des1065.jpg

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Ruth Goodman

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Perfecto para mi, n.º 1065 - octubre 2018

Título original: The M.D. Courts His Nurse

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-038-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Acabo de darme cuenta de por qué los hombres se vuelven más listos durante el acto sexual –anunció Lois Brubaker en voz baja a pesar de que la sala de espera estaba vacía.

Rebecca O’Reilly, que estaba ocupada poniendo al día las fichas de algunos pacientes, miró a su amiga y compañera de trabajo. Estuvo a punto de preguntarle «¿Es verdad?», pero se dio cuenta de que era una broma y se sonrojó ante su ignorancia en materia sexual.

–¿Por qué? –preguntó sin poder evitarlo.

–Porque se acoplan a un genio –contestó Lois inexpresiva.

Las dos se rieron a gusto mientras se abría la puerta de la consulta. Salió el doctor John Saville escoltando a una mujer mayor de cara redonda.

A Rebecca se le congeló la sonrisa al encontrarse con los ojos de John Saville, de un intenso azul cobalto, que la miraban como si fueran látigos. Frunció el ceño.

Acertó a ignorar a las dos mujeres y acompañó a la anciana hasta la sala de espera, amueblada con muebles de cuero y cromo y adornada con lilas frescas. De las paredes colgaban litografías de tiempos pasados. La decoración era acogedora, pero cara y los honorarios de John Saville no hacían sino convencer a sus pacientes de que el joven cirujano era de los mejores.

–Hasta la próxima cita, Esther –se despidió John de forma brusca. Desde luego, era el doctor Seco.

Sin embargo, Rebecca se había admitido a sí misma que su nuevo jefe era guapísimo… quizás demasiado. Tal vez fuera demasiado guapo para aquella profesión. Tenía rasgos aristocráticos, un cuerpo atlético, la piel bronceada y unos ojos de mirada intensa. Parecía más una estrella francesa del tenis o un actor de teleseries. Desde luego, no un brillante cirujano dedicado a su profesión, que tenía una consulta privada, hacía guardias de 24 horas en el hospital Valley General y todavía tenía tiempo para publicar sobre sus investigaciones y asistir a varios congresos médicos al año.

Era una pena que fuera tan guapo. Por lo menos, a ella no le valía de nada. Con sus pacientes era amable y delicado, pero con sus empleados Jekyll se convertía en Hyde.

Exactamente igual que Brian.

Sintió un nudo en la garganta. Llevaba meses convenciéndose de que Brian era agua pasada, que habría alguien mejor en el futuro. Aun así, no conseguía apartar el dolor. Brian había sido su amor, su luz, su esperanza durante más de dos años. Lo había conocido al empezar las prácticas en el Hospital Luterano. Aquel hombre quería curar teniéndola a ella al lado. Habían hablado del futuro, de los hijos y de poner una consulta juntos.

Al final, el doctor Brian Gage solo era capaz de hablar del último Mercedes que se quería comprar o de en qué club de golf se iba a construir la mansión cuando pudiera salir de Mystery, Montana.

También decidió cambiar de mujer, buscar una mejor, sustituir a la pueblerina Becky por una de más clase, alguien que no hubiera crecido pobre, con problemas, una que no llevara bata de enfermera y que tuviera menos ganas de ayudar al ser humano que ella.

Rebecca sonrió amargamente. Todavía le dolía, seguía ahí, en el corazón. Había decidido que Brian no le iba a amargar la vida y lo había conseguido. Le seguía doliendo que la hubiera dejado, pero la vida seguía adelante. Incluso tenía esperanzas sobre el futuro. La única condición era que no fuera médico. Ni siquiera si era guapo.

El doctor John Saville era lo suficientemente guapo como para ser una amenaza.

Menos mal que tenía muy claro que era un borde porque, si no hubiera sido así, se habría sentido atraída por la misma llama que ya la había quemado una vez.

–Señorita O’Reilly, ¿le importaría pasar a mi despacho, por favor?

Rebecca levantó la cabeza. El doctor la miraba con ojos como láser.

Asintió. Llevaba dos semanas trabajando con él, pero su tono imperioso y autoritario le seguían pareciendo más propio de un dictador que de un médico. Lo sabía porque ya tenía experiencia con hombres que la habían tratado como si no valiera nada y la pudieran pisotear.

«Llevamos trabajando juntos un buen tiempo y sigue siendo el doctor y yo la señorita O’Reilly», pensó Rebecca. Era como si todas aquellas formalidades le sirvieran para recordar a los demás que estaban por debajo de él. Rebecca lo odiaba.

Se levantó. Echaba de menos la delicadeza y la sonrisa de Paul Winthrop, que se había jubilado. Él nunca había hecho que nadie se sintiera un subordinado.

–Claro, doctor –contestó. Sabía muy bien lo que iba a pasar. Observó su ancha espalda mientras lo seguía hacia su despacho.

–Lo siento, Becky –dijo Lois en voz baja–. Debería haber dejado el chiste para la hora de comer.

–No pasa nada –contestó ella–. No estábamos haciendo nada malo. Reírse es muy sano, ¿no? Me pone de los nervios que haga como si esto fuera una funeraria. ¿Te importa ocuparte de mi teléfono?

Lois asintió. Tenía casi cuarenta años, era rubia y tenía una cara agradable.

–Cuidado con tu genio irlandés –le recordó–. Lleva aquí poco tiempo. Hay que irlo acostumbrando poco a poco.

Rebecca se alisó la falda con ambas manos. John Saville había dejado la puerta de su consulta abierta. Estaba de pie, con cara de póquer y los brazos cruzados.

Por un momento, Rebecca se sintió como si estuviera en el colegio, en el despacho del director. La única diferencia era que el señor McNulty no era un morenazo con corbatas de seda y chaquetas de Bond Street.

–Dígame, doctor –dijo Rebecca desde la puerta.

La expresión dura de su cara pareció dulcificarse un poco al verla. Rebecca no llevaba uniforme y él se paró a estudiar el vestido color ciruela con escote de pico que llevaba. Como siempre, llevaba el pelo, de color castaño, hacia atrás y sujeto con horquillas. Aquel peinado resaltaba su frente y aquellos ojos de color azul.

–¿Quería verme? –insistió ella.

–Sí, claro –se apresuró a contestar como recobrándose–. Pase, por favor.

Rebecca entró, pero él seguía de pie, así que ella tampoco se sentó.

La ventana estaba un poco abierta. Estaban a principios de mayo y por el día hacia calor, a pesar de que por las noches seguía refrescando. Los árboles estaban floreciendo.

–Señorita O’Reilly, ¿les importaría a usted y a la señora Brubaker mostrar un poco más de decoro en el trabajo?

Rebecca recordó la advertencia de Lois y, a pesar de que sentía el corazón a cien por hora, se admitió a sí misma que tenía mal genio.

Bajo el enfado, descubrió que aquello le había dolido. Todavía no hacía seis meses que Brian había terminado la especialidad y que la había dejado.

–No entiendo muy bien qué quiere usted decir con eso de decoro profesional, doctor Saville –contestó consiguiendo controlarse.

–Me refiero a que las dos tienen que ser más profesionales. ¿Le ha quedado claro así? –contestó tirante.

Su tono la hizo saltar.

–¿Tiene algo que decir sobre mi capacidad como enfermera o la de Lo como jefa de servicio?

–¿Capacidad? –repitió él con el ceño fruncido.

–Sí, quiero decir, ¿ha habido algún tipo de negligencia médica por nuestra parte? ¿Se ha quejado algún paciente?

–Pues… no. No ha pasado nada así. Tal y como me aseguró el doctor Winthrop, tanto usted como la señora Brubaker son eficientes y están preparadas, pero…

–Pero, ¿qué, doctor?

Él la miró y recordó por qué la había llamado.

–Sinceramente, las paredes de este edificio no son todo lo gruesas que deberían ser y se oyen los chistes verdes –contestó algo irritado.

Rebecca se sonrojó ligeramente, aunque le entraron ganas de reírse a la vez. Había oído el chiste de Lois.

¿Y qué? Era un chiste normal y corriente. Él se dio cuenta de que sabía de qué le estaba hablando.

–A veces, me resulta difícil concentrarme en mis pacientes si… bueno, si se están riendo y hablando tan alto. Parece que se les ha olvidado que esto no es una hermandad de mujeres.

–Se llama Lois, no señora Brubaker –le contestó enfadada–. Y en lo que respecta a mí, mientras estaba en la escuela de enfermería trabajaba también, así que no tengo ni idea de hermandades de mujeres.

«No como tú, seguro», pensó mordiéndose la lengua a tiempo.

La indignación que percibió en su contestación, hizo que John se callara.

Rebecca sentía la ira que le retumbaba en las sienes. Exactamente igual que todos los médicos que conocía, aquel era capaz de tirar por los suelos la autoestima con la misma facilidad con la que cosían unos puntos. ¿Acaso era él quien llegaba por las mañanas veinte minutos antes para poner las lilas en los floreros? No, pero se debía de creer que estaban allí por arte de magia, ni siquiera daba las gracias por ello. El humor era lo único que le quedaba y ningún imbécil iba a quitárselo.

Durante el silencio, consiguió calmarse un poco.

–A Lois y a mí nos gusta reírnos un poco, pero no hacemos nada malo –lo informó con frialdad–. Así, el tiempo pasa más deprisa.

–No están aquí para reírse. Estamos aquí como profesionales de la salud. La verdad, no sé qué pensarán los pacientes del personal.

–Doctor Saville, sé que usted estudió en Chicago, pero esto es Mystery, Montana. Sus pacientes son mis vecinos, he crecido con ellos y sé que les gusta el personal de esta clínica.

–Sé muy bien dónde estoy, señorita O’Reilly… escogí este lugar adrede, no tiré un dardo sobre un mapa a voleo.

–Pues no sé qué le llamaría la atención –le espetó sin tener el valor para añadir «Por aquí no somos de sangre azul, precisamente».

–Mire, no he pretendido ofenderla…

–No se preocupe –contestó enfadada–. Me ha quedado claro que a usted le molestan las risas y las sonrisas, doctor. A no ser que tenga algo más que decirme, tengo cosas que hacer.

Rebecca hubiera jurado que, por un momento, había visto un ápice de enfado en la cara del doctor Saville, normalmente tan controlado en todo. Sin embargo, se recompuso rápidamente.

–Las demás quejas pueden esperar –le contestó.

Lois le había puesto el apodo de Doctor Seco, pero aquella imagen se desvanecía en cuanto aparecía un directivo. Entonces, el doctor Saville se convertía en el más amable de los mortales.

Rebecca salió de la consulta y cerró la puerta un poco fuerte. Lois, que acababa de recoger el correo, la miró.

–Perdóneme, doctor, porque he pecado –bromeó cuando se hubo alejado lo suficiente.

Vio el horror reflejado en la cara de Lois y recordó que la puerta de la consulta del doctor Saville se abría sin hacer ruido. Miró por encima del hombro y vio que lo tenía justo detrás. Obviamente, la había oído.

Sonó el teléfono y se apresuró a contestar.