Capítulo 1

Londres, 1790

—Aquí estás. 
La mujer sentada en el banco, que miraba hacia arriba, ni se inmutó ante la inesperada llegada del caballero.
—¿Está mi padre buscándome? —preguntó sin volverse.
—Así es, el conde no sabe por qué desapareciste de la sala, pidió que te buscaran en la casa, pero yo sabía que estarías aquí. Siempre te ha gustado contemplar las estrellas.
—Me conoces bien. 
Carina Lytton, sonrió en la oscuridad de la noche, contemplando el cielo. 
—Prácticamente nos hemos criado juntos. 
La joven se frotó los brazos, no sabía si era por el frío o un extraño escalofrío sin explicación lógica. Llevaba días inquieta, con una extraña sensación, no podía comprender por qué se sentía así. El caballero se quitó la levita y la puso sobre sus hombros. Ella suspiró y se apretó contra la prenda. 
—No podía respirar. 
—¿Ya te están asaltando las dudas, querida?
—Sabes que no, Lucas. —Miró hacia atrás, encontró su mano y apretó la mano del hombre alto, pelirrojo y de ojos azules, su mejor amigo y su prometido—. Estoy segura de que quiero casarme contigo. 
—Pero has huido al jardín en cuanto has tenido una oportunidad, en nuestra fiesta de compromiso.
—Esa gente es insufrible.
—Carina, estás hablando de nuestros amigos y familiares, estás hablando de nuestra gente.
—No son mis amigos, no creo que esas personas sepan lo que es realmente la amistad, ¿has oído lo que comentan del duque de Glouland?
—Es el tema favorito estos días, y tienes que reconocer que ha sido muy turbio todo el asunto, no puedes culparles por hablar de ello.
—En vez de hablar de lo bueno, de sus servicios a la corona o compadecerse de todas las penurias que debió pasar, de cómo acabó con aquel despreciable traidor… de lo único que hablan es que era un pirata y que se ha casado de manera apresurada con una dama a la que arruinó su reputación. 
—Ya sabes cómo son.
—Lo sé, pero eso no evita que me disgusten más.
—Ignóralos. 
—No puedo evitar indignarme, no soy tan paciente y diplomática como tú.
—He aprendido una o dos cosas en mi carrera política. 
—Podrías haber sido un primer ministro magnífico. 
—No es eso a lo que aspiro y mucho me temo que, si esa hubiera sido mi intención, habrías salido corriendo cuando te pedí matrimonio.
Carina se rio.
—No puedo pensar en nadie peor que yo para ser la esposa del primer ministro, ¿te imaginas? 
—No me ayudarías a que me votaran, eso seguro, aunque los menos favorecidos de Inglaterra te idolatran, he perdido la cuenta de las organizaciones benéficas que llevas y los hospitales y escuelas que has ayudado a abrir. 
—No es nada, padre tiene mucho dinero y no sé qué más hacer con mi tiempo libre.
—Es tu corazón de oro querida, lo que más me gusta de ti. 
Lucas se llevó la mano enguantada de la joven a la boca y se la besó. Carina suspiró, e intentó callar la voz que se preguntaba en su interior por qué no sentía ningún hormigueo en el estómago cada vez que él la tocaba, que pasara en las novelas que leía no tenía por qué pasarle a ella se dijo, se resguardó más en la prenda, oliendo el familiar aroma masculino y cerró los ojos, sintiéndose gratamente cómoda. 
—No puedo imaginarme una boda peor, rodeada de esos carroñeros.
—Solo serán unas horas.
—Sí y el resto de mi vida, ojalá pudiera aislarme de la sociedad.
—Realmente no deseas eso.
Ella lo deseaba, pero no se atrevía a decirlo en voz alta. Lucas era un hombre maravilloso, aunque no lo amaba, le tenía un gran cariño, siempre podía contar con él y nunca la había juzgado, ni intentado cambiar, al contrario que todos sus pretendientes anteriores. 
Habían crecido juntos, él era sobrino y heredero del conde. Su padrastro, lord Kildare, se había casado con su madre cuando Carina no tenía más de siete años. El conde la había adoptado como su hija y la quería y trataba como tal, al igual que ella lo quería como si fuera su padre de sangre. 
Todo el mundo había supuesto que Lucas y ella se casarían. Él nunca la había cortejado de forma oficial, había mantenido las distancias, permitiendo que ella tuviera tiempo de vivir su presentación en sociedad. Pero Carina no lo había disfrutado, detestaba la hipocresía y maldad que habitaba en la aristocracia y pensaba que no podía encontrar un hombre mejor que Lucas para compartir su vida. 
Al menos él la respetaba y la quería como era. Aun así, ella sabía que su prometido nunca opinaría como ella. Lucas era todo un caballero, que heredaría un condado, era admirado y respetado por todos, se lo había ganado con el duro trabajo en el parlamento y los elegantes modales que conquistaban a todas las damas, no había una fiesta en la que él no fuera invitado. Eso la intranquilizaba, ¿tendría que acompañarle en cada ocasión? 
—Lucas, ¿alguna vez te has planteado casarte con alguien más? No sé si seré la esposa adecuada para ti. 
El joven dio la vuelta al banco y se arrodilló a sus pies. 
—Jamás he dudado en hacerte mi esposa, creo que lo supe en el mismo momento en que subiste a aquel árbol, cuando tenías ocho años y te reíste de mí en la cima porque yo no me atreví a escalarlo. 
Carina se rio con gusto mirando con cariño aquel atractivo rostro que siempre había estado a su lado. Lucas era su mejor amigo, y pronto su esposo, aquella idea no la entusiasmaba como debería, pero sabía que podía irle peor. Al fin y al cabo, ¿qué más había?

—Esto es una mala idea. Nos van pillar y, además, mi mujer me matará.
—No temas por mi hermana. Y el que te matará será el capitán como no hagamos bien el trabajo. 
Los dos hombres iban vestidos como sirvientes, pasando desapercibidos entre el resto de la servidumbre, ocupada en limpiar y recoger los restos de la fiesta de compromiso en la casa del conde. 
—Accedí a ayudarte antes de saber que tendríamos que secuestrar a La protectora del East End. 
—Da igual cuanto ayude la mujer, el capitán la quiere y punto. Ha pagado bien y yo he estado ya cinco años a su servicio, si me ordena algo, lo cumplo. No me hagas arrepentirme de pedir tu ayuda. 
—Pero si nos pillan…
—No lo harán, todos están muy ocupados, nos llevaremos a la dama delante de sus narices y nadie se dará cuenta. Pensarán que el bulto que llevamos es basura o manteles sucios. Nadie sabrá que hemos sido nosotros.
—¿Por qué no lo hace el capitán mismo si es tan temerario y valiente cómo siempre dices?
—¡Estás loco! Un hombre como él no pasa desapercibido y en Inglaterra no es bien recibido. 
—Como si algún americano lo fuera…
—Como no te calles de una vez y dejes de lloriquear como una nena, yo mismo me aseguraré de que no vuelvas a hablar.
Los dos se acercaron a la puerta de la alcoba de Carina sin hacer ruido, y comprobaron que no salía luz de la habitación. Abrieron la puerta silenciosamente y se introdujeron en la recámara. Vieron a la dama tumbada en la cama y se acercaron a ella con el trapo empapado en láudano en la mano. 

De lo primero que fue consciente Carina, fue del dolor de cabeza. El martilleo se le hizo insoportable. Sentía el cuerpo adormecido, como si no pudiera mover ni un dedo. Incluso abrir los ojos le parecía una ardua tarea y cuando lo hizo, la luz la cegó y le molestó tanto que gimió. Intentó cubrirse con las manos, fue entonces cuando se dio cuenta de que no podía, algo se lo impedía, estaban atadas. 
Poco a poco fue despertando de su nube de aturdimiento. Estaba sentada en una silla y con las manos atadas a la espalda. Antes de abrir otra vez los ojos, ya se temía que no iba a estar en su habitación. 
Cuando pudo ver lo que había alrededor, comprobó que estaba en una bodega, rodeada de cajas de madera. Y por el ligero balanceo y olor, estaba segura de que se encontraba en un barco. Aquello le encogió el corazón. El dolor que sentía en sus muñecas cada vez que tiraba, le hacía comprender que estaba despierta, pero todo indicaba que era una pesadilla. ¿Qué hacía maniatada en una bodega de un barco cuando lo último que recordaba era haberse quedado dormida en su cama?
—¡Por fin! La princesa está consciente. 
Carina miró hacia donde procedía la voz, pero aquella zona estaba en penumbras, apenas podía ver una silueta.
—¿Quién…? —Se interrumpió al no reconocer su voz tan ronca. Notaba la lengua pesada y la garganta muy seca. Tragó saliva, respiró hondo y volvió a intentarlo—. ¿Quién anda ahí?
Oyó la madera crujir a medida que el desconocido caminaba hacia ella. Pensó de inmediato que debía de tratarse de alguien grande y eso la intimidó. Cuando por fin pudo verlo, no pudo evitar abrir aún más los ojos y encogerse por dentro, sobresaltada a medida que su mirada lo recorría todo entero. 
Efectivamente, era grande, un hombre alto, musculoso, su camisa se pegaba a los brazos que tenía cruzados sobre su ancho pecho. Pero, sin duda, lo que más le llamó su atención fueron sus ojos negros, los dos pozos oscuros que la miraban intensamente como si intentara mirar hasta lo más profundo de su alma. Unos ojos que le resultaban familiares, no sabía por qué, estaba segurísima de que era la primera vez que veía a ese hombre pero... esos ojos, le recordaban a alguien.
—¿Le gusta lo que ve? —preguntó, enseñando sus dientes blancos con una sonrisa socarrona, como la de un lobo burlándose de su presa. 
—Es usted un presuntuoso. 
—Veo que tiene facilidad para hacer amigos, señorita Lytton.
—¿Quién es usted?
—Qué maleducado soy, aún no me he presentado. Soy el capitán Richard, a su servicio, milady —dijo, a la vez que hacía una reverencia burlesca. 
Ella se encogió aún más en la silla y no pudo evitar temblar, asustada. 
Era él. El pirata que intentaba perjudicar a su padrastro. 

Ya sabía que estaba en peligro, pero estar a su merced era horrible. Aquel pirata no tendría piedad, sin saber la razón, odiaba a su familia. El destino no podía augurar nada bueno en su compañía. 

Capítulo 2

El corazón de Richard no era de piedra. Por más que él intentara reprimir sus sentimientos, no pudo evitar sentir un poco de pesar al notar el miedo en la muchacha. 
Sus preciosos ojos verdosos eran como un libro abierto, pero no era lo único que estaba admirando. También veía sus labios carnosos y jugosos esperando ser saboreados, la pequeña y adorable nariz, los rizos indomables que se escapaban de la larga trenza, parecían llamar por sus manos masculinas para que acariciaran esa cabellera negra. 
Intencionadamente, mantuvo la mirada en su rostro. Sabía que mirar su tentador cuerpo, cubierto solo por el revelador camisón, sería aún peor. No podía permitirse el lujo de distraerse, por más que cada parte de su cuerpo gritase, por el contrario, aquella mujer era el enemigo, estaba allí para permitirle llevar a cabo su venganza, no para satisfacer sus apetitos carnales. 
—Creo que no me equivoco al afirmar que ha oído hablar de mí.
—Por más que me gustaría decir lo contrario, sí. Por supuesto que sé quién es. Parece tener una vendetta personal contra mi padrastro, lord Kildare. ¿Qué hago yo aquí?
—Será mi invitada.
—Dirá más bien su rehén. 
—No quisiera utilizar esa palabra, pero sí.
—Me está utilizando para pedir un rescate. ¿Su objetivo es arruinar al conde económicamente? 
—Mi intención es más que eso, pero no voy a compartir esa información con usted. Nos veremos de nuevo cuando desembarquemos. 
Sin decir más, sabiendo que lo más sabio era alejarse de la bella mujer, se dio media vuelta y salió de la bodega ignorando sus protestas y llamados. Igual debería haberla amordazado, pero sabía que, aunque no pudiera oírla, oiría bien a su conciencia. Esta que llevaba un tiempo gritando que estaba cometiendo un grave error y que acabaría arrepintiéndose enormemente de lo que había hecho. Pero le daba igual, no habría llegado tan lejos en la vida si la hubiera escuchado, quizás, seguiría siendo un pobretón amargado muerto de hambre sin poder cuidar de su hermana pequeña. 
Seguiría como hasta ahora, persiguiendo el objetivo marcado, con su exterior frívolo y despreocupado y con su corazón bien amurallado. Nada podría penetrarlo. 
Silbando una melodía alegre, subió a cubierta para unirse con el resto de su tripulación. 

¡Qué desagradable! 
Carina deseó tener un vocabulario de insultos más amplio para poder describir bien al capitán. Todavía no se lo podía creer. No llegaba a comprender qué hacía allí. Su padrastro no sabía qué era lo que tenía ese americano en contra de él. 
Al finalizar la guerra y después del tratado de París en 1783, las relaciones con el antiguo territorio colonial inglés parecían que empezaban a mejorar. Pero ese americano, comenzó a atacar los buques de la naviera del conde y Kildare no entendía el motivo. 
Era un hombre justo y que no tenía enemigos, más bien todo lo contrario, la gente lo respetaba y querían ganarse su amistad. Además, su padrastro nunca estuvo en América ni participó en la guerra. Se mantuvo al margen, entonces, ¿qué es lo que buscaba ese capitán?, ¿y por qué quería utilizarla ahora? 
De pronto, entró un marinero con el rostro curtido, la piel muy bronceada, y el ropaje descuidado y gastado por el salitre. 
—El capitán pensó que quizás querría vestirse.
Le lanzó un vestido de satén sobre el regazo. Era más bien un atuendo propio de una dama de la corte de la reina Marie Antoinette. Pero no era tan tonta como para rechazarlo. Aunque no quisiese nada de él, y aquel vestido de fiesta era del todo inadecuado para viajar en barco, era bien consciente de que lo único que llevaba puesto era su camisón. 
—Espero que no haga ninguna tontería como intentar escapar. Estamos en medio del mar y hay más de diez hombres armados dispuestos a atarla de nuevo —dijo el hombre, a la vez que cortaba la cuerda. 
Carina se frotó las muñecas y reprimió un gemido de dolor al notar los calambres. 
—No se preocupe, sé que estoy en desventaja. Me comportaré, por mi propio bien. Solo quiero volver a casa sana e intacta. 
—Mujer lista. Ya verá cómo pronto será así. Estoy seguro de que el conde quiere lo mismo y hará lo que sea que le pida el capitán.
—¿Y eso sería…?
El marinero rio de camino a la puerta.
—Buen intento, pero del todo inútil. Yo no lo sé, ni me importa. Es algo entre el capitán y el conde.
Cerró la puerta y Carina se dispuso a ponerse el aparatoso vestido. Cuando acabó, aun sin poder mirarse en un espejo, sabía que se vería ridícula sin el miriñaque y el corsé. El vestido le apretaba demasiado en el pecho y la tela se arrastraba por el suelo. Por suerte, no era presumida y no le dio importancia, tenía mejores cosas de las que preocuparse. 
Recogió la tela con una mano para no tropezar. En el reducido espacio, caminó de lado a lado, intentando despejar su mente. Tenía que pensar en algo. 
De algún modo, estaba dispuesta a ganarse la simpatía del capitán. No quería que la tratase mal y cabía la posibilidad de que pudiera ganarse su confianza y hacerle entrar en razón. Había conocido a gente con un pasado horrible, que había pasado por enormes dificultades. Sabía que el capitán creía tener una buena razón para actuar así. Debía descubrirla e intentar hacerle cambiar de opinión. 
Supo de inmediato que se planteaba un objetivo imposible, pero hasta ahora, nunca se había amedrantado ante un buen reto. Ese pirata descubriría pronto que ella era una buena adversaria. 


—¿Se puede saber para qué quieres a la moza? 
Richard no se volvió ni se sorprendió ante la pregunta de su segundo de a bordo. Lo conocía desde que era un muchacho con calzas y en más de una ocasión le había salvado el pellejo cuando era un ladronzuelo, con demasiada rabia y sin la sabiduría para poder utilizarla en su provecho. Una lección que había aprendido bien y ahora era su mantra de cada día: pensar bien las cosas antes de hacerlas y solo cuando podían beneficiarle. 
—¿Desde cuándo preguntas sobre mis extrañas actividades?
—No soy tan tonto como para morder la mano que me da de comer. Me he ganado unas buenas perras gracias a ti. Podría comprarme una plantación en el sur o un rancho en el oeste, si quisiera, para morir con respetabilidad. 
—¿Por qué no lo has hecho ya?
—¿Qué rayos haría yo ahí? Aquí es donde debo estar. —Se encogió de hombros y escupió hacia el mar—. Repito, ¿qué hace ella aquí?
—La dama es un medio para un fin. 
—Siempre tan enigmático.
—Nunca te has quejado.
—¡Pues me quejo ahora! ¡Diablos! ¡No me importa morir ahorcado por pirata! Soy ladrón y siempre lo seré y muy consciente de que algún día tendré mi castigo por todo lo que he hecho, pero no iré al patíbulo por culpa de una mujer que no he probado. 
—Ni tú ni nadie la probará, si no queréis que yo mismo os estrangule. Y si alguien tiene que ser castigado por su secuestro, seré yo.
Al anciano no le pasó desapercibido el tono duro con el que el capitán contestó. Sonrió ante la respuesta del joven, lo había provocado a propósito para saber cómo reaccionaría. La mujer no le era del todo indiferente.
—Ay, muchacho, eres un hombre joven y rico. La guerra ha acabado, ya es muy tarde para mí cambiar de vida, pero para ti no lo es. ¿Por qué no vuelves a Nueva York, te estableces y formas una familia? Tu hermana estaría encantada de pasar más tiempo contigo.
—No digas tonterías Joseph, mi hogar está en el mar y Hope está contenta estando a su aire.  
Joseph rio y palmeó la espalda del capitán.
—Tu hermana es toda una leona, mucho más salvaje que tú. Pobre del hombre que intente domarla. 
—La han expulsado de tres internados. No hay nada más que mi dinero pueda hacer, no existe manera de hacerla una dama refinada. —Pero Richard sonrió orgulloso como siempre cuando hablaba de su amada hermana—. La última vez que nos vimos, en Nueva York, me convenció de dejarla al cargo de mis negocios y la diablilla está haciendo un magnífico trabajo. 
—¿Y qué me dices de la dama de abajo? ¿La podrás controlar? A mí, al igual que tu hermana, me parece una mujer de armas tomar. 
Richard suspiró y contempló el horizonte con miedo a mirar a su leal amigo, no sabía si podría ver más allá de su superficial armadura. 
—Ese es un asunto mío. Sabré cómo manejarla. 
—¿Has oído a Harry?, ¿lo que le contó su cuñado? Al parecer, la dama ayuda mucho a los pobres de Londres. La llaman La protectora del East End.
—Me importa un comino como la llamen y el bien que haya hecho. Y tampoco debería importarle a mi tripulación. ¿Es que os vais a amotinar?
—Sabes que no, muchacho.
—Entonces, deja de meterte en mis asuntos. En cuanto nos instalemos en las Azores os librareis de la carga. 
—¿Y el peso de la muchacha recaerá sobre ti? ¿Sobrevivirás dos semanas con la dama? 
—Será mi prisionera, no la trataré mal, pero no tengo por qué verla. 
—Si estás tan seguro de que no habrá ningún problema…
—Lo estoy.
—Bien, te confiaría mi vida. Si estás tan seguro de este plan, yo no tengo por qué tener dudas. Os dejaremos en la isla y volveré a Londres siguiendo tus instrucciones.
Joseph se fue y Richard apretó las manos a su espalda, con fuerza. 

Nunca en su vida se había sentido tan inquieto. Había navegado en horribles tempestades y había luchado en la guerra, pero jamás había estado tan inseguro como ahora, jamás había dudado de nada y ahora no creía ni en sí mismo. Ojalá pudiera tener la misma confianza que tenía su amigo en él. Solo esperaba no decepcionarlo. 

Capítulo 3

Había perdido la cuenta de los días que llevaba encerrada. Un grumete venía a traerle comida y se llevaba la bacinilla que utilizaba para sus necesidades. Dormía en un catre que habían instalado en la bodega en su primera noche. 
Había vivido hasta entonces rodeada de lujos y comodidades que en ese momento echaba terriblemente de menos, aunque lo que más le hacía falta, era el aire fresco. Temía estar volviéndose loca sin poder ver el sol. Sin saber si era de día o de noche y sin respirar aire puro. ¡Y lo que daría por un baño! Suspiró, pensado con añoranza. 
—Hemos llegado a nuestro destino.
Carina se dio la vuelta sorprendida cuando oyó la voz del capitán. No había vuelto a verlo desde que lo había conocido.
—¿Y dónde es eso?
—Cuánto menos sepáis, más difícil os resultará escapar. Una idea estúpida, pero por si acaso os veis tentada, no le diré dónde nos encontramos. Sígame. 
¡Qué modales! Se contuvo para no decirlo en voz alta mientras lo seguía a cubierta. Tenía que recordarse que el objetivo era ganarse su simpatía, aunque eso le requiriese utilizar toda la paciencia que era capaz de tener con ese zoquete. 
No le sorprendió que fuera de noche. Con aquella oscuridad, sería incapaz de reconocer el puerto. Aunque Carina jamás había salido hasta entonces de Inglaterra, por lo que dudaba que hubiese podido reconocer dónde se encontraban, aun siendo de día. Pero con la luz del sol podría haber visto algo que le diera una pista o suplicar por ayuda a algún ciudadano. A esa hora, no habría nadie decente que estuviera dispuesto a ayudarla. 
Lo siguió con dificultad por el empedrado camino, teniendo mucho cuidado de agarrarse la tela del vestido para no tropezar. Cuando llegaron a destino, un carruaje los esperaba. El capitán abrió la puerta, Carina esperaba que subiera sin más, pero el hombre se detuvo y le tendió la mano para ayudarla. 
Cuando su piel hizo contacto con la suya, sintió un escalofrío recorrerle todo el cuerpo. Se dijo que era por la sorpresa de estar en contacto con una mano endurecida por el arduo trabajo.
En tan solo unos segundos, pudo apreciar los callos y cicatrices. Se dio cuenta, que la mano del pirata era la primera mano masculina que tocaba, además de la de su padre. No sabía por qué, pero le molestó que la primera vez fuera con él y no con Lucas, su prometido, ya que desde la última vez que juntaron sus manos, habían pasado años. Desde niños, jamás volvió a tocarla, no sin ser extremadamente cortés. 
Pero aquello era algo sin importancia. Se repitió que pronto estaría de nuevo con Lucas y podría dejar su experiencia con el apuesto capitán, atrás. 


Sin poder verla, Richard podía apreciar la tensión que emanaba de la dama. Que pudiera tenerle miedo, le incomodaba. Aunque no entendía bien la razón. Aparte de con su familia y tripulación, nunca había sentido lástima ni piedad por nadie, no hasta ahora, con aquella mujer en especial, al parecer. 
—En cuanto lleguemos a mi casa, la instalaré en una de las alcobas y un sirviente se encargará de sus necesidades. Dentro de dos semanas, mi tripulación volverá a por nosotros y entonces volveremos a Londres, donde será devuelta a su familia. No se preocupe, estará segura y no tendrá que verme en el transcurso de su estancia. 
—¿Va a tenerme encerrada durante dos semanas en una habitación? —El disgusto estaba patente en la pregunta. 
—Recibirá un buen trato y más lujos de los que disponía en la bodega. 
—Pero no podré dar ni un solo paseo, respirar aire, hablar con alguien, hacer algo con mi tiempo… ¡Me volveré completamente loca!
Otra vez su conciencia estaba haciendo acto de presencia, gritando claramente en su interior. Al él también le agobiaría sobremanera estar encerrado durante dos semanas en una alcoba. 
—¿Le agradaría dar un paseo por el jardín en mi compañía? No dispongo de mucho servicio y no me fío de ninguno de ellos para impedirle escapar. 
—¿Un paseo al día y compartir la cena?
Richard se contuvo de perjurar en voz alta, aunque quisiera decir que no, sin casi pensarlo, contestó:
—De acuerdo. 
Sabía que pronto se arrepentiría. ¿No había sido su plan mantenerse apartado de ella lo máximo posible? Era innegable que le resultaba tremendamente atractiva, y despertaba en él algo que nadie más hacía. Y no podía olvidarse que la estaba utilizando para obtener su venganza. 
Sí, estaba seguro de que aquello era un grave error más para añadir a la lista. 


Carina suspiró con resignación. Llevaba dos días en la casa del capitán y apenas habían hablado. El capitán Richard lo había orquestado todo para que una conversación fuera casi imposible de mantener. En sus paseos por el jardín, si llamar a aquel prado con flores silvestres se podía considerar como tal, la obligaba a caminar por delante de él y si no lo hacía de ese modo, la llevaba de vuelta a su habitación.