EL ENIGMA DE LAS ARENAS

 

 

 

ROBERT ERSKINE CHILDERS

 

Traducción de Benito Gómez Ibáñez

Notas

1 Suprimo los tecnicismos en lo posible, pero el lector debe tener en cuenta que la tabla de mareas es muy importante en lo sucesivo.

2 Desde que salimos del Elba, teníamos una boya amarrada al ancla en previsión de que se soltara el cable y se perdiera. Por la misma razón, la cadena no estaba amarrada de modo permanente.

3 Grimm: siniestro. (N. del T.)

4 El lector encontrará explicado todo el asunto en el Epílogo.

Título original: The Riddel of the Sands

Diseño de la sobrecubierta: Pepe Far

Traducción: Benito Gómez Ibáñez

Primera edición impresa: febrero de 2005

© de la presente edición: Edhasa, 2005

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ISBN: 978-84-350-4610-7

Producido en España

POST SCRIPTUM (MARZO DE 1903)

Sucede que mientras este libro estaba en prensa, el gobierno ha tomado una serie de medidas para contrarrestar algunos puntos débiles y peligros que antes se han mencionado. Se ha establecido un Comité de Defensa Nacional, y la acogida que se le ha dado ha sido un comentario realmente extraordinario acerca de la apatía y confusión que se propone remediar. En el Forth se ha elegido un emplazamiento para una base naval en el mar del Norte; es una decisión excelente aunque tardía, porque deben pasar unos diez años antes de que el fondeadero existente se convierta en cualquier sentido en una «base». También se ha creado una flota para el mar del Norte; otra medida buena, pero debe recordarse que sus barcos no son nuevos ni capaces en lo más mínimo de enfrentarse con las principales escuadras alemanas bajo las circunstancias expuestas más arriba.

Por último, un Comité de Personal ha informado (entre otros asuntos) vagamente en favor de una reserva de voluntarios. No hay forma de saber a dónde llevará esta recomendación; esperemos que no conduzca al fracaso del último experimento tan mal concebido. ¿No resulta evidente que ha llegado el momento de adiestrar ordenadamente a todos los ingleses para el mar o para el rifle?

EL ENIGMA DE LAS ARENAS

PREFACIO DEL AUTOR

Unas palabras sobre el origen y la paternidad literaria de este libro. Mi amigo «Carruthers» vino a visitarme en octubre pasado (1902) y, bajo promesa de guardar temporalmente el secreto, me confió abiertamente toda la aventura que se describe en estas páginas. Hasta entonces yo sólo sabía lo que el resto de sus amigos, es decir, que acababa de sufrir ciertas experiencias durante un crucero en yate con un tal míster «Davies», quien había dejado honda huella en su carácter y en sus costumbres.

Al término de su relato –que me produjo una impresión profunda, tanto por su relación con mis estudios y preocupaciones particulares como por su interés intrínseco y expresión vigorosa, añadió que los importantes hechos descubiertos durante el crucero se habían comunicado a las autoridades, quienes, tras manifestar cierta decorosa incredulidad, quizá debida en parte a lamentables deficiencias de su propio servicio secreto, los habían utilizado, según creía él, para evitar un grave peligro nacional. Y digo «según creía él» porque, aunque no cabía duda de que el peligro se había evitado de momento, no existía seguridad de que se hubiese tomado medida alguna para combatirlo, dado que el secreto descubierto era de tal naturaleza que, probablemente, la mera sospecha de su revelación podía haber anulado su eficacia.

Como quiera que fuese, durante un tiempo el asunto permaneció tal como estaba, según deseaban «Carruthers» y míster «Davies» por ciertas razones personales que se expondrán al lector.

Sin embargo, ciertas disposiciones políticas los estaban llevando a reconsiderar su decisión. Éstas mostraban con aplastante claridad que la información arrancada con tanto esfuerzo y peligro al gobierno alemán y transmitida al nuestro con tanta rapidez causó en nuestra política un efecto sumamente transitorio, si es que tuvo alguno. En cambio, cierta influencia maléfica, cuyo origen aún desconcierta a todos menos a unos pocos, trabajaba sin descanso para impulsar a nuestra diplomacia a volver por caminos que en principio sería prudente rehuir aun sin esa advertencia clamorosa.

Como enérgico remedio para lo que se había convertido nada menos que en una enfermedad nacional, los dos amigos tenían ahora la intención de hacer pública su historia, y en relación con ello «Carruthers» deseaba mi consejo. Existía el gran inconveniente de que un inglés de noble apellido estaba vergonzosamente implicado, y si se daba a conocer su identidad sin hacer uso de una delicadeza infinita, personas inocentes, y especialmente una joven dama, sufrirían perjuicio y deshonor. En realidad, ya circulaban rumores molestos que contenían una pizca de verdad y un montón de falsedades.

Tras sopesar los dos aspectos del problema, me pronuncié sin reservas por su divulgación. Pensé que los inconvenientes personales podrían vencerse por medio de la discreción; mientras que, desde el punto de vista público, no se trataba más que de uno de esos casos lamentables que ocurren con frecuencia creciente en nuestros días, en que los asuntos que deberían guardarse debidamente en el aislamiento del despacho del estadista, deben sacarse necesariamente de él para someterlos al sentido común del país en general: sentido común que, según reconocen los observadores atentos, está creciendo, mientras que la habilidad del político va decayendo.

Se acordó la divulgación del asunto, y el siguiente paso fue pensar en la forma que se le debería dar. «Carruthers», con el concurso de míster «Davies», se inclinaba por una escueta exposición de los hechos esenciales, desprovistos de su cálida envoltura humana. Yo estaba enérgicamente en contra de tal procedimiento, en primer lugar porque, en vez de aquietarlos, agravaría los rumores que circulaban; y después, porque con una forma semejante el relato no tendría poder de convicción y con ello se frustraría su propia finalidad. Las personas y los acontecimientos están indisolublemente relacionados; las evasivas, la síntesis y las supresiones harían pensar al lector en la trama de un engaño. En realidad, me pronuncié por algo más definido, aconsejando que la historia se divulgara franca y honradamente, de la manera más explícita y minuciosa posible, con el fin de entretener y atraer un amplio círculo de lectores. El propio anonimato resultaba indeseable. Sin embargo, existía la necesidad imperiosa de tomar ciertas precauciones.

En una palabra, me pidieron ayuda y se la di al instante. Se acordó que yo escribiera el libro; que «Carrut–hers» me diera su diario y me contara con más detalle, y desde su propio punto de vista, todas las fases de la «búsqueda», tal como solían llamarlo; que míster «Davies» se reuniera conmigo con sus mapas y cartas de navegación e hiciese lo mismo, y que toda la historia se escribiese tal como saliera de labios del primero, con sus extravagancias y errores, con su lado claro y su lado misterioso, de la misma forma en que sucedió. Con los siguientes límites: el año en que ocurrieron los hechos no es el verdadero, los nombres de personas son completamente imaginarios, y, a sugerencia mía, se han tomado algunas libertades insignificantes para ocultar la identidad de los personajes ingleses.

Recuérdese, asimismo, que tales personas viven en este momento en medio de nosotros, y que si se encuentra un tema tratado con ligereza y de forma dudosa, no debe culparse al escritor, quien preferiría callarse antes que afirmar algo que pudiera traslucir impertinencia, tanto si esas personas son conocidas como si no lo son.

E. C.

Marzo de 1903

malmente para la cena con el fin de mantener su pundonor y no sumirse en la barbarie. Con un espíritu semejante y cierta timidez, procedía a arreglarme en mis habitaciones de Pall Mall a las siete de la tarde de un 23 de septiembre de no hace muchos años. Pensé que el lugar y la fecha justificaban el paralelismo, incluso para ventaja mía, porque el oscuro administrador birmano bien puede ser un hombre de roma sensibilidad y de índole vulgar, pero al menos está solo en medio de la naturaleza, mientras que yo..., bueno, era un joven distinguido y de buena familia que trataba a gente importante, pertenecía a los mejores clubes y tenía un futuro seguro, y posiblemente brillante, en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Se me puede excusar una sensación de martirio complaciente cuando, con mi vivo aprecio por el calendario social, me veía condenado a la ajena soledad que Londres presenta en septiembre. He dicho «martirio», pero en realidad el caso fue infinitamente peor. Porque, como todo el mundo sabe, el sentirse como un mártir es algo placentero, y la auténtica tragedia de mi situación consistía en que yo había superado esa etapa. Había gozado de todas las dulzuras que podía ofrecerme en un grado que no dejó de menguar desde mediados de agosto, cuando los lazos aún eran frescos y la simpatía abundante. Fui consciente de que me habían echado de menos en la fiesta de Morven Lodge. La propia lady Ashleigh me lo comunicó de la manera más amable posible cuando me escribió para acusar recibo de la carta en que le explicaba, con sobria y eficaz reserva de lenguaje, que las circunstancias me obligaban a permanecer en mi despacho. «Sabemos lo ocupado que debe estar en estos momentos –me decía– y espero que no trabaje demasiado; todos le echaremos mucho de menos.» Los amigos se marcharon uno tras otro a practicar deportes al aire libre, prometiendo escribirme y expresándome su compasión con cierta burla, y a medida que iban abandonando el barco que se hundía yo encontraba un placer sombrío en mi desgracia; casi disfruté por completo una semana o dos después de que mi mundo terminara de esfumarse en el aire, esparciéndose a los cuatro vientos. Empecé a adquirir un falso interés por los cinco millones de ciudadanos restantes y escribí varias cartas inteligentes en una vena de sátira vulgar, sugiriendo indirectamente lo patético de mi situación, pero indicando que tenía la falta de prejuicios suficiente para hallar una distracción intelectual en los escenarios, en las personas y en las costumbres de Londres en la temporada baja. Incluso hice cosas sensatas a instigación de otros. Y es que aunque hubiera preferido un aislamiento total, descubrí que existía un sedimento de infortunados como yo, que, a diferencia de mí, contemplaban la situación bajo una luz sumamente prosaica. Después de las horas de oficina había excursiones por el río y cosas por el estilo, pero el río me desagrada en cualquier época por su ruidosa vulgaridad, especialmente en esa temporada. De modo que me aparté de la brigada del aire libre y decliné la invitación de H... para compartir una casita de campo junto al río y volver a la ciudad por la mañana. Pasé uno o dos fines de semana con los Catesby en Kent, pero no quedé inconsolable cuando alquilaron la casa y se marcharon al extranjero, porque descubrí que aquellas compensaciones parciales no me satisfacían. Tampoco me duró la afición al comentario satírico. Una sed pasajera, que imagino han compartido muchos, por ese fascinante tipo de aventuras que se describen en las Nuevas noches árabes me condujo durante unas cuantas noches a unos dudosos tugurios del Soho y de más allá, pero se apagó del todo una sofocante noche de sábado tras una hora de inmersión en el hediondo ambiente de un vulgar teatro de variedades de Ratcliffe Highway, donde me senté al lado de una mujer corpulenta que se quejaba del calor y se refrescaba a intervalos frecuentes con una botella de cerveza tibia, que compartía con un crío.

CAPÍTULO 1

LA CARTA

He leído historias de hombres que, obligados por su cargo a vivir durante largos períodos de tiempo en la más completa soledad, salvo por la visión de algunos rostros oscuros, tomaron como norma el vestirse formalmente para la cena con el fin de mantener su pundonor y no sumirse en la barbarie. Con un espíritu semejante y cierta timidez, procedía a arreglarme en mis habitaciones de Pall Mall a las siete de la tarde de un 23 de septiembre de no hace muchos años. Pensé que el lugar y la fecha justificaban el paralelismo, incluso para ventaja mía, porque el oscuro administrador birmano bien puede ser un hombre de roma sensibilidad y de ííndole vulgar, pero al menos está solo en medio de la naturaleza, mientras que yo..., bueno, era un joven distinguido y de buena familia que trataba a gente importante, pertenecía a los mejores clubes y tenía un futuro seguro, y posiblemente brillante, en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Se me puede excusar una sensación de martirio complaciente cuando, con mi vivo aprecio por el calendario social, me veía condenado a la ajena soledad que Londres presenta en septiembre. He dicho «martirio», pero en realidad el caso fue infinitamente peor. Porque, como todo el mundo sabe, el sentirse como un mártir es algo placentero, y la auténtica tragedia de mi situación consistía en que yo había superado esa etapa. Había gozado de todas las dulzuras que podía ofrecerme en un grado que no dejó de menguar desde mediados de agosto, cuando los lazos aún eran frescos y la simpatía abundante. Fui consciente de que me habían echado de menos en la fiesta de Morven Lodge. La propia lady Ashleigh me lo comunicó de la manera más amable posible cuando me escribió para acusar recibo de la carta en que le explicaba, con sobria y eficaz reserva de lenguaje, que las circunstancias me obligaban a permanecer en mi despacho. «Sabemos lo ocupado que debe estar en estos momentos –me decía- y espero que no trabaje demasiado; todos le echaremos mucho de menos.» Los amigos se marcharon uno tras otro a practicar deportes al aire libre, prometiendo escribirme y expresándome su compasión con cierta burla, y a medida que iban abandonando el barco que se hundía yo encontraba un placer sombrío en mi desgracia; casi disfruté por completo una semana o dos después de que mi mundo terminara de esfumarse en el aire, esparciéndose a los cuatro vientos. Empecé a adquirir un falso interés por los cinco millones de ciudadanos restantes y escribí varias cartas inteligentes en una vena de sátira vulgar, sugiriendo indirectamente lo patético de mi situación pero indicando que tenía la falta de prejuicios suficiente para hallar una distracción intelectual en los escenarios, en las personas y en las costumbres de Londres en la temporada baja. Incluso hice cosas sensatas a instigación de otros. Y es que aunque hubiera preferido un aislamiento total, descubrí que existía un sedimento de infortunados como yo, que, a diferencia de mí contemplaban la situación bajo una luz sumamente prosaica. Después de las horas de oficina había excursiones por el río y cosas por el estilo, pero el río me desagrada en cualquier éépoca por su ruidosa vulgaridad, especialmente en esa temporada. De modo que me aparté de la brigada del aire libre y decliné la invitación de H... para compartir una casita de campo junto al río y volver a la ciudad por la mañana. Pasé uno o dos fines de semana con los Catesby en Kent, pero no quedé inconsolable cuando alquilaron la casa y se marcharon al extranjero, porque descubrí que aquellas compensaciones parciales no me satisfacían. Tampoco me duró la afición al comentario satírico. Una sed pasajera, que imagino han compartido muchos, por ese fascinante tipo de aventuras que se describen en las Nuevas noches áárabes me condujo durante unas cuantas noches a unos dudosos tugurios del Soho y de más allá pero se apagó del todo una sofocante noche de sábado tras una hora de inmersión en el hediondo ambiente de un vulgar teatro de variedades de Ratcliffe Highway, donde me senté al lado de una mujer corpulenta que se quejaba del calor y se refrescaba a intervalos frecuentes con una botella de cerveza tibia, que compartía un crío.

En la primera semana de septiembre abandoné todos los paliativos y me instalé en la funesta pero digna rutina del despacho, del club y de mis habitaciones. Y entonces llegó la prueba más dura, porque comprendí la horrible verdad de que el mundo que yo creía tan indispensable podía, después de todo, pasar sin mí. Estaba muy bien que lady Ashleigh me asegurase que se me echaba mucho de menos, pero una carta de F..., que fue uno de los asistentes a la fiesta, escrita «apresuradamente, porque acabo de empezar a cazar», y que recibí como respuesta tardía a una de mis misivas más ingeniosas, me hizo comprender que la fiesta se había resentido muy poco de mi ausencia, y que sobre mi persona se habían desperdiciado pocos suspiros, incluso en ese grupo donde me sentía discretamente incluido por el «todos le echaremos de menos» de la carta de lady Ashleigh. Recibí una estocada que me dolió más, aunque penetrara menos, con una carta de mi prima Nesta, que escribía: «Es horrible que tengas que estar asándote en Londres, pero al fin y al cabo debe de producirte un gran placer (¡la pícara sinvergüenza!) el tener un trabajo tan interesante e importante que hacer». Así se vengaba de una ilusión inocente que yo solía fomentar en el corazón de las jóvenes y confiadas admiradoras a quienes había invitado a cenar en las dos temporadas últimas, una ficción que casi había llegado al punto de creerme yo mismo. Porque la pura verdad era que mi trabajo no era ni interesante ni importante, y entonces consistía principalmente en fumar cigarrillos, en decir que míster Fulano de Tal estaba de viaje y volvería hacia el 1 de octubre, en ausentarme para comer desde las doce a las dos, en hacer en mis ratos libres resúmenes de, digamos, los informes consulares menos confidenciales, y en comprimir los resultados en férreos inventarios. El motivo de mi detención no era una nube en el horizonte internacional, aunque de paso diría que existía tal nube, sino un capricho de un personaje remoto e influyente cuyas consecuencias, al ramificarse en sentido descendente, dislocaron los planes cuidadosamente preparados de los humildes subalternos para las vacaciones, y en mi propio y pequeño caso estropearon el compromiso que yo tenía con K..., a quien desde luego le gustaba pasar calor en Whitehall.

Sólo una cosa faltaba para llenar mi copa de amargura, y eso era precisamente lo que me preocupaba aquella noche mientras me vestía para la cena. Dos días más en aquella ciudad muerta y putrefacta, y concluiría mi esclavitud. Sí, pero por una ironía de ironías, no tenía a dónde ir. El grupo de Morven Lodge se estaba disolviendo. Un desagradable rumor respecto a un compromiso matrimonial, que había sido una de sus detestables consecuencias, me atormentaba con la nueva certidumbre de que no me habían echado de menos y alimentaba en mí esa clase de cinismo sumamente desolador que resulta de la derrota por algo insignificante. Las invitaciones para una fecha posterior, que en julio decliné con la gratificante sensación de estar muy solicitado, surgían ahora como fantasmas para ponerme en ridículo. Al menos existía una que podía restablecer con facilidad, pero no volvieron a insistir ni en ese caso ni en ningún otro, y hay momentos en que la diferencia entre invitarse a sí mismo y entregarse como galardón a cualquiera de las anfitrionas que compiten afanosamente, es demasiado abrumadora para que se la tenga en cuenta. Mi familia estaba en Aix, para que mi madre se cuidara la gota; irme con ellos sería un pisaller cuya banalidad resultaba repelente. Además, pronto volverían a nuestra casa de Yorkshire, y yo no era profeta en mi tierra. En resumen, me sentía con una depresión extrema.

El habitual arrastrar de pies en la escalera me preparó para la llamada previa y la entrada de Withers. (Una de las cosas que habían dejado de divertirme desde hacía algún tiempo era la relajación de las costumbres, propia de la temporada, que existía entre la servidumbre de la enorme casa de vecindad en que yo vivía.) Withers me entregó tímidamente una carta con matasellos alemán y una etiqueta de «Urgente». Acababa de vestirme y estaba recogiendo el dinero y los guantes. Al sentarme a abrirla, un momentáneo estremecimiento de curiosidad surgió en medio de mi depresión. En una esquina del reverso del sobre había una frase escrita con letras borrosas: «Lo siento mucho, pero hay otra cosa, un par de clavijas de aparejo de Carey y Neilson, tamaño 1 3/8, galvanizadas». La carta decía lo siguiente.

Yate Dulcibella Flensburg,

Schleswig–Holstein, 21 de sept.

Querido Carruthers:

Supongo que te sorprenderá tener noticias mías, pues han pasado siglos desde la última vez que nos vimos. Además, es bastante posible que lo que te voy a proponer no te venga bien, porque no sé nada de tus planes y, si estás en la ciudad, lo más probable es que ya estés trabajando otra vez y no puedas marcharte. De manera que sólo te escribo para preguntarte, en el caso de que pudieras, si te gustaría venir aquí, hacer un pequeño crucero conmigo y, según espero, ir a cazar patos. Sé que eres aficionado a la caza y, si mal no recuerdo, ya has hecho algunos cruceros, aunque no estoy muy seguro de ello. Esta parte del Báltico, los fiordos de Schleswig, es una zona espléndida para navegar, tiene un paisaje magnífico y pronto habrá muchos patos, si es que hace el frío suficiente. Vine por Holanda y las islas Frisias, e inicié el viaje a primeros de agosto. Mis amigos han tenido que marcharse y me hace mucha falta que venga otro, porque no quiero desarmar todavía. No es preciso decirte lo que me alegraría si pudieses venir. Si puedes, envíame un telegrama a la Dirección de Correos de aquí. Creo que el mejor camino será venir directamente desde Hamburgo. He mandado hacer algunas reparaciones, que estarán listas para cuando llegue tu tren. Tráete la escopeta y una buena cantidad de cartuchos del 4. ¿Te importaría ir a Lancaster's a buscar la mía? Tráete ropas impermeables. Sería preferible que te pusieras una chaqueta y unos pantalones baratos, no del tipo para «ir en yate»; y si pintas, tráete el equipo. Sé que hablas alemán como un nativo, y eso nos será de gran ayuda. Disculpa esta lluvia de instrucciones, pero tengo la sensación de que estoy de suerte y de que vendrás. De todas formas, espero que prosperéis tanto tú como el Ministerio de Asuntos Exteriores. Adiós.

Afectuosamente,

ARTHUR H. DAVIES.

¿Te importaría traerme una brújula prismática y una libra de tabaco de pipa Raven?

Esta carta marcó una época para mí; pero poco lo sospechaba yo al guardármela arrugada en el bolsillo y emprender con languidez la voie douloureuse que todas las noches seguía camino del club. En Pall Mall ya no se intercambiaban saludos corteses con conocidos elegantes. Las únicas personas que se veían eran los últimos paseantes del parque, que llevaban un cochecito y unos niños acalorados y sucios remoloneando tras ellos; visitantes rústicos que agotaban los últimos vestigios de luz en un esfuerzo por distinguir, con ayuda de las guías de la ciudad, los conglomerados de edificios religiosos; un policía y el carro de unas obras. El club me era ajeno, por supuesto, ya que los dos míos estaban cerrados para hacer limpieza, una coincidencia expresamente planeada por la Providencia para causarme inconvenientes. El club del que a uno se le «permite hacer uso» en estas ocasiones, siempre resulta irritante por su indiferencia e incomodidad. Sus pocos ocupantes tienen un aspecto raro, van extrañamente vestidos, y uno se pregunta cómo han logrado entrar en él. No tienen el semanario que uno quiere, la comida es execrable y la ventilación una farsa. Todas esas lacras me agobiaban aquella noche. Sin embargo, me sorprendió descubrir que en mi interior se producía una leve iluminación del ánimo: infundada, por lo que pude averiguar. No podía ser la carta de Davies. ¡Hacer un crucero por el Báltico a fines de septiembre! Sólo la idea me hacía estremecer. Ir a Cowes, con amigos simpáticos y hoteles cercanos, estaba muy bien. Un crucero en agosto en un yate de vapor por aguas francesas o una excursión por las tierras altas de Escocia, era perfecto, pero ¿de qué clase de yate se trataba? Para haber ido tan lejos debía ser de un tamaño considerable, pero me pareció recordar lo suficiente respecto a los medios de Davies para saber que no disponía de dinero para gastarlo en lujos. Eso me llevó a pensar en su persona. Lo había conocido en Oxford; no pertenecía al círculo de mis íntimos, pero estábamos en una facultad sociable y lo veía a menudo; me gustaba por su energía física combinada con cierta modestia y sencillez, aunque en realidad no tuviera nada de lo que estar orgulloso. De hecho, me gustaba en el sentido en que en esa etapa receptiva le gustan a uno muchas personas con las cuales no se tiene relación posterior. Ambos nos licenciamos el mismo año, ya hace tres. Yo me fui dos años a Francia y Alemania a aprender los idiomas; él no logró que lo admitieran como funcionario para la India y había entrado en el despacho de un abogado. Desde entonces, sólo le había visto en raras ocasiones, aunque por su parte, según tuve que reconocer, se había mantenido fiel a los lazos de amistad que pudiera haber entre nosotros. No parecía conocer a ninguno de mis amigos, se vestía pobremente y lo encontraba aburrido. Siempre lo había relacionado con el mar y con barcos, pero nunca con los yates, en el sentido en que yo entendía los yates. En los días de facultad estuvo a punto de convencerme para que pasase con él una sórdida semana en una embarcación abierta que había adquirido con idea de navegar por unas deprimentes tierras bajas en alguna parte de la costa oriental. No había nada más, y empecé a cenar con lúgubre solemnidad. Pero en la entrée me acordé de que hacía poco había oído de segunda o tercera mano alguna noticia suya, aunque no recordaba de qué se trataba exactamente. A los postres, y después de pensar un poco en ello, llegué a la conclusión de que todo el asunto era una soberana ironía, igual que el carácter digestivo de aquel postre. ¡Tras el hundimiento de mis agradables planes y el fracaso de mi martirio, me invitaban a guisa de consolación a pasar el mes de octubre helándome en el Báltico con un personaje excéntrico e insignificante que me aburría!

No obstante, mientras me fumaba el cigarro en el esplendor fantasmal del salón de fumar vacío, volví a pensar en el tema. ¿Valdría la pena? Desde luego no había otras opciones a la vista. Y enterrarme en el Báltico en aquella espantosa época el año, tenía al menos un gustillo de trágica entereza.

Volví a sacar la carta y leí sus frases impulsivas y entrecortadas, fingiendo ignorar la bocanada de aire fresco, de animación, de buena camaradería que aquel delgado trozo de papel lanzaba en el aburrido salón del club. Al leerla de nuevo, con más atención, la encontré llena de presagios maléficos: «un paisaje magnífico»... , ¿y las tormentas equinocciales y de las nieblas de octubre? Cualquier patrón de yate en su sano juicio estaba en aquellos momentos licenciando a su tripulación. «Habrá patos»: vago, muy vago. «Si hace el frío suficiente»: el frío y la navegación en yate representaban una unión gratuita y monstruosa. Sus amigos le habían dejado solo: ¿Por qué? «No del tipo para ir en yate»; ¿y por qué no? Respecto a la envergadura, comodidades y tripulación del yate, todo ello quedaba alegremente olvidado. Había muchas y exasperantes lagunas. Y a propósito, ¿por qué demonios debía llevarle «una brújula prismática»? Hojeé unas revistas, jugué una partida de fifty con un viejo simpático y anticuado, demasiado pesado para que valiera la pena resistirse, y me fui a acostar en mis habitaciones, ignorante de que una Providencia amable había venido a rescatarme, y, de hecho, más bien hostil a toda manifestación, por vaga que fuese, de esa amabilidad.

CAPÍTULO 2

EL DULCIBELLA

El que dos días después me vieran paseando por la cubierta del vapor de Flushing, con un billete para Hamburgo en el bolsillo, podría parecer un resultado extraño, pero no tanto si se ha adivinado mi estado de ánimo. En cualquier caso, se habrá supuesto que iba armado con el convencimiento de que estaba realizando un acto de oscura penitencia, cuyos rumores podrían llamar la atención en el círculo de mis amistades y tal vez despertar remordimientos en las personas indicadas, mientras que a mí me otorgaba libertad para divertirme discretamente, en el remoto caso de que existieran posibilidades de diversión.

El caso es que, mientras desayunaba a la mañana siguiente de recibir la carta, sentí de nuevo aquella animación inexplicable que he mencionado antes, sólo que ahora lo bastante fuerte como para justificar un nuevo examen de los pros y los contras. Uno de los argumentos a favor, en el que no había pensado antes, era que reunirse con Davies constituía un generoso acto de altruismo, porque decía necesitar un amigo, y en verdad parecía que yo le hacía falta. Casi me aferré a esa consideración. Resultó ser una excusa excelente en el despacho, porque abandoné el estudio del Continental Bradshaw y ordené a Carter que desplegara un decrépito y enorme mapa de Alemania y localizara Flensburg. Pude evitarle el último trabajo, pero no le venía mal tener algo que hacer y su paciente ignorancia resultaba divertida. La mayor parte del mapa me sugería cosas vagamente familiares, porque yo no había desperdiciado el año que viví en Alemania, por poco que hiciera o no hiciese desde entonces. Su gente, su historia, sus progresos y su futuro me habían interesado enormemente y aún tenía amigos en Dresde y en Berlín. Flensburg me recordó la guerra danesa de 1864, y cuando Carter terminó con éxito sus indagaciones, yo había olvidado la tarea que le encomendé y me preguntaba si la perspectiva de ver algo de la encantadora región de Schleswig–Holstein, pues así me la habían descrito, quedaría contrarrestada por tan incómoda manera de verla, con la estación avanzada, en una compañía tan poco atractiva, y con los demás inconvenientes con que yo contaba, atesorándolo como prueba de mi situación desesperada..., si es que iba en realidad.

Tardé poco en decidirme, y creo que la vuelta de suiza de K..., con un bronceado ofensivo, fue el toque definitivo. Me saludó de la siguiente manera:

–Hola, Carruthers, ¿conque estás aquí? Pensaba que te habrías marchado hace tiempo. Pero qué suerte tienes, al marcharte ahora, condenado, en la mejor época para viajar y cazar los primeros faisanes. En Suiza ha hecho un calor atroz. Carter, tráigame un Bradshaw.

El Bradshaw es un libro extraordinario, al que se vuelve por hábito incluso cuando menos se le necesita, del mismo modo que los cazadores acarician escopetas y pistolas en la época de veda.

A la hora de comer, el peso de la indecisión había desaparecido, y confié a Carter un telegrama para Davies remitido a la Dirección de Correos de Flensburg: «Gracias, espérame el 26 a las 9.34 de la noche». Tres horas después, recibí una respuesta: «Encantado; por favor, trae una estufa Rippingill n. 3». Era un encargo de mal agüero, que me dejó perplejo y en cierto modo helado a despecho del objeto al que hacía referencia.

En realidad, mi resolución se tambaleaba continuamente. Vaciló por la tarde, cuando saqué la escopeta y pensé en las perdices nivales de las que debería haber dado cuenta. Volvió a titubear cuando contemplé la variada lista de encargos esparcidos al voleo por toda la carta de Davies y cuyo cumplimiento parecía convertirme en una herramienta útil, cuando el papel que yo había escogido era el de un amargo exiliado o, al menos, el de un aliado condescendiente. Sin embargo, cuando salí del despacho afronté los encargos con valentía.

En Lancaster's pedí su escopeta; me recibieron con frialdad y tuve que pagar una onerosa factura que Davies debía antes de que me la entregaran. Tras encargar que me enviaran la escopeta y los cartuchos del 4 a mis habitaciones, compré el tabaco con una extraña sensación de agravio que siempre ocasiona la perspectiva de hacer contrabando en favor de otra persona. Me pregunté dónde demonios estaría Carey y Neilson, empresa de la que Davies hablaba como si fuera tan bien conocida como el Banco de Inglaterra o los grandes almacenes, en vez de ser especialistas en «clavijas de aparejo», fueran lo que fuesen tales cosas. Pero parecían ser importantes, de modo que sería conveniente encontrarlas. Las relacioné con «unas cuantas reparaciones» y se me despertaron nuevos recelos. En los almacenes pedí una estufa Rippingill del número tres y me presentaron un artefacto de ferretería, formidable y espantoso, que quemaba combustible en dos depósitos enormes que profetizaban un olor horroroso a petróleo caliente. Lo pagué a regañadientes, convencido de su desagradable eficacia y especulando sobre la situación doméstica que le obligó a encargarla por telegrama, como si se le hubiera ocurrido de repente. En el departamento de navegación pedí clavijas de aparejo, pero me dijeron que carecían de existencias, que en Carey y Neilson las encontraría con toda seguridad, y que dicha tienda estaba en Minories, en el extremo oriental de la ciudad, lo que significaba un viaje casi tan largo como hasta Flensburg y dos veces más cansado. Para cuando llegara allí, ya habrían cerrado, así que, tras el agotador recorrido en cumplimiento de mis obligaciones, volví a casa en coche, omití el cambiarme de ropa para cenar (todo un hito), encargué que me subieran una chuleta de la cocina del sótano, y pasé el resto de la velada haciendo las maletas y escribiendo con la melancolía metódica de alguien que pone en orden sus asuntos por última vez.

Y pasó la última de aquellas noches sofocantes. El asombrado Withers me vio desayunar a las ocho, y a las nueve y media estaba examinando ociosamente unas clavijas de aparejo con las pocas fuerzas que me quedaban después de un viaje asfixiante en el metro hasta Aldgate. Insistí mucho en los 3/8 y en el galvanizado y me las llevé confiado, ignorante de sus funciones. Para comprar los impermeables baratos, el tendero me indicó un establecimiento que, según dijo, siempre recomendaba; se trataba de un cuchitril miserable en una callejuela, donde un hebreo sucio y enjoyado regateó conmigo el precio (empezando por 18 chelines) de dos fétidos retales de color anaranjado que remotamente recordaban dos mitades del cuerpo humano. El olor me hizo cerrar prematuramente el trato por 14 chelines, y me apresuré a volver a la oficina (debía estar allí a las once) con los dos indecorosos paquetes de papel marrón, uno de los cuales se hizo tan perceptible en el cerrado ambiente del despacho que Carter se ofreció atentamente a enviarlo a mis habitaciones mientras K... se mostraba curioso y me dirigía groseras preguntas acerca del paquete y de mis movimientos. Pero no me molesté en satisfacer la curiosidad de K..., pues estaba seguro de que haría comentarios envidiosos y provocativos que de alguna forma herirían mi orgullo.

Más tarde recordé la brújula prismática y envié un telegrama a Minories para que me enviaran una de inmediato, sintiendo alivio por no estar presente para que me interrogaran sobre el tamaño y la marca. La respuesta fue: «No tenemos en existencia; pruebe en una fábrica de instrumentos de topografía». Era una contestación enigmática y tranquilizadora a la vez, porque el encargo de Davies de que le llevara una brújula me dejó más intranquilo que todo lo demás, pero el averiguar que lo que quería resultaba ser un instrumento topográfico no constituía un descubrimiento menos desconcertante. Aquel día hice mi último resumen, entregué los cuadros (lechos de Procusto, donde se estiraban y torturaban los hechos reacios) y me despedí de mi jefe temporal, el afable e indulgente M. que me deseó con toda sinceridad unas alegres vacaciones.

A las siete contemplé cómo llenaban un coche con mi equipaje personal y la serie de pesados e incongruentes paquetes con los que me habían cargado mis compras. A punto estuve de perder el tren a causa de que me extravié dos veces buscando la dichosa brújula prismática, que al fin encontré en una tienda de segunda mano, faute de mieux, cerca de Victoria, uno de esos establecimientos vistosos que parecen joyerías y en realidad son casas de empeño. Pero a las ocho y media ya me había sacudido de los pies el polvo de Londres y, tal como he dicho, a las diez y media estaba paseando por la cubierta del vapor de Flushing, rumbo a mis absurdas vacaciones en el lejano Báltico.

Una brisa del oeste, refrescada por la tormenta de mediodía, siguió al vapor mientras éste se deslizaba por los tranquilos canales del estuario del Támesis, y pasaba el cordón de los centelleantes buques faros que vigilan los accesos marítimos a la ciudad imperial, como piquetes en torno a un ejército dormido, hasta entrar discretamente en la oscura extensión del mar del Norte. Brillaban las estrellas, y la fragancia veraniega que desprendían las colinas de Kent se mezclaba tímidamente con los olores vulgares del vapor; el tiempo veraniego permanecía inmutable. Por su parte, la naturaleza parecía resuelta a no intervenir en mi penitencia, aunque tendía de manera inexorable a esparcir un leve ridículo sobre mis pesares. Una irresistible sensación de paz y despreocupación, junto con ese delicioso despertar de los sentidos que empieza a latir en el nervioso ciudadano cuando deja atrás los aires urbanos y la ordinaria rutina, se aunaron para proporcionarme un sólido fundamento de resignación, por ingrato que fuese el tema. Al dejar a un lado todo aquello, pude hacer mis planes con un frío egoísmo. Si el tiempo no cambiaba, podría pasar una quincena bastante tolerable con Davies. Si se estropeaba, cosa de la que estaba convencido, podría excusarme fácilmente de la problemática caza de patos; en cualquier caso, la fría lógica de los hechos haría que Davies se decidiera a desarmar el yate, porque difícilmente pensaría en volver a Inglaterra por mar en aquella época del año. Entonces yo tendría a punto la posibilidad de pasar unas semanas en Dresde o en otra parte. Establecí tranquilamente ese programa y luego me acosté.

Resumiré la agobiante jornada del día siguiente: viajé hacia el este, de Flushing a Hamburgo, y luego en dirección norte, hacia Flensburg; pasé diques, molinos de viento y más canales, crucé rastrojos en llamas y pueblos ruidosos, y por último, después de oscurecer, atravesé una región llana y tranquila por donde el tren traqueteó de una indolente estación a otra hasta que a las diez, dolorido y malhumorado, me encontré en el andén de Flensburg intercambiando saludos con Davies.

–Has sido muy amable al venir.

–En absoluto; la amabilidad ha sido tuya al invitarme.

Los dos nos sentíamos incómodos. Incluso bajo la mortecina luz de gas, Davies rompía todas las ideas que yo tenía sobre el patrón de un yate. No llevaba unos pantalones de dril, blancos y frescos, ni una elegante chaqueta de sarga azul, ¿y dónde estaba la gorra de navegar rematada de blanco, con ese precioso encanto que tan fácilmente convierte a un hombre de tierra adentro en un lucido marinero? Consciente de que yo traía en la maleta, en perfectas condiciones, ese uniforme impresionante, me sentí extrañamente culpable. Davies vestía un chaquetón, zapatos de color marrón, llenos de barro, pantalones grises de franela (¿o habían sido blancos?) y una gorra corriente de lana. Me tendió una mano callosa que parecía manchada de pintura; la otra, en la que llevaba un paquete, tenía un vendaje que necesitaba ser cambiado. Durante un momento nos inspeccionamos mutuamente. Me pareció que me dedicaba un examen tímido y apresurado, con cierta ansiedad, como si comprobara algunas conjeturas previas, y tal vez (fíjense bien) con un vestigio de admiración. Su rostro me resultaba familiar y al mismo tiempo desconocido; sus agradables ojos azules, sus rasgos francos y bien dibujados, su frente poco despejada, eran los mismos, así como sus movimientos bruscos e impulsivos; pero había algún cambio. Pasó el momento de embarazosa vacilación; la luz era mala. Mientras caminábamos por el andén para recoger mi equipaje, charlamos forzadamente sobre cosas triviales.

–A propósito –dijo Davies de pronto, riendo–, me temo que no estoy presentable, pero es muy tarde y no importa. He pintado mucho durante todo el día y acabo de terminar. Confío en que mañana tendremos viento; últimamente ha hecho una calma desesperante.

Y cuando empezaron a reunir mi equipaje, concluyó:

–Oye, has traído muchas cosas.

¡Esta era la recompensa por mis obsequiosos esfuerzos en el otro extremo de Londres!

–¡Me has hecho muchos encargos!

–Bueno, no me refiero a eso –repuso en tono ausente–. Y a propósito, gracias por traerlos. Esa es la estufa, supongo; por el peso, los cartuchos van en ésta. Espero que hayas encontrado las clavijas de aparejo. Desde luego, no son realmente necesarias –asentí vagamente con la cabeza, sintiéndome un poco herido–, pero son más sencillas que los acolladores, y por aquí no se encuentran. Es ese baúl –dijo lentamente, mientras lo medía con ojos de duda–. ¡No importa! Lo intentaremos. Me figuro que no podías arreglártelas sólo con la maleta. Mira, el bote. bueno, y también está la escotilla –se le veía enfrascado en sus pensamientos–. De todas maneras, lo intentaremos. Me temo que no hay coches, pero está muy cerca y el mozo nos ayudará.

Presentimientos desagradables se apoderaron de mí mientras Davies se echaba al hombro mi maleta y se disponía a coger los paquetes.

–¿No han venido tus hombres? –me atrevía preguntar débilmente.

–¿Mis hombres? –parecía confuso–. Tal vez debería habértelo dicho, pero es que nunca contrato a nadie. Es un barco muy pequeño, sabes..., confío en que no esperaras nada lujoso. Lo he manejado yo solo durante algún tiempo. Tener un tripulante sería inútil, un estorbo horrible.

Manifestó tan sorprendentes verdades con aplomo y de buena gana, lo que no me evitó sentir una aprensión natural. Hubo una paralización de movimientos.

–Ya es un poco tarde para ir a bordo, ¿verdad? –le dije con una voz inexpresiva. Estaban apagando las luces de gas y el encargado bostezaba aparatosamente–. Me parece que sería mejor que durmiese esta noche en un hotel.

Se produjo una pausa tensa.

–Pues claro, puedes hacerlo, si quieres –repuso Davies, claramente contrariado–. Pero no merece la pena llevar todo esto a un hotel (me parece que están todos al otro lado del puerto), y volver mañana al barco. Es muy confortable, y seguro que dormirás bien con el cansancio que llevas.

–Podemos dejar aquí las cosas –argumenté débilmente– e ir a pie con la bolsa.

–De todas formas, yo tengo que ir a bordo –repuso él–. Yo jamás duermo en tierra.

Tímida, pero desesperadamente, parecía buscar una solución diplomática.

Me invadía una desesperación implacable que paralizaba mi resistencia. Mejor sería enfrentarse con lo peor y acabar cuanto antes.

–Vamos –dije con abatimiento.

Muy cargados, fuimos dando traspiés por vías férreas y montones de escombros hasta llegar al puerto. Davies se adelantó hacia una escalera cuyos peldaños, llenos de musgo, descendían hasta desaparecer en la oscuridad.

–Si subes al bote –me dijo, ya con plena energía–, te pasaré las cosas hacia abajo.

Bajé cautelosamente, agarrado a una soga empapada que terminaba en un pequeño bote de remos y consciente de que me estaba manchando los pantalones y los puños de la camisa.

–¡Aguanta! –me gritó alegremente Davies, cuando de pronto me caí sentado cerca del final y metí un pie en el agua.

Subí resignadamente al bote y me quedé esperando.

–Llévalo ahora junto a la pared del muelle y átalo a la argolla de allí abajo –me dijo desde arriba, mientras se aflojaba el cabo húmedo que, al caer, me quitó la gorra de la cabeza–. ¿Ya está? Haz cualquier cosa –le oí decir mientras yo acometía aquella tarea odiosa.

En aquel momento, vislumbré por encima de mi cabeza un objeto que descendía sobre el bote. Era la maleta, que, colocada de través, ocupaba exactamente todo el ancho de la embarcación.

–¿Cabe? –me preguntó Davies, con voz inquieta, desde arriba.

–Sí, muy bien.

–¡Estupendo!

Agarrado con las uñas a la pared grasienta para mantener el bote pegado a ella, fui recibiendo uno tras otro nuestros pertrechos y estibé al cargamento lo mejor que pude, mientras el bote se iba hundiendo cada vez más en el agua y su precaria superestructura se elevaba por momentos.

–¡Tómalo! –fue la última instrucción que recibí desde arriba, mientras un paquete blando me golpeaba en el pecho–. Ten cuidado con eso, es carne. ¡Y ahora, vuelta a la escalera!

Asentí, dolorido, y apareció Davies.

–Hay bastante carga y está un poco hundido, pero creo que nos las arreglaremos –reflexionó–. Siéntate a popa y yo cogeré los remos.

Yo me encontraba demasiado agotado para que me inspirase curiosidad cómo iba a impulsar con los remos aquella pirámide monstruosa, o incluso para hacer conjeturas sobre si zozobraría por el camino. Fui a gatas hasta el sitio que me había señalado, y Davies sacó los enterrados remos con una serie de tirones que estremecieron toda la estructura del bote y nos mecieron de manera alarmante. No tengo la menor idea de cómo logró ponerse a remar, pero al fin comenzamos a avanzar lentamente y salimos del puerto. La cabeza de Davies era apenas visible en la proa. Partimos desde lo que parecía ser la cabecera de una ensenada estrecha y estábamos dejando atrás las luces de una gran ciudad. A la izquierda había un muelle largo e iluminado, y, pegado a él, de cuando en cuando se distinguía vagamente el casco de un vapor. Pasamos la última luz y salimos a un brazo de mar más ancho, donde soplaba una brisa floja y se distinguían montañas oscuras a cada lado de la costa.

–Mira, estoy anclado un poco más abajo del fiordo –me explicó Davies–. No me gusta estar cerca de las ciudades, y he encontrado un carpintero cerca de allí. ¡Ahí está! Tengo curiosidad por saber qué te parece.

Me animé un poco. Estábamos entrando en una caleta rodeada de árboles y nos acercábamos a una luz que parpadeaba en los obenques de un barco pequeño, cuyo contorno se iba definiendo poco a poco.

–No te separes –dijo Davies cuando llegamos al costado del barco.

En un momento, saltó a la cubierta, amarró la barca y volvió hacia donde yo estaba.

–Ve pasándome las cosas –me ordenó.

Era una tarea laboriosa que sólo tenía la ventaja de que no había que pasárselas muy lejos; dudosa compensación, pues otras razones se perfilaban en lontananza. Una vez que el montón del equipaje estuvo en cubierta, subí a bordo y tropecé con el fláccido paquete de carne, que ya daba alarmantes muestras de desintegración por efecto de la humedad. Me vino confusamente a la memoria mi última navegación en yate: mi atavío impecable, el esquife bien acondicionado, los marineros obsequiosos, la escala de portalón reluciente de barniz y de bronce bajo el sol de agosto, las hamacas y sillones de mimbre, inmaculados y ordenados bajo la toldilla de popa. ¡Qué contraste con aquella penosa ascensión nocturna, saltando por encima de carne húmeda y de paquetes desperdigados! Lo peor de todo era una creciente sensación de inferioridad e ignorancia que jamás había sufrido antes en toda mi experiencia de navegación de yates.

Davies despertó de otro de los arrobamientos que le producía mi maleta y me dijo alegremente:

–Primero te enseñaré todo lo de abajo, y luego colocaremos las cosas y nos acostaremos.

Se precipitó por la escalera de toldilla y yo lo seguí con cautela. Un olor a parafina, a cocina rancia, a tabaco y a brea saludó las aletas de mi nariz.

–Cuidado con la cabeza –me advirtió Davies, encendiendo una cerilla y aplicándola a una vela mientras yo entraba a tientas en la cámara–. Estarás mejor sentado; es más fácil mirarlo todo.

Bien podía haber sarcasmo en aquel consejo, porque yo debía ofrecer un aspecto ridículo atisbando a mi alrededor con aire receloso y en una postura inconveniente, ya que tenía los hombros y la cabeza agachados para no dar contra el techo, que en la penumbra parecía estar más cerca del suelo de lo que ya lo estaba.