravesó el cuello del primer lanzador, cuando salió por la nuca, los reflejos que lanzaba eran carmesí. Su cuerpo quedó tendido en el empedrado de aquella plaza sin ningún signo de vida.

El compañero de los dos anteriores, era un asesino, también era un hombre de honor, al menos eso pensaba él. Su destino y meta era cumplir con lo que le habían encomendado, su misión era matar, morir matando. El cumplimiento de su deber era un honor. Había sido entrenado para no sentir dolor, ni miedo, para no sentir nada, sin embargo sus ojos delataban angustia. Jamás había visto nada igual, dos de sus compañeros que con facilidad hubieran podido con una veintena de hombres, habían sido aniquilados en segundos por las artes oscuras de aquel ser. Haciendo acopio de una agilidad inusitada, subió el brazo derecho hacia el cielo al tiempo que doblaba el codo por detrás de la cabeza asiendo con la mano la empuñadora de una reluciente espada escondida en su espalda, su mano izquierda movida por igual agilidad atrapó un puñal de su cinto y avanzó hacia el encapuchado con paso firme, este último desplazó su negra capa hacia un lateral, en su mano izquierda mostraba una espada de hoja corta. La distancia entre los dos hombres se acortó súbitamente. Aquel sicario, apenas tuvo tiempo de reacción, el hombre de negro hundía la hoja de acero en el pecho del tercer hombre, este, con gesto de asombro, solo percibió como se le iba la vida a través del oscuro hueco que se hundía en la capucha de su atacante. Athim, perdió el conocimiento.

El sol apenas visible, abrigado por reflejos anaranjados y rojizos, se desvanecía en el horizonte. Los efectos de aquel sofocante calor, cedían bajo el soplo de la fresca brisa del anochecer. Athim sintió un leve escalofrío. Abrió los ojos, que con rapidez se adaptaron a la creciente oscuridad, la visión del techo del ocaso despejado, mostraba refulgentes las estrellas más descaradas y una luna clara e inmensa. El joven no recordaba haberla visto antes tan grande.

Al incorporarse, sintió dolor, entonces fue consciente de su situación, recordó aquel extraño ser, miró a su alrededor y sintió frío. El de negro, estaba sentado a su derecha, mirándolo a través del oscuro vacío de la capucha.

—¡Descansa!, nos queda un largo viaje. —La voz sonó extraña, aguda, inquietante. Athim pensó que le hablaban desde varios sitios al mismo tiempo.

—¿Quién eres? —Preguntó el joven.

—Soy Noath de las sombras, el tercero de los cinco. De la orden de la noche.

—¿El tercero de qué...? —Pregunto Athim sin comprender.

—¿Quiénes eran esos tipos?, ¿de dónde sales?, ¿qué quieres de mí?... —El chico encadenaba una pregunta tras otra.

—Ya te lo he dicho, me llaman Noath, uno de los cinco, aquellos que velan por la sombras, protectores de la orden de la noche.

—Los mercenarios que te daban caza, eran Jyríth.

—Te queremos a ti. Te buscamos hace ya... mucho tiempo.

El frío se hizo más intenso. El joven sintió un gran vacío en la boca del estómago. Cierto y creciente malestar se extendía por su maltrecho cuerpo, hasta que unas repentinas arcadas le hicieron vomitar.

Fueron momentos de angustia, tras cesar los espasmos, el pecho y la zona alta del abdomen lo atormentaban por el dolor. Tras un instante, sintió que lo peor había pasado, podía volver a pensar, en su cabeza resonaban las últimas palabras de su acompañante: “Te queremos a ti”, “te queremos a ti”... Una y otra vez se repetían, se estaba volviendo loco, no podía detener esa estridente voz que seguía redundando en su cabeza. Entonces volvió a encontrar la paz en el pozo negro de la inconsciencia.

 

Thed, salió de manera atropellada tras su amigo. No es que no fuera espabilado, es que solía ser un poco torpe, así que en su premura, resbaló y cayó entre las mesas golpeándose la cabeza. Quedó tendido en el suelo, atontado, mirando hacia el techo. Por un momento cerró los ojos. El impacto con el banco de madera, le abrió una pequeña brecha en la parte posterior, a la izquierda de la cabeza. Los presentes aún no se habían recuperado del encuentro con los extranjeros, por lo que nadie hizo apenas asunto al chico. De pronto, sintió una mano cálida apretar la suya, la conmoción pareció remitir, el dolor cedió y un agradable sosiego invadió su cuerpo, al abrir los ojos una amplia sonrisa lo recibió, tras la sonrisa, una cara ancha lo invitaba a incorporarse, desconcertado se puso en pie.

—¿Cómo te encuentras Thed? —Dijo el desconocido.

—Menudo golpe te has dado, espero que te encuentres mejor.

—¡Por el cuerno de Zort!, ¿quién eres?, no te había visto antes por aquí. —El Hombre, no muy alto, todo lo contrario, y con más peso de lo normal, amplió la sonrisa.

—Soy un amigo, que os quiere ayudar.

—¿Os quiere Ayudar? —Contestó Thed a la defensiva.

— Si, a ti y a tu amigo Athim. —Respondió el desconocido.

—Si queremos encontrar a tu joven amigo, debemos darnos prisa, ¿te encuentras con ánimo?

Aunque Thed era un joven criado en la calle, sus modales eran las de un caballero de alta cuna.

—Como sé que usted, no es uno de ellos, de los que lo persiguen.

—¿Tengo yo pinta de ser un mercenario? —Dijo el pequeño hombre.

—Cosas más raras he visto en estos lugares. —Respondió el chico.

—Llevas razón joven, pero… permíteme presentarme, mi nombre es Wonkal y, ten por seguro que solo pretendo ayudarte. Mientras hablamos, tu amigo Athim corre un peligro aun mayor que hace unos instantes. Tu noción del tiempo después del golpe, es errónea, hace ya un buen rato que te golpeaste. Athim, ya estará fuera de la ciudad. Podemos seguir conociéndonos, o bien, salir a buscarlo. Tú decides.

—¿Qué...? ¡No es posible! Si me acabo de caer. —Casi chilló Thed abrumado. Miró a su alrededor y comprobó que el gentío se había reducido, los guardias del Rey hacían preguntas al mesonero, que apoyado sobre el mostrador cubría con un paño de color carmesí la mitad de su cara, a la altura del ojo izquierdo. A través de las ventanas, el sol descendía por el horizonte, hilando el cielo de encarnado crepúsculo.

—Hay muchos caminos que llevan al desierto de arenas rojas, dime Thed, ¿cuál es el menos transitado y a la vez el más corto?

—El chico, aún confundido, contesto casi sin pensarlo. —Sin duda el antiguo camino de las canteras de piedra, es peligroso, en las grutas aún se ocultan ladrones y granujas de toda índole, pero si conoces las sendas y además eres un loco, por ahí, ganas dos días al más corto de los caminos seguros.

—Bien, que esperamos, pongámonos en marcha. —Dijo pensativo el hombre bajito.

—¿Está loco? Esa senda lleva tiempo cerrada, nadie en su sano juicio viajaría por ahí, todo el mundo tiene más apego a su vida que a acortar el camino en alguna jornada.

Hubo un momento de silencio.

El joven miro al extraño y sintió que tenía razón, el tiempo era importante.

Antes de partir, Thed se acercó a su jefe, Pilkinet, así se llamaba el mesonero, quiso comprobar cómo se encontraba. Aparte de la ceja abierta y bastante inflamada, lo único que tenía herido era el orgullo. Ni siquiera se acordaba de lo que había pasado.

Más templado, Thed salió del mesón acompañado del desconocido. Wonkal lo guío hasta las cuadras donde tenía preparadas dos monturas. Thed solo pudo sorprenderse, eran los caballos más hermosos que jamás había visto. Negros como la noche, de lustrosa crin, ojos vivos y más grandes de lo normal. En cierta ocasión, a Thed le dijeron que los ojos de un caballo expresan sus sentimientos, su temperamento. Estos animales tenían una expresión fiera y dulce al mismo tiempo, la lealtad brillaba en ellos.

—Son animales de las tierras salvajes, solo te dejan montarlos si ven en ti un amigo, poseen cualidades de intuición que los humanos apenas se acercan a comprender. —Dijo el extranjero al ver al chico embargado por el asombro—. Además, si maltratas, hieres o matas alguno de estos animales, ronda la leyenda, que la mala suerte te perseguirá de por vida.

Thed conocía de oídas las tierras salvajes. Se encontraban a muchos días de camino. Eran tierras privilegiadas, según contaban, protegidas por los Dioses. Decían que eran comarcas generosas, de hermosos campos. Esto incitaba aún más la curiosidad del muchacho que no podía apartar la vista de los animales, su corpulencia, impresionante; equilibrados en movimientos, que de forma rítmica y acompasada resaltaban la elegancia de los corceles en cada paso. De ellos surgía una especie de aura hipnótica que dejo al muchacho embobado durante un rato.

Wonkal sacó unas monedas de su bolsa y pagó al mozo. De un salto, quedo montado en la grupa del animal.

El chico no salía de su asombro.

—¿Cómo era posible? —se preguntó Thed, el extraño había demostrado una agilidad imposible en una persona de sus características. Este sujeto apenas llegaba con la cabeza a la grupa del animal, era bajito, entrado en carnes y de aspecto torpe e indolente.

¡Era imposible!

—¡Sube! —Gritó Wonkal al chico, viendo la reacción del mismo añadió;

—Supongo que hay muchas cosas que necesitas saber, te lo explico sobre la marcha.

Thed, más conmocionado que cuando se dio el golpe en el mesón, intentó subir al caballo, errando al poner el pie en el estribó y golpeando al animal en su caída. Tras dos intentos más, pudo sentarse y emprender la marcha. Wonkal lo esperaba con paciencia, levantó la mano derecha haciendo señal para que se adelantara y encabezara la marcha. El chico miró con expresión aún aturdida a su compañero de viaje, se adelantó y mirando hacia ambos lados se inclinó acercándose al cuello de su montura y susurrando cerca de las orejas, le suplicó al caballo que lo perdonara por su torpeza al golpearlo. Thed pensaba en la mala suerte.

Los dos jinetes salieron de la ciudad, al chico le costaba trabajo manejar tan bravo ejemplar, aunque este, era dócil y obedecía de forma precisa las órdenes del montador. Aun así Thed se mostraba incómodo.

—Mucha boca para tampoco pan. —Murmuró para sí mismo lo más bajito que pudo mientras hacía una mueca de respeto con la boca y palmeaba con recelo el cuello del animal. Después de un rato, más confiado, aflojó un poco el paso del caballo, dejando que su compañero de ruta lo alcanzara.

—Bien señor, me debe una explicación, bueno en realidad más de una. ¿Quién es usted? —Dijo el joven inquieto, mirando por el rabillo del ojo al dueño de las monturas— ¿Por qué quiere ayudarme?, ¿qué pretende?, ¿cómo puede hacer lo que hace?, siendo tan... tan... bueno, ¡tan bajito!, además parece tan... ¡tan indefenso!

—¿De dónde sale?

—Para, para. —Atajó Wonkal— Contestaré a tus preguntas, pero no detengamos el ritmo y por favor, te diga lo que te diga, continua cabalgando, no podemos perder más tiempo. —En realidad, —empezó a decir el forastero— mi aspecto no es tal, es lo que necesitaba que vieras, que vieras tú y que viera todo el mundo. Mi nombre, como te dije es Wonkal.

Mientras hablaba, una impactante transformación tuvo lugar, el personaje bajito, obeso y poca cosa, ante los atónitos ojos de Thed se evaporó. En su lugar había un singular personaje, alto, de distinguido porte, de facciones amables y formales.

El chico era el asombro personificado, atónito fue a replicar, pero calló, el nuevo personaje, siguió hablando.

—Hace mucho tiempo que buscamos a un joven, los detalles, las señales y todos los indicios que conocemos nos remiten a tu amigo. La persona que buscamos, lo creas o no, es de vital importancia para el futuro de todos los reinos conocidos. Tenemos que agotar todas las posibilidades de búsqueda. La certeza de que esa persona sea aquella que buscamos viene a ser de grandes proporciones. Por lo tanto es de capital importancia comprobar, si el nombrado joven, es nuestro sujeto, aquel que tanto tiempo llevamos buscado. Para ello, necesitamos encontrarlo, hablar con él. No tiene nada que temer. Si es aquel que reclamamos, le indicaremos todos y cada uno de los detalles con los que contamos, le relataremos las circunstancias actuales y después de conocer nuestra causa, el mismo decidirá sobre su futuro. Nadie lo obligará ni retendrá, podrá marcharse si lo desea, podrá elegir su camino. En caso contrario, si nos hemos equivocado, si el chico no es quien creemos, le pediremos perdón y lo llevaremos de vuelta a su casa, o bien, a donde él decida ir.

—Aunque yo no soy el único que lo busca. —Thed fue a responder...

El flamante personaje parecía saber lo que pensaba, dejo al chico con la palabra en la boca y continuó hablando.

—Los mercenarios que vistes en el mesón, son el menor de los problemas. ¿Por qué buscaban a tu amigo?, ¡no lo sé!, quizás podamos charlar sobre ello más adelante, aunque da igual. Es casi seguro que ya estén muertos.

—Pero...

Thed, no pudo continuar, la peculiar voz de Wonkal volvió a imponerse.

—¡Tenemos problemas mayores! Muy atrás en el tiempo, se fundó una antigua orden. La orden de la noche. Sus miembros eran distinguidos nobles de considerable influencia sobre muchos reinos. Asesoraban a Reyes, abarcando todas las cuestiones de estado. Muchos de sus miembros eran grandes personas y sus consejos contribuyeron al desarrollo de las tierras y el bienestar de sus gentes. Como sabrás, ni todo lo bueno, ni todo lo malo, permanecen por siempre. Dentro de la orden, alguien con mucha autoridad, creó un grupo clandestino que logró hacerse con el dominio de muchos pueblos, la orden se dividió, de ella surgió una parte oscura que retó al resto, y durante mucho tiempo, el caos y el desconcierto se impusieron. Se derramó mucha sangre, pero por fin se logró desterrar a los rebeldes. En estos momentos, creemos que este círculo sombrío de la orden de la noche, ha resurgido con mucha fuerza y buscan lo mismo que nosotros.

—Athim —Dijo Thed asombrado.

—Así es, —replicó Wonkal— nos enfrentamos a una poderosa orden que busca a tu amigo. Nuestro mayor inconveniente ahora, se llama Noath. En otro tiempo fue un fabuloso aliado. A día de hoy, en nuestro caso, es un temible enemigo.

Nos enfrentamos a un hombre que además de poseer las habilidades de un efectivo guerrero, es un poderoso mago. Hacemos frente a una antigua orden de magos transformados en algo muy peligroso.

—¡Magos! —Exclamo Thed— ¿Dime Wonkal?, —dijo el chico pensativo.

—¿Quién eres tú?

 

CAPÍTULO III
JYRITH

La pequeña piedra, al ser golpeada con la punta del bastón se desplazó rodando sobre sus cantos por el suelo de tierra, levantando leves volutas de polvo, Mundinoth se movía ágil, golpeando aquello que había en el camino con su cayado, ya fueran las molestas piedras que se solían clavar en la planta de sus pies, hasta cualquier cosa del suelo e incluso animal que molestara o interpusiera en su afanoso caminar. Tenía prisa y estaba irritado. Acababa de recibir la noticia, en momentos como esos se sentía más cansado y viejo que nunca. No sabía cómo se tomaría esto Fengart.

Cabizbajo, entró en el pequeño palacio de piedra, le dolía la cabeza, los cuatro guardianes lo dejaron pasar, intuían que pararlo podía causarles problemas, a pesar de su edad era muy poderoso, además su cara traslucía una terrible mueca de cólera. Atravesó el amplio pasillo con decisión, dejando atrás otros dos guardias que lo miraron inquietos. Llegó hasta su destino, quedó plantado a los pies de unas grandes puertas de madera negra que parecían las hojas de un libro gigante, pues en ellas se hallaban cincelados escritos antiguos, de cuidada y elegante letra color sangre.

Mundinoth, levantó la mano y sus huesudos nudillos se detuvieron dudosos antes de golpear la oscura madera, cuando por fin se decidió, no pudo completar la acción, pues la puerta silenciosa, desplazó las dos planchas que la formaban, quedando abierta de par en par. El anciano mago avanzó consternado internándose en la estancia, aparentemente no había nadie. Hojeó la habitación despacio, detuvo la mirada en un amplio ventanal y después buscó un sillón situado en la pared opuesta, nada, solo vacío. —Percibo en ti gran angustia. —Mundinoth se volvió sobresaltado.

Allí, junto a la ventana estaba Fengart, vestía un hábito en forma de túnica de color granate, era delgado, carecía de pelo, sus ojos verdes como el jade parecían brillar, aunque el tiempo rasgaba su piel, su rostro denotaba frescura.

—¿Cuantos hombres han caído? —preguntó Fengart de improviso, mientras apretaba con fuerza la empuñadura de la daga que llevaba a la derecha del cinto.

Mundinoth, esperaba esto, no sabía cómo, pero Fengart, conocía las noticias antes que nadie. Era imposible que las supiera, pero aun así las sabía.

—Tres Señor, —respondió. —Entre ellos un arquero.

Tantos años juntos, habían otorgado al viejo mago la ventaja de conocer los pensamientos de su señor, por lo que anticipándose a su pregunta siguió hablando:

—Debía haber sido un trabajo limpio, encargo de un comerciante, un muchacho de unos diecisiete años, la dificultad era mínima, algo rápido, sin complicaciones, la víctima no sería reclamada ni investigada. Como es habitual, se trazó un plan y se fraguó con cuidado su ejecución. A pesar de la sencillez de la operación, algo salió mal. El chico olió el peligro, creo que reconoció a los nuestros y emprendió la huida.