INTRODUCCIÓN

Es estúpido hasta las lágrimas que existan editoriales no interesadas en publicar cuento.

Es, además, doloroso y triste.

El cuento es un género que devela al autor; expone y exhibe su forma de traducir al mundo en palabras. En palabras que, bellamente concatenadas, arman una historia. Cuentan algo. Hablo del acto de escribir en su forma más pura y básica. Entendiendo esta obviedad: ¡que cada quien se haga bolas! Y ahí radica la dificultad de escribir cuento. Un cuento tiene reglas. Reglas claras y de estructura. Recursos infinitos. Leí en un texto de la todopoderosa Flannery O’Connor que pensar en un cuento como algo que se divide en trama, personaje y lenguaje es como pensar en un rostro como una boca, una nariz y unos ojos. No es una cita literal, pero ejemplifica mi punto. Estoy hablando de que un cuento es un gesto. Un gesto que puede ser a la par de terror y de asombro. De dolor y de clemencia. Un gesto que nos enloquece de ternura.

No citaré aquí la afortunada comparación pugilística de Julio Cortázar. En cambio adoro lo que comenta Hemingway acerca de que un cuento es la punta del iceberg. Solo lo que se asoma. Y debajo del agua hay una mole de hielo no escrita. Una monstruosa mole de hielo. Para mí un cuento debe ser como cuando le buscamos el inicio (o el fin) a un rollo de cinta adhesiva. Y rascamos y rascamos la cinta sin darnos cuenta de que tenemos en las manos un objeto sencillamente perfecto.

He dicho en otras ocasiones que para mí un libro de cuentos funciona como un puente de piedras que comunica un lado del río con otro. Y en ese pasaje las hay fijas, frágiles, resbaladizas y perfectamente asidas. La metáfora es incluso sonsa. En el caso de esta colección de cuentos es importante pensar también en el río sobre el que está construido nuestro puente. El río es la literatura mexicana de principios de siglo XXI. Un río que se acalambra, palpita y menea. Un río sonámbulo. Ese era el otro título tentativo para esta colección.

Huelga decir que a una antología la arman sus ausencias. En El hambre heroica no están los que son ni son los que están. Presento aquí un puñado de cuentos de autores vivos, esa es la característica fundamental que los agrupa. A lo largo de los últimos años me encontré con su trabajo por azar, leyendo aquí y acá. Los seleccioné desde el asombro del lector sin importar edad u obra publicada. Son 16 cuentos que yo pondero, que me emocionan. Son 16 cuentos que yo defendería enfrente del diablo.

Además todos cuentan algo y son objetos sencillamente perfectos. ¡Qué bendición!

Es mi anhelo que El hambre heroica sea una antología anual y a cargo de un seleccionador distinto. Que el tiempo lo decida.

Muchas personas apoyaron la aparición de este tomo en sus diferentes fases, sería majadero no agradecer a Rafael Cruz, a Viera Khovliáguina, a Gabino Flores Castro y a Juan Iglesias. Mi deuda eterna a mi editor Antonio Mars y al ilustrador Mike Maese, gracias a su empeño este tomo llega a las manos de sus lectores tal como yo siempre lo anhelé. No lo consulté individualmente con los autores pero estoy seguro de que ninguno se opondrá al hecho de que dedique esta colección de cuentos a don Edmundo Valadés.

Después de dicha dedicatoria, ahora sí, el puente.

Gabriel Rodríguez Liceaga.

Ciudad de México, abril 2018.

Para Edmundo Valadés

Paulette
Jonguitud

DESAGÜE

No hubo mareos ni vómito por las mañanas, no hubo sueño ni cambios de humor. Yo sabía que algo estaba mal. No tenía conexión con mi barriga, me sentía una mentirosa, engañaba a todo el mundo, incluso a mí. Y el ultrasonido no hizo más que corroborarlo. No hay frecuencia cardiaca, dijo el doctor y yo pensé: Ya lo sabía. No hay frecuencia cardiaca significa que no late el corazón porque no se formó un corazón. Habrá que sacarlo pronto. Habrá que saltar de un puente. Desde el otro lado de su vejez el doctor me dijo: Esto ocurre en uno de cada cinco embarazos y yo pensé: Me lo hubiera dicho antes. Las opciones eran dos: un legrado o esperar a que mi cuerpo desechara el producto. Primero quise actuar pronto, quise decir: Ábrame ahora. Aurelio, como siempre, me calmó: Piénsalo, espera, decide. Salimos del edificio y lloramos en la banca de un parque, no están ahí para otra cosa. Él lloró la sorpresa. Yo la confirmación.

Decidí esperar a que mi cuerpo hiciera su trabajo. Me dieron algunas medicinas para apresurar la evacuación y los días pasaron sin que el huevo me dejara. Cuando había transcurrido un mes fuimos de vacaciones a la playa. Y una noche llegaron los cólicos, un dolor como no había sentido nunca, un dolor que comenzaba justo abajo del ombligo y se extendía desde el pecho hasta las rodillas. El cuerpo se me contraía como si quisiera caberme todo entre las piernas y luego se distendía como si fuera a separarse. Una y otra vez el cuerpo adentro y luego afuera y yo gritando. Por la mañana pasaron los dolores y fue sentada frente al mar que me rompí. Una sangre roja y transparente me escurrió entre las piernas como si se me hubiera abierto en las entrañas un presa. No dejaba de salir. Aurelio corrió a comprar un paquete de toallas sanitarias y yo me senté en el baño a vaciar la sangre que no se acababa. Quizá debí haberme metido al mar y dejar que el agua me lavara. Hubiese sido más sano. Más limpio. Más humano. Conducimos las cinco horas que nos separaban de la casa y no cesó la sangre ni se fueron los dolores. Quería bañarme en una tina pero tenía miedo de nadar en tanto rojo. Estaba boca abajo sobre la cama cuando supe: tengo que ir al baño y en los tres pasos que me tomó llegar al escusado sentí aquel claro desprenderse. Me bajé el pantalón, me senté sobre la taza y, plop, cayó aquel huevo sobre el agua. Tengo que verlo, dije, tengo que verlo porque algún doctor va a preguntarme. Tuve el impulso de fotografiarlo pero no podía alejarme. Era del tamaño de una manzana, era un bulto rojo de sangre dentro del que claramente se distinguía el color de la carne. Mi carne y la de Aurelio. Esa carne que no tuvo corazón y no era nada pero era. Lo miré y me sentí sola y fuerte. Poderosa. Estaba sola en ese baño y aunque Aurelio estaba algunas puertas más abajo podría no haber estado nunca, estaba sola, lo había expulsado sola y comprendí que los dolores eran contracciones de trabajo de parto. Había parido aquel huevo que se hundía en el escusado. Sola. Había aguantado los dolores. Y ahora debía jalar la palanca y dejarlo deslizarse con la mierda de la casa. Debí haberlo hecho en el mar. Ningún bebé debe escurrirse por las tuberías. Aunque no tenga corazón.

Jorge
Comensal