Cuando me propusieron escribir el prólogo de este libro, mi primer impulso fue expresar mi agradecimiento por lo que me ha permitido aprender. He tenido el privilegio de entrar como lectora-huésped en la escritura de un recorrido de indagación que considero original y muy prometedor.
Desde hacía tiempo sentía insatisfacción y un cierto rechazo respecto a tradiciones de investigación pedagógica dirigida al estudio del conocimiento práctico de los docentes, al estudio de ese saber de los así llamados prácticos, destilado y codificado por investigadores-teóricos bajo forma de “buenas prácticas” o prácticas ejemplares, que según dichas tradiciones debería constituir un componente esencial de la formación de los nuevos docentes.
Quien lea este libro se sentirá llamado a participar en itinerarios muy diferentes. Recorridos que superan la división entre prácticos y teóricos, entre experiencia y su descripción o interpretación, y que, por tanto, tratan de llevar a la formación de los nuevos docentes más preguntas que respuestas, no tanto saberes de la experiencia entendidos como un conjunto de “cosas que se saben”, sino otro modo de saber, un modo pensante, interrogante y siempre naciente, de relacionarse con lo que se vive, y fiel a la sustancia de lo educativo. Tal y como se dice en la Introducción, el libro nos invita a cambiar la mirada: no a un estudio sobre maestras y maestros, sino a aprender con ellas y ellos, en una relación de pensamiento con lo vivido, y de esta manera, a “abrir otra ventana a la pregunta por el saber de la experiencia en la formación”.
El segundo impulso para escribir este prólogo, en consecuencia, fue dejarme interpelar por los textos acerca de lo que hoy vale la pena cuidar en la escuela.
Pensando con los relatos de profundización narrativa y pedagógica que se encuentran en el libro, puedo decir que los autores y las autoras ya han hecho hincapié de manera muy convincente en lo que en la escuela vale la pena cuidar: donde está la vida, y no solo la humana, hay que preservarla, nutrirla, cuidarla, hacerla florecer, cultivando las disposiciones que alimentan su calidad y su sentido positivo.
Lo que es necesario hoy, a partir de la escuela y en cualquier lugar, es superar las escisiones y los dualismos que nos atraviesan interna y externamente, como cesuras internas a nosotros mismos y como particiones de la realidad que no corresponden a lo verdadero y nos procuran malestar: amor y trabajo (y política), escuela y vida, fuerza y vulnerabilidad, placer y deber, posibilidad y límites, necesidades y deseos, cuerpo y mente, inteligencia y emociones, teoría y práctica, expertos y no expertos, tareas bajas y tareas altas, etc., por nombrar las más evidentes. Estos cortes netos entre vida y trabajo, entre vida y escuela, bloquean las capacidades de generar y de poner en circulación energías y amor, de expandir, de saber esperar, saber acoger y dejar ser; y bloquean la posibilidad de trasvasar de una manera fluida de una experiencia a otra de la vida recursos y competencias, que sin embargo tenemos, y producir abundancia. Necesitamos una sabiduría que suelen tener las maestras de educación infantil y primaria: la transiliencia, o sea la capacidad de rebotar en el cambio, de hacer la transposición de experiencias y de energías de una parte a otra de la vida y crear nuevas conexiones transformadoras pensando con lo vivido. Gracias a la transiliencia, en el continuo fluir de la vida, la energía vital no se pierde sino que se transforma en fuente de regeneración, en metamorfosis interior, en el fluir del saber y del pensamiento.
Hoy son importantes prácticas de conjunción, para volver a ponernos en contacto con nosotras mismas/nosotros mismos, cuerpo, mente y corazón, y encontrar a nivel adulto esa presencia “redonda”, esa presencia que se mueve y se da al 100% cada vez, en cada una de las diferentes actividades, una presencia redonda que las criaturas pequeñas tiene espontáneamente y que hay que preservar y cuidar en la escuela.
Se trata de la creación de un nuevo orden, de participar en el mundo y en la vida con nuevas prácticas y nuevas posturas simbólicas, que nos permitan potencialmente mantener juntas, dentro y fuera de nosotros, más cosas y más posibilidades, incluso lo imposible y los opuestos, y dar presencia a todo, lo positivo junto con lo negativo, en un abrazo generoso que se nutre de cabeza y corazón. Entonces, con las palabras de Luisa MURARO: “No se trata de sustituir la realidad dada por otra mejor y alternativa, se trata de animar su trama, darle el tejido de las más altas pretensiones, usando la materia prima que tengamos entre manos, reciclar todo, incluso los desechos, incluso el sufrimiento”1. Así “el menos” puede transformarse en “más”, como en un proceso alquímico, sabiendo que la educación es una creación incierta y delicada, pero potente, como recuerdan José CONTRERAS y Emma QUILES-FERNÁNDEZ en su Introducción.
Cuando se encoge y se descentra el propio “yo” con su carga de fantasmas, sus instancias de voluntad y sus representaciones predeterminadas, y se da espacio al sentido relacional del existir, se abre la conciencia de la vulnerabilidad constitutiva de la vida y de lo humano. Una vulnerabilidad que, ahora lo sabemos, si la aceptamos, se transforma en la fuerza que nos permite permanecer abiertas a lo que sucede, aunque sea difícil y doloroso, sumergirnos en la realidad del mundo con todos los sentidos, porque solo así se puede esperar conocerla y no con los saberes especializados, que tienden continuamente a expropiarnos de nuestra competencia simbólica; y porque es a partir de esta apertura desde donde son posibles la demanda de un cambio y una modalidad de pensamiento transformadora. Son necesarias estas conversiones a nivel adulto, son necesarias formas de pensamiento nuevas, ligadas al sentir con intensidad y en relación viva con lo que sucede y nos sucede, para estar a la altura del pensar en grande de las criaturas. Es necesario custodiar y cultivar ese pensar en grande de la infancia, incluso después de la infancia. Es un pensar que se despliega cuando niñas y niños se encuentran por primera vez con aspectos de la vida y del mundo sobre los que plantean preguntas auténticas, cercanas al origen de las cosas, y cuando no renuncian a esa mirada “primera”, esa mirada encantada donde “todo brilla en una luz sin origen”2.
Si no se acoge y escucha este pensamiento en grande, las niñas y los niños pierden la oportunidad de ser conscientes de su propio pensar y de la confianza en la capacidad de hacerlo, y el deseo de conocer se aleja, el alma se apaga. Por eso son necesarios: mucha escucha, un tiempo extenso (“un sentido del tiempo para la vida”, como pone en evidencia Remei ARNAUS refiriéndose a la escuela El Roure), el lujo de experiencias de aprendizaje que hacen estar bien y crean resonancia interior (“crecer por dentro” lo llama Asunción LÓPEZ en su texto), y la abundancia de relaciones que acojan las vivencias, sostengan el deseo y muevan el saber. He hablado de lujo, de algo que aparentemente está en el orden de lo superfluo y de lo inútil, al menos según las medidas que la institución escolar y nuestras sociedades tienden a imponer, pero que en realidad es lo esencial, es ese útil de lo inútil sin el cual no se da la educación. Y las maestras nos enseñan este lujo, y cómo se puede hacer mucho con poco con la capacidad de inventar —estando en una relación pensante viva y libre con el contexto— las mediaciones para que cada uno, cada una encuentre su paso, en un mundo como el actual donde educación, cultura e instrucción se tratan como mercancías e inducen cada vez más desigualdades, exclusiones, conformismos.
En la formación corriente de los profesores, el pensamiento neutro, abstracto y prescriptivo y los saberes disciplinares “objetivos” y parcelados prevalecen, creando cesuras en la experiencia personal del conocer y obstaculizando la posibilidad de una visión amplia y profunda del educar. Los sujetos —tanto quien enseña como quien aprende— parecen sustituibles, intercambiables. El cuerpo, las emociones, las diferencias, la singularidad parece que no cuentan. Es un pensar por modelos que nos hace perder la riqueza de lo imprevisto y las posibilidades transformadoras de un verdadero encuentro. Y fracasa la creación de una posición epistémica y heurística necesaria tanto para quien enseña como para quien aprende. Los relatos que encontramos en el libro, por el contrario, hacen posible un pensar en las disciplinas y en los saberes como terreno de diálogo y de creación de relaciones vivas, como mediaciones flexibles y estímulos de encuentro con uno mismo, los otros, el mundo, que mueven el pensar y transforman las formas dadas de los conocimientos en saberes vivos, encarnados y siempre nacientes, que ayudan a aprender a vivir, a componer una buena vida, posiblemente en paz consigo mismos y con los demás.
Es esto lo que la escuela necesita, desde la educación infantil hasta la universidad.
Es por ello que he apreciado la postura epistémica original de la investigación. Los miembros del equipo han dado prioridad a la relación como fuente de conocimiento: viviendo e investigando con las maestras las relaciones polifónicas que forman la vida de la escuela, pero también interrogando continuamente las relaciones entre ellos/ellas como investigadores y su vivencia en la investigación, además de las relaciones entre ellos/ellas y los profesores con sus experiencias y sus saberes. Todo ello en la búsqueda compartida de preguntas, orientaciones y sentidos de lo educativo que solo las relaciones de pensamiento con lo que se va viviendo en la tarea docente pueden generar. Un pensar pedagógico relacional, un modo de saber vinculado a la experiencia y a la vida, tan insólito como necesario, incluso para la formación del profesorado.
En este punto de radicalidad (en el sentido de ir a la raíz) veo la originalidad de esta indagación: el paso de quitar el “demasiado lleno” de los discursos públicos sobre la escuela, de dejarse tocar por lo esencial, de no confundir lo urgente con lo necesario. Todos y todas estamos sometidos al principio productivista-mercantilista de nuestras sociedades, pero podemos distanciarnos, hacer espacio al vacío, dando prioridad a otras cosas: dar confianza al elemento humano con sus posibilidades transformativas, poiéticas y autopoiéticas; confianza no solo en lo visible y racional, sino también en lo que es inconsciente e invisible, al mismo tiempo riesgo y recurso para la educación a condición de renunciar al afán de control.
Lo que en la escuela hoy vale la pena cuidar es el valor de moverse de manera anacrónica, en una dirección diferente, casi opuesta, respecto al espíritu de los tiempos, a la lógica del cambio continuo, manteniendo en una tensión positiva los dos polos de lo elemental y de lo transcendente, de la experiencia concreta y del sentido que la transciende, para generar nuevas visiones. En esto nos ayuda Simone WEIL3 para ver debajo y más allá de las estratificaciones históricas lo que es irrenunciable: las necesidades eternas del alma que vinculan, que generan obligaciones cuyo fundamento se encuentra en el carácter sagrado del ser humano (“hay obligación hacia todo ser humano por el mero hecho de serlo, sin que intervenga ninguna otra condición... el progreso se mide en función de cuánto respondemos a estas obligaciones”) y que deberían orientar los lazos humanos y el educar. Pero esto pide una conversión de la mente y del corazón, establecer la primacía de las obligaciones frente a los derechos y los deberes, y la conciencia de que dichas obligaciones se fundan y se verifican en la experiencia viviente, con un constante ejercicio de atención a la singularidad y con respeto al dinamismo de la realidad, en un proceso analógico entre necesidades del cuerpo y necesidades del alma. Los alimentos espirituales del alma humana son tan indispensables para la vida como los del cuerpo, en caso contrario muere la humanidad que vive en nosotros. Se trata de necesidades contrarias pero no excluyentes, no dialectizables, ante las cuales no se trata de encontrar un equilibrio ficticio, sino de mantenerlas presentes al mismo tiempo en su integridad, cuando vamos en busca de un pensar pedagógico vinculado a la experiencia. Libertad y enraizamiento, libertad y obediencia son exigencias del alma contrarias pero que hay que mantener presentes al mismo tiempo: la libertad está vinculada a la responsabilidad y al reconocimiento de autoridad, al sentido positivo de la autoridad, y la obediencia es la adhesión interior a sencillas y pocas reglas de convivencia fundadas a partir de la experiencia, por tanto, siempre abiertas al devenir y no del todo codificables. Es lo opuesto de nuestro tiempo, que nos hace oscilar entre sentido de impotencia y sentido de omnipotencia, porque nos pone ante un exceso de posibilidades de elección y al mismo tiempo a un exceso de normas y de restricciones sin sentido.
Hoy prevalece también en la educación la violencia simbólica de un lenguaje mercantil, empresarial y tecnocrático. Es por ello que, con mayor motivo, he apreciado el lenguaje de este informe de investigación y la elección de configurar narrativamente la experiencia de aprender con docentes, sabiendo que siempre la experiencia es algo más y algo menos que las palabras que podemos decir, y sin embargo confiando en la posibilidad de hacerse pasaje viviente, mediación viva para que estas experiencias interpelen a otras, otros, despierten el deseo y resuenen en quien lee. He sentido la riqueza de la lengua materna: una lengua que no se confina en los lenguajes especializados y convencionales, sino que mantiene viva y dinámica la relación entre palabras y cosas, entre experiencia, afectos y pensamiento, y muestra el mundo en su variedad reactivando una corriente amorosa. El estar en la lengua con las propias experiencias y una palabra propia responde a la necesidad humana irrenunciable de existencia simbólica para sí y para los demás. Este es un verdadero camino de libertad, la libertad de estar ahí con la propia subjetividad y el propio deseo en el intercambio con otros, lo otro de sí. Y la escuela tiene que volver a convertirse en un laboratorio existencial, cultural y político de transformación de las relaciones, de las maneras de ser y del sentido de las cosas, dentro y fuera de la escuela.
Hoy es importante estar con eficacia simbólica en el conflicto sobre el sentido que hay que dar al oficio de educar y al convivir, para sustraerlos de los significados utilitaristas y mercantiles corrientes, de los especialismos de los expertos. La idea de una utilidad contable en educación, el imperativo a contabilizar de manera utilitarista lo que enseñamos y aprendemos, es una total perversión del sentido del educar. Y sin embargo encuentra un creciente espacio en la governance de las instituciones escolares, formativas, universitarias, de las diversas organizaciones, y en todas las edades de la vida: incluso el placer de la lectura, la alegría de un aprendizaje o de un descubrimiento compartido con otros, son traducidas en competencias a adquirir y son sometidas a medición y certificación.
Las escuelas infantiles y de primaria viven todavía bajo el signo del amor y de la primacía de las relaciones. Las maestras son portadoras de una cultura relacional del educar y del convivir, que después se pierde en los grados escolares sucesivos y que, por el contrario, es esencial para repensar desde el principio qué significa enseñar y aprender y cómo hacer de la escuela una comunidad abierta, un lugar realmente público en el corazón de la sociedad, donde se aprende a vivir y a convivir humanamente. Reconocer la primacía pedagógica de los grados así llamados “inferiores” (escuela infantil y primaria), aprender con las maestras y ponerlas en el lugar simbólico de la autoridad, sostener sus deseos y su voz es la urgencia política y pedagógica de nuestro tiempo. Una revolución simbólica necesaria para resaltar lo que es verdaderamente esencial, hoy, en el problemático encuentro formativo entre generaciones, subjetividades, culturas distintas.