Cubierta

Javier Bonilla Saus, Pedro Isern Munne
(editores)

Plebe versus ciudadanía: a propósito del populismo contemporáneo

Edhasa

PLEBE VERSUS CIUDADANÍA: A PROPÓSITO DEL POPULISMO CONTEMPORÁNEO

 

 

En la última década América Latina estuvo signada por dos fenómenos aparentemente contradictorios. Por un lado, desde el punto de vista económico, se disciernen algunas tendencias que colaboraron a impulsar el crecimiento y, por esa vía, aliviar algunas de las carencias endémicas padecidas por la población; por otro lado, se desarrollaron procesos políticos que consolidaron regímenes “democráticos” signados por serias debilidades institucionales. Aun con cierta bonanza económica, un buen número de “democracias” latinoamericanas fueron deslizándose hacia terrenos cada vez más autoritarios y terminaron configurando una reedición de la vieja compulsión populista que agobió a la región décadas atrás.

Este libro explora, tanto desde diversos enfoques teóricos como desde el análisis histórico y político concreto, los mecanismos que han permitido que la perversión populista opere desde dentro de regímenes que, en muchos casos, pudieron haberse consolidado en democracias en el sentido cabal de la palabra. Se argumenta que, con la instauración en la última década, en un buen número de países de la región, de esta democracia adjetivada (progresista, de izquierda o populista), la política latinoamericana parece haber abandonado la preocupación por incrementar la calidad de la democracia. Así, en lugar de requerir una democracia liberal madura y estable, parece haber optado por acomodarse a una convivencia contra natura entre democracia y autoritarismo.

Javier Bonilla Saus es coordinador académico del departamento de Estudios Internacionales y catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad ORT Uruguay. Tiene un DEA en Economía Política, es máster en Sociología y licenciado en Sociología y Economía Política en la Université Paris VIII. Sus principales publicaciones, realizadas en México, Francia, España, Argentina y Uruguay, versan sobre Filosofía política, historia, sociología del desarrollo, educación y comunicaciones.

Pedro Isern Munne es profesor del departamento de Estudios Internacionales de la Universidad ORT Uruguay. Es doctorando en Historia Económica en la Universidad de la República (Uruguay). MSC en Filosofía Política en la London School of Economics, máster en Economía y Ciencia Política en ESEADE y licenciado en Ciencia Política en la Universidad de San Andrés (Argentina).

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

Agradecimientos

Agradecemos a la Universidad ORT Uruguay y a su Departamento de Estudios Internacionales, en la persona de todos aquellos de sus integrantes que colaboraron, directa o indirectamente, en la concreción de este proyecto. Además es necesario destacar el apoyo recibido por familiares, amigos y colegas de otras universidades que aportaron apoyo, comentarios y sugerencias diversos para el enriquecimiento de este libro. Muy en particular destacamos la colaboración del Dr. Heber Gatto y la de Carla Fontana quien realizara un excelente trabajo de traducción del artículo del profesor Francisco Panizza.

Cabe recordar que este libro fue en parte posible gracias a la convocatoria que los profesores Fausto Kubli García, de la Universidad Nacional de México (UNAM) y Francisco Nieto Guerrero, de Georgetown University, hiciesen oportunamente a varias universidades latinoamericanas para llevar a cabo una serie de video-conferencias sobre la realidad política latinoamericana.

Javier Bonilla Saus

Pedro Isern Munne

Prólogo

Heber Gatto

Durante gran parte de su existencia, el populismo tuvo mala reputación en América Latina, tanto a nivel de los medios informados como entre los estamentos académicos que lo descalificaron como un régimen represivo contrario a la democracia, aun en los casos cuyas autoridades habían sido electas mediante el voto popular. Hoy soplan nuevos aires, particularmente desde que el populismo se ha acercado a la izquierda, adoptando varias de sus banderas. El cambio de perspectiva en la estimativa comenzó tempranamente por parte de algunos intelectuales de izquierda argentinos, con la revalorización del peronismo posterior a su caída y las críticas al régimen militar que lo sucedió. Junto a esa revisión surgieron nuevas interpretaciones del fenómeno, que desde fines del siglo XX y comienzos del XXI presentó renovados ejemplos en varios países del continente americano, aun manteniendo las características principales del populismo clásico.

En nuestras latitudes, siguiendo a Flavia Fridenberg en su libro La tentación populista, se pueden distinguir: a) un populismo temprano (con la discutible inclusión de Rosas e Irigoyen en Argentina); b) el populismo clásico (1930-1950), Cárdenas en México, Vargas en Brasil, Perón en Argentina, Haya de la Torre en Perú, Velazco Ibarra en Ecuador, Ibañez del Campo en Chile, Bucaram, en Ecuador; c) los populismos tardíos (de la década de 1970 y 1980), Echeverría y Portillo en México, Arias en Panamá, García en Perú; d) los populismos neoliberales (década de 1980 y 1990), Salinas de Gortari en México, Menem en Argentina, Fujimori en Perú, Collor de Mello en Brasil; y e) los neopopulismos del siglo XXI, Chávez en Venezuela, Morales en Bolivia, Ortega en Nicaragua, Correa en Ecuador, ambos Kirchner en Argentina. Más allá de lo variado y polémico de algunas inclusiones, las mismas son reveladoras de lo impreciso de la categoría, tal como lo muestra la obra que ahora prologamos, escrita por destacados especialistas de diversas universidades del continente que atienden a esa problemática interrogándose sobre la vigencia de un fenómeno que parece haber renacido a principios del nuevo siglo, pese a que conserva los interrogantes y aporías que siempre lo acecharon.

Caracterizarlo como ideología, movimiento o régimen político, todas expresiones que lo describen, según su etapa de desarrollo, suele ser el primer nudo de la copiosa literatura dedicada a este fenómeno, que en ocasiones ha quedado reducido al intento de un hombre y en otras ocasiones ha ocupado un largo tiempo en la vida de una nación. Muchas veces esto ha sido crucial para su futuro. Tal como se percibe en algunos de los documentados ensayos que integran este volumen, este esfuerzo caracterizador no es una moda reciente, responde a una dificultad objetiva del tema que parece tener una dimensión elusiva que impidiera su total aprehensión. Pese a que sus primeras manifestaciones se dieron en los años setenta del siglo XIX, por lo que pronto cumplirán ciento cincuenta largos años de su emergencia, tanto en la Rusia zarista como, algo más tarde, en los Estados Unidos de América. O más tiempo aun sin incluimos la Argentina de Juan Manuel de Rosas.

De todas formas han sido tantas las encarnaciones del populismo o los fantasmas que lo sugieren que definirlo de forma clara y distinta, saber de qué se hablaba exactamente cuando se lo mentaba, resulta una exigencia epistemológica elemental en cualquier investigación científica de cierto rigor. No obstante, en la medida que los objetos teóricos, como aquí es el caso, son en gran medida construidos a través de la propia labor investigativa, en el sentido que no preexisten a la misma y si lo hacen resultan más una intuición difusa que una caracterización definida, la labor reconstructiva es siempre imprescindible. Aún cuando en ciertos casos, por su propia naturaleza o por la variedad de sus versiones, encuentren más dificultades de definición que en otras. Precisamente lo que ocurre con el populismo, un concepto tan ambiguo que ha llegado a dudarse de su existencia o de su pertinencia para la ciencia (Roxborough, 1984, Canovan, 1981). Más aún cuando consideramos que sus propios cultores, aquellos que más se identifican en su práctica con el prototipo mayoritario del populismo, rechazan ser denominados como tales, considerándolo un anatema o un mote crítico.

Ello nos lleva a una inquietud primaria en relación a las muchas que lo rodean. ¿El populismo es un fenómeno histórico singular y contingente o por el contrario caracteriza un concepto general y propio de la ciencia política que se genera, con diferencias menores, en distintas sociedad y épocas y con cierta recurrencia? Está claro que la respuesta a esta pregunta dependerá de la naturaleza que se atribuya al fenómeno. Si este se define de manera predominante formal, y con un alto grado de abstracción, tal como propone Laclau (1985) y desarrollan Jonathan Arriola y Javier Bonilla Saus en este volumen, parece claro que el populismo puede reiterarse en diferentes contextos y en distintos momentos. En tal caso generalmente se lo estudia desde la politología, con énfasis comparatistas e insistiendo en sus proximidades con el autoritarismo.

No ocurre lo mismo si esta definición se centra en las diferencias entre los ejemplos empíricos, se ahonda en sus contenidos ideológicos e históricos y se menosprecia o relativiza sus semejanzas. Un enfoque, como veremos, mucho más común entre los historiadores. Por ello, para abordarlo se requiere tener presente la especial relación entre el populismo y sus intérpretes, sus prejuicios y sus sensibilidades, advertir el cambiante clima académico, político e ideológico que lo enmarca y que necesariamente incide sobre sus estudios y valoraciones, especialmente estas últimas. Por supuesto que no fue la misma la temperatura ideológica de principio de los ochenta o antes (cuando al populismo se lo veía desde la izquierda como un indeseado rival del “clasismo marxista” en auge, que en este momento de quiebre y progresivo abandono de ese paradigma). Ni era el mismo el momento académico antes y después del linguistic turn. De allí la pertinencia de trabajos como el de Flavia Fiorucci en este mismo volumen, sobre los intelectuales y el populismo, mostrando como los mismos influyeron aún en los casos que podríamos considerar tempranos como el de Cárdenas, el de Vargas y el de Perón, desmintiendo, de este modo, que los intelectuales estuvieran mayoritariamente en contra del populismo y, por ende, sin participar en él. Tal como desde hace años lo ejemplifica Ernesto Laclau o Chantal Mouffe, los primeros mentores intelectuales del actual populismo argentino del gobierno de Cristina Fernández.

Asimismo, conviene advertir, que tal como se ha sostenido, los historiadores y con mayor amplitud los cientistas sociales se dividen entre “generalistas” y “singularistas” (Unity and Diversity in Latin American History, vol. 16, Nº 1, Roxborough, I., 1984). Los primeros, procurando señalar tendencias o hilos comunes en fenómenos aparentemente diversos; los segundos, buscando “las diferencias, los contrastes, los atributos singulares entre fenómenos a priori similares” (Populismo y Neopopulismo en América Latina, Mackinnon, M. y otros, 1998). Estas diferentes posiciones epistemológicas sobre temas muy diferentes enmarcan el debate. Para los “generalistas” (una característica más que nada idiosincrática) es recomendable conformar modelos teóricos amplios y contrastarlos con los casos concretos; para sus rivales el concepto de populismo como tipo ideal por su amplitud y vaguedad no se adapta para pensar ciertos fenómenos y procesos históricos de América Latina.

Del mismo modo que puede decirse que quienes tienden a explicar, ya las condiciones de nacimiento, ya las característica de los regímenes populistas a través de teorías “objetivistas”, relacionadas con rasgos histórico estructurales de las diferentes sociedades, (su grado de desarrollo, su ingreso o no en la modernidad, su dependencia o independencia relativa, otras particularidades históricas, la profundidad de la crisis que abre el período populista, etc., como sería el conocido caso de Gino Germani o Torcuato di Tella, en la Argentina), soportarán más dificultades para construir tipos generales (aunque no por eso declinen hacerlo) que aquellos que por ejemplo, siguen a Laclau, que con su enfoque semiótico, solo requiere como precondiciones la existencia de capacidad discursiva social (por ejemplo liderazgos adecuados) en conjunción con crisis política y debilidades institucionales. Condiciones bastantes comunes y generales en cualquier sociedad latinoamericana.

A su vez las múltiples dimensiones del concepto de populismo y de los enfoques ideológicos previos que lo enmarcan, han permitido que sea explicado de muy diversas formas, ya sea priorizando elementos empíricos bastante concretos y singulares (la preeminencia de la cultura política fascista en los veinte) o apelando a elementos de naturaleza más abstracta, en una compleja combinatoria que no siempre aclara sus contribuciones respectivas ni sus mutuas dependencias.

En este sentido, en la literatura local del continente se han elegido variadas pistas o señales, algunas de las cuales han llegado incluso a reducirse a las características psicológicas de los líderes de turno, como fue el caso de Perón y su compañera. También es, o fue común, hasta hace un tiempo, la apelación a perspectivas de inspiración marxista que postulan como elemento identificatorio de la aparición del populismo, la presencia de coaliciones multiclasistas, particularmente durante las primeras etapas de los procesos de industrialización. Coaliciones decíamos, facilitadas (o a veces posibilitadas) por la emergencia concomitante de líderes fuertes o que son apreciados como tales, que actúan como símbolos condensadores de dichas alianzas. A la vez que se coincide en que las mismas (con la relativa excepción del primer peronismo) carecieron del esperado protagonismo del proletariado, que cuando se incorporó lo hizo con desconfianza y sobre los finales del proceso. O bien se utilizan perspectivas económicas que enfatizan no ya las transformaciones del aparato productivo sino las políticas redistributivas centradas en los recursos generados por estrategias de sustitución de importaciones, especialmente en los populismos de mediados del siglo pasado. Las cuales, procurando ensanchar el consumo popular como base del régimen, culminaron generalmente en el desorden fiscal y la inflación.

Lo que no implica que el populismo más tardío, el posterior a la década de los ochenta o noventa del siglo XX, no pudiera adoptar políticas neoliberales como terapia de shock, tal como ocurrió históricamente en los casos de Menem o Fujimori. Todo esto desdibuja la caracterización a través, únicamente, de la economía como variable explicativa singular, en tanto se admite que los gobiernos puedan cambiar bruscamente su orientación si mantienen –y mientras lo hagan–, la confianza de sus adeptos. Tal como ocurrió durante un lapso en los dos casos mencionados. Por su lado no deja de ser común que se confundan las características que adopta, en definitiva, el régimen populista en cuestión (modernizador, distribuidor, reformador) con las condiciones que hicieron posible su triunfo y surgimiento, como si ambas cosas pudieran confundirse.

En tercer lugar, en una mirada que se mantiene vigente, el populismo, al cambiar la naturaleza de la explicación, ha sido definido a través de la ideología, tal como lo hace Laclau, en la contraposición, lograda a partir de construcciones discursivas, entre el pueblo (el nosotros) y la oligarquía o el estrato tradicionalmente dominante (ellos), como actores en permanente oposición. Una construcción posmoderna, que inspirada en Gramsci y su postulación acerca de la necesidad de conseguir el poder a través del triunfo cultural imponiendo la propia hegemonía, y también en las concepciones de Carl Schmitt, mediante su conceptualización de lo político como la lucha entre amigos y enemigos, que, como bien señala el profesor Arriola, desplaza la caracterización, desde la mirada socio estructural al campo de poder del discurso para generar sentido y a través suyo construir actores contrahegemónicos con los que desarrollar la necesaria confrontación social y la política misma. Todo esto en una mirada que pasa del esencialismo de los sociólogos clásicos, a la aptitud a priori, como creadora de sujetos que reconoce en el linguistic turn, su fuente más lejana. Ello sin perjuicio de explicaciones puramente politológicas, como la ya señalada aptitud personal del conductor o líder, el descontento generalizado de las masas, la falta de instituciones políticas sedimentadas como articuladoras y mediadoras del poder, la tradición caudillesca, la anemia progresiva del sistema de partidos tradicionales o el descaecimiento de la cultura liberal, tradicionalmente descripta como constitutivamente anémica.

Porque ninguna de estas miradas resulta excluyente ni suficiente por sí sola, proponemos este conjunto, pensamos que es probable que una adecuada combinación de ellas, permita acercarse a una más ajustada caracterización del populismo, un fenómeno que quizás solo admita los tipos ideales, que si por definición y sin mediaciones resultan inaplicables al caso concreto, autorizan a aproximarse a la generalidad del fenómeno y relacionar y comparar sus elementos constituyentes. Lo que implica que el encare politológico o sociológico por sí solos, no permiten, analizar cada caso concreto, prescindiendo de la historia y la particularidad.

Mucho más podría decirse de este libro que prologamos, una actualización y puesta a punto del populismo, que ya como patología, ya como forma de política adecuada a la posmodernidad, parece sufrir cambios y adaptaciones acordes con el momento en que vivimos sin por ello perder actualidad. Cambios reales o supuestos, que no pueden dejar de afectar su interpretación y valoración, especialmente esta última. Razón por la cual, la recopilación plantea un tema que si estaba fuera de la agenda académica hoy, por esas extrañas vueltas que aquejan a los intelectuales, adquiere vigencia transformando un tema hasta hace poco laudado en su valoración en otro altamente polémico abierto a las reconsideraciones. Nos referimos a las relaciones entre democracia y populismo. Este último, simplificando un tanto y a riesgo de repetirnos, puede, descriptivamente, resumirse en los siguientes rasgos: a) una coalición política de clases, fracciones y grupos sociales subalternos movilizados bajo un liderazgo paternalista y enfrentado a todos los “otros”, los enemigos de la patria; b) relaciones sin mediaciones institucionales definidas entre el líder y la masa, c) una ideología amorfa que en términos discursivos procura generar un sujeto político y social (el pueblo) en pugna con los integrantes del establishment; d) un proyecto económico, que según el momento, colabora con la creación del pueblo, que puede adoptar formas muy variadas, desde la izquierda distributiva, hasta, en ciertas instancias, el neoliberalismo prebendarlo, pero, en cualquiera de ambos casos, en el marco de un nacionalismo en pugna con los “enemigos de la patria”.

Así caracterizado y más allá de polémicas, varios autores, entre ellos Benjamín Arditi, Ernesto Laclau, Chantal Mouffe junto a otros tantos como Francisco Panizza, en este volumen, aunque con más prudencia, se preguntan en qué medida estos rasgos no obedecen a un recomendable democratismo radical que procura la intervención del pueblo sin las mediaciones que entorpecen su participación y la necesaria transformación de la sociedad. En este sentido recuerda Panizza (El populismo como espejo de la democracia, 2009), citando a Edward Shils, este régimen implica la aceptación de dos principios fundamentales: la noción de la supremacía de la voluntad del pueblo y la idea de la relación directa entre éste y el gobierno. Así como Canovan coincidiendo con Worsley, Shils y Laclau, entienden al populismo más como una apelación al pueblo contra la estructura de poder establecida, (y) contra las ideas y contra los valores dominantes de la sociedad.

En el mismo trillo, Arditi (2010: 122) insiste en que la participación es la palabra clave de los populistas. En ese sentido –más allá de ocasionales desviaciones–, no puede descalificarse al populismo como a disfuncional para la democracia. “Si toda norma está expuesta a la posibilidad de ser reinterpretada e incluso distorsionada entonces no podemos determinar a priori el carácter democrático o no de del populismo”. Este es un tema indecidible. La conclusión es que el populismo puede funcionar como un síntoma de la política democrática en dos sentidos. Como promesa de redención y de acción contra la “política de siempre” y como reacción contra la democracia formal. En este sentido funciona como una “periferia interna” del orden democrático. Un recordatorio contra la rutina y la burocratización de la política. En ese sentido –insiste Arditi– como una forma de desafío permanente, como un tábano urticante que impide la fosilización de la democracia, puede llegar a celebrase. Aunque también puede llegar a desviarse y transformarse en su reverso, una sombra ominosa. Con distintas palabras, y sin el beneficio de la duda, lo mismo sostendrán Laclau o Chantal Mouffe.

Más allá de la debilidad posmoderna del argumento de la indecibilidad de la democracia, que impediría fundamentar o descalificar cualquier razonamiento, no es casualidad que la democracia a la que se apela para rescatar el populismo no sea la democracia liberal a la que nunca se cita, sino una forma de democracia participativa como opuesta a aquella. Omitiendo que ambos tipos no son antónimos. La participación es la esencia de toda democracia, en una institucionalidad, que creada en Grecia hace dos mil quinientos años, suponía precisamente la participación directa del demos. Cuando contemporáneamente se habla de participación no es porque se esté inventando algo nuevo como pretenden los populistas sino porque se está actualizando una institucionalidad que el elitismo democrático desconoció en sus primeras manifestaciones, en tanto nadie nace como Palas con lanza y escudos puestos.

La apelación al populismo fundada en la participación, tal como justifican sus seguidores, está planteada como si, para enfatizar esta última, fuera necesario ignorar las instituciones que el liberalismo aportó, entre otras, la separación de poderes, la independencia del Poder Judicial o las garantías como la inconstitucionalidad de la ley más todo el elenco de libertades y derechos humanos. Y ello es la desgraciada consecuencia de oponer participación como intervención directa en política, con liberalismo político. Para decirlo de otro modo, el elitismo es contrario a la participación, pero ésta no se opone a la democracia liberal, tal como erróneamente lo entienden los populismos. Como tampoco se oponen democracia liberal con democracia representativa, ambas, como acredita toda la historia de Occidente, son perfectamente compatibles.

Por su lado, esta noción restringida de la democracia considerada en un momento anterior a su hibridación con el liberalismo, tiene una decisiva importancia para la caracterización del populismo, puesto que le hizo perder, además de sus mediaciones institucionales y la importancia de los derechos humanos como derechos subjetivos de los ciudadanos esgrimibles frente al Estado, la consecuencia adicional de asimilar democracia con soberanía de la mayoría. Con lo cual la democracia populista se trasforma en una forma de gobierno donde las decisiones mayoritarias no admiten restricciones, limitaciones o cortapisas constitucionales convirtiéndose, en nombre de la participación, en una suerte de régimen plebiscitario. Lo cual constituye una limitación que quita a la democracia su naturaleza dialogal y su sentido profundo como confrontación de razones, como disputatio donde idealmente triunfa el mejor argumento, luego que todos tuvieron el derecho de defender exhaustivamente sus fundamentos.

Y ello aún si suponemos que la participación popular que pregona el populismo implica la intervención efectiva del pueblo en el quehacer nacional de una forma que supere la adhesión acrítica al líder ocasional. Lo cual, como sabemos y avalan todos los ejemplos históricos conocidos, está muy lejos de ocurrir. Por eso vale la pena leer este trabajo que, con un enfoque metodológico cuidadoso, advierte cuan sencillo resulta forzar instituciones y, en nombre de principios abstractos (como asistir pasivamente a celebraciones ratificatorias masivas), desvirtuar la práctica viva de la democracia.

Bibliografía

ARDITI, Benjamin (2010), La política en los bordes del liberalismo: diferencia, populismo, revolución, emancipación, Barcelona, Gedisa.

CANOVAN, Margaret (1981), Populism, Nueva York, Hardcourt Brace Javanovich.

LACLAU, Ernesto y Chantal MOUFFE (1987), Hegemonía y estrategia socialista, Madrid, Siglo XXI.

MACKINNON, María Moira et al. (1998), Populismo y neopopulismo en América Latina, Buenos Aires, Eudeba.

ROXBOROUGH, Ian (1984), “Unity and Diversity in Latin American History”, en Journal of Latin American Studies, vol. 16, Nº 1, mayo, Cambridge University Press, pp. 1-26.

PANIZZA, Francisco (comp.) (2009), El populismo como espejo de la democracia (2005), Buenos Aires, FCE.

Introducción

Javier Bonilla Saus y Pedro Isern Munne

1) En el mes de octubre de 2011, el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Georgetown y el Centro de Investigaciones sobre América del Norte de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), convocaron a un ciclo de videoconferencias a instituciones universitarias latinoamericanas con el objetivo de discutir en torno a ese concepto, a la vez pertinaz y difuso, que es el populismo.

En dichas videoconferencias participaron académicos de la universidad de San Francisco de Quito, del Instituto de Altos Estudios de América Latina, de la Universidad Simón Bolívar (Venezuela), de la Universidad Católica de Córdoba, del Instituto para la Consolidación de la Democracia de la Universidad Latina de Panamá, de la Universidad ORT Uruguay a través del Departamento de Estudios Internacionales y del ya mencionado centro de la UNAM, entre otros, en un evento que resultó en un intercambio enriquecedor, innovador y sofisticado.

En buena parte, este nuevo interés y la renovación de la discusión sobre el tema que se constataron en la aparición de múltiples ponencias, vía videoconferencias, así como aportes posteriores, se debieron al hecho de que los análisis sobre el populismo, tanto en América Latina como en otras partes del mundo, luego de ser relativamente dejados de lado durante la larga década de las dictaduras militares, volvieron, en los últimos años, a resurgir con indudable vigor. Desde aproximadamente la segunda mitad de la década de 1990, los trabajos de Kenneth Roberts, Margaret Canovan, Guy Hermet, Paul Kammack o Kurt Weyland (para nombrar, solamente, los ejemplos más conocidos internacionalmente), así como las publicaciones de algunos autores latinoamericanos que participan en esta publicación, como Francisco Panizza o Alejandra Salinas, reavivaron el interés de la academia por la llamada “cuestión populista”.

El texto de Ernesto Laclau, La razón populista, aparecido en 2002 (y en 2005 en su versión española), constituyó, especialmente para las miradas latinoamericanas, una propuesta particularmente detonante sobre el tema. Más que una verdadera y sustantiva novedad teórica en el análisis del populismo, La razón populista aportó estrategias metodológicas y conceptuales de aproximación al fenómeno más complejas y sofisticadas que las del manido maniqueísmo “pueblo versus oligarquía” que impregnaba las discusiones y descripciones clásicas de la academia sobre el populismo desde las décadas de 1960-1970. Si bien, como se verá, los debates contemporáneos neolaclausianos no son tampoco muy esclarecedores, ni van mucho más allá de una reedición de la mencionada oposición (puesto que concluyen, igualmente, en una frontal e irreconciliable oposición entre el “pueblo” y los “privilegiados”), es necesario señalar que llegan allí luego de haber desarrollado un aparato conceptual más sofisticado que el que se usó, esencialmente, hasta la década de 1990.

Recurriendo a una concepción eminentemente discursiva (liberada de inercias economicistas, sociologistas, psicologistas y, por ende, historicistas, omnipresentes en las explicaciones tradicionales de décadas anteriores) de la construcción política populista, esta es, además, presentada convenientemente de elementos provenientes del lacanismo y, a la vez, de una quizás poco inteligible, reivindicación neomarxista.

2) La oportunidad, con la que la propuesta de abordar la cuestión del populismo llegó de forma más que pertinaz; además de las novedades académicas mencionadas, en el campo de la materia política también había más de una señal sobre la urgencia de discutir el tema. En América Latina, en la larga década que va del siglo XXI, buena parte de los gobiernos del subcontinente parecen haber entrado en una etapa de involución institucional y política que los distancia, paulatina pero inexorablemente, de las formas comúnmente aceptadas de la democracia republicana y liberal para encaminarse hacia terrenos autoritarios que, siquiera provisoriamente, pueden caracterizarse de “populistas” o de “neopopulistas”.

Si recordamos el final de la década de 1980 y el principio de los años 90, los grandes temas que entonces ocupaban la agenda de América Latina, tanto la de los políticos como la de la prensa o la de los académicos, eran “la transición” a la democracia, la “consolidación” de ésta o los reales o aparentes peligros que pudiesen acecharla desde el autoritarismo militar en proceso de franco repliegue.

A más de dos décadas de aquellos, a veces aciagos, procesos de redemocratización, es preciso constatar que ya prácticamente nadie habla de “consolidar” la democracia y una suerte de callado y sospechoso consenso parece hacerse instalado entre políticos y muchos académicos, en el sentido que la democracia en el subcontinente ha venido para quedarse, que “ya se instaló”, y que sus desempeños serían unánimemente satisfactorios. Las elecciones se suceden con relativa regularidad, muchos gobiernos ostentan porcentajes de aprobación popular consistentes y la bonanza económica que impulsa la llegada de capitales que huyen de la crisis en Estados Unidos, Europa y Japón, más el boom exportador de materias primas generado por la demanda asiática ha desatado una bonanza relativa, además de muchas fantasías de consumo que no parecen acompañarse con procesos de inversión genuinos ni desarrollo económico e institucional sustantivos.

En ese marco, un importante sector de los actores sociales y políticos del subcontinente parecen de acuerdo en que la democracia latinoamericana estaría gozando de excelente salud.1 Sin embargo, como quedó claro en la mayoría de las intervenciones del evento que motiva esta publicación, nada parece más lejos de la verdad que este diagnóstico “alegre” y optimista que se ha ido instalando acríticamente.

Todo hace pensar que, en la medida que el proceso de redemocratización que se llevó a cabo en las últimas décadas del siglo pasado hubo de hacerse, en la mayoría de los casos, por la vía del desalojo de las Fuerzas Armadas del poder político y, que éstas, en la actualidad, parecen muy lejos de tener ni intenciones explícitas ni posibilidades reales de romper el orden institucional, las élites políticas latinoamericanas actúan como si las democracias de nuestros países gozaran de una inquebrantable solidez institucional por el solo hecho de que no hay posibilidades de golpes de Estado por parte de las Fuerzas Armadas.

Sin embargo nadie puede afirmar, con un mínimo de seriedad, que la única amenaza que se pueda cernir sobre la democracia ha de provenir de las Fuerzas Armadas. En realidad, la experiencia histórica indica que las rupturas de la institucionalidad democrática han provenido, urbi et orbi, y en porcentajes muy parejos, tanto de sectores militares como de sectores civiles o de una combinación de ambos. Es más, el deterioro de la democracia no tiene porqué tomar la forma del “golpe de Estado” o del “desbordamiento militar”: el quebrantamiento paulatino de las libertades, el uso del corporativismo para limitar sigilosamente los derechos de los trabajadores, las presiones a la prensa opositora, el desconocimiento de la autonomía de los magistrados y el atropello del Poder Judicial, las cortapisas a las distintas modalidades de la pluralidad en las sociedades, etc., son las más comunes de las distintas agresiones a la cultura democrática en distintos países latinoamericanos. En paralelo han surgido como fantasmas del pasado, personajes caudillescos que, orillando lo tragicómico, se vuelven a sentar, una y otra vez, en la silla del “Yo, el Supremo”.

Quien viene advirtiendo con énfasis desde ya hace algunos años, con la idea de que en muchos países del subcontinente estamos asistiendo a un serio deterioro de las condiciones concretas en las que funcionan las democracias latinoamericanas es, fundamentalmente, la prensa. Esto, evidentemente, no es casual puesto que ella ha resultado ser una de las primeras damnificadas por los desbordes ilegítimos de personajes y modos de hacer política que ejerce un poder claramente autoritario aunque se autoproclame “democrático”.2

Resultaría imposible consignar aquí los innumerables periodistas y medios de prensa que han señalado reiteradamente que sus libertades fundamentales están siendo fuertemente conculcadas en países como Venezuela, México, Bolivia, Argentina, Ecuador, Guatemala, Nicaragua y, en otros, aunque no pueda decirse que estén “en peligro inminente”, se encuentran sometidas a presiones y condiciones de funcionamiento no del todo legítimos.3 Es más, en muchos de estos países los mismos periodistas están pagando con sus vidas por la intención de informar en el seno de estas “democracias” sui géneris.

Una primera conclusión de los aportes del evento que motiva esta publicación es que no es posible eludir por mucho más tiempo un análisis cuidadoso y sistemático de la relación fuertemente contradictoria existente entre las prácticas políticas de una serie de gobiernos, la mayoría autodenominados de “izquierda”, “progresistas”, “populistas” o incluso, sorprendentemente, calificados de “social-demócratas”, (aunque hay unos pocos ejemplos que no caen dentro de estas modalidades de autocalificación) y el carácter pretendidamente democrático de esos gobiernos.

Una segunda conclusión es que ese abordaje analítico y sistemático de “la cuestión populista” desborda las posibilidades de esta publicación. Por su propio origen plural y diverso, los trabajos que lo integran aportan visiones, generalmente críticas del populismo, pero que no por ello se articulan en un intento de análisis estrictamente sistemático.

Como veremos a lo largo de esta obra, son varios los especialistas que argumentan que con la instauración en la última década, en un buen número de países de la región, de esta democracia adjetivada (progresista, de izquierda, populista, plebiscitaria o social-demócrata), la política latinoamericana parece estar acomodándose a una convivencia supuestamente natural entre democracia y ausencia de libertad de prensa, entre democracia y atropello a los derechos humanos, entre democracia e inexistencia de un Poder Judicial autónomo del Poder Ejecutivo, entre democracia y parlamentos mayoritarios y profundamente obsecuentes, entre democracia y la desaparición de toda alternancia de partidos o de líderes carismáticos, entre democracia y la instauración de “dinastías” eternamente reelegidas.

Dejando de lado países como Cuba o Haití, donde toda discusión del tema constituye un ejercicio surrealista, el diagnóstico general de los distintos autores parece acertado. Venezuela, México, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Argentina, Guatemala, etc., son países cuyos gobiernos revisten como gobiernos democráticos solamente porque realizan elecciones pero, al mismo tiempo, muchas de sus decisiones levantan serias dudas sobre la legitimidad democrática de las modalidades concretas utilizadas para ejercer el poder e incluso para obtenerlo.

El objetivo de reunir estos trabajos es explorar, tanto desde diversas perspectivas teóricas como desde el análisis político concreto, e incluso, desde el relato histórico, los distintos mecanismos que han permitido que la perversión populista opere desde dentro de regímenes que, en muchos casos, pudieron haberse consolidado en democracias en el sentido cabal de la palabra. Queda, en buena medida, la deuda de un abordaje crítico más teórico de esa perversión populista que en el trabajo se constata y analiza algo casuísticamente.

3) El primer trabajo que se presenta en esta publicación es de Javier Bonilla Saus y lleva como título “Notas para una disección del populismo”. La hipótesis central del autor intenta demostrar que los gobiernos hoy llamados “populistas” o “neopopulistas”, son, en todos los casos, modos de hacer política, eventualmente regímenes, que se caracterizan por dos rasgos fundamentales: el autoritarismo y el arcaísmo políticos. La centralidad de estos rasgos repercute en la aparición de una serie de características secundarias que suelen hacerse presentes, con razonable regularidad, en las innumerables versiones que adquieren los populismos contemporáneos.

Una tensión constante (y muchas veces creciente) entre la praxis gubernativa y el Estado de Derecho establecido se manifiesta en la permanente tendencia a “poner la política por encima del derecho”.4 Furibundos protagonistas de supuestas “innovaciones” y “revoluciones” varias que anuncian un radiante futuro inminente, lo que en realidad buscan es perpetuarse en el poder a cualquier precio y mediante la más tosca de las modalidades de fundar su legitimidad política: la adhesión masiva (o corporativa) de un “pueblo” al que se le ha amputado explícitamente toda referencia al “individuo” y sus derechos de ciudadano. Casi sistemáticamente, ese “pueblo” es verticalmente transformado en una masa de maniobra política destinada a “enfrentar” un enemigo (la mayoría de las veces imaginario) cuya función es, esencialmente, arraigar un conflicto “central”, permanente y constitutivo, de una sociedad de la que el “Centro de poder” del populismo expulsa a los ciudadanos y a los partidos políticos como agentes fundamentales de una politeia5 o república democrática y liberal, regida por el derecho, tornada imposible por la exacerbación del mencionado conflicto “central”.

El segundo texto que integra la publicación, “Populismo y la acentuación del momento polémico en (anti)política” fue escrito por Carolina Guerrero de la Universidad Simón Bolívar de Venezuela. Para esta autora, el concepto de populismo ha servido, tanto en la academia como en la política, para dar cuenta de una multiplicidad de fenómenos sumamente diversos, inaprehensibles y difusos, sin lograr nunca decantar en una definición precisa. Su trabajo pretende mostrar una concepción de populismo articulado a partir de una ordenación hecha en torno a la idea de “razón populista” aportada por el texto de Ernesto Laclau.

A pesar de que Laclau y otros autores acarician la idea de que detrás de las experiencias populistas descansa una probable voluntad de “expandir” la democracia, un análisis sereno señala que no se registra un deseo de democratización, sino más bien uno de confiscación de la democracia por parte de los grupos portadores del discurso populista. La peculiaridad de esta concepción de la democracia reside en suponer que la liberación otorgará, de manera exclusiva, a los grupos hasta entonces oprimidos su condición de sujetos políticos, confundiéndose la realización del bienestar general con la realización del interés particular de los oprimidos, especialmente a costa de los derechos de los grupos desplazados por el relato populista y de acuerdo con la definición que, de ese interés popular, haga el titular del discurso populista.

El tercer trabajo fue elaborado por Jonathan Arriola de la Universidad ORT Uruguay y aspira a construir “Una mirada crítica al populismo de Laclau. Del hostis al inimicus, de la democracia radicalizada al autoritarismo popular”. Arriola interpela con rigurosidad al último texto de Laclau ya mencionado y su argumentación se enfrenta con la idea impulsada por este autor en el sentido de que el populismo sería una versión radicalizada de la democracia. En cambio, sostiene que al introducir en la política una dimensión moral y afectiva, y al construir al “enemigo” como inimicus en lugar de aceptarlo como hostis, el populismo deviene inexorablemente una forma de hacer política necesariamente autoritaria que se torna incapaz de construir una coexistencia plural en la siempre crispada “antipolis populista”.

En efecto, el concepto de “pueblo”, contrariamente al de ciudadano en la república, es siempre el portador ineludible de una lógica de exclusión, según la cual, habría una parte del todo al que le estarían suspendidos o vedados directamente sus derechos. Mientras el “pueblo” se autodesignaría como representante de la totalidad, y actuaría en nombre de ella, el “enemigo” del “pueblo” se definiría solamente por su negatividad: sería la “antitotalidad”. En cuanto que tal, el mismo representaría “el” obstáculo fundamental para el logro de la ansiada plenitud. Si el “pueblo” encarna el “bien” entonces, dado su carácter negativo, el antipueblo encarnará el “mal” y, está claro, que al “mal” no se le debe respeto. De esa forma, se ha abierto la puerta para el tratamiento autoritario o incluso al totalitarismo.

El cuarto trabajo es el propuesto por Alejandra Salinas (ESEADE-Argentina). Su título es “La visión de James M. Buchanan y una crítica de la lógica populista” y, en dicho artículo, la autora sostiene que la contribución de Buchanan a la economía política moderna ha sido reconocida por los economistas, pero su pensamiento es menos conocido en el ámbito de la filosofía política, aunque muchas de sus obras abordan cuestiones cruciales como la base de la legitimidad política, la justificación de la democracia y la lógica de su diseño constitucional. Paso seguido, Salinas intenta delinear y examinar la filosofía política de Buchanan para luego aplicarla al análisis crítico de la lógica populista.

Y, nuevamente, esta autora desarrolla su argumentación a partir de la propuesta de Laclau. Para ella, este autor propone una “razón populista” como un discurso metodológicamente colectivista, basado en la idea de un antagonismo “constitutivo” del orden social, en una obtusa negación de la función del mercado y en la defensa de un régimen político hegemónico.

Para la autora esta lógica populista está en contradicción frontal con la ética y el funcionamiento de un orden institucional y liberal (básicamente cooperativo) como el propuesto por Buchanan. Dicho autor se ha pronunciado contra aquellos modelos teóricos que promueven, directa o indirectamente, el sobredimensionamiento de la política a expensas de la libertad individual, de la democracia y de la prosperidad general.

Hay quienes sostienen que el populismo no es sino una versión del asistencialismo del Estado de bienestar, al que Buchanan dedicó gran parte de su crítica en las últimas tres décadas. Sin embargo, para la autora hay que remarcar una diferencia sustancial: mientras las demandas de bienestar se integran a un marco institucional democrático, funcionan dentro de la democracia liberal, en cambio, las demandas que porta la lógica populista se apartan radicalmente de ese marco en la medida en que se separan de componentes claves de la lógica redistributiva del Estado de bienestar como el individualismo y la igualdad.

La autoría del quinto trabajo corresponde Francisco Panizza (London School of Economics and Political Science, Inglaterra), que ya ha publicado abundantemente sobre el tema, y su título es “¿Qué intentamos decir cuando hablamos sobre el populismo?”. Para el autor, el populismo radical en la América Latina contemporánea puede ser entendido como parte de un proceso más amplio de incorporación social y político que ha tomado dos caminos o estrategias diferentes: una estrategia cree que la liberación del pueblo de la injusticia y opresión requiere de la refundación del orden político. Como tal, sostiene Panizza que es antisistémica, mayoritaria, polarizadora y basada en la lógica de un antagonismo desprovisto de instituciones o valores que intermedien. Por el contrario, la otra estrategia enmarca el conflicto entre débiles y poderosos dentro de un conjunto de procedimientos democrático liberales compartidos y dentro del reconocimiento de intereses comunes entre diferentes actores políticos y clases sociales.

Panizza utiliza la noción discursiva del populismo como punto de arranque y lo deconstruye de manera que su argumento se organiza en torno a cinco puntos fundamentales. Primero, un entendimiento del populismo que requiere la consideración de sus dimensiones simbólica, representativa, política y normativa, así como las relaciones entre las mismas. Segundo, el énfasis en la naturaleza formalmente antagonista del abordaje político del populismo trae subyacente su elemento normativo, o lo que Canovan llama su dimensión “redentora”. Tercero, los abordajes populistas son compatibles con una variedad de formulaciones ideológicas y marcos institucionales, sin embargo, sus efectos políticos están limitados por las instituciones políticas –o falta de las mismas– dentro de las cuales opera este mecanismo. Cuarto, los actores políticos se valen de prácticas populistas en combinación con otros medios de identificación política, por lo que cobra sentido hablar de intervenciones populistas y ya no de actores o regímenes populistas al implicar que la política –particularmente políticas democráticas– siempre acarrea rastros de populismo, siendo que éste nunca concierne a una totalidad metódica que defina enteramente a un líder, partido o régimen político. Finalmente, sostiene Panizza que, a pesar de que las valoraciones normativas sobre el populismo son inevitables, la relación entre populismo y democracia no puede establecerse en términos abstractos, sino que debería ser abordada en relación al contexto político en que éstos interactúan. En este sentido, el autor intenta reflexionar sobre las distintas facetas del populismo y logra conciliar las diversas virtudes analíticas sin caer en una tentación meramente descriptiva.

El sexto trabajo es de autoría de Pedro Isern Munne y se titula “Ingreso medio, instituciones mediocres y tres procesos populistas en la Argentina contemporánea”. Para el autor, el populismo en Argentina se ha expresado a lo largo de tres procesos históricos diferenciables: el populismo clásico (1946-1955), el populismo neoliberal (1989-1999) y el nuevo populismo (2003 en adelante) y la clave para la comprensión de la permanencia del fenómeno no se encuentra en la coyuntura de cada etapa sino en la estabilidad de dos variables típicamente argentinas: la existencia de una sociedad con ingresos medios y, simultáneamente, con instituciones de regular o escasa calidad.