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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Nina Harrington

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

El ingrediente secreto, n.º 121 - febrero 2015

Título original: The Secret Ingredient

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5571-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Publicidad

Capítulo 1

 

 

Rob Beresford salió de la limusina negra delante de la última y más prestigiosa galería de arte de Londres. Despacio, enderezó los hombros.

Se pasó los dedos de la mano derecha por sus cabellos negros y ondulados que le llegaban al cuello de la camisa, un gesto que había perfeccionado con el fin de atraer la atención y que, según los del departamento de marketing de la cadena hotelera Beresford, era su mayor atractivo.

–Asegúrate de que tus fans te vean bien la cabeza durante la filmación –le repetía constantemente su agente, Sally–. Eso es lo que esperan las millones de seguidoras que tienes. ¡Aprovecha mientras puedas!

¡Ah, las delicias de la autopromoción!

Después de veinte años en el negocio hotelero, Rob conocía todos los trucos.

Daba a la prensa lo que la prensa quería de él y así se ganaba su adoración. Le habían visto en malos y buenos momentos, y siempre les interesaba.

Era una pena que los paparazzi ganaran más dinero cuando representaba el papel de cocinero famoso y chico malo que cuando pasaba horas y horas en las cocinas inventando las recetas culinarias que tantos premios habían dado a los restaurantes de los hoteles Beresford.

Querían que se portara mal y que, de una rabieta, arrebatara una cámara. Querían que diera un puñetazo a alguien por algún comentario de mal gusto o que perdiera los estribos por un insulto a su familia o a su comida.

El Rob Beresford que querían ver era al joven cocinero famoso por haber levantado de la silla, en Chicago, al más famoso crítico culinario de la ciudad y haberle echado del restaurante del hotel Beresford por atreverse a criticar la preparación de su filete.

Y, a veces, estaba lo suficientemente cansado o aburrido para dejarse provocar y responder como un idiota, cosa de la que se arrepentía inmediatamente.

¡Pulse el botón rojo y observe los fuegos artificiales!

Pero esa noche no.

No había ido allí a celebrar la marca Beresford, tampoco estaba ahí para promocionar su programa televisivo ni su último libro de cocina. Esa noche estaba dedicada al éxito de otra persona, no al suyo propio.

Llevaba el traje de rigor y había ensayado lo que iba a decir. Y ahora le tocaba representar su papel hasta que la estrella del espectáculo hiciera su aparición.

Esa noche necesitaba el apoyo de la multitud y ensalzar el éxito de la galería de arte y el de la pintora cuyo trabajo había sido elegido para ser expuesto la noche de la apertura del lugar, Adele Forrester. Pintora y su madre.

Pero… ¿por dentro del traje de diseño? Por dentro, estaba destrozado.

Ni siquiera los fotógrafos en primera fila, a corta distancia de él, podían ver las gotas de sudor que bañaban su frente aquella fresca noche de junio. Y se apresuró a disimular la tensión esbozando una amplia sonrisa con el fin de que nadie se diera cuenta de que, por primera vez, Rob Beresford estaba más que nervioso.

Temía lo que pudiera ocurrir durante las próximas horas y solo lograría relajarse cuando, de regreso en la habitación del hotel con su madre, pudiera felicitarla por el éxito de la exposición y la rápida venta de sus cuadros.

El plan había sido sencillo: se suponía que iban a ir juntos a la galería, su madre iba a sonreír y a saludar, con él como escolta, acompañada de los aplausos de sus fans y de amantes del arte. Hijo orgulloso y madre de éxito. Perfecto.

Pero el plan había fallado.

La semana anterior había sido un caos de cosas pendientes por resolver a última hora y, para colmo, un resfriado de veinticuatro horas, un virus generalizado en California, que había dejado a su madre en la cama la mayor parte del día. Y después, el ataque de nervios.

Hasta hacía una hora, Rob había creído que su madre estaría arreglada, vestida y lista para salir, sonriente y feliz de que, después de ocho años de trabajo, sus pinturas iban a exponerse en público.

Pero su madre había cometido la equivocación de asomarse a la entrada del hotel, había visto a los miembros de la prensa y, respirando con dificultad y el rostro blanco, había vuelto a su habitación con la intención de controlar el ataque de pánico al tiempo que ponía como excusa que había llegado el momento de recorrer la alfombra roja sola. Al fin y al cabo, era su noche. Mejor que no la esperara. Haría su aparición sola. No necesitaba que su apuesto hijo la eclipsara.

Bien. Pero su madre había olvidado que él la conocía bien. Demasiado bien.

Así que la limusina había doblado la esquina con él como único ocupante mientras su madre se refugiaba en su habitación en el hotel y repetía los ejercicios de relajación una vez más. Aterrada de salir y bajar unos escolanes alfombrados en rojo y permitir que le tomaran fotos.

El hecho de que su hermosa madre no se creyera digna de aquella gente hacía que le hirviera la sangre.

Los invitados a la inauguración no tenían ni idea del esfuerzo realizado por su madre durante años para llegar al punto en el que se atreviera a presentarse en persona a una exposición de sus cuadros.

Y no lo sabrían nunca.

Él había prometido a su madre que la protegería, cuidaría de ella y nunca revelaría su secreto. Y había mantenido esa promesa y la seguiría manteniendo, por mucho que le afectara personalmente y por mucho que hubiera afectado a las decisiones que se había visto obligado a tomar con el fin de proteger a su madre.

A su madre tampoco le gustaban las ciudades. Él había perdido la cuenta de la cantidad de veces que había tenido que salir corriendo al aeropuerto con sus ropas de cocinero para hacerle compañía en un vuelo al refugio de moda de artistas del que su madre había oído hablar aquel mismo día y en el que, de repente, necesitaba estar con el fin de completar su obra. Y debía hacerlo ese mismo día o, de lo contrario, su vida se desmoronaría.

En esas ocasiones, no había podido hacer el equipaje ni organizar nada. Y su madre, normalmente, había emprendido el viaje sin las cosas que necesitaba por las prisas.

Y ese día, él lo había dejado todo y había ido allí para protegerla, para cuidarla.

Rob dirigió la mirada hacia el grupo de fotógrafos detrás de las barreras metálicas a ambos lados de la entrada y saludó con un movimiento de cabeza a unos conocidos paparazzi que siempre estaban presentes en los actos públicos a los que asistía cuando estaba en Londres.

El resto de los reporteros buscaban una buena posición detrás de las vallas, gritaban su nombre y le pedían que posara para sus fotos.

Sus fans levantaban carteles con su nombre. El fulgor de las cámaras fotográficas no cesaba. Todos desesperados por captar la presencia del cocinero que, una vez más, había sido elegido candidato al premio de cocinero del año.

Todos los focos se dirigían a él.

Se volvió despacio de un lado a otro delante de un póster que anunciaba la exposición de la obra de Adele Forrester con el fin de asegurarse de que la foto de su madre del póster apareciera de fondo.

Se metió una mano en el bolsillo izquierdo de los pantalones, extendió la otra hacia la multitud. Iba vestido con un traje de diseño oscuro y camisa blanca, sin corbata. La corbata era demasiado convencional. Enderezó los hombros, alzó la barbilla y se acercó a los allí congregados.

Había pasado diez años cultivando una imagen que favoreciera sus intereses y los de la familia Beresford, y ahora se le presentaba la oportunidad de aprovechar esa imagen para ayudar a su madre.

Una bonita morena de veintitantos años le dio uno de los libros de cocina que él había escrito para que se lo firmara. La joven estaba pegada a la valla y le permitió ver un bonito escote.

Rob dio un paso hacia delante rápidamente, sonriendo, con el bolígrafo en la mano, y estampó su firma en el libro mientras el resto de la gente gritaba su nombre a espaldas de la joven.

Continuó firmando libros y también un póster anunciando uno de sus programas televisivos en los que él ayudaba a cambiar la imagen y los servicios de otros restaurantes.

Entonces empezaron las preguntas. Una voz de hombre y luego otra.

–¿Va a asistir Adele en persona a la apertura de la galería esta noche o se ha vuelto a escapar como hizo la última vez?

–¿Dónde has escondido a tu madre, Rob?

–¿La has dejado en el centro de rehabilitación? ¿Es ese tipo de refugio para artistas a los que va tu madre últimamente?

–¿Es verdad que piensa retirarse del mundo del arte después de esta exposición?

Las voces más altas, más próximas a él, lanzándole preguntas desde todas las direcciones, cada vez más afiladas y todas ellas exigiendo saber el paradero de su madre.

Le estaban retando. Le estaban presionando con la intención de provocar en él una reacción violenta. Querían que estallara. Querían hacer que arrebatara la cámara a algún fotógrafo o incluso que diera un puñetazo a alguien.

Y unos años atrás lo habría hecho sin pensar en las consecuencias. Pero esa noche no, esa noche no le pertenecía y se negó a morder el anzuelo, fingiendo sordera e ignorando los comentarios educadamente. Lo que, por supuesto, hizo que le provocaran aún más.

Después de nueve minutos así, los de la prensa le dieron la espalda en el momento en el que otra limusina se detuvo delante de la entrada. Y sin más, él se dio la vuelta, caminó por la alfombra roja hasta la puerta abierta de la galería de arte y se refugió en la relativa calma del patio interior de mármol donde se encontraban los otros invitados de lujo.

La noche de la inauguración era una oportunidad para que los críticos de arte estudiaran, en exclusiva, la obra de su madre, sin tener que compartir la galería con el público en general. Eso era lo que tenía de bueno. Lo menos bueno era que habían sido precisamente los críticos de arte los que se habían lanzado al ataque de su madre cuando esta se derrumbó en la exposición previa en Toronto.

Sufrir un ataque de nervios en público ya era malo de por sí, pero lo peor había sido que las cámaras de los fotógrafos de la prensa habían captado su expresión atormentada y horrorizada.

En vez de defender su frágil creatividad, la habían condenado acusándola de dar mal ejemplo con sus excesos a los jóvenes artistas.

Pero eso había ocurrido hacía ocho años.

No obstante, la situación había cambiado. Y la gente. Y la actitud hacia las enfermedades mentales. ¿O no?

Rob se detuvo para agarrar una copa de champán de la bandeja de un camarero y estaba a punto de acercarse a un grupo que rodeaban al dueño de la galería cuando vio su imagen reflejada en una lámpara de las instalaciones.

Un rostro moreno lo miraba fijamente. El rostro tenía cejas espesas sobre unos ojos entrecerrados y una mandíbula más propia de un boxeador que de un amante del arte.

¡Maldición!

Mejor no acercarse. No quería asustar a los críticos antes de que vieran las pinturas de su madre. Además, la mayoría parecía estar disfrutando el champán.

Lanzó una mirada por la estancia y se dio cuenta de que, de no haber una puerta posterior que diera a la calle en la cocina, estaba atrapado. A menos que… ¡Perfecto! Había una persona que estaba examinando los cuadros en vez de hacer comentarios con otros mirando los catálogos y bebiendo a la espera de que sirvieran la comida.

Era una bonita rubia. No, una muy bonita rubia. Estaba completamente sola, sentada al fondo de la galería, alejada de la gente y del ruido de la calle. Parecía totalmente absorta contemplando los cuadros.

Rob se alejó del resto de los invitados, saludando al pasar mientras se dirigía hacia el fondo de la galería despacio, echando un vistazo a los veintidós cuadros que sabía que había allí colgados.

Podría haber explicado a los críticos el significado de cada brochazo en todos y cada uno de los cuadros; dónde, cuándo y cómo se encontraba su madre al pintarlos. Y las horas que había pasado ella eligiendo el lugar en el que iba a pintar y el tipo de luz en un intento desesperado por crear una obra perfecta. Sin fallos. Ideal.

Y también podría hablar de la desesperación que le sobrevenía cuando no conseguía lo que quería. Y de la felicidad y las carcajadas de su madre paseando por una playa u otra un día sí y otro también, una felicidad en contraste profundo con sus días más negros. Como la vez que él tuvo que abandonar una reunión de negocios para acudir a su lado cuando esta quemó seis de sus pinturas preferidas en un horno en el patio del hotel en medio de una depresión que duró seis semanas.

Estas pinturas ahí expuestas habían logrado sobrevivir.

Sobre todo, el cuadro que la rubia estaba contemplando en ese momento.

Rob respiró hondo. Era natural que un cuadro tan emocional y sentimental absorbiera a cualquier crítico de arte.

Era una buena pintura, de eso no había duda.

Pero el cuadro también reflejaba el depresivo estado de ánimo de la artista durante su creación, hasta el punto de que su madre había tenido que volver a medicarse.

Era, probablemente, el único cuadro que él le había sugerido que dejara atrás en su casa en Carmel, California. Era una pintura excesivamente personal para exhibirla en público.

Demasiado tarde, porque ahí estaba. No era el cuadro más grande, pero sí el más íntimo y el más revelador de toda la colección.

Y… ¿quién era esa mujer que se había fijado en la mejor pintura de la exposición?

En un extremo de la sala, bebiendo champán, Rob se quedó observando en silencio a la mujer durante varios minutos. Se fijó en su cuerpo y en su ropa con el fin de adivinar lo que estaba viendo.

Ella no parecía una de las críticas de arte de las que su madre era amiga, ni tampoco una de la manada de hienas de Toronto.

Melena rubia lisa hasta los hombros, vestido azul claro sin mangas, cuello largo, elegante y musculoso, no delicado y delgado en extremo como le ocurría a la mayoría de las artistas que conocía. Y poseía una belleza deslumbrante.

Se la veía absorta y tranquila. Observaba la pintura como si fuera lo más importante del mundo. Parecía cautivada, ajena al mundo que la rodeaba. Completamente sumergida en la pintura.

Porque la comprendía, eso era evidente.

Y por primera vez aquel día… no, por primera vez en un mes, sintió ganas de sonreír con sinceridad.

¿Cabía la posibilidad de que hubiera un crítico de arte en la galería que iba a hacerle cambiar de opinión respecto a dicha especie?

Lo único que tenía que hacer era averiguar cómo se llamaba esa mujer y…

–Rob. Qué alegría verte.

Rob parpadeó cuando el dueño de la galería de arte le tendió la mano y, dándole una palmada en el hombro, le condujo hacia la entrada para presentarle a varios periodistas reunidos alrededor de la mesa reservada para los miembros de la prensa.

Rob volvió la cabeza para mirar a la rubia, pero ella se había vuelto ligeramente para hablar por el móvil.

Después. Después averiguaría lo que pudiera acerca de esa mujer.

 

* * *

 

Lottie Rosemount lanzó una queda carcajada mientras hablaba por el móvil.

–¡No tienes ningún pudor, Dee Flynn! En serio, ¿seguro que a Sean no le importa que utilice su hotel para el acto de recaudación de fondos? Me haría un tremendo favor.

–No tienes de qué preocuparte, organizadora mayor –la risa de Dee resonó en su oído–. Digamos que es una de las ventajas de tener un novio propietario de una cadena hotelera. Además, Sean espera que llenes su hotel con la flor y nata londinense. Así que una vez que vean lo fabuloso que es su nuevo hotel, trabajo hecho.

–Ah, entiendo. Así que, en realidad, le hago un favor, ¿eh? Por supuesto, no tiene nada que ver con que el encantador Sean remueva cielo y tierra si tú se lo pides, ¿verdad? Bueno, en serio, no sabes cuánto te lo agradezco. ¡Eres toda una amiga! Gracias, Dee. Y que lo pases bien en China.

–Lo haré, pero solo si dejas de preocuparte, querida. No lo niegues, lo noto en tu voz. Que unos cientos de personas vayan a presentarse el sábado por la noche no significa que tengas que ponerte nerviosa. Ya verás como ni siquiera notarán la ausencia de Valencia –entonces, la voz de Dee se tornó urgente–. Lo siento, Lottie, pero están anunciando mi vuelo. Cuídate. Adiós, Lottie, adiós.

Lottie se quedó con el móvil en la mano durante varios segundos antes de cerrarlo y expulsar despacio el aire que había contenido en los pulmones.

¿Preocupada? Claro que estaba preocupada. Mejor dicho, aterrorizada.

Y sería una estupidez no estarlo.

¿Qué pasaría si la fiesta para recaudar fondos acababa siendo un fracaso total? Había mucha gente creativa y con gran talento que necesitaba ayuda para realizar sus sueños. Las becas para formar a jóvenes y prometedores cocineros eran solo el principio, pero un buen principio en muchos sentidos.

Una pena que Dee tuviera que estar en China aquella semana, le habría venido bien su apoyo.

Sobre todo, ahora que la famosa cocinera a la que había logrado convencer para que asistiera a la fiesta como invitada de honor la había llamado, aquella misma mañana, para decirle que no podía ir. Le había llevado meses de súplicas lograr que la famosa Valencia Cagoni accediera a asistir al acto.

Por supuesto, Lottie comprendía que Valencia se encontrara aún con su familia en Turín debido a que sus dos mellizos de cuatro años tenían la varicela. Y era una pena que Valencia estuviera demasiado estresada para ayudarla a encontrar a otro cocinero que pudiera ir en su lugar.

«Gracias, Valencia, antigua jefa y mecenas. Muchas gracias».

El pánico se apoderó de ella durante varios segundos, pero logró controlarlo, igual que controlaba el miedo y la sofocante angustia que le producía haber asumido semejante responsabilidad.

La fiesta de recaudación de fondos había sido idea suya, pero si había algo bueno que su padre le había enseñado era que uno siempre tenía diferentes opciones. Ahora, lo único que necesitaba era encontrar un sustituto… y lo antes posible.

Lottie cambió de postura en el duro asiento con el fin de ponerse más cómoda, aunque pronto iba a tener que ir a hablar con el dueño de la galería ya que, al fin y al cabo, era su cliente.

Por otra parte, aquello no era un museo, y había estado sentada más tiempo del anticipado. Sus clientes, gente rica en busca de un cuadro que adornara una pared no iban a esperar sentados en un banco de cuero más de unos minutos mientras ella estaba ahí sentada. Se miró el reloj y casi no pudo creer que hubieran pasado ya veinte minutos.

Sorprendente.

Era la primera vez en varias semanas que había logrado disponer de unos minutos para disfrute personal. Entre la pastelería y organizar el acto de recaudación de fondos no había tenido tiempo para nada; pero ahora que podía, estaba decidida a aprovechar hasta el último segundo.