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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Nina Harrington

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Dulce y apasionada, n.º 120 - enero 2015

Título original: Trouble on Her Doorstep

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5570-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

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Capítulo 1

 

Té, glorioso té. Una fiesta de los tes de todo el mundo.

Para levantar el ánimo, no hay nada mejor que una humeante taza de té bien fuerte. Dos azucarillos, mucha leche. Tazón de porcelana blanca. Mezcla de té keniano e indio. Hervido en tetera. Porque una sola taza nunca será suficiente.

De La fantasmagoría del té de Flynn

 

 

Martes

 

—Señoras, por favor, nada de discusiones. Sí, ya sé que el comportamiento de ese señor ha sido completamente improcedente, pero aquí tenemos unas reglas. Lo que pasa en el Bake and Bitch Club…

Dee Flynn se dirigió a las mujeres que se agrupaban ante las mesas de tartas y pasteles con una mano alzada en al aire, como si estuviera dirigiendo una orquesta.

Las mujeres bajaron sus tazas de té, se miraron entre sí, se encogieron de hombros y alzaron la mano derecha con gesto solemne:

—¡Se queda en el Bake and Bitch Club! —replicó un coro de voces cantarinas, un segundo antes de que estallaran todas en carcajadas y tomaran asiento alrededor de la gran mesa de madera de pino.

—Todavía no me acabo de creer que el muy farsante intentara hacer pasar ese bizcocho por una obra suya… —rio Gloria por lo bajo mientras se servía otra taza de té Darjeeling y mojaba un biscote casero de avellana—. Cualquier novato de la feria de postres del instituto tenía que saber que se trataba de un bizcocho de tres pisos y cabello de ángel de Lottie. Ese glaseado es único. Todas sabemos el trabajo que cuesta hacerlo, después de nuestros esfuerzos de la semana pasada.

—¡Hey! No seas tan dura contigo misma —replicó Lottie—. Esa era una de mis mejores recetas y la tarta chiffon no es precisamente fácil de hacer. Nunca se sabe. Puede que me haya convertido en la inspiración de un papá para mayores cosas…

Un coro de abucheos se alzó en la mesa.

—Bueno, olvidémonos de los papás deseosos de lucirse en la feria de postres del instituto delante de las fabulosas creaciones que vosotras sabéis hacer tan bien, chicas. Disponemos de cinco minutos más antes de que vuestras tartas salgan del horno, el suficiente para que probéis mi última receta para un día muy especial de febrero. Esta es la obra que voy a presentar la semana que viene.

Con una reverencia reservada para los mejores restaurantes donde tanto Dee como ella habían aprendido tanto, Lottie Rosemount esperó a que todo el mundo estuviera en silencio antes de descubrir la bandeja que ocupaba el centro de la mesa.

—Tartitas individuales. De chocolate negro y frambuesa, con el corazón de chocolate blanco. Y justo a tiempo para San Valentín. ¿Qué pensáis?

—¿Pensar? —Dee tosió y bebió un largo trago de té—. Yo lo que estoy pensando es que solamente dispongo de una semana para elaborar la mezcla perfecta de tes que combinen con el chocolate y las frambuesas.

—¿Té? ¿Estás de broma? —chilló Gloria—. Diablos, no. Estas tartitas no se merecen ser engullidas con té en la mesa de la cocina. Ni hablar. Esos son postres de dormitorio, para después de cenar. No tengo la menor duda. Si tengo suerte, podré comerme nada más que media antes de que mi cita de San Valentín se ponga realmente acaramelada… si sabéis lo que quiero decir. Chica, yo quiero algunas de esas. Ahora mismo.

Un rugido de carcajadas recorrió la habitación como una ola cuando Gloria robó una tartita y se la comió entre gruñidos de placer, para finalmente lamerse los dedos.

—Lottie Rosemount, eres una tentación andante. Por esta vez no me importará que la mantelería se manche de glaseado de chocolate.

Dee rio por lo bajo. Acababa de sacar en un carrito una bandeja con una fragante infusión de granada cuando oyó el inequívoco sonido de la campanilla de la puerta de la tetería. Lottie, que estaba sirviendo los pastelitos, alzó la mirada.

—¿Quién podrá ser? Hace horas que cerramos.

—No te preocupes, yo iré a abrir. Pero guárdame una de esas, ¿quieres? Nunca se sabe. Puede que mi suerte cambie y un novio nuevo y apuesto aparezca de repente justo a tiempo del día de San Valentín. A veces ocurren milagros.

Dee salió de la cocina y en tres pasos se encontró en la tetería. Encendió las luces y al instante la amplia habitación quedó iluminada, con sus paredes de color café con leche y pistacho y su mobiliario de madera clara. La tetería y pastelería de Lottie acababa de abrir apenas unos meses atrás y Dee nunca se cansaba de pasear arriba y abajo por la sala, entre las mesas cuadradas y las cómodas sillas, sin creerse del todo que el lugar era suyo. Bueno, suyo y de Lottie. Cada una había puesto la mitad del dinero necesario para echar a andar el negocio, pero, aparte de eso, lo compartían todo como socias. Ambas estaban igual de locas, ambas trabajaban en lo que más les gustaba, ambas estaban deseosas de invertir todo lo que tenían en aquel descabellado proyecto y asumir el riesgo. Un riesgo importante.

Un escalofrío le recorrió la espalda e inspiró profundamente. Necesitaba que aquella tetería funcionara y funcionara muy bien, si tenía alguna esperanza de convertirse en una comerciante independiente de té. Aquella era su última oportunidad, la única en realidad, de lograr algún tipo de seguridad económica para ella misma y para sus padres, ya jubilados.

Pero de repente el sonido de la campanilla fue sustituido por unos rápidos golpes en la puerta.

—¿Hola? ¿Hay alguien dentro? —llamó desde la calle una voz masculina, de acento refinado.

Una oscura y alta figura se hallaba al otro lado de la puerta, intentando distinguir algo a través del cristal esmerilado de su parte superior. ¡Qué descaro! Eran casi las nueve de la noche. El hombre debía de estar desesperado. Y empapado por la lluvia.

Después de haberse pasado la vida viajando, Dee no pensaba dejarse asustar por un hombre que aporreaba su puerta. Al fin y al cabo, estaban en una céntrica calle de Londres, y no en medio de alguna jungla tropical. Alzando la barbilla, giró la llave y abrió la puerta hacia dentro, bruscamente. Demasiado bruscamente, al parecer.

A partir de aquel momento, todo transcurrió como en cámara lenta. Porque cuando ella abrió de golpe la puerta, el hombre acababa de alzar la mano para llamar otra vez, y durante aquella fracción de segundo en la que se inclinaba hacia delante, la puerta desapareció. Un par de ojos de color gris azulados se abrieron de sorpresa mientras se abalanzaba sobre ella, cegados además por la luz del interior en contraste con la oscuridad de la calle. Lo que sucedió después fue culpa de Dee. Toda ella.

O el tiempo se ralentizó o su cerebro trabajó a toda velocidad, porque de repente la asaltaron imágenes de abogados demandándola por narices rotas o codos dislocados. O algo peor. Lo que significaba que no podía, bajo ningún concepto, hacerse simplemente a un lado y dejar que aquel hombre, fuera quien fuera, se desplomara de bruces en el suelo y se hiciera daño. De modo que hizo lo único que se le ocurrió en aquella fracción de segundo.

Le hizo un barrido de piernas, derribándolo.

En aquel instante le pareció que tenía perfecto sentido. Adelantó la pierna izquierda hacia el costado izquierdo del hombre a la vez que lo agarraba de la manga derecha de su elegante traje oscuro, tirando hacia sí. Acto seguido le hizo el barrido con la pierna derecha, haciéndole caer de lado. Como lo tenía bien sujeto por la manga, se las arregló para que aterrizara con el trasero y no de espaldas en el suelo.

Era un buen barrido de judo y resultó bien. Su antiguo profesor de artes marciales se habría sentido orgulloso de ella. Lo malo fue que los dos botones centrales de lo que en ese momento se daba cuenta era una muy elegante chaqueta de cachemir volaron por los aires, yendo a parar debajo de una de las mesas. Pero mereció la pena. Porque en lugar de caer cuan largo era en el suelo, su visitante quedó sentado de golpe en el suelo, sin mayor daño aparente.

Dee retiró los dedos de la húmeda manga de su traje, cerró la puerta y se sentó en el suelo, sobre los tobillos, para así quedar a su altura y mirarlo. Y remirarlo. «Oh, Dios», exclamó para sus adentros. Aquellos ojos de color gris azul no fue lo único de su persona que la sobresaltó. Para empezar, llevaba el mismo tipo de traje de ejecutivo que había visto por última vez en el director de banco que, a regañadientes, había terminado concediéndole el crédito para abrir la tetería. Solo que más fino y brillante, y mucho, muchísimo más elegante. Porque aunque no tuviera mucha experiencia en hombres con traje, de tejidos sí que sabía.

Y luego estaba el pelo. Debido a la lluvia, su corto cabello color castaño oscuro se le había rizado en torno a las orejas y sobre el cuello de la camisa. Inmediata-mente acudió a su cerebro la imagen de una pintura renacentista: pómulos bien marcados, un rostro todo planos y ángulos con sombra… Acababa de hacerle un barrido de piernas al hombre más guapo que había visto en mucho tiempo, y eso incluía a los chicos del gimnasio del otro lado de la calle… Hombres como aquel no solían llamar a su puerta. Quizá su suerte había cambiado por fin…

Una sonrisa curvó sus labios, antes de que la parte racional de su cerebro que no se dejaba obnubilar por un rostro atractivo decidiera hacer su aparición. ¿Qué estaba haciendo aquel hombre allí? ¿Y quién era? ¿Por qué no preguntárselo y averiguarlo?

—Hola —dijo, mirándolo otra vez y ordenando a sus propias hormonas que se tranquilizaran—. Lo siento, pero me preocupaba que pudiera hacerse daño al caer cuando yo abrí la puerta. Por cierto, ¿qué estaba usted haciendo?

¿Que qué estaba haciendo?

Sean Beresford se incorporó sobre un codo y tardó unos segundos en recuperarse y concentrarse en lo que parecía una pequeña cafetería, aunque no terminaba de entender qué era lo que estaba haciendo en el suelo.

Delante de él podía ver mostradores de tartas, teteras y una pizarra que le dijo que el menú especial del día era una quiche de queso y puerros seguida de un brownie de chocolate negro y tanto té de Assam como pudiera beber. Casi se echó a reír en voz alta. No le habría sentado nada mal esa quiche y ese té. Llevaba un día terrible.

Un día que había empezado en Melbourne hacía lo que en ese momento le parecía una eternidad, con un largo vuelo en el que apenas había dormido más que tres o cuatro horas. Y luego estaba aquella frenética hora en el aeropuerto de Heathrow, donde había llegado a ser deslumbradoramente obvio que si él había abordado el avión, su equipaje no. Una razón suplementaria por la que no deseaba seguir tumbado en el suelo era precisamente que llevaba puesto el único traje que poseía hasta que la agencia de viajes localizara su maleta.

Se las arregló para sentarse utilizando el respaldo de una silla como apoyo, suspiró lentamente y levantó la cabeza. Y se quedó mirando los más impresionantes ojos color verde claro que había visto en toda su vida. Tan verdes que parecían dominar un pequeño rostro oval enmarcado por un cabello color castaño oscuro más bien corto, que se recogía detrás de las orejas. A esa distancia podía ver que su cremoso cutis era absolutamente perfecto, sin mancha alguna excepto las diminutas migas de tarta que llevaba adheridas en una comisura de su sonriente boca.

Una boca destinada a tentar y a agradar. Una boca que estaba tan acostumbrada a sonreír que tenía finas arrugas de risa a cada lado, aunque no podía tener más de veinticinco años.

¿Qué diablos había pasado? Estiró las piernas. No tenía nada roto ni le dolía nada. Lo cual era una sorpresa.

—¿Hay algo que pueda hacer por usted? —le preguntó ella con voz ligera, divertida—. ¿Una manta? ¿Un cóctel?

Sean suspiró en voz alta y sacudió la cabeza, maravillado del aspecto tan ridículo que debía de ofrecer en aquel momento. ¡Ideal para un alto ejecutivo hotelero como él! Tenía suerte de que la plantilla del hotel que confiaba en él para resolver el desastre en que se había metido nada más salir del aeropuerto no pudiera verle en ese momento. Se lo pensarían dos veces antes de depositar su confianza en el hijo de Tom Beresford.

—No en este momento, gracias —murmuró.

Vio que fruncía el ceño. Inclinándose hacia delante, le puso una mano sobre la frente al tiempo que escrutaba detenidamente su rostro. Sus dedos eran cálidos y suaves. La sensación de aquel simple contacto fue tan sorprendente e inesperada que Sean perdió el aliento, sorprendido por la reacción de su propio cuerpo. Y su voz era todavía más cálida, con un marcado acento que indicaba que había pasado mucho tiempo en Asia.

—No parece que tenga fiebre. Pero fuera hace frío. No se preocupe. Pronto entrará en calor.

Si todavía no tenía fiebre, no tardaría en tenerla, a juzgar por la porción de escote que le estaba regalando la chica al inclinarse. Con su pecho a escasos centímetros de su rostro, Sean se acomodó para apreciar mejor la vista. Llevaba uno de aquellos elegantes suéteres que a su hermana Annika le gustaba ponerse en sus escasas visitas de fin de semana. Solo que Annika solía llevar una camiseta debajo para que, cuando se le deslizara por un hombro, tuviera algo que cubriera su desnudez.

Aquella chica, en cambio, no llevaba camiseta debajo y una diminuta banda de encaje parecía ser lo único que sostenía sus generosos senos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado tan cerca de una mujer con una figura tan fantástica, por lo que tardó algunos segundos en recuperar lo poco que le quedaba de la parte lógica de su cerebro. Se obligó a alzar la mirada.

—Bonito suéter —comentó sonriendo—. Aunque algo fresco para esta época del año.

—Oh, ¿le gusta? —sonrió y, al bajar la mirada, perdió el aliento. Con un rápido movimiento, se subió el suéter antes de mirarlo con los ojos entrecerrados. Evidentemente, no le había gustado que él hubiera estado disfrutando de la vista mientras revisaba su temperatura.

—Picaruelo —le dijo, chasqueando la lengua—. ¿Es así como se comporta normalmente en público?

A Sean se le escapó una corta carcajada. En los dieciséis años que llevaba trabajando en el hotel le habían llamado muchas cosas, pero nadie le había llamado nunca «picaruelo». El segundo hijo del fundador de la cadena hotelera Beresford nunca hacía nada que pudiera ser calificado siquiera remotamente de «pícaro».

—Acaba usted de tumbarme, ¿verdad? —le preguntó mientras la veía incorporarse con un movimiento ágil para apoyarse en la mesa del otro lado. Llevaba unas mallas con estampado de flores que parecían prolongarse interminablemente hasta el borde de su ancho suéter, largo hasta medio muslo.

—¿Yo? —se llevó una mano al pecho y sacudió la cabeza—. En absoluto. Evité que se cayera al suelo de cara y se hiciera daño en esa bonita nariz suya. Debería agradecérmelo. Habría podido ser una caída muy mala, por la forma en que se abalanzó sobre mí. Este es su día de suerte.

—¿Agradecérselo? —estalló, indignado. Al parecer, tenía una nariz bonita.

—De nada —rio ella con una voz cantarina—. No suelo tener muchas ocasiones de exhibir mis habilidades con el judo.

—¿Judo? Claro —repuso Sean antes de contemplar la habitación—. ¿Qué lugar es este?

—Nuestra tetería —respondió ella, y enseguida lo miró desconfiada—. Pero eso usted ya lo sabía, porque estaba aporreando la puerta. El local está cerrado. No hay té ni pasteles. Así que si espera que le demos de comer, no está de suerte.

—No hace falta que me lo recuerde —susurró Sean, y alzó la mano al ver que ella se disponía a replicar—. Por cierto que té y pasteles era lo último que estaba buscando, se lo aseguro.

—Entonces, ¿por qué se puso a aporrear la puerta, vestido de ejecutivo y a las nueve de la noche de un martes? Obviamente ha venido usted aquí por una razón. ¿Piensa seguir sentado en el suelo y tenerme en suspense durante el resto de la noche?

Su agresora de ojos verdes estaba a punto de añadir algo cuando unas carcajadas femeninas, procedentes del fondo de la habitación, llegaron hasta sus oídos.

—Ah —esbozó una mueca y asintió—. Por supuesto. Seguro que venía a buscar a alguna de las chicas del Bake and Bit… Banter Club. Pero todavía tienen para media hora más —con un gesto señaló el fondo de la sala—. Las tartas aún están en el horno —encogió sus encantadores hombros a modo de disculpa—. Hemos empezado un poco tarde. Demasiada… charla y poco trabajar. Pero le diré a quien sea que está aquí. ¿A quién exactamente está esperando?

¿Que a quién estaba esperando? No estaba esperando a nadie. Estaba allí por una clase diferente de misión. Esa noche estaba haciendo más bien de mensajero. Echó mano al bolsillo interior de la chaqueta y revisó la dirección del papel lila que figuraba dentro del sobre con la anotación Detalles del contacto D.S. Flynn, que había encontrado en la sala de juntas del hotel. Estaba escrita en tinta color verde oscuro, con una letra muy fina. Ciertamente no se había equivocado de calle, y según el GPS de su teléfono, se encontraba a tres metros de la dirección del misterioso cliente que había reservado la sala de actos del hotel y pagado el depósito, sin dejar número de teléfono o dirección de email alguna. Lo cual resultaba no solamente extraño, sino también irritante.

—Lamento decepcionarla, pero no he venido a recoger a nadie de su club de tartas. Necesito localizar urgentemente a una persona.

Agitó el sobre en el aire y en ese momento vio por la manera que tuvo de alzar la barbilla que lo había reconocido… aunque se apresuró a disimularlo con una expresión de perplejidad. Pudo sentir la intensidad de su mirada conforme recorría sus elegantes zapatos negros, el cuello almidonado de su camisa y su corbata de seda. Había algo más detrás de aquellos ojos verdes. Cuando volvió a hablar, su voz dejó traslucir un levísimo matiz de la preocupación que tanto se estaba esforzando por disimular, fracasando miserablemente.

—Quizá pudiera ayudarlo si me dijera qué es lo que está buscando —repuso.

Sean alzó la mirada hasta su rostro y decidió que había llegado el momento de terminar con aquello para poder volver a su apartamento y derrumbarse en la cama. Con un rápido y ágil movimiento se puso en pie y se sacudió la chaqueta y el pantalón con una mano.

—Eso espero, ciertamente. ¿Vive aquí un tal señor D.S. Flynn? Porque, si es así, necesito hablar con él. Y cuanto antes, mejor.