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01_Falsa


El Colegio Mexiquense, A. C.


José Alejandro Vargas Castro

Presidente


José Antonio Álvarez Lobato

Secretario General


Henio Millán Valenzuela

Coordinadora de Investigación

02_Portadilla

A Luz María
In memoriam

Introducción

Cuando uno observa las cifras de la pobreza que asola a México, lo primero que sorprende es, además de lo extendido que está este fenómeno entre su población, la facilidad con la que se revierten las lentas mejoras que el combate a este flagelo logra apuntarse a su favor.

Después de una crisis devastadora, ocurrida a mediados de los años noventa del siglo pasado, la incidencia de la pobreza retrocedió, de manera tímida pero sostenida, hasta 2006. En un reporte posterior, entregado dos años después, se acusó un repunte provocado por el alza en el precio de los alimentos, que después fue ratificado por el acicate (más decisivo, contundente y devastador) del colapso económico de 2009.

Es algo sorprendente porque esta evolución —dibujada con unos cuantos pincelazos— ha tenido como telón de fondo un programa masivo de transferencias condicionadas, que ha sido evaluado, alabado y hasta exportado a otras naciones, en donde ha arrojado mejores resultados que en el nuestro. Las fallas radican en los supuestos en que descansan una economía creciente y una educación pertinente y de calidad. El programa, que transformó su denominación de Progresa a Oportunidades, está diseñado para formar el capital humano que los niños y los jóvenes necesitan para abandonar la condición de pobreza, una vez que han terminado la educación básica e, incluso, el bachillerato. La estrategia se finca, en esencia, en pagar a sus familias el costo de oportunidad que para ellas (siendo tan pobres como son) representa el que uno de los potenciales activos de generación de ingresos se dedique a estudiar, y no a trabajar o a mendigar. Así, se busca garantizar la permanencia escolar de los alumnos, hasta que adquieran las habilidades suficientes para aprovechar las oportunidades —de trabajo— que el mercado ofrece.

El problema es que ni el mercado ofrece esas oportunidades, ni la educación capacita como se supone. La economía crece a un ritmo insuficiente, no sólo para abatir el volumen de desempleados, sino también —y sobre todo— para absorber a los nuevos miembros que se incorporan cada año a la fuerza laboral. Incluso, el potencial de crecimiento se ha debilitado hasta quedar por debajo del que se necesita para esa tarea, tan esencial para justificar los beneficios sociales del mercado.

Además, nadie ignora el verdadero desastre en el que se ha se convertido la educación. No existe una prueba que demuestre o que ponga en duda lo que las otras evaluaciones han ratificado hasta la saciedad: que los jóvenes no están preparados para realizar operaciones matemáticas elementales; que carecen de la capacidad para entender lecturas tan simples como las noticias de un periódico; y, en general, se extraña en ellos las habilidades que permiten seguir aprendiendo para lidiar con esta vida, cada vez más compleja, globalizada y competitiva. La permanencia escolar, tan ansiada por el programa de lucha contra la pobreza, está lejos de garantizar la adquisición de tales aptitudes.

Esta carencia ha conducido a las empresas a la resignación: en lugar de confiar en las credenciales educativas, invocan la experiencia en un afán de conservar las externalidades que les debería suministra el sistema público y privado; y, cuando esto no basta, recurren a una internalización de los costos de enseñanzaaprendizaje mediante cursos especializados, lo cual acaba por mermar el nivel de competitividad global de la economía y, por esta vía, repercute en el dinamismo que tanto demanda la absorción de la fuerza de trabajo.

Esto es lo que se oculta tras las bambalinas de los escuetos logros (si acaso existen) del combate a la pobreza. ¿Qué se encuentra detrás de sus reveses?: choques macroeconómicos y vulnerabilidad social hacia la pobreza de quienes nunca la habían padecido o de quienes emigraron recientemente —con los avances— de esa condición. Pero también, una gran ausencia: la de un sistema de protección que se constituya en un ingrediente insoslayable de la política contra la pobreza. Un sistema jurídico integrado que sume a los derechos humanos y civiles, los de índole social, como suele decirse ahora; el derecho al trabajo o, en su defecto, al seguro de desempleo; porque entre esos choques destacan los efectos devastadores de las crisis, que arrojan a millones de personas hacia los confines de la pobreza. Ahí la vida es frágil, vulnerable.

De esa vulnerabilidad trata este libro. La pregunta que lo anima es por qué tanta gente sucumbe a la pobreza cuando sobrevienen aquellas crisis; ¿por qué exhiben tanto riesgo de caer en ella, cuando su combate se ha vuelto una prioridad nacional, hasta concentrar casi todos los esfuerzos de la política social? ¿Es la magnitud de la crisis o acaso una creciente vulnerabilidad la causa principal de tal precipicio? ¿Es verdad que el modelo de desarrollo es un protagonista de primer orden en la responsabilidad del creciente riesgo que esas personas arrostran en su vida laboral?

Algunas versiones han dado cuenta de la cada vez mayor precarización de las condiciones laborales; y otras más se han atrevido a ubicar en el mundo del trabajo la semilla de la vulnerabilidad y las manos que cultivan esas flores del mal. Explorar esta hipótesis es otra de las preocupaciones centrales en este libro, porque tener un trabajo es algo que alivia y dignifica, pero gozarlo en condiciones inestables, puede provocar angustia. Angustia, porque se siente uno en riesgo, en peligro de perder lo que se tiene, y peor aún: de navegar por las arenas movedizas de lo desconocido: la pobreza.

Sin embargo, éste no es un texto de psicología, sino de sociología y economía. A lo sumo, nos adentramos en el conjunto de símbolos que sirven para entender mejor al grupo de estudio: los no pobres y, con más precisión, las clases medias. A pesar del título, no se abordan las causas y los problemas de los pobres, sino de quienes, sin serlo, corren el riesgo de incurrir en la pobreza.

Por tal razón, el primer capítulo se dedica a una definición de “vulnerabilidad de la pobreza” como algo que es aplicable exclusivamente a los no pobres. Ello implica subsumirla como una subcategoría especial de la vulnerabilidad social. Si de ésta habláramos, no cabe duda de que el bienestar de los pobres suele ser más frágil que el de quienes no lo son; pero no se trata de eso, sino de la probabilidad de hundirse en la pobreza, cuando no se padece de esta condición. Ello excluye, por un ejercicio mínimo de lógica formal, a los pobres: ellos no están ya bajo tal amenaza, dado que ésta no es ya un amago, sino una cruda y cruel realidad.

Otro tópico importante del primer capítulo orientado a la precisión de nuestro concepto clave (la vulnerabilidad hacia la pobreza), es la clarificación de sus componentes: el riesgo, los eventos desencadenantes y la capacidad de respuesta de los vulnerables. La distinción no sólo es necesaria para el ejercicio analítico, sino también para un fin ulterior: distinguir cuál de ellos asume la responsabilidad principal, en periodos específicos, de producir pobreza en quien no la vivía.

El segundo capítulo es de carácter obligado y casi ritual: el examen de lo que otros han dicho sobre el tema: el famoso —quién sabe por qué— “estado del arte”. En él se reflexiona sobre cuatro enfoques, que —considero— han fincado el conocimiento contemporáneo del tema de la vulnerabilidad social: el enfoque “activos-vulnerabilidad; el de Estructura de oportunidades, que va como complemento; el de la vulnerabilidad laboral; y el sociodemográfico, que introduce variables tan importantes como la dinámica poblacional y familiar por ser determinantes de la fragilidad que, en el futuro, puede exhibir la biografía de una persona.

Empero, cuando caminaba hacia la exploración empírica de estos enfoques, me detuvo de inmediato el de la vulnerabilidad laboral, que ubica en la precarización del trabajo la principal responsabilidad de la fragilidad social y, por esta vía, de la que concierne al riesgo de deslizarse hacia la pobreza. Las variaciones en la incidencia de esta condición sólo pueden deberse a cambios en el crecimiento económico o en la distribución del ingreso. De alguna manera, los enfoques alternativos están más relacionados con este último determinante, mientras que la perspectiva que enfatiza las condiciones de trabajo se vincula más con el crecimiento económico, de corto y de largo alientos.

Por tal razón, el tercer capítulo se dedicó a descomponer la incidencia de la pobreza en sus dos ingredientes con un método que considero novedoso porque resuelve los problemas y quejas que han suscitado dos procedimientos anteriores: el de Datt-Raval ion (1992), que no es exacto ni simétrico (cuando debería serlo), y el de Kakwani (1997), que se finca en el criterio arbitrario de promedios interanuales para resolver las deficiencias del método de Datt y Ravallion.

Los resultados de ese ejercicio fueron varios e interesantes. Uno de ellos me llevó directamente al enfoque de vulnerabilidad laboral como el mejor expediente exegético: el predominio causal del efecto crecimiento sobre el efecto distribución en las variaciones en la incidencia de la pobreza; más aún: durante los periodos en los que crece la pobreza (las crisis y depresiones), la distribución del ingreso opera como contrapeso del colapso económico-financiero, a la hora de generar variaciones en la incidencia de la pobreza.

Así me ocupé, en el capítulo cuatro, del ciclo económico (crecimiento de corto plazo) y de su relación con la precariedad laboral como factor de vulnerabilidad hacia la pobreza. En él encontré evidencia que avala tanto la primera como la segunda, pero muy salpicada de elementos estructurales que provienen del modelo de desarrollo.

Ello me condujo al quinto capítulo, donde examino la influencia del modelo de desarrollo (fincado en la exportación manufacturera y alimentado por una política de corte liberal) en la vulnerabilidad laboral y hacia la pobreza. Con esa inspección concluyo que la contribución más importante del modelo a estos dos fenómenos, es su incapacidad intrínseca para crecer lo suficiente como para absorber a la fuerza laboral, porque es la tendencia al desempleo la que sirve de base para la precarización laboral; sólo hasta hace poco —y en contra de lo que sostiene el enfoque de vulnerabilidad laboral— se pudo percibir que la precarización laboral constituye una parte fundamental de su funcionamiento. De hecho, tuvo que combinarse con las crisis de 2009 para que tal asociación arraigara.

El capítulo seis está orientado a la medición. Con él se intenta aportar una medida de vulnerabilidad, con el propósito de saber cuántas son las probabilidades de que un trabajador no pobre, pero vulnerable, caiga en la pobreza. Este propósito está destinado a evaluar cuál de los ingredientes de la vulnerabilidad interviene más en el retroceso de la pobreza: el riesgo o el evento desencadenante (las crisis). Pero también, mide la influencia de los principales determinantes de la precarización (la informalización y la proliferación de contratos temporales) en la condición de vulnerabilidad laboral. Más exactamente: ¿cuánto influye tener contrato o tenerlo de manera definitiva en la probabilidad de ser vulnerable?

Las respuestas para este interrogante dan fin al libro; pero debo confesar que su escritura suscitó otros cuyas respuestas quedaron fuera de mi alcance, no sólo por falta de espacio sino también de capacidad.

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La vulnerabilidad de los hogares e individuos puede revertir los avances en el combate a la pobreza, cuando se desencadena un conjunto de eventos adversos. Es posible que el contingente de quienes abandonan esta condición sea superado por nuevos miembros, provenientes del segmento poblacional que no la padecía; los que dejaron de ser pobres pueden volver a serlo; y no hay garantía de consolidación para aquellas personas que, todavía en situación de pobreza, han vivido un alivio en su grado de bienestar.

Por eso, hoy se aboga por un cambio de enfoque hacia una perspectiva más amplia y dinámica que la que han seguido los estudios tradicionales de la pobreza. Más amplia, porque incluye no sólo al núcleo de pobres, sino también a quienes no lo son hoy pero que podrían engrosar en el futuro este segmento; y dinámica, porque el acento ahora se coloca en los caminos que conducen a la pobreza, más que en las formas y las cuantías que ésta asume en un momento determinado (Moser, 1998). Vale decir: en el proceso de empobrecimiento (Filgueira y Peri, 2004:21).

Abordar esta tarea involucra, en principio, tres conceptos: riesgo, eventos desencadenantes y respuestas de los potenciales afectados. Éstos son los componentes mínimos de cualquier definición que pretenda dar cuenta de la vulnerabilidad. Sin duda, pueden ser aderezados con otros ingredientes que dan pie a variantes analíticas y énfasis distintos, que enriquecen a menudo el estudio pero que en otras ocasiones lo oscurecen.

El objetivo en este capítulo es arribar a una definición de vulnerabilidad que incorpore estos elementos básicos y, a partir de la misma, ensayar una construcción conceptual operativa que nos sirva para estimar (más adelante) la incidencia de este fenómeno y el grado que asume en los hogares mexicanos, así como esclarecer cuáles son sus características más sobresalientes que los hace más propensos a incurrir en la pobreza cuando suceden eventos adversos, que antes eran sólo una posibilidad.

1. Los componentes de la vulnerabilidad

1.1. El riesgo

La esencia de la vulnerabilidad es el riesgo. Si se es fumador, se corre el riesgo de padecer cáncer pulmonar; si se vive en una zona sísmica o junto a un río caudaloso, es más probable quedarse sin un techo para guarecerse; si nuestra fuente de ingresos depende de las cosechas agrícolas, el clima puede asestarnos una mala jugada y arruinarnos el bienestar presente. Lo mismo sucede cuando nos despiden del trabajo y no podemos conseguir un nuevo encargo remunerado; si el negocio que hemos inaugurado reduce sus ventas o experimenta un aumento de costos que no puede ser trasladado a los precios; o si alguno de nuestros hijos es aquejado por una enfermedad inesperada y costosa. En estos casos y en otros ejemplos está implícito el riesgo de que nuestro bienestar se vea mermado por circunstancias que pueden o no preverse.

Pero el riesgo es la contingencia de un daño;1 por ello, involucra tres términos: probabilidad, amenaza y porvenir. Por tal razón, en términos fácticos es la probabilidad de que una amenaza se materialice en el futuro y provoque el daño que promete. Visto de cerca, el concepto implica una estructura interna que refleja las características de quienes están en riesgo, y otra de índole externa que da cuenta de la exposición al riesgo, amén de la naturaleza y del grado de virulencia de la amenaza. Esto se ilustra como sigue: un hogar ubicado en una casa construida con materiales precarios y armada con cimientos débiles, no dudaríamos en calificarlo como una unidad doméstica que corre el riesgo de quedarse sin albergue, si acaso suceden ciertos eventos catastróficos. Pero si ese mismo hogar se encontrara lejos de un río que suele desbordarse sólo en determinadas estaciones del año, no podríamos aseverar que está expuesto al riesgo, como sería el caso si se ubicara en una ribera. El riesgo reside en la estructura de la vivienda; la amenaza está en el desbordamiento del río; y la exposición, en la cercanía (o lejanía) respecto a la corriente fluvial. Si soslayamos por ahora la respuesta, el daño será el resultado de la combinación de esos elementos.

Trasladada al terreno social, esta concepción del riesgo restringe un poco más el campo de estudio: ¿qué características deben tener los hogares o individuos para que puedan ser ubicados en situación de riesgo frente a fenómenos del ámbito social?; ¿cuáles son los factores que influyen en su exposición ante hechos sociales amenazantes?

1.2. El evento

Pero el evento amenazante también cuenta. Sin el desbordamiento del río, la probabilidad de que la edificación quede en condiciones inhabitables es baja o casi nula. Así mismo, su ocurrencia no registra una certeza total; a lo sumo, es un suceso probable. Por tanto, la amenaza puede ser concebida como un evento inminente que amenaza con causar un daño potencial. En este sentido, sus dimensiones implican dos segmentos distintos de probabilidad: el de ocurrencia en el futuro y el de su capacidad para asestar el perjuicio potencial. El río puede salirse de su cauce (ocurrencia) y, no obstante, no ocasionar daños, en virtud de su débil intensidad; o, en sentido contrario, acarrear quebrantos de gran envergadura cuando la fuerza que acompaña al meteoro es considerable.

Ubicados de nuevo en la atmósfera social, el ejemplo anterior nos remite a preguntas como las siguientes: ¿cuáles son los eventos de este ámbito que pueden ocasionar un daño en el bienestar de los hogares en riesgo?; ¿cuál es su probabilidad de ocurrencia?; ¿cuánta es la intensidad requerida para que una amenaza, una vez materializada, acarree el mal implícito en ella?

1.3. La respuesta

La inclusión de la respuesta en el concepto de vulnerabilidad es una exigencia del llamado enfoque “activos-vulnerabilidad” (Moser, 1998; Moser y Holland,
1996), del que nos ocuparemos más adelante, pero que proviene de la ecología social, que es la primera disciplina que la relaciona con la vulnerabilidad, no de los individuos, sino de los sistemas. El término clave es resistencia elástica (“resilience”), que demuestra la capacidad de un sistema para mantener sus relaciones estructurales después de que ha sufrido y absorbido un cambio proveniente de un choque externo. En palabras de Holling: “Resilience determines the persistence of relationships within a system and is a measure of the ability of these systems to absorb changes of state” (Holling, 1973:17).

Una definición más completa especifica que la “resilience” es “[…] la cantidad de cambio que un sistema puede experimentar y aún retener los mismos controles sobre las funciones y estructura, o aun estar en el mismo estado dentro del mismo dominio de atracción… o la habilidad para construir e incrementar la capacidad para aprender y adaptarse” (Berkes, Colding y Folke,
2003:13).

En ambas propuestas, el concepto de resistencia elástica resalta los siguientes aspectos:

  1. Un sistema que sufre un choque (amenaza materializada) que provoca un cambio en el mismo;
  2. El cambio es absorbido por el sistema, de tal manera que sus funciones y estructura se mantienen, porque se adaptó mediante un proceso de aprendizaje.

Se trata de la capacidad de alguien para responder al cambio con un conjunto de adaptaciones que permiten mantener el estado original y el control de las funciones que le permitían operar antes del evento catastrófico. Mientras mayor sea esta capacidad, menor será la vulnerabilidad, porque impide que el riesgo y la amenaza provoquen el daño temido. Significa que quienes están en riesgo y experimentan el evento nocivo poseen herramientas para emprender con éxito la recuperación o para minimizar los efectos perniciosos.

Un concepto como el de resilience nos invita a preguntarnos cuáles son los instrumentos y estrategias a los que los hogares e individuos bajo riesgo recurren, para atajar o reparar las consecuencias que acarrean los eventos adversos para su bienestar. Pero también, por sus habilidades para manejarlos adecuadamente y salir airosos de esta empresa. Y todavía más: ¿son estas estrategias, casi siempre de corto plazo, apropiadas para recuperar proyectos de vida que, por su propia naturaleza, son de largo aliento?; o por el contrario, ¿representan desviaciones irreversibles de las trayectorias biográficas ansiadas y planeadas.

Riesgo, evento (o impacto) y respuesta son, entonces, los elementos de cualquier tipo de vulnerabilidad, a la que podemos definir como el riesgo de incurrir en una situación no deseada, incluso temida, cuando una amenaza (evento) se materializa y se carece de una respuesta eficaz para evitar o reparar sus daños. Pretendemos que sea de carácter general y, por ello, proveedora del núcleo lexicográfico (el género superior) que sirve de referente para definiciones particulares (diferencia específica). Por tal razón, aporta la base común de distintas clases de vulnerabilidad; entre ellas, la social y uno de sus subtipos: la vulnerabilidad hacia la pobreza.

2. Vulnerabilidad social y vulnerabilidad hacia la pobreza

El propósito central en este capítulo es arribar a una definición conceptual y a otra de índole operativa de vulnerabilidad hacia la pobreza; por ello, es necesario ubicarla como un tipo especial de vulnerabilidad social, y encuadrar a esta
última en un marco más general descrito en la sección anterior.

La vulnerabilidad social es el riesgo que enfrenta un hogar o un individuo de sufrir un menoscabo en su bienestar en el futuro, si se materializa una amenaza gestada y cultivada en el ámbito de las relaciones de convivencia social y, además, se encuentra desprovisto de respuestas adecuadas —también provenientes del mismo ámbito— para reparar o evitar ese deterioro en sus niveles y calidad de vida.

En este sentido, la vulnerabilidad social es un concepto más general que el
que denota la vulnerabilidad hacia la pobreza, pero más específico que el utilizado arriba. Lo que la distingue del término más amplio es que los riesgos, las amenazas y la debilidad de las respuestas se incrustan en la esfera en la que se despliega la gama de intercambios sociales. No es, entonces, la configuración de conglomerados domésticos o individuales que, de manera contingente, pueden ser víctimas de un evento perjudicial, lo que califica como social a la vulnerabilidad; sino la combinación de los tres componentes que emerge de la forma en que una comunidad establece y procesa estructuras económicas, sociales, políticas y culturales para resolver los problemas de convivencia.

Por ahora, soslayamos los desastres naturales. Aunque éstos tienden a provocar descensos en el bienestar en grupos con un perfil de riesgo configurado por factores claramente sociales, la materialización de la amenaza no proviene de este ámbito, sino de incidentes telúricos que pueden ser vistos como inevitables, aun cuando la sociedad actuara al unísono para evitarlos. Puede minimizar sus daños mediante acciones anticipadas; las que, sin duda, demandan recursos y esfuerzos de coordinación considerables, pero no está en posición de ignorar la probabilidad de ocurrencia de esos meteoros.

Sin duda, una proposición como ésta amerita una discusión más profunda, puesto que —según afirman los enterados— una porción significativa de los desastres naturales se asocia al deterioro ambiental que, en efecto, es fruto de la estructura y los intercambios sociales. Sin embargo, siempre hay una nube que oscurece los linderos entre fenómenos provocados por el menoscabo ecológico y aquellos que habrían acaecido en su ausencia. No contamos con las calificaciones profesionales para sugerir alguna idea al respecto, y se deja a los especialistas la argumentación en favor o en contra de si resulta pertinente excluir los desastres naturales como una amenaza que debiera incluirse en la vulnerabilidad social. La definición que propongo se encamina a exhumar los riesgos, amenazas e incapacidades de reacción que se gestan por la propia dinámica social y, por lo mismo, que pueden ser reparados por políticas públicas destinadas a alterarla.

La vulnerabilidad hacia la pobreza es un tipo de vulnerabilidad social, si excluimos la posibilidad de que un infortunio telúrico arrastre a los hogares o individuos hacia esa condición. Implica un deterioro en el bienestar, así como riesgos, amenazas y respuestas modelados por los patrones sociales. Pero registra la diferencia específica en dos características: a) incluye sólo a los no pobres; y b) implica el levantamiento de un umbral que separe a los que podrían ver disminuido su bienestar por una misma amenaza, de aquellos a quienes tal menoscabo arrastraría hacia las filas de la pobreza, cuando la amenaza se cumple.

La exclusión de los pobres dividirá opiniones, en virtud de que puede conducir a interpretaciones erróneas de que los pobres no son vulnerables socialmente. Existen estudios que demuestran que ellos son los que viven este fenómeno con más intensidad y extensión (Chaudhuri, Jalan y Suryahadi, 2002). Desde un punto de vista conceptual, es preciso distinguir entre la vulnerabilidad de los pobres y la vulnerabilidad hacia la pobreza. Ambas se agrupan en el campo vasto de la vulnerabilidad social, porque comparten el riesgo de ver disminuido el bienestar por motivos sociales; pero este menoscabo virtual acarrea dos consecuencias cualitativa y conceptualmente distintas entre quienes experimentan el amago: para los pobres, implicará un empobrecimiento aún mayor, pero seguirá ubicándolos en la misma categoría que usualmente se aplica para catalogarlos así. En cambio, para quienes no son pobres y se ven afectados por un evento adverso, el debilitamiento del bienestar implica verse arrastrados hacia las filas de la pobreza. Se trata de una mutación que golpea la esencia de este último grupo, porque revela el tránsito de una persona o de un hogar de una situación en la cual cubría —aunque fuera precariamente— sus necesidades básicas, a otra en la que tal satisfacción ya no es factible.

Este cambio cualitativo es el que, en el fondo, infunde sentido al umbral (línea de la pobreza) que segrega a los pobres de quienes no lo son: si está bien definido, delinea la frontera entre los que están en capacidad para funcionar de forma coherente con un proyecto de vida que consideran digno de ser vivido (Sen, 2000), y aquellos que carecen de esta capacidad. No es sólo un artificio estadístico para fines operativos, sino también —y sobre todo— una referencia para detectar a quienes cumplen con los mínimos indispensables para desarrollar un proyecto elegido de vida, y las personas a las que, por sus condiciones de pobreza, se les ha cancelado esa oportunidad. Cuando se rebasa ese límite, el menoscabo del bienestar tiene otra connotación: se desvanece la razón de desarrollar ese proyecto de vida, después de haberla tenido. Los pobres nunca han disfrutado de esas oportunidades y brindárselas debe ser el objetivo central de cualquier política que pretenda combatir la pobreza. Por eso no son vulnerables hacia la pobreza: no corren el riesgo de perder esa oportunidad, simplemente porque nunca ha estado a su disposición; sólo los no pobres encaran esta contingencia.

La diferencia entre ambos tipos de vulnerabilidades puede apreciarse en estas definiciones: