LA TROMBA

DE NÚBILES HORMIGAS

1

Ayer cogí por primera vez. Fue con Luis, uno de los chicos que patinan conmigo en el Ciriaco. Saliendo del parque tomamos toritos en un bar de ficheras. Se ofreció a llevarme a casa en su coche y pensé que fajaríamos como siempre. Me quité los shorts en el asiento trasero y supe que sería distinto. Una tibieza ondulante se expandió desde mi vientre hacia las yemas de mis dedos, como una piedra que cae sobre el agua, y mis caderas dibujaron círculos concéntricos, desde mi pubis hasta mis brazos sujetos a su cuello como un ancla. La lluvia oblicua impactaba contra los cristales empañados, las ráfagas del norte opacaban gemidos y vaivenes provenientes del Spark. Se vino sobre mi muslo y limpió el semen con su playera. Me fui a dormir en medio del calor, con la entrepierna pegajosa. Llovió el resto de la noche.

2

Una alfombra de chicatanas cubre los patios y los pasillos, las escaleras y los pórticos, flota sobre la alberca como un manto que impide ver el fondo de mosaicos. Bajo un cielo recién descampado, salgo del edificio de departamentos y cruzo el bulevar hacia la playa. Las señoras recogen puños de hormigas en bolsas y cubetas, hay quien se sirve de escoba y recogedor. Algunas siguen vivas, aletean con un vigor insuficiente para el escape. Otras se retuercen por reflejo; ignoran que están muertas. Decapitadas por el norte, se fatigan en los últimos estertores de una inútil resistencia. Solo unas cuantas yacen en inmóvil resignación. No hay banqueta ni asfalto: solo cuerpos del color de la sangre que revientan bajo las llantas de mi patineta. Cuando tomo impulso, mi pie barre esqueletos; sus alas, sus culos redondos manchan la lija de mi tabla con una pasta roja, tornasolada.

3

La madre de Julia fríe chicatanas mientras un olor ligeramente amargo y dulzón invade su departamento. Nos dice que hace veinte años que no ocurre una lluvia de hormigas. El almuerzo inesperado le recuerda las implicaciones de la tormenta, como si la interrupción de un vuelo núbil hubiera desatado un peligro más grande que los anuncios espectaculares derrumbados por el norte:

«Las coralillo saldrán del nido que proveen a las hormigas y cuando menos lo esperen las verán en los márgenes del río, nadando en las albercas, tomando el sol desde la punta de un jobo».

4

«Ya te conté cómo fue mi primera vez: a César le gustaba morder y a mí más bien me sacaba de onda. Me dejó la bemba floreada y un buen dolor en las ingles, ni me ha llamado, el muy cara de verga, y ya pasaron dos semanas», dice Julia mientras ordena su cuarto. «Lo peor de todo fue que me dejó un muy mal sentimiento, esa noche la pasé en la regadera hasta volverme pasa. Me tallé y me tallé hasta quedar enrojecida con el zacate. Como si algo se me hubiera pegado. Como si algo además de la tanga se hubiera manchado».

Ignoro los dislates de Julia, tan proclive a cagar pa’ arriba y titubear ante los cuentos que nos dicen en la escuela sobre coger. No tuve una experiencia religiosa, pero tampoco demoníaca. Luis no es mi novio, pero tampoco un desconocido: patinamos casi todas las tardes, salimos a veces, siempre me lleva a casa en el Spark de su madre aunque él viva hasta la Pochota y yo frente a playa Miami. En el camino ponemos rolas de Savages o Deafheaven y nos quedamos estacionados frente al Oxxo de la playa fajando y platicando alternadamente, mientras los barcos hacen fila en el horizonte para entrar al puerto, hasta que las canciones empiezan a repetirse o nuestras pilas se acaban.

«Sé que no tiene nada que ver, pero ahora tengo unas pesadillas supermierderas».

«Puro pinche iris», le digo con el mismo desdén que al lunes siguiente diré tras una charla de emergencia sobre el zika: «El virus se puede contagiar por relaciones sexuales, no es necesario presentar síntomas; chicas, no se embaracen, no comprometan su inocencia». Cada emergencia es un pretexto para reforzar temores retrógradas; en primaria vinieron a enseñarnos a distinguir el mosco del dengue: «Aléjense de los barrios pobres e insalubres donde la gente no fumiga y deja al aire libre las llantas y los recipientes que serán criaderos». En secundaria nos enseñaron a refugiarnos bajo las bancas y repasar el rosario en caso de que nuevamente los Zetas hubieran decidido balacearse con la Marina frente a la escuela: «No solo destruyen su cuerpo, también destruyen a la sociedad: las drogas vienen manchadas, es patrocinar la masacre».

«Puro pinche iris», repetía tras cada discurso, aunque igual evité los huatos sellados con zetas rojas y más de una vez me vi de cuclillas bajo la banca repasando un rosario de terrenales improperios mientras las balas rompían los cristales de los salones contiguos a la avenida.

5

Soñé que estaba con Luis en mi cuarto, cogíamos mientras caía un chubasco de proporciones bíblicas. El golpetear de la lluvia acompañaba nuestros trémulos sudores hasta que la ventana cedía ante las ráfagas, se abría de golpe y una espiral roja invadía el cuarto. Me ponía de pie sorteando con los brazos el torrente punzante y cuando al fin podía cerrar la ventana, me daba cuenta de que en el mar se había levantado un oscuro torbellino que amenazaba con pisar la playa. Una tromba de chicatanas idénticas a las que ahora cubrían cada centímetro de mi cuarto. Luis era un súbito hormiguero de huesos carcomidos, de carne putrefacta.

6

Antes de que amanezca, paso una hora bajo el chorro de la regadera.

7

Ni las labores municipales de limpieza ni las hordas de jarochos armados de cubetas y escobas pudieron limpiar por completo los remanentes de la lluvia de hormigas. Yendo por el bulevar en mi patineta camino al colegio distingo solitarios remansos que crujen ante la presión de las llantas. Cadáveres ocasionales al pie de palmeras, esqueletos agrupados en charcos que el sol del mediodía hará desaparecer. No aletean ni se retuercen. Dudo que estén muertas, las siento más bien resignadas.

8

«Tuve un sueño bien loco», confieso a Julia en el primer receso, pero no hay mucho que contar, sabe exactamente qué soñé: lo relata con fotográfica exactitud, como si ambas hubiéramos visto la misma película de terror.

9

Evadimos el tema el resto del día, como si ignorar los síntomas fuera suficiente para curar una enfermedad. Pero la lija de mi tabla sigue roja, al igual que las llantas, las suelas de mis tenis, las aceras, el agua de la alberca.

10

Paso la tarde patinando en el Ciriaco. Domino el grind y el 360 flip con una precisión insólita. Rieleo con quirúrgico equilibrio sobre las barras de acero enceradas con veladoras, cabalgo con soltura en los adoquines del parque, levanto la tabla como si fuera una extensión de mi cuerpo al intentar una pirueta que antes me parecía imposible. El resto de los morros no da crédito ante cada nueva proeza. Pareciera que es el norte el que me asciende por los aires. Ignoran que no se trata de las rachas de viento sino de mis piernas que solo quieren raspar con mis vans esa lija manchada de rojo hasta dejarla inservible, limpia.

11

En la noche me marca Ramón, el hermano de Julia.

«Me dijo que tú también has tenido pesadillas», se escucha del otro lado de la línea con la inquietud que provoca un enigma urgente. «No quise espantarla, pero yo también he soñado un verguero de mierda, cada noche. Y algo me dice que no somos solo nosotros. Todo empezó desde que parché con un vato, ya hace unos días, la noche de la lluvia».

«¿Y qué sueñas?».

«Lo mismo que tú».

12

Julia ha levantado una barrera de hermetismo que le parece prudente y a mí me parece irresponsable, una traición ante la emergencia. Habla como los periódicos que repiten titulares todos los días, «Ayer fue un día soleado», para evadir las masacres que ocurren con la misma frecuencia: cadáveres decapitados en fosas clandestinas, heridos sobre la avenida tras una balacera. A la salida del colegio me harto de un silencio cómplice.

«Tu hermano, tú, yo: no puede ser casualidad. Seguro alguien más está pasando por lo mismo».

«Ramón está buscando ayuda, pero no sé contra qué».

13

Luis dice que se siente mal, se rasca todo el tiempo, culpa a la dermatitis por la tenaz comezón que ha dejado rasguños en sus brazos y piernas. Aun así vamos al cine, reímos ante la sangre falsa, pega de brincos ante los sustos más burdos. Me lleva a casa, nos besamos brevemente. Pero no tiene ánimos para que fajemos.

«Lo siento, Domi; neta no me siento muy bien», alega mientras se rasca la nuca. Ante la luz del farol que ilumina el bulevar junto a la playa, los rasguños ostentan un brillo de herida fresca, recién coagulada. Mi cabeza se llena de dudas, como un hormiguero recién poblado, pero Luis malinterpreta mis temores:

«¿Estás peída?».

«No, para nada», le digo conteniendo algo más que llanto. Lo abrazo con ese instinto que podría convertirse en costumbre y percibo en sus músculos una cortante fragilidad, como si piel y huesos pudieran crujir entre mis brazos con un mínimo esfuerzo.

«¿Es como un hormigueo, verdad?», le digo sin soltarlo. No quiero soltarlo.

14

Porque puedo sentir ese hormigueo, recorre sus venas, las capas más profundas de su piel. Puedo sentirlo. No en mí, en él. Vomito al subir a mi departamento. Paso una hora bajo la regadera. Sueño que abrazo un cadáver.

15

Ramón me marca por la mañana antes de salir al colegio.

«He estado preguntado y no somos los únicos: amigos que sufren hormigueos, otros sueñan con tormentas de chicatanas. Pareciera que todos nos hemos contagiado de un mismo virus».

«¿Y qué podemos hacer?».

«Estoy tras la pista de alguien pero no sé si funcione».

«¿Y entonces?».

«Esperar tal vez».

«¿Esperar a qué!».

«No lo sé tampoco, no sé qué signifique esto».

16

Ya es demasiado tarde. Esta mañana en el colegio, durante la misa que antecede las clases, anuncian que César ha muerto. Dicen que enfermó de zika, que estuvo días en el hospital, que el tratamiento no surtió efecto. Por supuesto mienten: «Ayer fue un día soleado», dice el periódico mientras una nueva fosa se abre en los extrarradios del Puerto.

Ni Julia ni Ramón han venido a clase y no contestan mis llamadas. En el receso saco mi patineta del locker y me escapo por la barda trasera del colegio. En el largo camino hasta casa de Julia le marco a Luis y tampoco contesta.

17

Julia no abre la puerta, no responde llamados. Sabemos que está bien porque llora: sus gemidos inundan el departamento con el mismo regusto amargo de las chicatanas freídas en el sartén el día que empezó todo esto.

Ramón me saca al patio, prende un cigarro.

«César no tenía zika ni nada semejante. Julia me dijo ayer que la última vez que lo vio tenía las ronchas y la fiebre, pero no, no era esa verga. Él sentía hormigueos».

Noto una roncha en su nuca. Ramón también está enfermo.

«Como si un ejército se abriera paso bajo tu piel, un hormigueo que empieza en tu uretra y poco a poco se extiende hacia tus brazos, tus piernas; ese ejército llega a tus ojos y empiezas a ver rojo. Te sientes débil, y más que débil te sientes muy frágil, quebradizo, como una pinche hormiga que aprietas y deja pus entre tus dedos».

18

Desgasto las llantas de mi patineta sin voltear. Sé que están atrás de mí. Siento las hormigas en mi coño, una procesión de antenas y patas bajo mi piel, pulverizan carne a dentadas, reemplazan sangre con mancha, con esa tromba roja que pisa la playa para anidar en nosotros.

19

El zumbido de las hormigas parece el siseo de una serpiente.

20

«Sabía que vendrías tarde o temprano», dice Elvia, entre veladoras y fotografías, matas de romero y hierbabuena, tras las cortinas de un puesto de inciensos en el mercado Hidalgo. «Tú o alguien más, sabía que alguien vendría. Pero has llegado tarde. Ya no puedes contener la pandemia, no podrás evitar más contagios. La sangre llama, niña, siempre llama. ¿Quién limpia los terrenos, quién barre los despojos? Las hormigas. ¿Y quién es la madre de las hormigas? ¿Qué madre no va detrás de sus hijos? Esto es una venganza y es una limpieza. La sangre se limpia con sangre. Morirán tan chicos, como insectos, son destinos rotos por la tormenta».

21

He encontrado un nido de chicatanas en el manglar al otro lado del Jamapa. Uso mi tabla como una pala y el machete que me dio Elvia como un atávico amuleto. Debo limpiar esta guarida de coralillo. Si mato a la madre de las hormigas, estas saldrán mañana nuevamente, habrán de cortejarse en el aire oscuro, formarán nuevos nidos. La tromba interrumpió su apareamiento y por eso vinieron a nosotros, núbiles cuerpos. Pienso en el cadáver de César cubierto de chicatanas; anidaron hasta quebrarle la piel, como un caparazón, dejando los puros huesos. La coralillo aparece dibujando en el aire un dos repentino. Debo decapitarla, que las hormigas vuelvan a su nido. Mañana seguirán las masacres y los contagios; los periódicos dirán que fue un día caluroso; nadie sabrá que salvé a algunos; pero ni Julia ni Ramón ni Luis ni yo sentiremos la roja procesión, libres de toda mancha. Soñaré un vuelo nupcial esta noche. Habrá pasado la tromba.

22

Los veo en la calle y sé que están enfermos, que se han infectado. Se rascan con una furia inútil que ensangrenta los brazos, con un vigor insuficiente para el escape. Otros se retuercen por reflejo; ignoran que están muertos. Cuerpos decapitados, se fatigan en los últimos estertores de una inútil resistencia. Solo unos cuantos yacen en inmóvil resignación. No veo banqueta ni asfalto: solo cuerpos del color de la sangre que revientan bajo las llantas de mi patineta. Cuando tomo impulso, mi pie barre esqueletos que ya no manchan la lija de mi tabla con una pasta roja, tornasolada.

LA FLORACIÓN DE LOS ROBLES: UNA DENDROCRONOLOGÍA

Ya se sabe: el primer recuerdo suele ser implantado: cada vida tiene por espuela una ficción. Lo cual no impide que aún conserve la exacta memoria del día en que emergió como verde banderita producto de un viaje, ácido e inhóspito, por el tracto digestivo de un zanate. Desde entonces siente una nostalgia por el vuelo que ha combatido parcialmente en el laborioso esfuerzo de rozar alturas que solo conoció siendo semilla. Todo camino es fruto de una desolación: los hombres retiraban la maleza, los pastos salvajes y azarosos, para marcar la ruta más cómoda hacia un mar que en días nítidos se dibujaba a la distancia como un vago espejismo del cielo. Era demasiado joven como para llamar la atención de cualquier paseante: sus tiernas ramas eran incapaces de prolongar un fuego propicio para la cocción y el seguro descanso. Creció siendo testigo de innumerables carreras de relevos donde el pescado fresco pasaba de mano en mano como una saeta, donde los capturados caminaban hacia el reino como pescado fresco. Sin mayores temores que verse nutrido por heces ocasionales, pasó la infancia siendo el taciturno centinela de una ruta que se construyó principalmente para permitir el fluido tránsito de proteínas esenciales. Pero todo camino vuelve a su origen y tarde o temprano es recorrido por una desolación que corre en sentido inverso: el ejército salido del mar pasó a su lado consternado por la floración de los robles circundantes. La juventud le permitió pasar inadvertido: ya no era una verde promesa producto de un paracaidismo bienhechor, pero tampoco una vieja amenaza como los robles muertos que terminan siendo arcos, vigas, vergantines. Aquellos hombres inauguraron una tradición que hubo de respetarse por centurias: volver aquel camino el escenario de sacrificios seculares sellados por la pólvora; persecuciones bilaterales, carretas emboscadas por forajidos, ejércitos menguados por el dengue y la malaria. Con los años, el roble se vio fortalecido por abonos circunstanciales: la sangre de los combatientes se incorporaba a la tierra como una ofrenda involuntaria de nitrógeno y hierro. Ante semejantes regalos inesperados hubiera sido una mezquindad quejarse de los viajeros que dormitaron bajo su sombra o de las parejas fugitivas que marcaban en su corteza los motivos de la huida. Renovarse resulta indispensable para la supervivencia y qué habría sido de la desolación originaria sin sofisticar la forma en que transitan las proteínas esenciales: la tierra que pisaron miles quedó bajo el asfalto que dejaron constructores cargados de instrumentos cuya única función era suplir una carencia: el sentido común de los ríos. No cesaron los sacrificios ni las afrentas: el ya tradicional plomo siguió siendo la forma más eficaz de permitir que la sangre fertilizara los alrededores, pero también es cierto que los automóviles impactados en árboles vecinos durante lluvias torrenciales cumplían una labor casual pero significativa a la hora de compensar el despojo: bajo el asfalto, las raíces se abrían rutas hacia el agua sin requerir mayores instrumentos de medición que el instinto. A lo largo de siglos, fueron cientos los robles de la zona que pasaron por el inmisericorde trámite de la guillotina, culpables de haber florecido en el momento justo que marca la madurez necesaria para convertirse en mesas, sillas, postigos, arpas, marcos, trabes, guitarras, lanchas, jaranas, libreros. Lo que por años fue un defecto y acaso motivo de burla (haber crecido sin florecer, rebasar la altura de los mayores sin cruzar primero la pubertad) de pronto fue el camuflaje propicio para la supervivencia: por muy alto que fuera, ¿quién cortaría un roble que jamas ha florecido? No fue más que hogar de pájaros estacionarios, guarida de mamíferos, testigo involuntario al pie de un carretera, con una superficie sembrada de experiencias: balas perdidas incrustadas en los anillos de su juventud, navajazos frutos del amor y el aburrimiento, pedazos de corteza arrancados para preparar infusiones de propiedades analgésicas. Una tarde, una mujer descendió de su coche al pie del camino y vio al roble como el hallazgo que se espera durante toda una vida. Siguió con un serrucho menor la ruta abierta por la bala y extrajo una muestra parcial en un procedimiento semejante en dolor y propósitos a una punción lumbar. Días más tarde, la misma mujer volvió acompañada de todo un equipo de investigadores cargados de instrumentos cuya única función era suplir una carencia: el sentido común de los anillos concéntricos detrás de la corteza. A pesar de su aparente e indefectible juventud, resultó ser el roble más viejo del que se hubiera tenido noticias. Las cosas que habrá visto, se dijeron entre ellos como si el roble pudiera sentir algo cercano al regocijo: viajes y procesiones, formas del comercio que devinieron en guerras, guerras entabladas para permitir el comercio, fugitivos y paseantes, turistas y migraciones. ¿Qué otra historia podría contar sino el devenir natural de lo que empezó siendo despojo y desolación? En anillos de celulosa vieron el reflejo de su propia historia. Dejaron una placa, le pusieron un nombre y de tanto en tanto lo visitaban buscando los signos de una floración que se había postergado durante siglos. Varias generaciones continuaron con la labor fundacional de aquella mujer: detenerse bajo su sombra, buscar nuevas huellas, seguir el transcurso de un milagro fruto de la mutación. La misma carretera adyacente fue reconstruida en no pocas ocasiones, siempre con la magra ayuda de instrumentos de medición incapaces de suplir el sentido común de los ríos e instrumentos de construcción incapaces de suplir el sentido común de las montañas: las rocas se mueven en una misma dirección siguiendo tácitos acuerdos. El mar que antes se distinguía solo en días claros comenzó una lenta pero inexorable invasión, en un tiempo en que los cuerpos seguían los pasos nutricios de sus predecesores y los constructores seguían los torpes pasos de sus antecesores y las parejas fugitivas parecían ignorar el destino de todas las parejas anteriores, y los pájaros que se posaban en sus ramas seguían moviéndolo a la nostalgia de los días anteriores a que fuera una verde banderita alzada en el excremento, y los robles nacían cada vez más lejos porque la tierra ya no era propicia sino para este único espécimen imperturbablemente joven, desgraciadamente viejo. El mar cubrió los alrededores: la punta de la colina que gobernaba el roble se transformó en una isla súbita, solo accesible en lancha, ajena a las naves circundantes y el oleaje nutricio: la marea arrastra cuerpos que cumplen la misma función que los primeros cuerpos: la atávica circulación de proteínas esenciales, los despojos pactados y la desolación que ya no requiere ni recuerda camino alguno. Espera lo que ya no espera: ¿quién sembrará verdes banderas en qué colinas lejanas? Desearía, como tantos otros robles, solo heredar la espuela y la nostalgia. Vendrán las flores. No los herederos.