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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Amy J. Fetzer

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Deseos escondidos, n.º 1289 - agosto 2015

Título original: Awakening Beauty

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6884-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Era en momentos como ése cuando Lane Douglas más se alegraba de haberse cambiado de nombre. Elaina Honora Giovanni no se vería obligada a facilitar sus datos personales a la policía, por lo que no quedarían inscritos en ningún registro y jamás llegarían a manos de la prensa. Había un periodista en particular deseoso de encontrarla y darle caza. Y algo tan simple como un accidente automovilístico podía convertirse en la pista necesaria para dar con su presa.

Al oír el chirrido de unas ruedas frenando sobre la calzada mojada, seguido del estruendoso choque, Lane supo de inmediato que su pequeña furgoneta había sido alcanzada. Echó un vistazo desde la puerta de la librería y comprobó que, efectivamente, un deportivo plateado se había estrellado contra su vehículo aparcado, desencajando las puertas de atrás. Sin embargo, los daños del coche que había perdido el control habían sido mayores: la carrocería delantera se había quedado hecha un acordeón.

«Buona fortuna como siempre» se dijo a sí misma, dejando caer un lote de libros a la entrada de la tienda. La fría lluvia invernal le mojó el pelo y la ropa y arruinó en un instante el cargamento de libros que llevaba en la furgoneta.

Impotente ante la adversidad, Lane miró primero el deterioro de su mercancía y luego al conductor del deportivo que aún seguía delante del volante. Lo oyó jurar en voz alta y tuvo la seguridad de que, al menos, no estaba herido. La puerta del coche se abrió por fin y salió el hombre que lo conducía dirigiendo una primera mirada al desastre antes de mirarla a ella.

–¿Se encuentra usted bien? –preguntó él sacando un teléfono móvil del bolsillo.

–Sí, gracias. No estaba dentro de la furgoneta. Y usted… ¿está bien?

–Sí, maldita sea –contestó el hombre dando una patada a una rueda reventada, antes de volver a mirarla–. Me llamo Tyler, Tyler McKay –se presentó.

Ella sabía quién era. Era imposible vivir en Bradford, Carolina del Sur, y no conocer a la familia McKay. Tyler era un hombre rico, guapo y deseable. De cabello oscuro y profundos ojos azules, con un cuerpo atlético cubierto por unos pantalones vaqueros y una chaqueta de ante, era el hombre más codiciado de la ciudad.

Ella dirigió la mirada hacia la parte trasera de su furgoneta.

–¡Oh, no, mi lote de libros…! –se quejó, consciente de la catástrofe.

–Están hechos una pena –corroboró él cuando terminó de hablar por teléfono.

–Efectivamente –dijo ella echándole una mirada sarcástica–, gracias por reconocerlo.

Él se quitó la chaqueta de ante y la colocó sobre parte de los libros que seguían bajo la lluvia.

–¿Qué tal así?

–Es como si le hubiera puesto una tirita a una brecha de catorce puntos.

–No se puede decir que aprecie la galantería.

–Solo cuando creo que es sincera –repuso ella, apartando la chaqueta para sacar los libros. Podría venderlos de saldo.

–La policía no tardará en llegar –anunció él, ayudándola a meter los libros en la tienda.

–Bien.

–Mire, quiero dejar bien claro que todo esto ha sido culpa mía.

Ella se detuvo para mirarlo, pero al hacerlo cometió un error. Él estaba demasiado cerca y ella sintió su potente presencia y su aroma, al tiempo que notaba cómo sus ojos azules se posaban en los suyos.

–La culpa es de la lluvia y de esa curva tan cerrada –dijo Lane.

Él sonrió.

–¿Significa eso que estoy perdonado?

Su sonrisa encendió una llama dentro de ella y le aceleró el pulso. Una oleada de calor la inundó y tuvo dificultades para hacer caso omiso de las reacciones de su cuerpo.

–¿Necesita mi perdón?

–No, pero me gustaría contar con él, sentir que soy un buen vecino y todo eso.

La sonrisa volvió a sus labios y Lane apartó la mirada rápidamente y se puso a colocar los libros sobre una mesa.

–En ese caso, está perdonado. Pero me reservo el derecho de amonestarle. Además, no me ha dado tiempo a poner el resguardo del parquímetro y seguro que me ponen una multa.

–Yo la pagaré, lo prometo.

–Eso sí es galantería.

Él sonrió de nuevo y Lane sintió que algo se derretía en su interior, en contra de su voluntad.

–¿Cómo se llama?

–Lane Douglas –la mentira salió fácilmente de su boca después de casi dos años de entrenamiento. Era una pena que tener que mentir sobre su identidad se hubiera convertido en una costumbre. Él extendió la mano y ella se la estrechó brevemente antes de retirarse un poco. Su piel era deliciosamente cálida y a pesar de que ella había supuesto que tendría un tacto suave, había sentido la presión de una dureza, probablemente de jugar al golf.

Ella le dio la espalda y se puso a calcular mentalmente el costo de reemplazar todos los libros que habían quedado dañados.

–Bonito lugar –comentó él–. ¿Es nuevo?

–Lleva aquí por lo menos ciento cincuenta años, señor McKay –repuso ella, a sabiendas de que él probablemente se refería a la restauración.

–Llámame Tyler, por favor. El señor McKay es mi padre.

–No quiero que entremos en el terreno de lo personal, es posible que tenga que llevarlo a juicio.

–Pagaré gustosamente por todos los daños, señorita Douglas –dijo él con la mirada entornada.

–De acuerdo –repuso ella entregándole su carné de identidad y la póliza del seguro–. ¿Por qué no se ocupa usted de resolver los trámites con la policía? –añadió señalando a las intermitentes luces azules que se veían a través del escaparate.

Tyler la miró durante un instante y con un seco gesto de aquiescencia se dirigió hacia la calle. A ella no le preocupó que la policía viera su documentación, puesto que Lane Douglas no tenía nada que ocultar. Si hubiera seguido siendo una Giovanni habría tenido que vivir en una burbuja de cristal. Pero se había convertido legalmente en Lane Douglas y podía llevar una vida normal. Aunque tomar semejante decisión le había costado un trabajo increíble ya que era una de las herederas de la mejor bodega de Italia.

Debía librarse de Tyler McKay cuanto antes para no despertar su curiosidad y luego todo volvería a la normalidad. Llevaba más de un año evitando a la familia McKay, que era muy conocida en el estado y salía frecuentemente en la prensa. Como los Giovanni. Tyler McKay era lo suficientemente rico como para haber frecuentado los mismos círculos de la sociedad internacional que su propia familia. Y lo que ella deseaba evitar a toda costa era que alguien pudiera reconocerla, puesto que hacía dos años su rostro había aparecido en las primeras páginas de toda la prensa mundial. Tenía que mantener su verdadera identidad en secreto. La única persona que conocía su paradero era su padre y éste había prometido no descubrirla.

 

Mientras el agente tomaba notas para el informe policial. Tyler pensó que esa mujer era como un témpano de hielo. Echó un vistazo a través del escaparate y la vio removiendo los libros de una caja, vestida con unas ropas anodinas que parecían estarle demasiado grandes, con los ojos cubiertos por unas gafas de concha de estilo anticuado, el pelo rojo oscuro recogido y los pies protegidos por unas horrorosas botas que parecían de combate.

Le recordaba a la típica profesora solterona, pero había algo en ella que lo intrigaba. No sabía lo que era, pero sus ojos eran increíblemente profundos y de color whisky añejo, aunque apenas se veían detrás de las gafas.

Parecía una persona reservada, entregada a su negocio. Tyler jamás se había cruzado con ella anteriormente, lo cual era extraño porque creía conocer a todos los habitantes de Bradford.

–Necesito hablar con la señorita Douglas –dijo el agente de policía.

Tyler asintió y ambos entraron en la tienda. En la calle hacía frío y caía una molesta lluvia, pero en la casa convertida en librería el ambiente era cálido y olía a canela. Ella no estaba en el mostrador y él la llamó por su nombre. Lane apareció desde el fondo del establecimiento con una bandeja llena de tazas de café y bollos.

–Para combatir el frío –comentó, pensando que una cosa era no trabar amistad con un McKay y otra comportarse con grosería con alguien que conocía a todo el mundo en la ciudad y podía recomendar su tienda de libros. Era una simple cuestión de negocios.

Tyler tomó una taza y se calentó las manos con ella. El policía declinó la invitación, le hizo unas cuantas preguntas, le entregó una copia del informe a cada uno y se marchó. Tyler dio un sorbo al café mientras Lane deseaba que se fuera lo antes posible. Ese hombre la ponía nerviosa, más nerviosa incluso que cuando el FBI la había interrogado sobre las supuestas actividades ilegales de su hermano Angel con la mafia.

–¿Cómo es posible que no nos hayamos conocido antes? –preguntó él.

–Yo vendo libros. ¿Usted lee?

–Por supuesto.

Una tenue sonrisa afloró a los labios de Lane y Tyler volvió a perderse en la profundidad de sus ojos color miel.

–No lo suficiente, por lo visto, señor McKay.

Tyler sonrió.

–Está todavía enfadada por lo de la furgoneta.

–No, en realidad no. Puede que el seguro me permita comprarme una nueva.

–Tendría que haber sido un siniestro total, lo cual no es el caso.

–Siempre podría dejarla donde está y esperar a que usted volviera por aquí para acabar con ella definitivamente.

Él rió. Sonó la campanilla de la puerta de entrada y entró un chico de unos doce años.

–Madre mía, qué tormenta –dijo el recién llegado–. Hola, señor McKay.

–Hola, Davis.

–¿Es suyo el coche que hay espachurrado ahí afuera?

–Desgraciadamente sí.

–Es una lástima ver un coche tan bonito destrozado.

–Puede arreglarse.

Lane los miró a ambos.

–¿Puedo ayudarte en algo? –preguntó al niño.

Éste le enseñó un cartel publicitario de la Feria de Invierno.

–¿Puedo ponerlo en su escaparate?

–Claro –repuso ella, tomándolo y acercándose a la ventana con un trozo de cinta adhesiva.

Tyler observó cómo la fría mujer de negocios se convertía en una amable colaboradora. Y no lo entendió. Pocas mujeres, por no decir ninguna, eran inmunes a su encanto.

–Hasta pronto, señor McKay –se despidió el niño.

–Hasta pronto, Davis.

–Cuidado con el tráfico, hay conductores que van un poco locos por ahí –dijo Lane.

–No renuncia nunca a la posibilidad de salir victoriosa, ¿eh?

–No todos los días choca contra mi furgoneta el coche del playboy más codiciado de la ciudad.

–Ya me ha perdonado. Además, ¿quién le ha dicho que soy un playboy?

–Todo el mundo, McKay –contestó ella con un suspiro, tratando de hacerle caso omiso.

–Son todo mentiras, lo juro.

Lane lo miró. Él sonreía, pero ella deseó que se marchara de una vez por todas.

–No necesita defenderse. Suelo formarme opiniones propias y aunque sé quién es, no me importa lo que haga.

–Intrigante. Una mujer que no está interesada en los cotilleos que corren por ahí.

Ella levantó la vista.

–¿No debería estar en algún lugar haciendo algo? Por ejemplo, trabajar –dijo Lane deseando quitárselo de encima.

Tyler la miró, seguro de que esa mujer podía congelar las intenciones de cualquier hombre que se le acercara, pero algo dentro de él lo empujó a intentar derretir el hielo.

–Pues no.

–Ah, la vida de los ricos…

–Está lloviendo –le recordó él–. No creo que aparezcan muchos clientes por aquí hoy.

–Se sorprendería de lo que es capaz de hacer la gente para conseguir un buen libro en un día como éste. Es perfecto para acurrucarse en el sofá y ponerse a leer.

A él no le hubiera importado acurrucarse allí mismo, aunque no podía comprenderlo. Esa mujer no era precisamente el sueño dorado de cualquier hombre y, sin embargo, esos ojos…

–¿Va a participar en la Feria?

–No.

Esa respuesta lo sorprendió. La Feria de Invierno concentraba cada año a todos los comerciantes de Bradford. Era bueno para la ciudad y para los negocios. Además, era muy divertido porque se organizaban un montón de actividades paralelas durante quince días. La gente venía de todas las partes del estado para verlo.

–¿Y eso?

–Es una decisión que he tomado.

–Aguafiestas –él hubiera podido jurar que ella estaba tratando de no sonreír de nuevo–. Todos los comerciantes de la ciudad participan.

–¿El propietario de la gasolinera también? –preguntó ella enarcando una ceja.

–Lo juro. Denis ofrece un lavado gratis con cada llenado del tanque de gasolina.

–Yo vendo libros y no creo que una caseta de feria sea el lugar más adecuado.

–Pero también vende cafés –dijo él haciendo un gesto que abarcaba la esquina donde había una pequeña barra de bar y unos cómodos sillones.

–Vaya contribución… –se mofó ella–. Unos cafés con nata.

–Si la tarde es fría, le aseguro que tendrán mucho éxito. ¿Por qué no lo intenta?

–Da la impresión de que fuera usted el alcalde.

–Hum. El alcalde McKay, me gusta.

–¿Por qué no se va a trabajar, a ganar más dinero? –preguntó ella desabridamente, quitándole la taza de las manos.

–¿Trata a todos los clientes con la misma amabilidad?

–Me guardo la cortesía para los grandes compradores.

Tyler chasqueó la lengua, le gustaba su sentido del humor rayano en el sarcasmo.

–Se arruinará en cuestión de un mes si persiste en esa actitud.

–Llevo aquí más de un año, McKay. Y sobrevivo.

–¿Y la simple supervivencia colma todas sus ambiciones?

Ella lo miró y él supo que acababa de entrar en terreno pantanoso.

–No hace falta que insista, McKay. Ya ha cumplido con sus obligaciones como buen vecino.

–Oiga, ¿soy yo el que le molesta o es que no le gusta el nombre de los McKay?

Los McKay, gente poderosa y adinerada, privilegiados. Y Tyler estaba allí pensando que era una pobre vendedora de libros. Estuvo a punto de decirle que sabía exactamente cómo se vivía sin problemas de dinero. De decirle que sabía lo que era aparecer en la primera página de la prensa de dos continentes. De hablarle de la Bodega Giovanni, sospechosa de lavar dinero negro para la mafia. Y todo porque el periodista Dan Jacobs había logrado seducirla y le había prometido amor eterno cuando lo único que pretendía era conocer los detalles de su vida privada para escribir el mejor reportaje de su vida. Quería contarle cómo su fulgurante carrera como diseñadora de modas se había venido abajo en cuanto la reputación de su familia se había puesto en duda. Pero lo peor de todo había sido que ella lo había amado y él la había traicionado.

Lane miró al suelo, con el corazón encogido, sintiendo aún el dolor del aquel momento. Se había encerrado en sí misma porque personas a las que amaba le habían mentido. La gente era capaz de hacerte daño y no darle la menor importancia siempre que de esa manera consiguiera lo que quería. La gente como Dan Jacobs. Sin embargo, los libros suponían un refugio seguro…

–¿Señorita Douglas? –la llamó Tyler–. Ella alzó la mirada hacia él, forzando una sonrisa–. ¿Se encuentra bien?

La expresión de ella se tornó en falsa animación y él se sintió aún más intrigado. Parecía como si la rodeara un aura de regia grandeza, sin arrogancia, pero llena de dignidad y sofisticación que el torpe atuendo de vendedora de libros no lograba ocultar a sus ojos.

–Aunque parezca redundante, sí, me encuentro perfectamente –Tyler no estaba acostumbrado a que una mujer lo rechazara tan abiertamente y tuvo que admitir que se sentía nervioso. La miró en silencio–. ¿No debería usted estar llamando a un a grúa? ¿O a la oficina? ¿O a su novia?

«No», pensó él, no tenía ninguna novia, al menos ninguna estable. En aquellos momentos estaba jugando a tener aventuras esporádicas porque no hacía demasiado tiempo había estado a punto de dar el «sí, quiero» a una mujer que no lo merecía. A una mujer que deseaba el dinero de los McKay, pero no al hombre. Ya habían pasado casi dos años de eso y el dolor se había atenuado, pero el recuerdo de lo ciego que había estado aún lo atormentaba.

–No tengo ninguna novia a la que llamar y la grúa ya está avisada, pero gracias por preocuparse por mí –dijo apoyándose en el mostrador–. Realmente está deseando librarse de mi, ¿no? ¿Por qué?

Lane se mantuvo firme en su postura, lo cual fue un error porque desde esa distancia podía oler el embriagante perfume de Tyler. Y el conjunto de pantalones vaqueros con chaqueta de ante le daba un aire irresistible.

–A diferencia de los ociosos millonarios, yo tengo que dirigir un negocio.

La voz de ella era como el humo, grave y profunda, y Tyler trató de localizar el acento. No era del sur, eso seguro, y a veces sonaba ligeramente europea.

–¿Señor McKay?

–¿Sí?

–Creo que su móvil está sonando. ¿Será el club de admiradoras? –ironizó ella.

Él hizo una mueca antes de contestar al teléfono.

–¿Mamá? Hola…, sí, me encuentro bien –Lane reprimió una risotada–. Pasaré a verte de camino a casa, sí…… Hasta luego –Tyler colgó el teléfono y miró a Lane–. Tengo que ir a casa de mi madre a demostrar personalmente que no me he abierto la cabeza. Por favor, envíeme la factura de los libros –dijo dirigiéndose a la puerta.

–Lo haré.

–O mejor aún, mañana puedo venir y recogerla yo mismo.

–El sistema de correos funciona perfectamente, señor McKay. Casi nadie lo pone en duda.

–Yo no soy una persona cualquiera, señorita Douglas –dijo Tyler con una sonrisa.

Él cerró la puerta tras de sí y, una vez en la calle, detuvo un taxi y se marchó, abandonando allí el coche destrozado.

Y Lane tuvo una premonición: algo dentro de ella le decía que ésa no era la última vez que iba a ver a Tyler McKay. Lo cual resultaba ciertamente peligroso.