Cubierta

Jaime R. Pombo

LA MÚSICA CLÁSICA
DE LA INDIA

Rāga saṅgīta en la tradición vocal e instrumental del norte

Editorial Kairós

SUMARIO

    1. Prólogo de Agustín Pániker
    2. Presentación y agradecimientos
    1. 1. Breves consideraciones sobre el significado del sonido en la tradición espiritual y musical de la India
    2. 2. Rāga. La creación melódica
    3. 3. Tāla. La creación rítmica
    4. 4. Rasa. El sabor emocional del rāga
    5. 5. Samaya. Algunos rāga desvelan su belleza solo durante el crepúsculo
    6. 6. Los gharānā musicales. Sobre el valor y la continuidad de la tradición
    7. 7. Principales géneros vocales
      1. Dhrupad
      2. Khayāl
      3. Ṭhumrī
    8. 8. La música instrumental y sus instrumentos
      1. Tāta vādya
      2. Suṣira vādya
      3. Avanaḍḍha vādya
    1. Fotografías de los instrumentos
    2. Glosario
    3. Bibliografía

Yo soy el sabor del agua, ¡oh hijo de Kuntī!, la luz del sol y de la luna, la sílaba aum en todos los Veda, el sonido primordial en el éter, soy el ánimo y la fortaleza en el ser humano.

Bhagavadgītā, VII.8

A Katka, luz que disipa mis sombras.

PRÓLOGO

Cualquiera que haya pisado la India habrá notado la omnipresencia del «ruido» en sus ciudades y carreteras. «Sound Horn Please» llevan pintado los camiones y autocares en el dorso para anunciar su presencia sobre el asfalto (aunque ahora el Gobierno, alarmado por la contaminación acústica del país, trata de eliminar ese nefasto hábito). Y es que en la India el oído prima sobre el resto de sentidos. Por lo menos, está a la par con la visión.

India ha sido, y en gran medida sigue siendo, una civilización eminentemente sónica. Para los indios –y no solo los hindúes–, todo sonido es, en esencia, sagrado. Desde el estruendo de la tormenta, el habla en una conversación, la nota musical que sostiene el tānpurā, el graznido del pavo, la monótona letanía en la liturgia… hasta el susodicho claxon de los autocares.

Recuerdo que de muy joven, tal vez a principios de la década los 1970, bastante antes de haber pisado la India, me deleitaba escuchar a Ravi Shankar. (Como para tantos, Shankar fue mi llave para penetrar en el universo de la música clásica de la India.). Solía paladearlo al anochecer, en solitud. Abría el ventanal, prendía un incienso y escuchaba un rāga, preferiblemente lento, sin respetar demasiado el samaya. (Confieso que de ello me percato ahora, tras leer el clarificador capítulo que Jaime Pombo dedica al samaya o «momento propicio» para cada rāga.) El sitār del maestro, seguramente apoyado por el gran tablista Alla Rakha, me hipnotizaba.

De vez en cuando, acompañaba la audición hojeando un magnífico libro de fotografías de la India. Me viene a la memoria la imagen de una carretera vetusta, sombreada por gigantescos banianos, apenas transitada por un carro tirado por blancos bueyes. El rāga dialogaba con esa instantánea de la India profunda; el país imaginario de mis imaginados antepasados. Una India, no obstante, absolutamente real en aquella honda intimidad: un sabor que reverberaba en mi estómago y se fundía con ecos lejanos.

No volví a sentir ese cosquilleo mágico hasta que, muchos años después, escuché una grabación de los hermanos Dagar (los «viejos»). Era una introducción (ālāpa) en un tempo muy lento en canto dhrupad. Me impresionó sobremanera. Su austeridad, el tono grave, ralentizado… Intuía –y tras leer el soberbio capítulo que Jaime Pombo dedica al canto dhrupad, ahora sé que correctamente– que los músicos simplemente afinaban la voz con el ṣaḍja o «nota base». Diríase que la clave de su interpretación consistía en establecernos en la esencia de ese tono. Han tenido que pasar algunos lustros y una reveladora inmersión en las páginas de este libro para, al fin, enhebrar y dar sustancia a mis sensaciones, recuerdos y emociones. Ahora entiendo por qué el dhrupad es definido como un viaje a lo más profundo del sonido.

La fascinación india por el sonido numinoso tiene una larga historia. Y mucha miga. Ya desde tiempos del Ṛg-veda, hace como mínimo 3. 500 años, lo sónico ha gozado en India de un prestigio sin igual. Dícese que esa colección de himnos constituye el más sagrado de los sonidos. Los sabios-poetas de la antigüedad, aunque sean llamados ṛṣi o «videntes», fueron en verdad «oyentes» que escucharon la poesía del universo, los ecos vibratorios de la Realidad Última, que supieron verter en forma de himnos poderosos. Esos himnos constituyen lo que una mayoría de indios considera «revelado» de su religiosidad. Significativamente, a esa porción más sagrada de sus escrituras la llamaron śruti: «lo escuchado».

El Veda es Vāk, la Palabra primigenia. En su acepción más amplia vāk remite al habla ordinaria (emparentada con la castellana «voz»). Pero, misteriosamente, vāk se ajusta a las cosas y las replica, a la vez que refulge por sí misma. Así que vāk se hipostasia en la diosa Vāk y se homologa a «lo escuchado».

Por ello el conocimiento sagrado (veda) debe transmitirse de viva voz. Las familias sacerdotales de la India lo han aprendido, memorizado y transmitido de forma oral ¡durante más de tres milenios! Incluso mucho después de la adopción de la escritura, el Veda siguió transmitiéndose de boca a oído. Aprenderlo de fuentes escritas equivalía a no comprenderlo. La transmisión exclusivamente oral del Veda continuó hasta el siglo XVIII.

Cuando los indianistas europeos trataron de editar el Veda, necesitaron de una paciente dosis de persuasión a fin de convencer a los sacerdotes para que lo recitaran. Los himnos eran tan sagrados que para un brāhmaṇa ortodoxo la mera idea de que un «extranjero» los oyera resultaba de lo más impío. Finalmente, en la década de los 1780, unos pocos brāhmaṇa de Bengala optaron por revelar su porción más emblemática y antigua: el Ṛg-veda. Décadas después, el sanscritista anglo-alemán Friedrich Max-Müller completó la insigne labor de editar esa colección de himnos. Se basó en unos manuscritos en hojas de palmera y, créase o no, tras haber contrastado sus originales con las tradiciones orales que seguían memorizándolo. Para el asombro de los orientalistas, la versión transmitida en Cachemira, al norte, apenas difería de la recitada en el país Tamil, miles de kilómetros al sur, y ambas eran virtualmente idénticas a los manuscritos.

Se entenderá ahora el prestigio que ha gozado en la India el himno, la letanía, el aforismo, la sílaba o la fórmula sagradas; es decir, todo lo que designa la palabra «mantra». La entonación de un mantra evoca el poder espiritual que encapsula y, dada la identificación entre lenguaje, pensamiento y consciencia, el recitador se funde con la potencia sónica. Lo que la India ha llamado svādhyāya o «estudio de los textos» es, ante todo, una experiencia sónica. Baste escuchar la recitación de Sūtras por parte de los monjes budistas.

No extrañará, pues, que las ciencias centradas en el sonido y el lenguaje se desarrollaran en la India con inusitado brío. La lingüística no nació en Grecia, sino con el genial Pāṇini, un gramático que vivió en el norte de la India hace 2. 500 años. Los gramáticos llegaron a desarrollar una filosofía del lenguaje extremadamente rica y el gran Bhartṛhari, uno de los mayores lingüistas y poetas que ha conocido la historia, concibió un camino de liberación basado en las consideraciones gramáticas.

Aunque la experiencia de «ver» (darśana) al maestro o a la divinidad constituye uno de los ejes de la espiritualidad hindú, su teología es esencialmente sónica. La vida religiosa de todo hindú se reconfigura creando un mundo interior sonoro a base de los mantras auspiciosos recitados en los ritos de paso (que culminan el día que recibe el mantra de su preceptor); un «cuerpo sónico» sutil que se renueva periódicamente con el susurro de los nombres de la divinidad.

Sirvan estos comentarios para entender sobre qué fértil y peculiar poso cultural y espiritual se asienta la música clásica del norte de la India. Como no podía ser de otra forma, este es precisamente el punto de partida de Jaime Pombo. Y es que como atinadamente señala nuestro autor, la música india dimana de su función litúrgica y espiritual. Dicen algunos que procede del Sāma-veda, el «Veda de las melodías», que naturalmente forma parte de aquello que fue «escuchado» y transmitido durante tantísimos siglos. Es muy significativo que cuando los orientalistas europeos y letrados bengalíes abrieron el corpus védico al mundo allende los ríos sagrados, se percataron de que muchos sacerdotes que lo recitaban de memoria solo tenían una vaga noción de su significado, pues habían retenido un sánscrito tan arcaico que les era casi ininteligible. Aquí llegamos al meollo del asunto. El sonido de cada verso era sagrado en sí mismo. Era y es la correcta pronunciación del mantra lo importante del Veda. Un brāhmaṇa que lo recitase sin fijarse en las cadencias, los intervalos y los tonos, sin prestar atención a los acentos, sin acompasarlo con los gestos precisos, correría el riesgo de ser reducido a cenizas. Al contrario, la repetición perfecta del himno permite que el sonido actúe sobre la persona, transformándola interiormente. La clave para comprender el Veda se encuentra –más que en su significado– en su poética, entonación y musicalidad. Por ello, el Ṛg o el Sāma-veda no son «libros». Se pueden leer, claro, pero están diseñados para ser recitados, cantados y musicalizados. Y eso sirve para la mayor parte de la literatura religiosa india posterior, ya sea hindú, jaina, budista, islámica, sikh, etcétera.

De ahí la omnipresencia del canto en las tradiciones religiosas índicas. La recitación melodiosa de mantras (saṅgīta) y los cantos devocionales (kīrtana) son un buen ejemplo. La upaniṣad anexionada al Sāma-veda, la famosa Chāndogya, ya insinúa una homologación entre el canto a viva voz (udgīta) y el sonido (nāda) con lo Absoluto (brahman). Por el mismo motivo, la diosa Sarasvatī, también llamada Vāk y representada siempre con una vīṇā, preside la música y las artes escénicas.

Y es que como saben los grandes intérpretes, las notas de la música clásica pueden conceptualizarse como variaciones del Sonido primordial. Esa misma idea expresaba el célebre sarodista Ali Akbar Khan. Cuando su amigo Alan Watts le pidió una definición de la música india, el ustād se limitó a decir: «Una sola nota; se trata de comprender una sola nota». La podemos llamar nāda-brahman, ṣaḍja o sílaba aum. Da lo mismo: la aspiración del músico consiste en transmitir ese eco, la vibración que se interpenetra con el silencio. Absortos en tal sonido, músico y oyente se hundirán en un eterno ahora en el cual no hay pasado ni futuro. La música deviene un vehículo para la emancipación.

La asociación entre música y espiritualidad se trenzó de forma aún más explícita cuando la tradición adoptó las teorías estéticas de gigantes como Bharata o Abhinavagupta. El capítulo que Jaime Pombo nos brinda acerca de la teoría estética del rasa, concebida para artes escénicas como la danza, el teatro y la música (consideradas en la India la quintaesencia de la creación artística), es magistral. Muy pocos textos han sabido desvelar el carácter emocional de la música india como el presente. Pombo muestra lo importante de conocer la carga cultural que todo rāga ha ido acumulando y que tanto músicos como aficionados comparten.

Aunque el músico indio se atiene a cánones estéticos y técnicos muy precisos, en todo momento es un improvisador. No lee pentagrama. Se dice que para complacer a las dieciséis mil devotas vaqueras, Kṛṣṇa les cantó un rāga diferente a cada una. Este margen para la creación, la improvisación o el virtuosismo hermana la música clásica india con otros géneros por los que personalmente también tengo gran predilección: el jazz, el blues o el flamenco.

Esta es, precisamente, otra de las inmensas virtudes de La música clásica de la India. Con el rigor y el conocimiento del experto –pero con la amenidad del buen escritor–, Jaime Pombo nos explica los no siempre sencillos entresijos técnicos o estructurales de la música clásica indostaní: sus estilos melódicos, las notas, el ritmo, los elementos ornamentales, sus momentos propicios, etcétera.

Todos y cada uno de estos rāga se centran en un «tono». Este «tono», que normalmente mantiene el tānpūra, no se desvanece nunca (de ahí que algunos incultos en música india la tilden de «aburrida»). Por vocación es mono-tona. Precisamente, ahí radica la clave de su expresión estética. Cuando los hermanos Dagar afinaban la voz humana con el eco del universo en el canto dhrupad transmitían el «sabor» o rasa de la maravilla que brota cuando no hay ni intérprete ni oyente: solo el tono y el silencio. Este es el refinado universo musical por el que nos guía Jaime Pombo; un paradigma estético e interpretativo que contrasta con otras pautas musicales quizá más familiares.

La sección final del libro consiste en un completísimo análisis de los instrumentos de la música clásica del norte y sus principales intérpretes. Sin saberlo, Jaime ha peinado y suturado mi discografía y la ha ubicado en un contexto que ahora es mucho más inteligible. Es la voz del experto, el connaisseur, pero también la de un oído fino y sensible, el amateur. Jaime toca la bānsurī. Unas excelentes fotografías coronan este repaso instrumental. Una digresión que sirve, a su vez, para sumergirnos en la historia de la música clásica indostaní. Una vez más, Pombo es pionero en lengua española. Nos introduce en los distintos gharānā o estilos y escuelas musicales y en las transformaciones que estos linajes y técnicas han sufrido en su andadura.

Precisamente, buceando en las secciones que tratan de la historia de los géneros musicales indostaníes uno se percata de la centralidad que ha tenido el encuentro entre el mundo islámico y el mundo índico. Este aspecto no debe subvalorarse, sobre todo cuando existe una fuerte tendencia en Occidente a desgajar lo «islámico» de lo «hindú» (que entonces sería lo genuinamente «índico»). Y eso, en música (y, dicho sea de paso, en lengua, vestimenta, poesía, gastronomía, politología… y me detengo ya), es un absurdo prejuicioso.

La música clásica del norte de la India se fragua en el encuentro entre tradiciones, estilos e instrumentos de raigambre índico, con instrumentos y géneros de origen perso-arábigo. Es el desarrollo y mestizaje en tierra india lo que genera el inconfundible universo de la música clásica indostaní. Hay que ir más allá de los chovinismos para reconocer la importancia de estas fecundaciones, hibridaciones, transformaciones y síntesis. Pombo muestra, por ejemplo, que el hoy inmensamente popular canto khayāl procede tanto de su matriz índica, basada en el dhrupad, como de las influencias de la música devocional sufí, que recibirá el nombre de qawwālī. Si algo ha caracterizado a la civilización índica ha sido precisamente su capacidad de integración, absorción y, si se quiere, tropicalización de elementos procedentes de distintas culturas (léanse, al caso, las transformaciones en la manera de colocar e interpretar el violín que el autor describe al abordar este instrumento importado de Europa en el siglo XIX).

Hay que agradecer a Jaime Pombo que nombres tan ilustres como Miyān Tānsen o Niamat Khan «Sadaranga» puedan ¡al fin! sonar a la par con los de Claudio Monteverdi, J.S. Bach o Franz Schubert (aunque más atinada sería, quizá, la comparación de intérpretes como Bade Ghulam Ali Khan, Bhimsen Joshi o Vilayat Khan con Miles Davis, el Camarón de la Isla o Django Reinhardt). Si queremos trascender nuestra modalidad de provincialismo (el eurocentrismo; esto es, la arraigada tendencia no solo a desconocer lo no-occidental, sino a considerarlo como una fase menos desarrollada del verdadero progreso, sea este artístico, científico o social), como decía, si queremos fomentar una cultura genuinamente cosmopolita, la apertura a otros paradigmas musicales resulta imprescindible y saludable. No se trata ni de elitismo ni de exotismo, sino de afinar nuestro tímpano a otras profundidades (y, por qué no, a trascender la patética banalización de la música y su deglución bajo la dictadura del éxito).

Este libro permite ensanchar nuestro horizonte con una sobriedad y empatía encomiables. Más allá de su carácter pionero en lengua española, para mí (melómano confeso e indianista de cierta reputación) no solo ha supuesto un diáfano torrente de información, sino una insospechada fuente de inspiración y estímulo para la reflexión. Entenderán ahora lo gratificante que resulta (y lo tentador que fue desde el primer momento) contribuir –como prologuista y editor– a que La música clásica de la India llegue al gran público de habla española.

AGUSTÍN PÁNIKER

PRESENTACIÓN
Y AGRADECIMIENTOS

Lo mío con la música clásica indostaní fue un amor a primera escucha. Un amor profundo, de los que se intensifican con el paso del tiempo. Hace ahora década y media casi que pisé por vez primera la India. Recuerdo que, en aquel primer viaje, iba yo preparado para enfrentarme a la abrumadora belleza arquitectónica del Hawa Mahal (Palacio de los vientos) en Jaipur, del Bahá’í House of Worship/Lotus Temple en New Delhi o del Taj Mahal en la ciudad de Agra. También sabía –más o menos– lo que iba a encontrarme cuando me llegué a orillas del río Ganga, en la ciudad de Varanasi, para presenciar la cremación nocturna de los restos mortales de aquellas almas que emigraban entonces para continuar su camino y aprendizaje. Pero nadie me había hablado todavía sobre aquella otra joya, en forma de tradición cultural, que iba a tener la buena fortuna de descubrir durante ese primer viaje a la India.

Fue uno de esos días cuando, estando en la capital del país, una persona me dijo que por la noche iba a tener lugar un concierto de música clásica en uno de los auditorios de la ciudad. Hacía poco que había terminado mis estudios universitarios de musicología y, movido por una gran curiosidad, decidí acudir a ese concierto. La formación de músicos sobre el escenario me pareció entonces curiosamente austera. Un sitār como único instrumento principal, un percusionista a su derecha y otro instrumento de cuerda detrás de ellos. La presentación era, sin embargo, elegante y sutilmente bella y, dejándome embriagar por lo bonito de la estampa, me dispuse a disfrutar de la ocasión. La música que aquel sitarista y sus acompañantes nos ofrecieron aquella noche causó una inesperada y honda emoción en mí: la forma de presentar y tratar cada una de las notas en la parte introductoria del rāga, la desbordante creatividad en la elaboración de las frases melódicas, la refinada y sensual manera de ornamentarlas, el virtuoso juego rítmico entre el solista y el percusionista… Como he confesado desde un principio, aquel día quedé irremediablemente enamorado de esta tradición artística de la India. Un vínculo emocional que ha ido fortaleciéndose con los años.

El hecho de que esta música se conozca tan poco todavía en la mayor parte de los países de lengua española es lo que me ha motivado a escribir este libro. La muy escasa bibliografía disponible sobre el tema en este idioma pone a tan desafortunada situación claramente de relieve. La cultura general de la India, música incluida, sigue siendo importada y consumida en un gran número de países occidentales de manera discontinua y marcadamente superficial. Esto dificulta que podamos recibirla y entenderla en toda su profundidad y también que podamos experimentar su enorme potencial transformador. Simpatizo con el sentir que ya expresó abiertamente, como lo han hecho también muchos otros, el conterráneo pensador y experto en cultura india Raimon Panikkar: «¡Que la fascinación que ejerce el oriente no sea una huida de sí mismo ni un refugio en algo superficial, como un turismo cultural nos tiende a presentar!».1 La obra que el lector tiene en sus manos es un modesto y sincero intento por corregir un poco este déficit cultural. Es mi esperanza que pueda contribuir, en alguna medida, a fomentar un interés más amplio, riguroso y duradero –el que sin duda merece– por la música clásica de este país.

La India cuenta actualmente con dos tradiciones musicales consideradas como clásicas. Una de ellas es la llamada indostaní, la que se practica en el norte del país. La música clásica propia del sur se conoce con el nombre de carnática y, aunque similar en muchos aspectos, difiere sustancialmente de la del norte. Ambas tradiciones tienen un único origen común y esta diferenciación comienza a hacerse evidente solamente a partir del siglo XIII. Es en esta época cuando la influencia de la cultura musical que las invasiones y creciente presencia islámica trajeron consigo empieza a evidenciarse en la música autóctona de la zona norte del país. En el sur, donde el asentamiento de la cultura musulmana será considerablemente menos intenso, la música continuó un desarrollo histórico independiente y al margen en gran medida de estas influencias foráneas. El resultado de esta progresiva divergencia histórica será las dos tradiciones musicales clásicas, de identidad estética autónoma, que la India presenta hoy. Este libro está dedicado a la música del norte, a la música clásica indostaní.

La intención básica ha sido la de facilitar al lector una comprensión general sobre este arte, cubriendo con los ocho capítulos que el libro comprende sus aspectos más fundamentales. Algunos de ellos tratan sobre cuestiones de carácter técnico, capítulos dedicados a describir diferentes realidades de la práctica musical. Otros describen rasgos de esta tradición musical de naturaleza más bien cultural o social, igualmente importantes para completar esa comprensión general.

El primer capítulo está dedicado a exponer, de manera muy elemental, ideas y conceptos místicos y religiosos tradicionalmente vinculados a la música india desde muy antiguo. Estas ideas siguen siendo importantes hoy y forman parte todavía –a veces de manera explícita, a veces en un plano más personal– de la cultura musical del norte de la India.

Los dos siguientes capítulos se ocupan de los dos elementos más fundamentales de la práctica musical indostaní, el rāga y el tāla.

El cuarto capítulo trata sobre un concepto crucial para la tradición artística general de la India, el concepto de rasa. La cuestión del contenido emocional ha estado siempre muy presente en la discusión teórico-estética sobre el hecho musical indio. Se incluyen, en la sección final del capítulo, algunas perspectivas contemporáneas relevantes sobre el tema.

El quinto capítulo versa sobre la secular costumbre india de interpretar los rāga a ciertas horas del día. También dedica algunas páginas a señalar algunos inconvenientes que esta costumbre presenta y a valorar la posibilidad de que pudiese experimentar cambios más o menos importantes en un futuro.

El siguiente capítulo analiza el fenómeno histórico de las escuelas musicales o gharānā. Una tradición de fuerte arraigo social cuya realidad artística y continuidad actual ha sido abiertamente cuestionada en los últimos tiempos.

En el séptimo capítulo se exponen histórica, formal y estilísticamente los tres géneros principales de la música culta indostaní: el dhrupad, el khayāl y la ṭhumrī.

El capítulo final se dedica a la música instrumental, claramente en auge desde hace ya unas cuantas décadas, y a los instrumentos más importantes de la escena clásica contemporánea.

La terminología musical que este libro presenta, la mayor parte en sánscrito y hindi, está transcrita de acuerdo con las normas que establece el alfabeto internacional de transliteración sánscrita. He descartado el recurso de desvirtuar gráficamente esos términos para acercarlos a la pronunciación española o para «limpiarlos de signos diacríticos». He optado además –en contra de lo que es la práctica más habitual– por no pluralizarlos, algo que en un primer momento podrá resultar un tanto disonante al lector, pero a lo que espero que fácilmente se pueda habituar. Cualquier error en la transliteración de este vocabulario se deberá solo a mi falta de pericia. Asimismo, reclamo la autoría también de cualquier otro error o inexactitud que las traducciones del inglés puedan contener.

He tomado la decisión de omitir el respetuoso calificativo de paṇḍit/ustād (maestro) que suele preceder a los nombres masculinos de los grandes músicos de la India. La casi totalidad de los nombres que este libro incluye merecen este honorífico apelativo, así que he optado por sobrentenderlo y evitar así su innecesaria y tediosa repetición.* Espero que esta decisión no ofenda a nadie.

El lector comprobará también que, de manera puntual, determinada información se repite en algún capítulo. Esta pequeña inconveniencia presenta la ventaja de que esos capítulos puedan leerse de una forma más independiente.

El metódico y contrastado estudio y registro de la tradición musical clásica de la India, aunque actualmente es, por fortuna, una ocupación que interesa a un creciente número de especialistas en todo el mundo, comenzó su andadura hace no tanto tiempo. Durante la redacción de este libro he tenido que afrontar –en no pocas ocasiones y a pesar de haber trabajado, en la medida de mis posibilidades, con bibliografía suficientemente autorizada– ambigüedades y hasta contradicciones en la información disponible sobre diferentes temas y cuestiones. Por ello, ruego al lector que sea indulgente en relación a las posibles imprecisiones y errores que este texto pueda contener y que el tiempo ha de ir desvelando.

AGRADECIMIENTOS

Son muchas las personas que, durante el tiempo que me ha llevado redactar este libro, me han mostrado un constante y sincero apoyo personal. Un afecto que me ha ayudado importantemente a completar mi tarea de una manera mucho más resuelta e ilusionada. A ellas, demasiadas quizás como para mencionarlas a todas aquí, quiero agradecer ese cálido y energizante sostén emocional.

No obstante, por la importancia de sus aportaciones sí me gustaría mencionar y destacar algunos pocos nombres. Contribuciones de diversa naturaleza que han sido especialmente valiosas para mí y que me han ayudado de forma significativa a mejorar diferentes aspectos de este libro.

La primera persona, en el «lado asiático», a la que debo agradecer su generoso e intenso apoyo durante mi primer año de trabajo es el musicólogo Deepak Raja. La paciente y desinteresada dedicación con la que atendió cada una de mis numerosas consultas durante esos primeros tiempos constituyó para mí una valiosa ayuda y también un gran empuje para poder desarrollar y concluir el resto del trabajo.

También quiero agradecer a N. Ramanathan, profesor emérito del departamento de Música en la Universidad de Madras, su afectuosa e incondicional disponibilidad personal. Sus expertos consejos en relación a los más importantes textos musicológicos clásicos en lengua sánscrita me han sido muy útiles y me han ahorrado, estoy seguro de ello, muchas horas de infructuosa búsqueda personal. Doy las gracias igualmente al teórico y cantante de dhrupad Subroto Roy por compartir conmigo su saber y puntos de vista sobre ciertas prácticas musicales ancestrales de la India.

Ramesh Gangolli, profesor emérito de Matemáticas y profesor adjunto de Música en la Universidad de Washington, tuvo también la amabilidad y generosidad de poner a mi disposición sus traducciones al inglés, todavía hoy en curso, de la crucial obra Hindusthānī saṅgīta paddhati, de V.N. Bhatkhande. Esta generosidad llegó hasta el punto de ofrecerse para traducir alguna parte de la obra que me pudiera interesar en especial y que su labor de traducción todavía no había alcanzado. Me consta que la publicación de su trabajo es ya impacientemente esperada por muchos y estoy seguro de que logrará un amplio reconocimiento académico.

Durante mi última estancia en Mumbai tuve la oportunidad de conocer a dos eminencias de la música clásica indostaní contemporánea, el sitarista Arvind Parikh y la vocalista Ashwini Bhide-Deshpande. Las numerosas tardes que pasé disfrutando de la cordial compañía de Arvind Parikh, instruyéndome prácticamente y conversando sobre música, constituyen hoy un entrañable y luminoso recuerdo para mí. Sus opiniones personales en relación a la controvertida tradición musical que dicta ciertas horas del día para la adecuada interpretación del rāga han sido incluidas, con su consentimiento, en el capítulo dedicado a este tema. Ashwini Bhide-Deshpande, persona de trato igualmente afable y cuya música admiro y disfruto mucho, accedió también a compartir conmigo sus interesantes opiniones sobre la tradición de los gharānā musicales, permitiéndome asimismo incorporarlas a esta obra. De igual manera, quiero agradecer su disponibilidad a la reputada musicóloga Suvarnalata Rao, quien tuvo la amabilidad de conversar conmigo sobre estos y otros temas. Desafortunadamente, sus puntos de vista no han podido incluirse aquí por motivos de espacio. Espero tener ocasión de exponerlos en un futuro.

Y, aunque de esto haga ya mucho más tiempo, quiero mencionar y agradecer también al flautista Shyam Sunder los años de paciente y metódica instrucción inicial que me dedicó. Haber tenido la oportunidad de iniciar mis estudios de una manera tan fundamentada y sistemática, sobre todo teniendo en cuenta el gran vacío cultural que la ciudad de Barcelona presentaba entonces –y, en gran medida, todavía hoy– en relación a esta música, constituyó para mí un hecho tan afortunado como estimulante.

En el «lado occidental» hay también algunas personas a quienes me gustaría expresar aquí un sincero agradecimiento. Vicente Merlo y Javier Ruiz Calderón, dos expertos en hinduismo y cultura general de la India, tuvieron la amabilidad de leer el primer capítulo de este libro y de transmitirme valiosos comentarios y sugerencias sobre sus contenidos. Su desinteresada ayuda y sus ganas de compartir su saber constituyen todo un ejemplo de generosidad académica para mí.

Mi gratitud a Patrick Moutal, profesor de música india en el Conservatorio Nacional Superior de Música y Danza de París, por sus sugerencias sobre cómo mejorar algunos aspectos del capítulo dedicado a los instrumentos.

Quiero mencionar también a la profesora de Sánscrito en la Universidad de Barcelona, María Elena Sierra, por sus varios consejos sobre diferentes cuestiones terminológicas. Felicitarla, además, por el entusiasmo y el amor a la materia que logra transmitir a sus alumnos en sus clases.

Han sido varias las personas que han contribuido al hecho de que este libro pueda presentar también algunas imágenes al lector. En primer lugar, debo agradecer a Roger Fonts el que me permitiese disponer de la foto que se ha utilizado como portada, una imagen en metal dorado del dios Kṛṣṇa. Estoy convencido de que muchas de las personas que tomen este libro de los expositores de las librerías para hojear su contenido lo harán impelidos por la belleza de esta imagen. Las fotos de los instrumentos musicales se pudieron llevar a cabo gracias a la ayuda y buena disposición personal de Joel Olivé y Gianni Cavallaro y por la generosa colaboración también de Tapan Musical Center de Barcelona. Son ellos quienes pusieron a mi alcance todos esos instrumentos para poder fotografiarlos e ilustrar así al lector sobre algunos detalles físicos algo difíciles quizás de describir con palabras. Oriol Terrats y Olga Solà (Tònic/Art i Comunicació) fueron quienes tomaron y procesaron después técnicamente esas fotos. Les agradezco mucho el tiempo y el esfuerzo que esto les supuso, como la gran calidad final de las fotos evidencia. Joel Olivé, además de permitirme fotografiar sus instrumentos, me hizo oportunos comentarios que me han permitido detallar algo más algunas de sus descripciones. En este sentido, quiero agradecer también las diferentes puntualizaciones que me hizo Ramón Rodríguez acerca de los instrumentos de percusión.

Doy las gracias con particular énfasis a Agustín Pániker, director de la editorial Kairós y prestigioso especialista en cultura de la India, por el interés que, desde un principio, mostró por mi trabajo y por haber asumido la arriesgada decisión empresarial de publicarlo. Su afición por las artes de la India y, en concreto, su amor por la música clásica de este país le han animado además a prologar esta obra, haciendo con ello una generosa excepción en lo que tiene por costumbre. Un honor con el que no contaba y que no estoy seguro de merecer.

Mi buen amigo Alberto Barrera es para mí un inagotable compañero de inspiradoras discusiones sobre arte y pensamiento. Le agradezco aquí todo lo que ello me ha aportado. Estoy seguro de que también esto, de alguna manera, ha quedado reflejado en este libro. Tuvo la paciencia, además, de leer el primer borrador del manuscrito y de compartir conmigo sus puntos de vista. Por similares motivos me gustaría mencionar también a Luke Moreland. Las frecuentes conversaciones que he podido mantener con él sobre «the essence of beauty» durante los últimos años han resultado para mí realmente estimulantes. Quiero dar las gracias igualmente a Fèlix Gil, otro gran amigo, por el simple e importante hecho de haber estado siempre a mi lado, brindándome un sincero y afectuoso apoyo.

Y, por último, mi más profundo y sentido agradecimiento a mis padres, por su lúcida, constante y respetuosa apuesta por la educación de sus hijos. El escaso conocimiento que yo haya podido ir adquiriendo con los años se cimienta en su amor y generosidad.

Barcelona, mayo 2015