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Carlos Garrocho Rangel*


La Geografía aplicada de la segunda década del siglo xxi vive uno de los momentos más prometedores de su historia y anticipa un desarrollo espectacular de la disciplina en las próximas décadas, como se muestra en este libro. Son varios los elementos que hoy coinciden para lanzar a la Geografía aplicada hasta lo más encumbrado de la ciencia, pero aquí destaco solamente los siguientes:1

  1. Capacidad de la Geografía aplicada para intercambiar y acomodar coherentemente conocimiento proveniente de múltiples disciplinas y construir sinergias. El resultado es un poderoso proceso científico, circular y acumulativo, en el que la fertilización cruzada de ideas permite empujar las fronteras del conocimiento (p.e., ciencias sociales espacial y temporalmente integradas). En efecto, acceder e intercambiar conocimiento es hoy más fácil que nunca, pero lo distintivo de la geografía del siglo xxi es su capacidad de interconectarlo de forma lógica, convergente e innovadora, lo que amplía la comprensión de nuestro entorno.
  2. Construcción permanente de nuevos métodos de análisis espaciotemporal multiescalares que permiten explorar numerosos fenómenos sociales desde una perspectiva geográfica genuina, donde la localización, la distancia, la vecindad, la escala y el tiempo son incorporados en forma explícita, tanto en la etapa analítica como en la explicativa. Estos métodos realmente geográficos están demostrando claramente su superioridad conceptual y técnica sobre los métodos no-espaciales de otras ciencias sociales —que felizmente ya los empiezan a adoptar—.
  3. Disponibilidad de grandes bases de datos georreferenciados de acceso libre. En México, un ejemplo reciente lo vemos en el Directorio Estadístico Nacional de Unidades Económicas (denue), que reporta las coordenadas precisas de la localización de todas las unidades económicas del país (4.4 millones de unidades) clasificadas por ramo de actividad (de acuerdo al Sistema de Clasificación Industrial de América del Norte), con imágenes cartográficas y satelitales. El denue incluye una aplicación interactiva que permite actualizar la información en línea por parte de los informantes registrados o personal autorizado de cada una de las unidades económicas del Directorio. La disponibilidad de información estadística y cartográfica en México, y en gran parte de la región iberoamericana, es notable.
  4. Desarrollo sorprendente de la tecnología informática, especialmente en software, que permite a los geógrafos del siglo xxi realizar análisis que resultaban inimaginables hace apenas unos cuantos años (salvo en el plano teórico). Las nuevas geotecnologías han puesto al alcance de los geógrafos (y de los neo-geógrafos) una capacidad nunca antes vista para almacenar y analizar enormes bases de datos georreferenciados, visualizar información y resultados de exploraciones de sistemas complejos en 2D y 3D en tiempo real (incluyendo la disponibilidad de impresoras 3D), y utilizar de manera cotidiana diversas herramientas espaciales que apenas hace 30 años parecían propias de la ciencia ficción, como los sistemas de información geográfica (sig), los sistemas de posicionamiento global (gps) o diversas aplicaciones disponibles incluso en teléfonos móviles (p.e., mapas de rutas de Google u otras aplicaciones ad hoc) (Anselin et al., 2013).

A estos cuatro grandes temas (Acceso al instante a conocimiento multi, inter y trans-disciplinario que puede ser acomodado coherentemente en la ciencia geográfica; Nuevos métodos de análisis espaciotemporal multiescalares; Grandes bases de información; y Desarrollo tecnológico en equipo electrónico, pero sobre todo en software y humanware)  podríamos llamarlos los puntos cardinales de la Geografía aplicada del siglo xxi.

El propósito de esta introducción general al libro es ilustrar —utilizando como ejemplo una investigación en curso (más actual no puede ser)— la importancia de estos puntos cardinales de la Geografía aplicada, con el reconocimiento inicial de que cada uno puede ser más o menos importante según el grado de especialización del investigador. La estrategia que se sigue es develar cómo estos puntos cardinales desempeñan un papel clave en un trabajo de corte eminentemente social, que expone la marginación residencial de la población envejecida en la capital de México.

El objetivo es, entonces: i. Mostrar la diversidad de conocimiento teórico requerido para solucionar un problema de investigación específico (conocimiento originado en múltiples áreas de la ciencia) y cómo la geografía puede entretejer coherentemente ese conocimiento; ii. Ilustrar la superioridad conceptual y técnica de los nuevos métodos de análisis espaciotemporal (algunos desarrollados hace menos de 20 años) sobre los métodos no-espaciales; iii. Subrayar el papel crucial de las grandes bases de datos (impensables todavía hace unos pocos años y para las cuales no había capacidad de manejo y procesamiento sino hasta muy recientemente); y iv. Destacar el apoyo del desarrollo de la tecnología en materia de programas de cómputo o software (aunque también en hardware y humanware) para la solución de problemas de investigación en Geografía aplicada.

Acceso a conocimiento teórico originado en múltiples áreas de la ciencia

Las preguntas centrales del trabajo que utilizaremos para ilustrar la importancia de los puntos cardinales de la Geografía aplicada en el siglo xxi son: ¿existe segregación residencial de la población envejecida en la Ciudad de México? Y si existe, ¿qué tan intensa es? y ¿dónde se localiza? Tres preguntas aparentemente sencillas, pero que requieren una enorme cantidad de insumos conceptuales (e instrumentales) provenientes de diversas disciplinas para intentar responderlas.

En nuestro ejemplo, parece que están claras las preguntas de investigación, pero… ¿qué se entiende por población envejecida? Aquí es necesario recurrir a la literatura médica y demográfica, cuando menos (Ham, 2012). Sin embargo, detengámonos un momento: ¿Es correcto utilizar el término población envejecida? La literatura sociológica, antropológica, gerontológica, junto con la médica y la demográfica, utiliza diversos sinónimos en Iberoamérica, entre otros: personas mayores, adultos de la tercera edad, población envejecida, ancianos o viejos (Cerquera et al., 2011; Palma, 2002; Salgado y Bojórquez, 2006). El asunto no carece de importancia; estos términos pueden causar reacciones diversas de acuerdo a las convenciones, los usos y las costumbres locales (PLC, 2007a y 2007b). Aunque en nuestro ejemplo se aplica el corte convencional de 65 años y más para definir a la población mayor (—quizás, el más utilizado a escala internacional— Conapo, 2011; Moore y Pacey, 2004), en la sociología gerontológica se subraya enfáticamente que la vejez es un constructo social que involucra la asignación de roles de acuerdo con la edad, el género y, en general, con las normas socioculturales predominantes en cada sociedad (Montes de Oca, 2000; Salgado y Wong, 2007). Este constructo no es estático sino que cambia con el tiempo, y tal vez con mayor rapidez que las definiciones científicas.

Aún más, en ocasiones la geriatría hace una diferencia más precisa de la población envejecida (65 años y más): i. El grupo de personas de edad avanzada-joven (65-74 años); el grupo humano de edad avanzada-intermedia (75-84 años); y el de edad más avanzada (85+) (Das, 2011: 491). También la Geografía gerontológica habla con cierta frecuencia de adultos de la “tercera edad” (usualmente, de entre 60-65 y los 79 años de edad) cuando las personas adultas mayores son todavía relativamente autónomas y activas; y de la “cuarta edad” (80 años y más) cuando las personas mayores resienten con más frecuencia y notoriedad el deterioro de su salud (Prieto y Formiga, 2009).

Sin embargo, a pesar de toda esta revisión, estos rangos tampoco capturan la complejidad de la vejez individual y se trata de generalizaciones arbitrarias: ¿por qué la tercera edad va de 65 a 79 años de edad y no de 64.3 a 80.2 años? Estos rangos arbitrarios simplemente permiten monitorear, analizar y entender un poco más el complicado fenómeno de la evolución etárea de la población. ¿Acaso dijimos “el fenómeno de la evolución etárea de la población”…? ¿Qué es esto? Responder estas preguntas requiere una búsqueda intensa en la literatura, ahora disponible en amplias bases de revistas científicas electrónicas, lo que hace la tarea mucho más rápida que hace unos 15 años.

Envejecimiento de la población

El envejecimiento de la población lo podemos entender como el aumento de la proporción de personas de 65 años y más con respecto a la población total, (Bertranou, 2008; Chackiel, 1999), y es la cuestión demográfica más importante que enfrentará México en este siglo xxi (Conapo, 2011; Ham, 2003; Ordorica, 2012).

El grupo de población de 65 años y más será el de más rápido crecimiento del país en el futuro próximo: su magnitud se multiplicará por cuatro para el 2050, con lo que rondará los 29 millones de personas (Conapo, 2011: Estadísticas demográficas). El problema es que México no está preparado para este acelerado proceso de envejecimiento que ya comenzó y que implicará retos notables, como elevar la tasa de esperanza de vida con salud (vivir más no significa necesariamente vivir mejor; Vega et al., 2011: literatura médica), disponer de financiamiento suficiente para la atención, soporte y pensiones de la población mayor (Ordorica, 2012: literatura demográfica y económica), reducir la pobreza y la desigualdad en sus múltiples dimensiones (Ham, 2009: literatura sociodemográfica), abatir los rezagos en educación y ajustar la operación de las ciudades a un nuevo tipo de usuario (Narváez, 2011: literatura de urbanismo gerontológico); sólo por mencionar algunos de los grandes desafíos que requieren urgentemente acciones inmediatas.

Adultos mayores y ciudades

En México como en la mayoría de los países del mundo, la ciudad triunfó (Gleaser, 2011: literatura económica), aunque la explicación completa está a debate (Storper, 2013: literatura de la Geografía económica), y eso ha alterado radicalmente la realidad económica, social y cultural en la que se desenvuelve una gran parte de los adultos mayores (Salgado y Wong, 2006: literatura de la salud y de gerontología social). La dimensión urbana del envejecimiento es altamente relevante porque las ciudades concentrarán de manera creciente la población del país, incluida la población envejecida (Cárdenas et al., 2012: literatura sociológica y de urbanismo gerontológico).

Vivir en ciudades puede representar más y mejores ventajas socioeconómicas y oportunidades de desarrollo, porque ello aumenta las probabilidades de obtener mejores empleos, ingresos y servicios diversos (como los de salud, tan importantes para las personas de la tercera edad). Sin embargo, la residencia urbana también tiene desventajas importantes que pueden afectar la salud mental y física de las personas. Para la población que vive en áreas urbanas marginadas, la residencia urbana puede ser un asunto complicado: con frecuencia tendrá que enfrentar sus necesidades básicas sin apoyo de redes formales (p.e., redes institucionales, como los sistemas de seguridad social; Guzmán et al., 2003: literatura de ciencia política, políticas públicas y antropología), vivir en zonas con altos costos fijos (literatura económica), y en situaciones de alta densidad poblacional que favorece la diseminación de epidemias (Rozhnova et al., 2012: literatura de matemáticas y epidemiología).2 Además, usualmente en estas zonas de la ciudad (muchas veces ocupadas de manera irregular) se registran condiciones de higiene deficientes e inadecuado manejo de los desechos (Wong, 2006: literatura sobre salud y medioambiente). Sin embargo y a pesar de todo, por regla general la pobreza rural siempre es más profunda e intensa que la pobreza urbana (Gleaser, 2011) y esto se aplica también a México (Boltvinik y Damián, 2004) y a sus adultos mayores (Boltvinik y Damián, 2001: literatura sobre la desigualdad y la pobreza).

Tal vez las desventajas de la ciudad respecto al campo son más evidentes en la llamada “transición de la nutrición”, caracterizada en las ciudades por una dieta rica en alimentos procesados, con alto contenido de grasas trans y carbohidratos refinados. Esto, aunado a la falta de ejercicio físico, parece incrementar el riesgo de padecer obesidad y otras enfermedades crónico-degenerativas (p.e., cardiovasculares, hipertensión arterial, diabetes mellitus, pero también son comunes la artritis, osteoporosis, ceguera, sordera y depresión) (Popkin, 1994; Rivera et al., 2002; Salgado y Bojórquez, 2006; Wong, 2006: literatura médica y de salud pública).

Todo esto ha llamado mucho la atención de los urbanistas que han generado un nuevo enfoque de ver la ciudad: el urbanismo gerontológico (Bosch, 2013; Narváez, 2011), así como de los geógrafos quienes han desarrollado una nueva perspectiva para analizar las estructuras y procesos espaciales de la vejez: geografía gerontológica (Andrews et al., 2007).

Sin embargo, a pesar de que en México (y en otros países latinoamericanos) el proceso de envejecimiento demográfico será uno de los fenómenos urbanos más trascendentes del presente siglo, apenas se ha explorado una de sus implicaciones más importantes: la segregación residencial de la población envejecida, que —como se verá más adelante— tiene importantes consecuencias en términos del bienestar de la población mayor, de la cohesión social y de la planeación socioespacial de las ciudades (p.e., que integra lo social, lo económico, lo cultural, lo espacial) (oms, 2007; Moore y Pacey, 2004: literatura sobre políticas públicas urbanas y ciencia política).

En fin, ya hemos aclarado algunas de nuestras dudas más básicas, pero y a todo esto: ¿qué significa segregación residencial?

Segregación residencial

Los resultados de un trabajo de investigación dependen de la manera en como se plantean las preguntas a explorar y de la forma como se definen y miden los conceptos fundamentales (Johnston et al., 2011: literatura de geografía humana). El concepto central del estudio que utilizo como ejemplo, la segregación residencial, registra diversas definiciones en la literatura. Así, lo menos que se puede hacer es identificar las más consistentes, y —tal vez— proponer una definición que se ajuste mejor a las características de las ciudades mexicanas (debemos recordar que nuestro ejemplo se orienta a la Ciudad de México).

La definición clásica de segregación de Massey y Denton (1988: 282, literatura sociológica clásica) es, quizá, la más utilizada en la literatura latinoamericana. Así, segregación es el grado en el que los individuos de diferentes grupos ocupan o experimentan diferentes entornos urbanos. Para hacerla operativa, esta definición de segregación requiere de un indicador que: i. Determine el entorno urbano (entorno social) de cada individuo, que se refiere a una enunciación de vecindad o contigüidad espacial (lo que en sí mismo resulta todo un problema metodológico, como se verá en capítulos posteriores, especialmente en el tercero, de Boris Graizbord); y ii. Estime el grado en el que estos entornos o ambientes urbanos (p.e., entornos o ambientes socioespaciales) difieren entre los individuos (Reardon y O´Sullivan, 2004: literatura sociológica, ciencia política y de políticas públicas).

Los diccionarios geográficos también ofrecen definiciones de segregación que resultan similares, por lo que puede consultárselos con cierta confianza. En estos términos: la segregación espacial es definida como la separación en el territorio de diferentes grupos de población. Así, un grupo está segregado espacialmente cuando sus miembros no se distribuyen en el territorio de manera uniforme con relación al resto de la población (Goodall, 1987; Gregory et al., 2009: literatura geográfica).

En los trabajos iberoamericanos, la definición de Massey y Denton (1988: literatura sociológica clásica) ha tenido una gran repercusión, pero también han sido ampliamente utilizadas definiciones algo distintas generadas por autores de la región. Por ejemplo, se dice que un grupo está segregado espacialmente cuando sus miembros no se distribuyen en el territorio de manera uniforme en relación con el resto de la población (Aguilar y Mateos, 2011: literatura geográfica y sociodemográfica), lo que favorece la “ausencia de interacción” (Rodríguez y Arriagada, 2004: literatura de sociología y antropología urbana).

Para Castells (1974: literatura de sociología urbana), la segregación socioespacial en el ámbito urbano implica la distancia física entre la localización residencial de grupos sociales. Por tanto, la segregación se entiende como la tendencia a organizar el espacio en zonas de fuerte homogeneidad social interna y de gran disparidad social entre ellas, generándose ausencia o escasez relativa de mezclas socioeconómicas dentro de las unidades territoriales que integran la ciudad (p.e., por unidades territoriales o unidades espaciales se entiende: colonias, barrios, o áreas geo-estadísticas básicas conocidas en México como ageb, entre otras).

Así, Sabatini y sus colegas consideran a la segregación socioespacial como el grado de proximidad espacial o la aglomeración territorial de personas de una misma categoría social, étnica, etaria (p.e., de edad, como en este trabajo), preferencia religiosa o socioeconómica, entre otras posibilidades (Sabatini et al., 2001; Sabatini y Sierralta, 2006; Sabatini y Brain, 2008 y Sabatini, 2003: literatura sociológica y urbanismo). La definición de Sabatini et al. (2001) ha probado ajustarse bien a las ciudades latinoamericanas.

No obstante, en este trabajo añadimos a la definición de Sabatini et al. (2001) la idea clave de Reardon y O’Sullivan (2004), entre otros, sobre el espacio social que se estructura principalmente mediante las interacciones significativas entre individuos y grupos. Las ciudades son, en esencia, redes de interrelaciones tangibles e intangibles (Batty, 2013a: literatura de análisis espaciotemporal urbano). Cabe subrayar, empero, que quizá la principal característica de los modelos urbanos latinoamericanos es su complejidad creciente que refleja ciudades cada vez más fragmentadas (Ford, 1996; Janoschka, 2002; Peters y Skop, 2007: literatura de urbanismo y geografía urbana).

Entonces, la segregación residencial urbana podría definirse como:

La separación de la localización cotidiana (p.e., la vivienda) de ciertos grupos de personas (p.e., adultos mayores, grupos de cierto ingreso o raza), en el espacio físico y social (p.e., las interrelaciones), que conduce a la población segregada a experimentar diferentes entornos socioespaciales del resto de la población [Reardon y O’Sullivan, 2004: 122].

Lo relevante de esta primera definición es su carácter implícitamente multiescalar (p.e., considera la segregación a diferentes escalas: conjunto de viviendas, barrio, área de la ciudad, ciudad, zona metropolitana), su enfoque agregado (p.e., se enfoca a grupos de individuos, como la población envejecida) y le otorga una importancia crucial tanto al territorio (en términos de localización, distancia y criterios de vecindad: Wong, 1999, 2002 y 2004: literatura geoestadística) como a las interacciones significativas entre grupos sociales. Es decir, adopta una perspectiva eminentemente socioespacial.

Con todo, Sabatini et al. distinguen entre la percepción subjetiva de la segregación por parte de los residentes, y la segregación objetiva. En el sentido de Sabatini et al., conocer la segregación objetiva implica medir correctamente la tendencia de los grupos sociales a concentrarse (p.e., aglomerarse) en algunas áreas de la ciudad y, por tanto, a conformar áreas o barrios socialmente homogéneos (Sabatini et al., 2001: 27, literatura de sociología urbana).

No obstante, el tema de la aglomeración espacial es más complejo de lo que parece (ver, sólo como ejemplos: Duranton y Overman, 2005; Guillain y Le Gallo, 2010; y para el caso mexicano: García de la Rosa, 2011; Garrocho et al., 2013a: literatura de economía espacial). Un ejemplo aclarará el problema. Imaginemos una pareja sentada en la misma banca de un parque. Si la observamos, digamos, a una distancia de 100 metros, nuestro sentido de la vista nos podría indicar que la pareja está junta (p.e.,, concentrada o aglomerada). Pero si nos acercamos a una distancia de 5 metros y vemos que cada integrante de la pareja ocupa un extremo de la banca, nuestra conclusión sería la contraria: están separados (p.e., dispersos). Entonces, ¿están aglomerados o están dispersos? ¿Acaso nuestras conclusiones dependen de la distancia que adoptemos como observadores respecto de la pareja? Los análisis científicos no deberían generar resultados opuestos sólo porque el observador cambia arbitrariamente su perspectiva del fenómeno.

Por tanto, reconocer la naturaleza inherentemente socioespacial de la segregación tiene implicaciones muy profundas cuando se trata de medirla y analizarla (Anselin, 1995: literatura de análisis espaciotemporal; Reardon y O’Sullivan, 2004: literatura de sociología cuantitativa). Esto implica que la selección de instrumentos para su medición y análisis debe tomar en cuenta, tanto el lugar (p.e., los puntos o territorios geográficos de interacción) como el espacio (p.e., las relaciones entre y dentro de los puntos o territorios) (Peters y Skop, 2007: literatura de geografía de la pobreza). Es evidente, entonces, que se requiere contar con medidas de aglomeración o dispersión multiescalares (p.e., que midan el fenómeno a varias escalas de manera simultánea y para diversos grupos de población: Fischer et al., 2004; Wong, 2002: literatura geoestadística), ya que los individuos realizan sus decisiones de localización residencial en función de diversas consideraciones personales y escalas espaciales (cf. Peters y Skop, 2007); y estadísticamente confiables (p.e., que los resultados no deriven del azar; Allen y Turner, 2005: literatura de estadística espacial).

Por lo tanto, a la primera propuesta de definición de segregación residencial añadimos la idea de no aleatoriedad, considerada por Allen y Turner (2005). En consecuencia, para el caso específico de este texto:

Segregación residencial es la aglomeración de un cierto grupo de población en determinados entornos urbanos (p.e., definidos por los espacios físico y social), a diversas escalas geográficas (p.e., manzanas, barrios, vecindarios, ageb, conjuntos de ageb, municipios, la ciudad completa…), en los que los individuos del grupo residen mucho más cerca unos de otros de lo que se registraría en un patrón aleatoriamente distribuido y los conduce a experimentar diferentes entornos socioespaciales respecto al resto de la población.

Esta definición coincide con la de Sabatini (2001) para el caso de las ciudades latinoamericanas, pues incorpora la idea clave de entornos urbanos socioespaciales (p.e., la importancia de los espacios físico y social) así como la concepción multiescalar (ambas, de Reardon y O’Sullivan, 2004), y el concepto de aglomeración de Sabatini y Sierralta (2006), lo que implica considerar la idea estadística de no aleatoriedad espacial de Allen y Turner (2005).

Para ejemplificar esto, basta con lo presentado hasta el momento. Valga subrayar que tan sólo para definir los aspectos más básicos de la segregación residencial de los adultos mayores en el espacio intrametropolitano, fue necesario recuperar conocimiento de al menos 26 áreas científicas y acomodarlas coherentemente en el gran marco del pensamiento geográfico: medicina, salud pública, epidemiología, demografía, sociodemografía, sociología clásica, sociología urbana, urbanismo, urbanismo gerontológico, antropología, gerontología, gerontología social, geriatría, geografía, psicología, nuevo institucionalismo, ciencia política, diseño de políticas públicas, matemáticas, medio ambiente, desigualdad, pobreza, estadística, geoestadística, economía espacial, análisis espaciotemporal, entre otras. Está claro: pocas ciencias como la Geografía aplicada del siglo xxi pueden lograr esta notable capacidad sinérgica. No es poca cosa.

Nuevos métodos de análisis espacial

En décadas recientes, el mundo científico ha visto emerger un nuevo campo del conocimiento: el análisis espaciotemporal (Anselin, 2007, 2010 y 2013).3 Esta nueva disciplina (compleja y necesariamente interdisciplinaria: Fotheringham, 2009; Batty, 2013a) incluye diversas áreas especializadas. Las que integran su plataforma fundamental son: estadística espacial, econometría espacial, modelos de interacción espacial, informática y programación, modelación de sistemas complejos, visualización científica, sistemas de información geográfica y Geografía económica y social (Goodchild, 2012). Cabe destacar que, con frecuencia, en la literatura internacional se habla de análisis espacial al utilizar el término espacial como abreviación de espaciotemporal (Bailey y Gatrell, 1995). Lo mismo puede ocurrir en este documento.

Actualmente se acepta en la literatura internacional la notable superioridad del enfoque espaciotemporal sobre los enfoques estadísticos (cuantitativos) tradicionales (no-espaciales), para la investigación de múltiples temas claves de las ciencias sociales (y de las ciencias de la materia y de la vida).4 Muchos de los enfoques tradicionales no-espaciales (y no-temporales) están siendo cuestionados seriamente debido a su incapacidad para integrar (explícita y genuinamente) en sus marcos conceptuales y metodológicos, el espacio y el tiempo (p.e., la localización absoluta y relativa de las variables que se analizan, así como el momento en que ocurren) (Batty, 2011). Una estrategia es adoptar un enfoque de ciencias sociales espacial y temporalmente integradas, ancladas con solidez en el análisis espacial (p.e., Nash, 2008; Mundia y Masamu, 2010).

Quizá por esto, los campos del conocimiento donde tiene aplicación el análisis espacial son muy diversos, tanto en las ciencias de la materia (p.e., física: Gault et al., 2010; química: Biais et al., 2009), como en las ciencias de la vida (p.e., salud, biología, ecología, genética: Legendre y Fortin, 2010) y en las ciencias sociales y las humanidades, por ejemplo: desarrollo urbano (Batty et al., 2013; Batty y Marshall, 2012; Mohajeri et al., 2013), economía (Anselin y Rey, 2012; Arbia et al., 2007; Duranton y Overman, 2005; Guillain y Le Gallo, 2010), políticas públicas (Garrocho y Campos, 2013; Johnston et al., 2011; Lloyd, 2010), políticas privadas y de negocios (Baker y Wood, 2010; Garrocho, 2013; Garrocho y Campos, 2010 y 2011; Garrocho et al., 2012 y 2013a), sociología (Batty, 2013b; Cohn y Jackman, 2011; Reardon y O’Sullivan, 2004), antropología (Low, 2011), seguridad pública (Anselin et al., 2008; Sánchez et al., 2012; Yamada y Thill, 2004), salud pública (Pfeiffer et al., 2008; Waller y Gotway, 2004), desarrollo sustentable (Rangel et al., 2006), historia (Lugo y Gershenson, 2013), arqueología (McCoy y Ladefoged, 2009); entre otras. Más de 15 disciplinas en este párrafo, y son sólo algunos ejemplos.

La gran mayoría de los procesos sociales tienen dimensiones espaciales y temporales (p.e., no ocurren en un no-lugar y en un no-tiempo). Sin embargo, al incluir la localización espacial y temporal de los eventos, los análisis (y los cálculos) se complican notablemente (en especial cuando se manejan grandes bases de datos), pero los resultados son mucho más poderosos para entender múltiples procesos sociales. La literatura internacional sobre este tema ya es abundante: Anselin y Rey, 2010; Bailey y Gatrell, 1995; Cressie, 1993; Fotheringham y Wilson, 2008; LeSage y Pace, 2009; Fisher y Gettis, 2009; Mitchell, 2005; Okabe y Sugihara, 2012; son algunos de los ejemplos más conocidos.

El análisis espacial también registra aplicaciones innovadoras en el campo de la segregación residencial urbana, como veremos a continuación, al seguir con nuestro ejemplo ilustrativo de los puntos cardinales de la Geografía aplicada del siglo xxi.

Los indicadores no espaciales de segregación

Existe una gran diversidad de indicadores no-espaciales para estimar la segregación (Marcinczak et al., 2012). Sin embargo, el indicador insignia tradicional es el índice de disimilaridad (Dissimilarity index) diseñado por Duncan y Duncan (1955) y perfeccionado en diferentes dimensiones por Massey y Denton (1988). Ese índice es fácil de calcular y analizar, ya que sus valores extremos son 0 (que significa ausencia de segregación) y 1 (para situaciones de máxima segregación), y puede ser interpretado como la proporción de los habitantes de un grupo de población que tendrían que intercambiar su localización con el resto de los habitantes de la zona de estudio para que todas las unidades espaciales (p.e., barrios, colonias, ageb) que integran la ciudad, registraran las mismas proporciones de los grupos de población.

El índice de Disimilaridad (D) se expresa de la siguiente manera (Massey y Denton, 1988; pade, 1998):

(1)

formula1

Donde:

xi = Población del grupo bajo estudio en la unidad espacial “i”.

X = Población del grupo bajo estudio en toda la ciudad.

yi = Población del grupo de referencia en la unidad espacial “i”.

Y= Población del grupo de referencia en toda la ciudad.

Existen otras dos medidas no-espaciales que usualmente complementan al índice de disimilaridad, bastante utilizadas en los estudios tradicionales de segregación: el índice de aislamiento y el de interacción. El primero mide el grado en el que los miembros de un cierto grupo están expuestos a tener contacto sólo entre ellos mismos, mientras que el segundo índice estima el nivel en el que los miembros de un cierto grupo están expuestos a tener contacto con los integrantes de otro(s) grupo(s) (Massey y Denton, 1988; Goodall, 1987).


Cuando se comparan solamente dos grupos de población, el índice de aislamiento tiene como límite inferior 0.0 y como límite superior 1.0 (Garrocho y Campos, 2005). Los valores cercanos a cero significan una exposición plena de una persona del grupo minoritario (o grupo bajo análisis) respecto a la mayoría. Por su parte, los valores cercanos a 1 indican una situación de aislamiento máximo, donde las personas del grupo minoritario sólo están expuestas al resto de su propio grupo (pade, 1998).

El índice de aislamiento lo expresan Massey y Denton (1988) de la siguiente manera:

(2)

Donde:


xi = Población del grupo bajo estudio en la unidad espacial “i” (p.e., atributo de cada ageb).

X = Población del grupo bajo estudio en toda la ciudad.

pi = Población total en la unidad espacial “i” (p.e., ageb).

Por su lado, el índice de interacción varía de 0.0 a 1.0, donde cero significa nula interacción entre los integrantes del grupo bajo estudio y el grupo de referencia, y 1 indica la posibilidad de interacción máxima entre ambos grupos. La forma más común de expresar el índice de interacción es la siguiente (Massey y Denton, 1988):

(3)

formula3

Donde:

xi = Población del grupo bajo estudio en la unidad espacial “i” (p.e., ageb).

X = Población del grupo bajo estudio en la ciudad.

yi = Población del grupo de referencia en la unidad espacial “i” (p.e., ageb).

pi = Población total en la unidad espacial “i” (p.e., ageb).

Como puede observarse, ninguno de los tres índices incluye la localización relativa entre las unidades espaciales (p.e., si son contiguas o si están cercanas o lejanas entre sí). En otras palabras, los indicadores consideran implícitamente que las unidades espaciales (p.e., ageb) son independientes entre sí en el territorio, que no registran interrelaciones espaciales y que, por tanto, funcionan en un entorno abstracto no-espacial y adimensional. ¿Existe una ciudad no-espacial? Jamás se ha visto tal cosa.

Fallas fundamentales de los indicadores no-espaciales

El debate contemporáneo sobre la medición de la segregación incluye dos corrientes principales: una que se fundamenta en los índices no-espaciales originados desde los años cuarenta (por ejemplo: Massey y Denton 1988) y la otra que se fundamenta en los avances recientes de la estadística espacial (Anselin, 1995, 2007 y 2013; Batty, 2013b; Fotheringham et al., 1998). Si bien los índices no-espaciales tienen cierta utilidad, sobre todo como medidas que permiten comparaciones con estudios realizados en el pasado (Peach, 2009), sus graves limitaciones5 los han puesto bajo fuego desde hace más de una década (Marcinczak et al., 2012).

Las principales críticas que hacen volar por los aires los cimientos de los indicadores no-espaciales de segregación, son su carácter no-espacial y su naturaleza aestadística. La crítica no-espacial se compone principalmente de cuatro líneas muy sólidas de argumentación: i. El llamado Problema del Tablero de Ajedrez (the Checkerboard Problem) (White, 1983; Morrill, 1991); ii. El Problema de la Unidad Espacial Modificable (Openshaw y Taylor, 1979; Openshaw, 1984a); iii. La falta de criterios de vecindad entre las unidades espaciales (Bailey y Gatrell, 1995); y iv. La falacia ecológica, que asume que las unidades espaciales utilizadas en el análisis son homogéneas en su interior (Robinson, 1950; Openshaw, 1984b). Por su parte, la crítica estadística se centra en: v. El Problema de la Falta de Confiabilidad Estadística (Bailey y Gatrell, 1995); vi. La incapacidad para observar estadísticamente lo que ocurre dentro de las zonas de estudio, lo que implica tener que consultar mapas (Anselin, 1995).


Falla 1: Patrones espaciales diferentes, resultados iguales. Los indicadores no-espaciales de segregación, con frecuencia generan los mismos resultados para patrones territoriales diferentes, porque no consideran la localización de los eventos (p.e., datos) en el territorio. Es decir, analizan estadísticamente datos que ocurren en ningún lugar (Falla 1, “Problema del Tablero de Ajedrez”). Esto se entiende mejor con un ejemplo. Supongamos datos de segregación residencial organizados en una hoja de cálculo (Excel u otra). Si se estima la segregación de la manera tradicional (no-espacial), cada renglón contiene la información sociodemográfica de cada unidad espacial (p.e., colonia, ageb) que integra una ciudad, pero no incluye la variable localización. Así, en la hoja de cálculo se pueden intercambiar renglones completos de información sociodemográfica entre las unidades espaciales (p.e., se puede alterar de múltiples maneras el patrón sociodemográfico dentro de la ciudad, incluso al generar escenarios extremos: véase figura 1) y el resultado del análisis de segregación siempre será el mismo (Reardon y O’Sullivan, 2004; White, 1983).


Falla 2: Sus resultados dependen enteramente de la manera como se agrupan espacialmente los datos (p.e., de la manera como se divide artificialmente el espacio: en ageb, municipios, estados). El problema es que la manera como se divide el territorio afecta directamente la manera como se entienden e interpretan diversos fenómenos socioespaciales. Un ejemplo: imaginemos un espacio continuo como una mesa de billar en donde están distribuidas bolas rojas y bolas blancas (p.e., personas con vih y personas sanas). El análisis de esta distribución y su evolución en el tiempo generaría una cierta interpretación al considerar ese espacio continuo. Pero si la mesa de billar se divide artificialmente en dos partes, dibujando una línea caprichosa que deja de un lado las bolas rojas y del otro las blancas, y se suman los datos de cada área,6 tenemos que la interpretación de la distribución sería totalmente distinta: una unidad espacial completamente sana y la otra completamente afectada por el vih. Es claro que los resultados de análisis científicos no pueden depender de la manera como la oficina recolectora de información (p.e., el inegi en México) agrega espacialmente los datos (Falla 2, el “Problema de la Unidad Espacial Modificable”) (Openshaw y Taylor, 1981; Openshaw, 1984a).

Figura 1
El Problema del Tablero de Ajedrez: En los cuatro casos, los índices no-espaciales de segregación generan los mismos resultados

fig_1

Fuente: Garrocho y Campos, 2013.

Figura 2
El Problema de la Unidad Espacial Modificable

fig_2

Fuente: Garrocho y Campos, 2013.

Falla 3: La estadística estándar (no-espacial) no considera criterios de vecindad entre los datos (p.e., puntos o áreas), por lo que ignora preguntas claves como saber: ¿Cómo se definen las unidades espaciales vecinas en una ciudad o región? ¿Acaso son las que comparten un vértice por pequeño que sea, incluso si es un punto (el llamado criterio del Alfil)? ¿Son las que comparten fronteras en alguna de las cuatro direcciones cardinales (el criterio de la Torre)? ¿Son las que comparten tanto vértices como una frontera por lo menos (el criterio de la Reina)? Aún más, ¿se podría definir la vecindad considerando a los vecinos de los vecinos (los llamados vecinos de segundo orden)? ¿O a los vecinos de los vecinos de los vecinos… (los llamados vecinos de orden k)? ¿Es posible definir unidades vecinas (o contiguas) estableciendo un cierto umbral de distancia (p.e., las localizadas a menos de “x” metros o kilómetros)? ¿Es posible afectar la distancia considerada como umbral por un coeficiente de impedancia que reflejara la fricción de la distancia, que podría expresarse mediante una función matemática más o menos compleja? Todos estos son criterios espaciales que, por desgracia, la estadística estándar no-espacial no puede ubicar ni remotamente en su radar (Falla 3: “El Problema de la Definición de la Vecindad”) (Bailey y Gatrell, 1995; Fotheringham et al., 2002).


Falla 4: Las unidades espaciales discretas (p.e., delimitadas artificialmente) se consideran homogéneas en su interior, lo que implica el grave “Problema de la Falacia Ecológica” (Falla 4). Esto se entiende mejor si se recupera el ejemplo del inciso anterior, en donde al dividir el espacio continuo mediante una línea caprichosa, resultan dos unidades espaciales homogéneas en su interior. Esto también habría ocurrido si la línea divisoria artificial del espacio continuo permitiera una mezcla de bolas rojas y blancas en cada unidad espacial, porque al agregar la información para cada una de ellas, el resultado sería un promedio que enmascararía las diferencias al interior de ambas zonas (Openshaw, 1984b; Piantadosi et al., 1988).


Falla 5: La Falta de Confiabilidad Estadística. La crítica sobre la naturaleza no estadística de los indicadores no-espaciales de segregación termina de pulverizarlos. Los indicadores no-espaciales son ejercicios aritméticos muy inteligentes, pero no son capaces de ofrecer ninguna certeza de los niveles de significancia estadística de sus resultados. Para apreciar la dimensión de este problema, debemos recordar que la segregación socioespacial se refiere a la aglomeración de un cierto grupo de población en determinados espacios urbanos (p.e., barrios, vecindarios, ambientes urbanos, conjuntos de ageb), en los que los individuos del grupo bajo análisis residen mucho más cerca unos de otros de lo que se registraría en un patrón aleatoriamente distribuido (Allen y Turner, 2005). Paradójicamente, los indicadores no-espaciales son incapaces de determinar la confiabilidad estadística de los niveles de segregación que suponen detectar, respecto a un patrón aleatorio. Los indicadores espaciales, por el contrario, se apoyan en estadística espacial y sí generan información sobre la confiabilidad estadística de sus resultados. Los índices no-espaciales de segregación son ejercicios de aritmética, no trabajos geoestadísticos que permitan estimar la aleatoriedad o no de patrones espaciales, porque sus resultados están ubicados en ningún lugar (Wong, 2002).


Falla 6: La imposibilidad de observar lo que ocurre dentro de la zona de estudio. Además, los índices no-espaciales, por definición, sólo generan indicadores globales de segregación. Es decir que únicamente son capaces de producir un solo valor que intenta sintetizar la intensidad de lo que consideran segregación, para toda el área de estudio (p.e., una ciudad). En consecuencia, no tienen la menor posibilidad de explorar lo que ocurre con la segregación en el complejo espacio interior de la ciudad, por ejemplo: detectar espacios intraurbanos de alta, media o baja segregación. Por ende, para explorar el espacio interior de la zona de estudio (p.e., una ciudad) dependen de la inspección visual de las representaciones cartográficas de los resultados (p.e., mapas) para revelar lo que ocurre en las zonas de estudio, lo que es susceptible de conocidas ilusiones ópticas y, en el extremo, provoca que “cada quien vea lo que quiere ver” (Falla 3, llamada el “Problema de la Falta de Indicadores Locales”) (Allen y Turner, 2005; Anselin, 1995; Fotheringham, 2009). Esto registra serios riesgos, como lo ha demostrado desde hace décadas la psicología de la Gestalt (Metzenger, 2006). Si se considera que la segregación es un tema inherentemente espacial, esta debilidad resulta catastrófica.

En resumen: los indicadores no-espaciales de segregación residencial generan los mismos resultados para diferentes patrones espaciales (Falla 1), sus resultados dependen enteramente de la manera como se agrupen los datos (Falla 2), no consideran criterios de vecindad entre las unidades espaciales (Falla 3), asumen que las unidades espaciales son homogéneas en su interior (Falla 4), no ofrecen confiabilidad estadística (Falla 5), y son incapaces de develar lo que ocurre con la segregación dentro de las zonas de estudio (Falla 6). Ningún indicador se puede sostener si registra estas seis severas fallas estructurales.

Limitaciones técnicas de la Estadística estándar (no-espacial) para analizar variables espaciales

Así mismo, la estadística estándar (no-espacial) registra graves limitaciones técnicas que la hacen poco adecuada para analizar variables espaciales (p.e., con coordenadas geográficas u otro sistema de ubicación). Por ejemplo: en la Estadística estándar no-espacial (incluida la econometría estándar) se asume que las variables analizadas son independientes entre sí y que son estacionarias. Estos son supuestos fundamentales de la estadística no-espacial. Por independencia de los datos se entiende que no existe(n) relación(es) entre ellos. Sin embargo, los datos espaciales registran al menos una relación inherente entre ellos: una relación o dependencia espacial que se expresa en la cercanía o lejanía que existe entre su localización, que es producto de procesos diversos y complejos o que puede ser simplemente aleatoria (Bailey y Gatrell, 1995; Fotheringham et al., 2007; Anselin y Arribas-Bel, 2013b).

La dependencia espacial (de) se produce cuando el valor de una variable en una localización espacial es —aunque sea parcialmente— función del valor de la misma o de otra variable en unidades vecinas (áreas: como vecindarios, municipios, o puntos: como la representación de delitos en el territorio) (Anselin, 1995; Barff y Hewitt, 1989). Ejemplos de esta dependencia espacial de los datos existen en fenómenos como la difusión espacial de enfermedades (Meliker et al., 2009; Pfeiffer et al., 2008), la conformación de usos de suelo (Cuthbert y Anderson, 2004), la correlación de variables en el territorio (Fotheringham et al., 1998), el desarrollo de las ciudades (Batty, 2005), la aglomeración o rechazo espacial entre unidades económicas (Albert et al., 2007; Guillain y Le Gallo, 2010; Kosfeld, et al., 2010) o entre grupos sociales (p.e., Garrocho et al., 2013b), la concentración territorial de población de bajo ingreso (Holt, 2007), el patrón de localización de crímenes violentos en el territorio (Andresen, 2006), o la aleatoriedad de la aparición de células cancerosas en el cuerpo humano (Chang et al., 2013).

Por su parte, por variables estacionarias se entiende que las propiedades estadísticas de las variables (p.e., los datos) no dependen de su localización en el espacio y en el tiempo. Sin embargo, este supuesto es insostenible cuando se habla de datos espaciales, porque las características claves de su distribución estadística (p.e., media, varianza o correlación espacial) dependen necesariamente de su localización en el territorio. Cuando las variables no son estacionarias en el espacio, se dice que registran heterogeneidad espacial (he), lo que se refiere a la variación de las interrelaciones de las variables en el territorio. En resumen: la heterogeneidad espacial de los datos se debe a una variación real y sustantiva que evidencia la existencia y validez del contexto geográfico (p.e., espacial, territorial) en el comportamiento de un fenómeno (Fotheringham y Wegener, 2000). Un ejemplo muy claro, entre otros, es la difusión de epidemias en el territorio (Pfeiffer et al., 2008).

Una seria implicación metodológica de ignorar la dependencia espacial en los análisis tradicionales de regresión, por ejemplo, es que los coeficientes serán ineficientes (incluso espurios) para mostrar la relación entre variables. Por otro lado, la consecuencia de ignorar la heterogeneidad espacial es que, además del riesgo de obtener coeficientes ineficientes (espurios), las pruebas de significancia estadística también serán cuestionables debido a la inflación en los errores estándar (Fotheringham et al., 2009). Estas son graves debilidades de la estadística estándar (no-espacial) cuando se manejan datos espaciales, como muchos que se analizan en las ciencias sociales. En síntesis, la falla central de la estadística no-espacial es no incluir explícitamente la localización en el territorio de las variables bajo estudio (p.e., longitud y latitud) y su localización en el tiempo. Este problema se corrige mediante la aplicación del análisis espaciotemporal (Goodchild, 2012; Wong, 2004).

Limitaciones técnicas de la Estadística estándar (no-espacial) para apoyar el diseño de políticas públicas

Desde un punto de vista estadístico, podríamos clasificar las políticas públicas en aquellas que no tienen un componente espacial y las que sí tienen un componente inherentemente espacial. Entre las primeras podríamos mencionar, sólo como ejemplos, algunas de carácter nacional, como la política monetaria y otras que adoptan una perspectiva general, como por ejemplo, develar los factores que inciden en los resultados de un cierto nivel educativo o la relación que existe entre el uso de Internet y el crecimiento económico en un cierto lugar (o unidad espacial: país, región, ciudad, barrio). En el primer ejemplo, es claro que la política monetaria aplica para todo un país sin variaciones espaciales, y en los siguientes ejemplos, la variable espacial no es importante en un primer momento porque lo que se intenta es producir conocimiento global sobre un tema importante de política pública. En estas condiciones conviene, primero, considerar la unidad espacial donde ocurre el fenómeno (país, región, ciudad, barrio) como un punto adimensional, antes de proponerla como un área para intentar desentrañar las diferencias espaciales dentro de la unidad espacial. En estos casos, donde la distribución territorial de los fenómenos no es fundamental para el diseño de políticas públicas generales, la estadística no-espacial es muy poderosa para descubrir relaciones, modelar situaciones, simular escenarios para anticipar riesgos y oportunidades, y generar diagnósticos, sobre una base enorme de conocimiento teórico y técnico muy sólido que soporte la toma de decisiones en materia de políticas públicas (Fields, 2013).

Sin embargo, cuando se trata de construir una base diagnóstica para diseñar políticas relacionadas con fenómenos inherentemente espaciales (p.e., identificar clusters de actividad o áreas afectadas por ciertas enfermedades o zonas de pobreza, vulnerabilidad o segregación, sólo por mencionar algunos ejemplos), la estadística no-espacial no puede ofrecer la información clave que se requiere, y que se relaciona con el dónde y con la detección de estructuras y procesos espaciales. La razón es lógica y sencilla: la estadística no-espacial no considera la localización relativa de los fenómenos (p.e., la cercanía o lejanía entre las observaciones medidas en diversas unidades de distancia: costo y tiempo de transporte o en unidades lineales, por ejemplo), ni su localización absoluta: las coordenadas de los eventos que permiten detectar patrones, estructuras y procesos espaciales (Bailey y Gatrell, 1995). Esto se ilustrará en el siguiente apartado de este mismo capítulo.

Tanto la estadística no-espacial como la espacial plantean ventajas y limitaciones, lo importante es reconocerlas y entender que ambos tipos de estadística son complementarios,