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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Heidi Rice

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En la cama del italiano…, n.º 2596 - diciembre 2017

Título original: The Virgin’s Shock Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-715-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

DARIO de Rossi va a ser tu pareja en el baile del Westchester mañana por la noche. Tienes que aprovechar la situación para seducirlo.

–¿Cómo? ¿Por qué?

Megan Whittaker estaba segura de que la habían transportado a un universo paralelo, un universo paralelo de hacía doscientos años. O eso, o su padre había perdido la cabeza. Fuera como fuera, la exigencia que él acababa de hacerle desde el otro lado de su escritorio en las oficinas que Whittaker Enterprises tenía en Manhattan sin esbozar ni siquiera una ligera sonrisa no podía significar nada bueno. Su padre no parecía estar bromeando.

–Para salvar a Whittaker’s de una muy posible desaparición –le espetó su padre–. No me mires con esos ojos de cachorrito abandonado, Megan –añadió–. ¿Acaso crees que te pediría algo así si existiera otra opción?

–Bueno, yo…

Megan deseaba creerlo, aunque sabía muy bien que el amor de su padre hacia su empresa siempre se había antepuesto al que sentía por sus hijas. Sin embargo, al contrario que su hermana, Katie, Megan lo comprendía. Se había pasado cuatro años esforzándose para liderar su propio departamento en Whittaker’s y, por ello, no podía reprocharle a su padre la dedicación que tenía por la empresa que pertenecía a la familia desde hacía cinco generaciones.

Tampoco podía reprocharle una petición tan poco propia de un padre para con su hija o de un jefe a su empleada. Sabía bien que, para tener éxito en los negocios, se tenía que sacrificar la vida personal y que las lealtades se ponían a prueba, pero aquello era… Ni siquiera era racional. ¿Qué razón podría haber para que ella tuviera que seducir a un hombre? Y mucho menos, a un hombre como De Rossi, un tiburón de las finanzas que había ido ascendiendo en los negocios durante los últimos diez años hasta convertirse en uno de los hombres más importantes.

Además, si su padre estaba buscando a una femme fatale, debía de saber con toda seguridad que Megan no era la mejor candidata para el puesto. Sencillamente, ni tenía la experiencia ni el temperamento necesarios. Siempre se había sentido más cómoda con ropa de trabajo y zapatos planos que con vestidos de cóctel y tacones de aguja. Le resultaba tedioso ir a los salones de belleza y, además, concentrarse en su aspecto le parecía una pérdida de tiempo y de dinero. Para ella, su intelecto y su ética de trabajo resultaban mucho más importantes. Después de los torpes encuentros que había tenido en la universidad, se había alegrado de descubrir que, por suerte, carecía de la libido voraz e indiscriminada de su madre. A sus veinticuatro años, se podía decir que, técnicamente, seguía siendo virgen. Prefería pasar su escaso tiempo libre viendo la televisión con una copa de buen vino que tratando de buscar pareja, en especial porque un uso sensato del vibrador podía ocuparse de sus necesidades sin incomodidad ni desilusión alguna.

–Alguien está comprando todas nuestras acciones –dijo su padre–. Estoy casi seguro de que es él. Y, si estoy en lo cierto, tenemos un problema muy serio. Estamos expuestos. Y eso significa que tenemos que hacer sacrificios por el bien de la compañía.

–Pero no comprendo cómo…

–No tienes que comprender nada. Lo que tienes que hacer es conseguir que te invite a su ático para que podamos descubrir que es él. Si pudieras descubrir a cuáles de nuestros accionistas tiene en el punto de mira, mejor aún. De ese modo podríamos albergar una pequeña esperanza de mantenerlo a raya hasta que yo pueda conseguir más capital de inversión.

–¿Esperas que lo seduzca para poder espiarle?

Megan trató de aclarar lo que deseaba su padre, aunque la situación resultaba muy evidente. Su padre tenía que estar desesperado para creer que ella podía llevar a cabo aquel plan con sus limitadas habilidades. Y eso solo podía significar que la empresa estaba en una grave situación financiera.

–Tienes el rostro y la figura de tu madre, Megan. Y no eres lesbiana… ¿O sí?

Ella se sonrojó inmediatamente.

No, claro que no, pero…

–Entonces, ¿dónde está el problema? Estoy seguro de que debe de haber algo de esa zorra ninfómana en ti como para que sepas cómo seducir a ese canalla de De Rossi. Lo tienes en tu ADN. Lo único que tienes que hacer es encontrarlo.

Su padre estaba cada vez más exaltado. La amargura de su voz al mencionar a su madre provocó que a Megan se le hiciera un nudo en el estómago.

Su padre nunca hablaba de su madre. Nunca. Alexis Whittaker los abandonó a los tres poco después del nacimiento de Katie y murió hacía solo diez años cuando el Ferrari de su novio italiano se despeñó por un acantilado en Capri. Megan aún recordaba el pálido rostro de su padre cuando fue a darle la noticia al internado de Cornualles. La palidez reflejaba una dolorosa mezcla de pena, dolor y humillación. Megan también recordaba la misma sensación de vacío en el estómago.

Su madre había sido una mariposa de la vida social, hermosa, vistosa y arriesgada con su vida y con la de todos los que la rodeaban. Megan casi no la recordaba. Jamás había ido a visitar a sus hijas, por lo que el padre de las dos niñas las había mandado a St. Grey cuando tuvieron la edad suficiente.

La confusión por lo ocurrido se transformó en pánico cuando aparecieron fotos de Katie y de ella en Internet. Se habían visto obligadas a abandonar el único hogar que habían conocido para asistir al entierro de su madre y se habían visto perseguidas por los paparazzi, que ansiaban conseguir una imagen de las apenadas hermanas Whittaker. Ello dio paso a una serie de comentarios subidos de tono sobre las infidelidades de su madre por parte de algunas compañeras de internado. Para protegerlas, su padre las trasladó a un apartamento a diez manzanas del que él tenía en la Quinta Avenida de Nueva York, contrató a un ama de llaves y a un guardia de seguridad y las inscribió en un exclusivo colegio privado. Después, hizo el esfuerzo de visitarlas al menos una vez al mes. Poco a poco, la tormenta que se desató en los medios sobre las picantes aventuras de Alexis Whittaker y su temprana muerte fue aplacándose.

Desde el momento en el que Megan tuvo que abandonar St. Grey, se prometió dos cosas: protegería a su hermana de la sombra de su madre y se esforzaría al máximo para demostrarle a su padre que no se parecía en nada a la mujer que las había parido a ambas.

Pensaba que, hasta aquel momento, se había salido con la suya, al menos en lo que se refería al segundo de sus objetivos. Desgraciadamente, Katie parecía ser casi tan escandalosa en su comportamiento como su madre, a pesar de los esfuerzos de Megan por domar su rebelde temperamento.

Megan, por el contrario, se había esforzado mucho en hacer feliz a su padre. Se había graduado en Ingeniería Informática con honores en Cambridge. Después, había realizado un máster en la facultad de Empresariales de Harvard y se había especializado en los negocios en la red. Para demostrar su valía, no solo a su padre, sino también a sus compañeros de Whittaker’s, había rechazado el cargo que su padre le propuso y había decidido empezar desde abajo. Después de pasarse seis meses en el departamento de correos y mensajería, había solicitado una beca en el departamento de tecnología. Había tardado tres años en ascender, lo que le había costado mucho. Había terminado a cargo del departamento E-commerce, con tres personas a su cargo. Por fin, había demostrado de una vez por todas que el vergonzoso comportamiento de su madre no había dejado huella en la persona que ella era. Hasta aquel momento.

¿Cómo podía su padre pedirle que tratara de seducir a De Rossi? ¿Acaso esperaba que tuviera también relaciones sexuales con él?

–No puedo hacerlo –dijo.

–¿Y por qué diablos no puedes?

«Porque estoy tan lejos del ideal de belleza en una mujer de De Rossi como lo está Daisy de Jessica Rabbit».

–Porque sería poco ético por mi parte –consiguió decir, apartándose aquel pensamiento de la cabeza, que había surgido de la única vez que había visto a De Rossi en carne y hueso.

Ciertamente, había causado impresión en ella.

Había oído hablar de él, pero los comentarios no la habían preparado para la belleza del hombre que llegó al baile del Met con la supermodelo Giselle Monroe del brazo como si fuera su último accesorio de moda. La fuerza bruta de su poderoso cuerpo parecía contenerse a duras penas dentro del traje de diseño confeccionado especialmente para él. Cuando su padre la presentó, él la miró de arriba abajo. Su gélida mirada azul la turbó de un modo completamente visceral y provocó una cadena de minúsculas explosiones dentro de su ser.

Durante el resto de la velada, tuvo mucho cuidado de evitar a De Rossi porque, instintivamente, sabía que él no solo era moreno, alto y guapo, sino también extremadamente peligroso.

–No seas ingenua –replicó su padre con frialdad–. En los negocios no hay ética alguna. De Rossi ciertamente no la tiene, así que nosotros tampoco podemos permitírnoslo.

–Pero ¿cómo has conseguido persuadirle para que me lleve al baile? –quiso saber Megan, bastante desesperada también.

–Es un baile benéfico. Él paga una mesa. Tú vas a ser la representante de Whittaker’s allí. Le he pedido que te acompañe como cortesía hacia mí. Es miembro de mi club.

Entonces, eso significaba que se trataba de una cita por pena. Eso ya era bastante mortificante en sí mismo, si no fuera porque el verdadero motivo de su padre era aún peor.

–La única debilidad que he podido descubrir en De Rossi son las mujeres hermosas –añadió su padre en tono pragmático, como si estuviera hablando de algo perfectamente sensato en vez de una locura–. En realidad, no es exactamente una debilidad. Al contrario de mí, él nunca ha cometido la estupidez de casarse con una y jamás está con una mujer más de unos cuantos meses. Sin embargo, según Annalise, que es la que está al tanto de estas tonterías, en estos momentos no tiene pareja –prosiguió. Annalise era su amante–. Y nunca está sin una mujer al lado durante mucho tiempo, lo que te da la oportunidad que necesitas. Estará al acecho y yo te he puesto en su camino. Lo único que tienes que hacer es captar su atención. Haz que te invite a su ático de Central Park y, cuando estés allí, podrás acceder a su ordenador y a sus archivos. Los ordenadores son tu fuerte, ¿no?

–Todo lo que tenga estará protegido por una contraseña –dijo ella tratando de ser práctica.

–Tengo las contraseñas.

–¿Cómo?

–Eso no importa. Lo importante es acceder a su ordenador antes de que las cambie, lo que significa actuar con rapidez y concisión.

¿Y convertirla a ella en una especie de Mata Hari? La idea resultaría risible si no fuera tan patética.

–No me puedes pedir que haga algo así –dijo Megan–. Si fuera tu hijo, no me lo pedirías…

Trató de apelar al sentido de la justicia de su padre. Él no era un mal hombre. Era justo y, a su manera, las quería mucho a Katie y a ella. Evidentemente, estaba tan estresado que había perdido por completo el sentido de la realidad. Tenía que estar sometido a una enorme presión si De Rossi estaba husmeando en la empresa.

Sabía lo suficiente sobre las prácticas empresariales de De Rossi por la prensa financiera para saber que, una vez que su conglomerado echaba el anzuelo en las acciones de una empresa, estaba acabada. Si de verdad estaba planeando una OPA hostil contra Whittaker’s, tardaría solo unas semanas en reducirla a escombros. En un abrir y cerrar de ojos, el legado familiar quedaría destruido por el insaciable apetito de De Rossi por conseguir riqueza a cualquier precio. Sin embargo, la solución que planteaba su padre era desesperada e ilegal, por no decir que estaba destinada al fracaso. Tenía que hacérselo entender para encontrar otro modo.

–Si yo tuviera un hijo y De Rossi fuera homosexual, sería una opción también. Como ninguna de las dos cosas es posible, se trata de hablar por hablar.

Megan se sonrojó y sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Iba a tener que mencionar lo evidente.

–Por el interés que se va a tomar en mí, daría lo mismo que fuera gay. Él sale con supermodelos.

«Y yo estoy muy lejos de ser una supermodelo».

Con su poco más de metro sesenta de estatura y las rotundas curvas que había heredado de su madre, Megan no tenía nada que ver con la esbelta y deslumbrante mujer que había hechizado a De Rossi en el baile del Met.

Su falta de atractivo siempre le había parecido una ventaja. No quería convertirse en el accesorio de belleza de nadie, y mucho menos en el de un hombre como De Rossi, del que sospechaba que era tan cruel con las mujeres como en sus acuerdos financieros.

–No te tengas en tan poca estima –le dijo su padre–. Tienes muchos de los encantos de tu madre y, si te empeñas, podrás atraerlo.

–Pero yo…

–Si no lo haces tú, solo se lo puedo pedir a otra persona.

Megan sintió que el pánico remitía por fin. Gracias a Dios, tenía otra mujer a la que pedirle aquello.

–¿A quién?

–A tu hermana, Katie.

El pánico volvió a apoderarse de ella en un segundo.

–Pero Katie solo tiene diecinueve años –gritó, escandalizada–. Y aún no ha terminado sus estudios de Arte.

Después de muchas expulsiones y de enfrentamientos con la autoridad de su padre, Katie, por fin, había encontrado su pasión. No le importaba un comino Whittaker’s.

–Unos estudios que yo le pago –afirmó su padre con frialdad.

Katie y su padre habían tenido innumerables enfrentamientos a lo largo de los años, desde que las hermanas se mudaron a Nueva York tras la muerte de su madre. Megan había tardado muchos meses en convencer a su padre de que pagara la exclusiva academia, que le ofrecía a Katie una beca que financiaba solo la mitad de sus estudios allí. Megan jamás le había contado a su hermana que su padre pagaba la mitad de sus gastos y no sabía cómo reaccionaría si se enterara. De igual modo, dudaba que Katie se tomara bien que su padre estuviera dispuesto a cerrar el grifo de sus sueños para salvar a Whittaker’s.

–Tu hermana es igual que tu madre. Con el incentivo adecuado, creo que los dos sabemos que pasaría esta prueba con nota.

Megan no estaba tan segura. La destrozaría. Katie, efectivamente, era todo lo contrario a la cautelosa y centrada Megan, pero, a pesar de ello, resultaba muy fácil hacerle daño. Katie se quedaría escandalizada de que su padre hubiera sido capaz de pedirles algo así a las dos. El peor enemigo de Katie era normalmente ella misma. Era volátil e imprevisible, especialmente si se sentía herida, tanto que Megan no tenía ni idea de qué haría si su padre la obligaba a hacer algo así. Podría ser que tuviera una apasionada aventura con De Rossi o que lo enojara tanto que él destruyera Whittaker solo por puro placer. Poner a alguien tan apasionado como Katie en el camino de un hombre tan cruel como De Rossi supondría un choque de proporciones épicas en el que Katie saldría muy mal parada.

–La única razón por la que no se lo he pedido ya es porque no sabe nada de ordenadores –dijo su padre–. Además, a De Rossi, según Annalise, le gustan las mujeres un poco más maduras. Tú tienes más posibilidades. Sin embargo, si no me dejas opción, tendré que explicarle a tu hermana que, si quiere seguir en su escuela de arte, tendrá que…

–Está bien. Lo haré –le interrumpió Megan antes de que su padre pudiera expresar lo impensable–. Haré todo lo que pueda.

Aunque no tuviera muchas posibilidades de éxito, su orgullo y su ética eran un precio muy pequeño para ahorrarle a su hermana una desilusión… y salvar a Whittaker’s de la desaparición total.

–Buena chica, Megan. Mañana tómate el día libre. Annalise te acompañará a elegir un vestido para la ocasión y te llevará al salón de belleza para que te preparen adecuadamente.

–De acuerdo…

Se sentía abrumada por la enormidad de lo que acababa de aceptar hacer y de lo mal preparada que estaba para el desafío. El estilo y la sensualidad de Annalise siempre habían intimidado a Megan.

No me desilusiones. Whittaker’s depende de ti –concluyó su padre mientras le indicaba que se marchara antes de centrarse de nuevo en los papeles que tenía sobre el escritorio.

–Lo sé… Lo intentaré –murmuró Megan, tratando de transmitir seguridad.

Sin embargo, mientras regresaba a su pequeño despacho en el décimo piso del edificio, la presión le pesaba en el vientre como un ladrillo. Un ladrillo caliente que iba extendiendo poco a poco su calor por todo su cuerpo.

No sentía seguridad alguna. Se sentía como si estuviera a punto de ofrecerse en sacrificio, de ofrecerse al lobo con la única protección de un vestido de diseño, unos zapatos de tacón y una carísima sesión en el salón de belleza.