cubierta.jpg

Siglo XXI / Biblioteca Eduardo Galeano

Eduardo Galeano

Espejos

Una historia casi universal

siglo-ESPANA.jpg 

«Delicioso libro, escrito desde el punto de vista de los que no salieron en la foto.»

La Vanguardia

«Una fiesta para el espíritu, por su concisión extrema, afilado humor y exquisito lirismo, y por la agudeza de su mirada crítica, dulcemente implacable.»

Le Monde Diplomatique

«Una historia melancólica, bella y más que necesaria: imprescindible.»

Informativos Telecinco

«Temas profundos, contados sencillamente y con un omnipresente toque de ironía y humor.»

El Mundo

«Galeano escribe como Pelé jugaba al fútbol.»

ABC

«Un libro básico, que nos regala magistrales clases de historia.»

El Periódico de Catalunya

«Eduardo Galeano es un grande de la literatura y un modelo ético.»

Galicia Hoxe

«Estos relatos no funcionan en soledad: se llaman, conversan, se contestan, se buscan. El efecto es deslumbrante.»

Revista Ñ, Argentina

«Un recorrido fantástico todo a lo largo de la historia humana.»

Perfil, Argentina

«Inventario general de los hitos y mitos de la historia, regido por la mirada lírica y lúcida del autor.»

Página 12, Argentina

«Una sinfonía de relatos de un escritor muy querido y muy leído, sobre todo por lectores jóvenes que descubren a su juglar.»

La Jornada, México

«La primera ley del narrador, no aburrir, se cumple. La primera ley del intelectual comprometido, también: en ningún caso la diversión se convierte en narcótico, sino en lúcido placer estético. »

Milenio, México

«Contra la amnesia universal.»

El Observador, Uruguay

«Fundación de otra historia posible, que dice el pasado desde el presente.»

Brecha, Uruguay

Eduardo Galeano nació en Montevideo el 3 de septiembre de l940, aunque, desde principios de 1973, el exilio le llevó primero a Argentina y posteriormente a la costa catalana de España. A principios de 1985 regresó a Montevideo, donde vivió hasta su muerte el 13 de abril de 2015.

Autor de varios libros, traducidos a numerosas lenguas, en ellos llevó a cabo, sin remordimientos, una violación de las fronteras que separan los géneros literarios. A lo largo de una obra donde confluyen la narración y el ensayo, la poesía y la crónica, sus textos siempre trataron de recoger las voces del alma y de la calle, ofreciendo una síntesis de la realidad y su memoria.

En dos ocasiones fue premiado por la Casa de las Américas de Cuba y por el Ministerio de Cultura del Uruguay. Recibió el American Book Award de la Universidad de Washington, los premios italianos Mare Nostrum, Pellegrino Artusi y Grinzane Cavour, el premio Dagerman, en Suecia, y la medalla de oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Fue elegido primer Ciudadano Ilustre de los países del Mercosur y fue también el primer galardonado con el premio Aloa, de los editores de Dinamarca, el Cultural Freedom Prize, otorgado de la Fundación Lannan, y el Premio a la Comunicación Solidaria, de la ciudad española de Córdoba.

Diseño de portada

RAG

Imagen de cubierta

Escultura de Nigeria, en Ifé (Museo Nacional, Ifé)

Véase p. 248, «Fundación del arte moderno».)

© Fotografía de Andrea Jemolo

Ilustraciones interiores

Grabados de la exposición «Monstruos y seres imaginarios», en la Biblioteca Nacional de España.

© Biblioteca Nacional de España, 2000

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Eduardo Galeano

© Siglo XXI de España Editores, S. A.

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1520-6

 

 

Aquí no hay fuentes bibliográficas. No tuve más remedio que suprimirlas. A tiempo advertí que iban a ocupar más páginas que los casi seiscientos relatos de este libro.

Tampoco está la lista de los muchos colaboradores que hicieron posible que «Espejos» fuera algo más que un proyecto delirante. No puedo dejar de mencionar, sin embargo, a los que me salvaron de más de un papelón cuando tuvieron la paciencia de leer el manuscrito final: Tim Chapman, Antonio Doñate, Karl Hübener, Carlos Machado, Pilar Royo y Raquel Villagra. Este ­libro está dedicado a ellos y a los innumerables amigos que hicieron posible esta tarea imposible.

Y a Helena, muy.

En Montevideo, últimos días del año 2007

Padre, píntame el mundo en mi cuerpo.

(Canto indígena de Dakota del Sur)

Los espejos están llenos de gente.

Los invisibles nos ven.

Los olvidados nos recuerdan.

Cuando nos vemos, los vemos.

Cuando nos vamos, ¿se van?

De deseo somos

La vida, sin nombre, sin memoria, estaba sola. Tenía manos, pero no tenía a quién tocar. Tenía boca, pero no tenía con quién hablar. La vida era una, y siendo una era ninguna.

Entonces el deseo disparó su arco. Y la flecha del deseo partió la vida al medio, y la vida fue dos.

Los dos se encontraron y se rieron. Les daba risa verse, y tocarse también.

Caminos de alta fiesta

¿Adán y Eva eran negros?

En África empezó el viaje humano en el mundo. Desde allí emprendieron nuestros abuelos la conquista del planeta. Los diversos caminos fundaron los diversos destinos, y el sol se ocupó del reparto de los colores.

Ahora las mujeres y los hombres, arcoiris de la tierra, tenemos más colores que el arcoiris del cielo; pero somos todos africanos emigrados. Hasta los blancos blanquísimos vienen del África.

Quizá nos negamos a recordar nuestro origen común porque el racismo produce amnesia, o porque nos resulta imposible creer que en aquellos tiempos remotos el mundo entero era nuestro reino, inmenso mapa sin fronteras, y nuestras piernas eran el único pasaporte exigido.

El metelíos

Estaban separados el cielo y la tierra, el bien y el mal, el nacimiento y la muerte. El día y la noche no se confundían y la mujer era mujer y el hombre, hombre.

Pero Exû, el bandido errante, se divertía, y se divierte todavía, armando prohibidos revoltijos.

Sus diabluras borran las fronteras y juntan lo que los dioses habían separado. Por su obra y gracia, el sol se vuelve negro y la noche arde, y de los poros de los hombres brotan mujeres y las mujeres transpiran hombres. Quien muere nace, quien nace muere, y en todo lo creado o por crear se mezclan el revés y el derecho, hasta que ya no se sabe quién es el mandante ni quién el mandado, ni dónde está el arriba, ni dónde el abajo.

Más tarde que temprano, el orden divino restablece sus jerarquías y sus geografías, y pone cada cosa en su lugar y a cada cual en lo suyo; pero más temprano que tarde reaparece la locura.

Entonces los dioses lamentan que el mundo sea tan ingobernable.

Cavernas

Las estalactitas cuelgan del techo. Las estalagmitas crecen ­desde el suelo.

Todas son frágiles cristales, nacidos de la transpiración de la roca, en lo hondo de las cavernas que el agua y el tiempo han excavado en las montañas.

Las estalactitas y las estalagmitas llevan miles de años buscándose en la oscuridad, gota tras gota, unas bajando, otras subiendo.

Algunas demorarán un millón de años en tocarse.

Apuro, no tienen.

Fundación del fuego

En la escuela me enseñaron que en el tiempo de las cavernas descubrimos el fuego frotando piedras o ramas.

Desde entonces, lo vengo intentando. Nunca conseguí arrancar ni una humilde chispita.

Mi fracaso personal no me ha impedido agradecer los favores que el fuego nos hizo. Nos defendió del frío y de las bestias enemigas, nos cocinó la comida, nos alumbró la noche y nos invitó a sentarnos, juntos, a su lado.

p003.jpg 

Fundación de la belleza

Están allí, pintadas en las paredes y en los techos de las cavernas.

Estas figuras, bisontes, alces, osos, caballos, águilas, mujeres, hombres, no tienen edad. Han nacido hace miles y miles de años, pero nacen de nuevo cada vez que alguien las mira.

¿Cómo pudieron ellos, nuestros remotos abuelos, pintar de tan delicada manera? ¿Cómo pudieron ellos, esos brutos que a mano limpia peleaban contra las bestias, crear figuras tan llenas de gracia? ¿Cómo pudieron ellos dibujar esas líneas volanderas que escapan de la roca y se van al aire? ¿Cómo pudieron ellos…?

¿O eran ellas?

Verdores del Sáhara

En Tassili y otras comarcas del Sáhara, las pinturas rupestres nos ofrecen, desde hace unos seis mil años, estilizadas imágenes de vacas, toros, antílopes, jirafas, rinocerontes, elefantes...

¿Esos animales eran pura imaginación? ¿O bebían arena los habitantes del desierto? ¿Y qué comían? ¿Piedras?

El arte nos cuenta que el desierto no era desierto. Sus lagos parecían mares y sus valles daban de pastar a los animales que tiempo después tuvieron que emigrar al sur, en busca del verdor perdido.

¿Cómo pudimos?

Ser boca o ser bocado, cazador o cazado. Ésa era la cuestión.

Merecíamos desprecio, o a lo sumo lástima. En la intemperie enemiga, nadie nos respetaba y nadie nos temía. La noche y la selva nos daban terror. Éramos los bichos más vulnerables de la zoología terrestre, cachorros inútiles, adultos pocacosa, sin garras, ni grandes colmillos, ni patas veloces, ni olfato largo.

Nuestra historia primera se nos pierde en la neblina. Según parece, estábamos dedicados no más que a partir piedras y a repartir garrotazos.

Pero uno bien puede preguntarse: ¿No habremos sido capaces de sobrevivir, cuando sobrevivir era imposible, porque supimos defendernos juntos y compartir la comida? Esta humanidad de ahora, esta civilización del sálvese quien pueda y cada cual a lo suyo, ¿habría durado algo más que un ratito en el mundo?

Edades

Nos ocurre antes de nacer. En nuestros cuerpos, que empiezan a cobrar forma, aparece algo parecido a las branquias y también una especie de rabo. Poco duran esos apéndices, que asoman y caen.

Esas efímeras apariciones, ¿nos cuentan que alguna vez fuimos peces y alguna vez fuimos monos? ¿Peces lanzados a la conquista de la tierra seca? ¿Monos que abandonaron la selva o fueron por ella abandonados?

Y el miedo que sentimos en la infancia, miedo de todo, miedo de nada, ¿nos cuenta que alguna vez tuvimos miedo de ser comidos? El terror a la oscuridad y la angustia de la soledad, ¿nos recuerdan aquel antiguo desamparo?

Ya mayorcitos, los miedosos metemos miedo. El cazado se ha hecho cazador, el bocado es boca. Los monstruos que ayer nos acosaban son, hoy, nuestros prisioneros. Habitan nuestros zoológicos y decoran nuestras banderas y nuestros himnos.

Primos

Ham, el conquistador del espacio sideral, había sido cazado en África.

Él fue el primer chimpancé que viajó lejos del mundo, el primer chimponauta. Se marchó metido en la cápsula Mercury. Tenía más cables que una central telefónica.

Regresó al mundo sano y salvo, y el registro de cada función de su cuerpo demostró que también los humanos podíamos sobrevivir a la travesía del espacio.

Ham fue tapa de la revista «Life» y pasó el resto de su vida en las jaulas de los zoológicos.

Abuelos

Para muchos pueblos del África negra, los antepasados son los espíritus que están vivos en el árbol que crece junto a tu casa o en la vaca que pasta en el campo. El bisabuelo de tu tatarabuelo es ahora aquel arroyo que serpentea en la montaña. Y también tu ancestro puede ser cualquier espíritu que quiera acompañarte en tu viaje en el mundo, aunque no haya sido nunca pariente ni conocido.

La familia no tiene fronteras, explica Soboufu Somé, del pueblo dagara:

Nuestros niños tienen muchas madres y muchos padres. Tantos como ellos quieran.

Y los espíritus ancestrales, los que te ayudan a caminar, son los muchos abuelos que cada uno tiene. Tantos como quieras.

Breve historia de la civilización

Y nos cansamos de andar vagando por los bosques y las orillas de los ríos.

Y nos fuimos quedando. Inventamos las aldeas y la vida en comunidad, convertimos el hueso en aguja y la púa en arpón, las herramientas nos prolongaron la mano y el mango multiplicó la fuerza del hacha, de la azada y del cuchillo.

Cultivamos el arroz, la cebada, el trigo y el maíz, y encerramos en corrales las ovejas y las cabras, y aprendimos a guardar granos en los almacenes, para no morir de hambre en los malos tiempos.

Y en los campos labrados fuimos devotos de las diosas de la fecundidad, mujeres de vastas caderas y tetas generosas, pero con el paso del tiempo ellas fueron desplazadas por los dioses machos de la guerra. Y cantamos himnos de alabanza a la gloria de los reyes, los jefes guerreros y los altos sacerdotes.

Y descubrimos las palabras tuyo y mío y la tierra tuvo dueño y la mujer fue propiedad del hombre y el padre propietario de los hijos.

Muy atrás habían quedado los tiempos en que andábamos a la deriva, sin casa ni destino.

Los resultados de la civilización eran sorprendentes: nuestra vida era más segura pero menos libre, y trabajábamos más horas.

Fundación de la contaminación

Los pigmeos, que son de cuerpo corto y de memoria larga, recuerdan los tiempos de antes del tiempo, cuando la tierra estaba encima del cielo.

Desde la tierra caía sobre el cielo una lluvia incesante de polvo y de basura, que ensuciaba la casa de los dioses y les envenenaba la comida.

Los dioses llevaban una eternidad soportando esa descarga mugrienta, cuando se les acabó la paciencia.

Enviaron un rayo, que partió la tierra en dos. Y a través de la tierra abierta lanzaron hacia lo alto el sol, la luna y las estrellas, y por ese camino subieron ellos también. Y allá arriba, lejos de nosotros, a salvo de nosotros, los dioses fundaron su nuevo reino.

Desde entonces, estamos abajo.

Fundación de las clases sociales

En los primeros tiempos, tiempos del hambre, estaba la primera mujer escarbando la tierra cuando los rayos del sol la penetraron por atrás. Al rato nomás, nació una criatura.

Al dios Pachacamac no le cayó nada bien esa gentileza del sol, y despedazó al recién nacido. Del muertito, brotaron las primeras plantas. Los dientes se convirtieron en granos de maíz, los huesos fueron yucas, la carne se hizo papa, boniato, zapallo…

La furia del sol no se hizo esperar. Sus rayos fulminaron la costa del Perú y la dejaron seca por siempre jamás. Y la venganza culminó cuando el sol partió tres huevos sobre esos suelos.

Del huevo de oro, salieron los señores.

Del huevo de plata, las señoras de los señores.

Y del huevo de cobre, los que trabajan.

Siervos y señores

El cacao no necesita sol, porque lo lleva adentro.

Del sol de adentro nacen el placer y la euforia que el chocolate da.

Los dioses tenían el monopolio del espeso elixir, allá en sus alturas, y los humanos estábamos condenados a ignorarlo.

Quetzalcóatl lo robó para los toltecas. Mientras los demás dioses dormían, él se llevó unas semillas de cacao y las escondió en su barba y por un largo hilo de araña bajó a la tierra y las regaló a la ciudad de Tula.

La ofrenda de Quetzalcóatl fue usurpada por los príncipes, los sacerdotes y los jefes guerreros.

Sólo sus paladares fueron dignos de recibirla.

Los dioses del cielo habían prohibido el chocolate a los mortales, y los dueños de la tierra lo prohibieron a la gente vulgar y silvestre.

p007.jpg 

Dominantes y dominados

Dice la Biblia de Jerusalén que Israel fue el pueblo que Dios eligió, el pueblo hijo de Dios.

Y según el salmo segundo, a ese pueblo elegido le otorgó el dominio del mundo:

Pídeme, y te daré en herencia las naciones

y serás dueño de los confines de la tierra.

Pero el pueblo de Israel le daba muchos disgustos, por ingrato y por pecador. Y según las malas lenguas, al cabo de muchas amenazas, maldiciones y castigos, Dios perdió la paciencia.

Desde entonces, otros pueblos se han atribuido el regalo.

En el año 1900, el senador de los Estados Unidos, Albert Beveridge, reveló:

Dios Todopoderoso nos ha señalado como su pueblo elegido para conducir, desde ahora en adelante, la regeneración del mundo.

Fundación de la división del trabajo

Dicen que fue el rey Manu quien otorgó prestigio divino a las castas de la India.

De su boca, brotaron los sacerdotes. De sus brazos, los reyes y los guerreros. De sus muslos, los comerciantes. De sus pies, los siervos y los artesanos.

Y a partir de entonces se construyó la pirámide social, que en la India tiene más de tres mil pisos.

Cada cual nace donde debe nacer, para hacer lo que debe hacer. En tu cuna está tu tumba, tu origen es tu destino: tu vida es la recompensa o el castigo que merecen tus vidas anteriores, y la herencia dicta tu lugar y tu función.

El rey Manu aconsejaba corregir la mala conducta: Si una persona de casta inferior escucha los versos de los libros sagrados, se le echará plomo derretido en los oídos; y si los recita, se le cortará la lengua. Estas pedagogías ya no se aplican, pero todavía quien se sale de su sitio, en el amor, en el trabajo o en lo que sea, arriesga escarmientos públicos que podrían matarlo o dejarlo más muerto que vivo.

Los sincasta, uno de cada cinco hindúes, están por debajo de los de más abajo. Los llaman intocables, porque contaminan: malditos entre los malditos, no pueden hablar con los demás, ni caminar sus caminos, ni tocar sus vasos ni sus platos. La ley los protege, la realidad los expulsa. A ellos, cualquiera los humilla; a ellas, cualquiera las viola, que ahí sí que resultan tocables las intocables.

A fines del año 2004, cuando el tsunami embistió contra las costas de la India, los intocables se ocuparon de recoger la basura y los muertos.

Como siempre.

Fundación de la escritura

Cuando Irak aún no era Irak, nacieron allí las primeras palabras escritas.

Parecen huellas de pájaros. Manos maestras las dibujaron, con cañitas afiladas, en la arcilla.

El fuego, que había cocido la arcilla, las guardó. El fuego, que aniquila y salva, mata y da vida: como los dioses, como nosotros. Gracias al fuego, las tablillas de barro nos siguen contando, ahora, lo que había sido contado hace miles de años en esa tierra entre dos ríos.

En nuestro tiempo, George W. Bush, quizá convencido de que la escritura había sido inventada en Texas, lanzó con alegre impunidad una guerra de exterminio contra Irak. Hubo miles y miles de víctimas, y no sólo gente de carne y hueso. También mucha memoria fue asesinada.

Numerosas tablillas de barro, historia viva, fueron robadas o destrozadas por los bombardeos.

Una de las tablillas decía:

Somos polvo y nada.

Todo cuanto hacemos no es más que viento.

De barro somos

Según creían los antiguos sumerios, el mundo era tierra entre dos ríos y también entre dos cielos.

En el cielo de arriba, vivían los dioses que mandaban.

En el cielo de abajo, los dioses que trabajaban.

Y así fue, hasta que los dioses de abajo se hartaron de vivir trabajando, y estalló la primera huelga de la historia universal.

Hubo pánico.

Para no morir de hambre, los dioses de arriba amasaron de barro a las mujeres y a los hombres y los pusieron a trabajar para ellos.

Las mujeres y los hombres fueron nacidos de las orillas de los ríos Tigris y Éufrates.

De ese barro fueron hechos, también, los libros que lo cuentan.

Según dicen esos libros, morir significa regresar al barro.

Fundación de los días

Cuando Irak era Sumeria, el tiempo tuvo semanas, las semanas tuvieron días y los días tuvieron nombres.

Los sacerdotes dibujaron los primeros mapas celestes y bautizaron los astros, las constelaciones y los días.

Hemos heredado sus nombres, que fueron pasando, de lengua en lengua, del sumerio al babilonio, del babilonio al griego, del griego al latín, y así.

Ellos habían llamado dioses a las siete estrellas que se movían en el cielo, y dioses seguimos llamando, miles de años después, a los siete días que se mueven en el tiempo. Los días de la semana siguen respondiendo, con ligeras variantes, a sus nombres originales: Luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus, Saturno, Sol. Lunes, martes, miércoles, jueves...

Fundación de la taberna

Cuando Irak era Babilonia, manos femeninas se ocupaban de la mesa:

Que la cerveza nunca falte,

la casa sea rica en sopas

y el pan abunde.

En los palacios y en los templos, el chef era hombre. Pero en la casa, no. La mujer hacía las diversas cervezas, dulce, fina, blanca, rubia, negra, añeja, y también las sopas y los panes. Y lo que sobraba, se ofrecía a los vecinos.

Con el paso del tiempo, algunas casas tuvieron mostrador y los invitados se hicieron clientes. Y nació la taberna. Y fue lugar de encuentro y espacio de libertad este reino chiquito, esta extensión de la casa, donde la mujer mandaba.

En las tabernas se incubaban conspiraciones y se anudaban amores prohibidos.

Hace más de tres mil setecientos años, en tiempos del rey Hammurabi, los dioses trasmitieron doscientas ochenta y dos leyes al mundo.

Una de las leyes mandaba quemar vivas a las sacerdotisas que participaran en las conjuras de las tabernas.

Las misas de la mesa

Cuando Irak era Asiria, un rey ofreció en su palacio de la ciudad de Nimrod un banquete de veinte platos calientes, acompañados por cuarenta guarniciones y regados por ríos de cerveza y vino. Según las crónicas de hace tres mil años, hubo sesenta y nueve mil quinientos setenta y cuatro invitados, todos hombres, mujer ninguna, además de los dioses que también comieron y bebieron.

De otros palacios, todavía más antiguos, provienen las primeras recetas escritas por los maestros de cocina. Ellos tenían tanto poder y prestigio como los sacerdotes, y sus fórmulas de sagrada comunión han sobrevivido a los naufragios del tiempo y de la guerra. Sus recetas nos han dejado indicaciones muy precisas (que la masa se eleve hasta cuatro dedos en la marmita) y a veces no tanto (echar sal a ojo), pero todas terminan diciendo:

Listo para servir.

Hace tres mil quinientos años, también Aluzinnu, el payaso, nos dejó sus recetas. Entre ellas, esta profecía de la charcutería fina:

Para el último día del penúltimo mes del año, no hay manjar comparable a la tripa de culo de burro rellena de mierda de mosca.

Breve historia de la cerveza

Uno de los proverbios más antiguos, escrito en lengua de los sumerios, exime al trago de toda culpa en caso de accidentes:

La cerveza está bien.

Lo que está mal es el camino.

Y según cuenta el más antiguo de los libros, Enkidu, el amigo del rey Gilgamesh, fue bestia salvaje hasta que descubrió la cerveza y el pan.

La cerveza viajó a Egipto desde la tierra que ahora llamamos Irak. Como daba nuevos ojos a la cara, los egipcios creyeron que era un regalo de su dios Osiris. Y como la cerveza de cebada era hermana melliza del pan, la llamaron pan líquido.

En los Andes americanos, es la ofrenda más antigua: desde siempre la tierra pide que le derramen chorritos de chicha, cerveza de maíz, para alegrar sus días.

Breve historia del vino

Dudas razonables nos impiden saber si Adán fue tentado por una manzana o por una uva.

Sí sabemos, en cambio, que hubo vino en este mundo desde la Edad de Piedra, cuando las uvas ya fermentaban sin ayuda de ­nadie.

Antiguos cánticos chinos recetaban el vino para aliviar las dolencias de los tristes.

Los egipcios creían que el dios Horus tenía un ojo de sol y otro de luna, y el ojo de luna lloraba lágrimas de vino, que los vivos be­bían para dormirse y los muertos para despertarse.

Una vid era el emblema del poder de Ciro, rey de los persas, y el vino regaba las fiestas de los griegos y de los romanos.

Para celebrar el amor humano, Jesús convirtió en vino el agua de seis tinajas. Fue su primer milagro.

El rey que quiso vivir siempre

El tiempo, que fue nuestra partera, será nuestro verdugo. Ayer el tiempo nos dio de mamar y mañana nos comerá.

Así es nomás, y bien lo sabemos.

¿Lo sabemos?

El primer libro nacido en el mundo cuenta las aventuras del rey Gilgamesh, que se negó a morir.

Esta epopeya pasó de boca en boca, desde hace unos cinco mil años, y fue escrita por los sumerios, los acadios, los babilonios y los asirios.

Gilgamesh, monarca de las orillas del Éufrates, era hijo de una diosa y de un hombre. Voluntad divina, destino humano: de la diosa heredó el poder y la belleza, y del hombre heredó la muerte.

Ser mortal no tuvo para él la menor importancia, hasta que Enkidu, su muy amigo, llegó al último de sus días.

Gilgamesh y Enkidu habían compartido hazañas asombrosas. Juntos habían entrado en el Bosque de los Cedros, morada de los dioses, y habían vencido al gigante guardián, cuyo bramido hacía temblar las montañas. Y juntos habían humillado al Toro Celeste, que con un solo bufido abría una fosa donde caían cien hombres.

La muerte de Enkidu derrumbó a Gilgamesh, y lo aterró. Descubrió que su valiente amigo era de barro, y que también él era de ­barro.

Y se lanzó al camino, en busca de la vida eterna. El perseguidor de la inmortalidad vagó por estepas y desiertos,

atravesó la luz y la oscuridad,

navegó por los grandes ríos,

llegó hasta el jardín del paraíso,

fue servido por la tabernera enmascarada, la dueña de los secretos,

alcanzó el otro lado de la mar,

descubrió al barquero que sobrevivió al diluvio,

encontró la hierba que daba juventud a los viejos,

siguió la ruta de las estrellas del norte y la ruta de las estrellas del sur,

abrió la puerta por donde entra el sol y cerró la puerta por donde el sol se va.

Y fue inmortal, hasta que murió.

Otra aventura de la inmortalidad

Mauí, el fundador de las islas de la Polinesia, nació mitad hombre y mitad dios, como Gilgamesh.

Su mitad divina obligó al sol, que andaba muy apurado, a caminar lentamente por el cielo, y pescó con anzuelo las islas, Nueva Zelanda, Hawai, Tahití, y una tras otra las izó, desde el fondo de la mar, y las puso donde están.

Pero su mitad humana lo condenaba a muerte. Mauí lo sabía, y sus hazañas no lo ayudaban a olvidar.

En busca de Hine, la diosa de la muerte, viajó al mundo subterráneo.

Y la encontró: inmensa, dormida en la niebla. Parecía un templo. Sus rodillas alzadas formaban un arco sobre la puerta escondida de su cuerpo.

Para conquistar la inmortalidad, había que meterse entero en la muerte, atravesarla toda y salir por su boca.

Ante la puerta, que era un gran tajo entreabierto, Mauí dejó caer sus ropas y sus armas. Y entró, desnudo, y se deslizó, poquito a poco, a lo largo del camino de húmeda y ardiente oscuridad que sus pasos iban abriendo en las profundidades de la diosa.

Pero a mitad del viaje cantaron los pájaros, y ella despertó, y sintió a Mauí excavando sus adentros.

Y nunca más lo dejó salir.

De lágrimas somos

Antes de que Egipto fuera Egipto, el sol creó el cielo y las aves que lo vuelan y creó el río Nilo y los peces que lo andan y dio vida verde a sus negras orillas, que se poblaron de plantas y de animales.

Entonces el sol, el hacedor de la vida, se sentó a contemplar su obra.

El sol sintió la profunda respiración del mundo recién nacido, que se abría ante sus ojos, y escuchó sus primeras voces.

Tanta hermosura dolía.

Las lágrimas del sol cayeron en tierra y se hicieron barro.

Y ese barro se hizo gente.

Nilo

El Nilo obedecía al faraón. Era él quien abría paso a las inundaciones que devolvían a Egipto, año tras año, su fertilidad asombrosa. Después de la muerte, también: cuando el primer rayo del sol se colaba por una rendija en la tumba del faraón, y le encendía la cara, la tierra daba tres cosechas.

Así era.

Ya no.

De los siete brazos del delta, quedan dos, y de los ciclos sagrados de la fertilidad, que ya no son ciclos ni son sagrados, solamente quedan los antiguos himnos de alabanza al río más largo del mundo:

Tú apagas la sed de todos los rebaños.

Tú bebes las lágrimas de todos los ojos.

¡Levántate, Nilo, que tu voz retumbe!

¡Que se escuche tu voz!

Piedra que dice

Cuando Napoleón invadió Egipto, uno de sus soldados encontró, a orillas del Nilo, una gran piedra negra, toda grabada de signos.

La llamaron Rosetta.

Jean François Champollion, estudioso de lenguas perdidas, pasó sus años mozos dando vueltas alrededor de esa piedra.

Rosetta hablaba en tres lenguas. Dos habían sido descifradas. Los jeroglíficos egipcios, no.

Seguía siendo un enigma la escritura de los creadores de las pirámides. Una escritura muy mentida: Heródoto, Estrabón, Diodoro y Horapolo habían traducido lo que habían inventado, y el sacerdote jesuita Athanasius Kircher había publicado cuatro volúmenes de disparates. Todos habían partido de la certeza de que los jeroglíficos eran imágenes que integraban un sistema de símbolos, y sus significados dependían de la fantasía de cada traductor.

¿Signos mudos? ¿Hombres sordos? Champollion interrogó a la piedra Rosetta, durante toda su juventud, sin recibir más respuesta que un obstinado silencio. Ya el pobre estaba comido por el hambre y el desaliento, cuando un día se planteó una posibilidad que nadie nunca se había planteado: ¿Y si los jeroglíficos fueran sonidos, además de ser símbolos? ¿Si fueran también algo así como letras de un abecedario?

Ese día se abrieron las tumbas, y el reino muerto habló.

Escribir no

Unos cinco mil años antes de Champollion, el dios Thot viajó a Tebas y ofreció a Thamus, rey de Egipto, el arte de escribir. Le explicó esos jeroglíficos, y dijo que la escritura era el mejor remedio para curar la mala memoria y la poca sabiduría.

El rey rechazó el regalo:

—¿Memoria? ¿Sabiduría? Este invento producirá olvido. La sabiduría está en la verdad, no en su apariencia. No se puede recordar con memoria ajena. Los hombres registrarán, pero no recordarán. Repetirán, pero no vivirán. Se enterarán de muchas cosas, pero no conocerán ninguna.

Escribir sí

Ganesha es panzón, por lo mucho que le gustan los caramelos, y tiene orejas y trompa de elefante. Pero escribe con manos de ­gente.

Él es maestro de iniciaciones, el que ayuda a que la gente empiece sus obras. Sin él, nada en la India tendría comienzo. En el arte de la escritura, y en todo lo demás, el comienzo es lo más importante. Cualquier principio es un grandioso momento de la vida, enseña Ganesha, y las primeras palabras de una carta o de un libro son tan fundadoras como los primeros ladrillos de una casa o de un templo.

Osiris

La escritura egipcia nos contó la historia del dios Osiris y de su hermana Isis.

Osiris fue asesinado en alguno de esos líos de familia frecuentes en la tierra y en el cielo, y fue descuartizado y se perdió en las profundidades del Nilo.

Isis, su hermana, su amante, se sumergió y recogió sus pedacitos, y uno por uno los fue pegando con barro, y de barro modeló lo que faltaba. Y cuando el cuerpo estuvo completo, lo acostó en la orilla.

Ese barro, revuelto por el Nilo, tenía granos de cebada y otras plantas.

El cuerpo de Osiris, cuerpo brotado, se alzó y caminó.

Isis

Como Osiris, Isis aprendió en Egipto los misterios del nacimiento incesante.

Conocemos su imagen: esta diosa madre dando de mamar a su hijo Horus, como mucho después la Virgen María amamantó a Jesús. Pero Isis nunca fue muy virgen, que digamos. Hizo el amor con Osiris, desde que se estaban formando, juntos, en el vientre de la madre, y ya crecida ejerció durante diez años, en la ciudad de Tiro, el oficio más antiguo.

En los miles de años siguientes, Isis anduvo mucho mundo, dedicada a resucitar a las putas, a los esclavos y demás malditos.

En Roma fundó templos en medio del pobrerío, a la orilla de los burdeles. Los templos fueron arrasados, por orden imperial, y fueron crucificados sus sacerdotes; pero esas mulas tozudas volvieron a la vida una y otra vez.

Y cuando los soldados del emperador Justiniano trituraron el santuario de Isis en la isla Filae, en el Nilo, y sobre las ruinas alzaron la católica iglesia de san Esteban, los peregrinos de Isis siguieron acudiendo a rendir homenaje a su diosa pecadora, ante el altar ­cristiano.

El rey triste

Según contó Heródoto, el faraón Sesostris III dominó toda Europa y toda Asia, distinguió a los pueblos valientes dándoles un pene por emblema y humilló a los pueblos cobardes grabando una vulva en sus estelas. Y por si todo eso fuera poco, caminó sobre los cuerpos de sus propios hijos para salvarse del fuego encendido por su hermano, que amablemente quiso asarlo vivo.

Todo eso parece increíble, y es. Pero en cambio está confirmado que este faraón multiplicó los canales de riego, convirtiendo desiertos en jardines, y cuando conquistó Nubia extendió el imperio más allá de la segunda catarata del Nilo. Y se sabe que nunca el reino de Egipto había sido tan pujante y envidiado.

Sin embargo, las estatuas de Sesostris III son las únicas que nos ofrecen un rostro sombrío, ojos de angustia, labios de amargura. Los demás faraones, perpetuados por los escultores imperiales, nos miran, serenos, desde su paz celestial.

La vida eterna era un privilegio de los faraones. Quizá, quién sabe, para Sesostris ese privilegio era una maldición.

Fundación de la gallina

El faraón Tutmosis regresó de Siria, tras culminar una de las fulminantes campañas que le dieron gloria y poder desde el delta del Nilo hasta el río Éufrates.

Como era costumbre, el cuerpo del rey vencido colgaba, boca abajo, de la proa de su nave capitana, y toda la flota venía repleta de tributos y de ofrendas.

Entre los regalos, había una pájara jamás vista, gorda y fea. El regalador había presentado a la impresentable:

Sí, sí —admitió, mirando al piso—. Esta pájara no es bella. No sabe cantar. Tiene pico corto, cresta boba y ojos estúpidos. Y sus alas, de plumas tristes, se han olvidado de volar.

Entonces tragó saliva. Y agregó:

Pero tiene un hijo por día.

Y abrió una caja, donde había siete huevos:

He aquí los hijos que ha parido en la última semana.

Los huevos fueron sumergidos en agua hirviente.

El faraón los probó descascarados y aderezados con una pizca de sal.

La pájara viajó en su camarote, echada a su lado.

Hatsheput

Su esplendor y su forma eran divinas, doncella hermosa y floreciente.

Así se describió, modestamente, la hija mayor de Tutmosis. Hatsheput, la que ocupó su trono, guerrera hija de guerrero, decidió llamarse rey y no reina. Porque reinas, mujeres de reyes, había habido otras, pero Hatsheput era única, la hija del sol, la mandamás, la de veras.

Y este faraón con tetas usó casco y manto de macho y barba de utilería, y dio a Egipto veinte años de prosperidad y gloria.

El sobrinito por ella criado, que de ella había aprendido las artes de la guerra y del buen gobierno, mató su memoria. Él mandó que esa usurpadora del poder masculino fuera borrada de la lista de los faraones, que su nombre y su imagen fueran suprimidos de las pinturas y de las estelas y que fueran demolidas las estatuas que ella había erigido a su propia gloria.

Pero algunas estatuas y algunas inscripciones se salvaron de la purga, y gracias a esa ineficiencia sabemos que sí existió una faraona disfrazada de hombre, la mortal que no quiso morir, la que anunció: Mi halcón vuela hacia la eternidad, más allá de las banderas del reino...

Tres mil cuatrocientos años después, fue encontrada su tumba. Vacía. Dicen que ella estaba en otro lado.

La otra pirámide

Más de un siglo podía demorar la construcción de algunas pirámides. Miles y miles de hombres alzaban, bloque tras bloque, día tras día, la inmensa morada donde cada faraón iba a vivir su eternidad, acompañado por los tesoros de su ajuar funerario.

La sociedad egipcia, que hacía pirámides, era una pirámide.

En la base, estaba el campesino sin tierra. Durante las inundaciones del Nilo, él construía templos, levantaba diques, abría canales. Y cuando las aguas del río volvían a su cauce, trabajaba tierras ajenas.

Hace unos cuatro mil años, el escriba Dwa-Jeti lo retrató así:

El hortelano lleva el yugo.

Sus hombros se doblan bajo el yugo.

En el cuello tiene un callo purulento.

Por la mañana, riega legumbres.

Por la tarde, riega pepinos.

Al mediodía, riega palmeras.

A veces se desploma y muere.

No había monumentos funerarios para él. Desnudo había vivido, y en la muerte tenía la tierra por casa. Yacía en los caminos del desierto, acompañado por la estera donde había dormido y el vaso de barro donde había bebido.

En el puño le ponían unos granos de trigo, por si se le ocurría comer.

El dios de la guerra

De frente o de perfil metía miedo el tuerto Odín, el dios más dios de los vikingos, divinidad de las glorias de la guerra, padre de las matanzas, señor de los ahorcados y de los malhechores.

Sus dos cuervos de confianza, Huguin y Munin, dirigían sus servicios de inteligencia. Cada mañana partían desde sus hombros y sobrevolaban el mundo. Al atardecer, regresaban a contarle lo visto y lo oído.

Las walkirias, ángeles de la muerte, también volaban para él. Ellas recorrían los campos de batalla, y entre los cadáveres elegían a los mejores soldados y los reclutaban para el ejército de fantasmas que Odín comandaba en las alturas.

En la tierra, Odín ofrecía botines fabulosos a los príncipes que protegía, y los armaba de corazas invisibles y espadas invencibles. Pero los mandaba al muere cuando decidía tenerlos a su lado, allá en el cielo.

Aunque disponía de una flota de mil naves y galopaba en caballos de ocho patas, Odín prefería no moverse. Desde muy lejos combatía este profeta de las guerras de nuestro tiempo. Su lanza mágica, abuela de los misiles teledirigidos, se desprendía de su mano y solita viajaba hacia el pecho del enemigo.

p020.jpg 

El teatro de la guerra

El príncipe japonés Yamato Takeru nació hace un par de milenios, hijo número ochenta del emperador, y principió su carrera partiendo en pedazos a su hermano gemelo, por ser impuntual en las cenas familiares.

Después, aniquiló a los campesinos rebeldes de la isla de Kyûshû. Vestido de mujer, peinado de mujer, maquillado de mujer, sedujo a los jefes del levantamiento y en una fiesta los abrió, como melones, a golpes de espada. Y en otros parajes atacó a otros pobres diablos que osaban desafiar el orden imperial, y haciéndolos picadillo los pacificó, como entonces se decía, como se dice ahora.

Pero su hazaña más famosa fue la que acabó con la infame fama del bandido que estaba alborotando la provincia de Izumo. El príncipe Yamato le ofreció el perdón y la paz, y el revoltoso lo invitó a compartir un paseo por sus dominios. En vaina lujosa, Yamato llevó una espada de madera, allí metida, allí mentida. Al mediodía, el príncipe y el bandido se refrescaron bañándose en el río. Mientras el otro nadaba, Yamato cambió las espadas. En la vaina del bandido metió la espada de madera y él se quedó con el filo de metal.

Al atardecer, lo desafió.

El arte de la guerra

Hace veinticinco siglos, el general chino Sun Tzu escribió el primer tratado de táctica y estrategia militar. Sus sabios consejos se siguen aplicando, hoy día, en los campos de batalla y también en el mundo de los negocios, donde la sangre corre mucho más.

Entre otras cosas, el general decía:

Si eres capaz, finge incapacidad.

Si eres fuerte, exhibe debilidad.

Cuando estés cerca, simula que estás lejos.

No ataques nunca donde el enemigo es poderoso.

Evita siempre el combate que no puedas ganar.

Si estás en inferioridad de condiciones, retírate.

Si el enemigo está unido, divídelo.

Avanza cuando no te espere

y por donde menos te espere, lanza tu ataque.

Para conocer al enemigo, conócete.

El horror de la guerra

A lomo de un buey azul, andaba Lao Tsé.

Andaba los caminos de la contradicción, que conducen al secreto lugar donde se funden el agua y el fuego.

En la contradicción, se encuentran el todo y la nada, la vida y la muerte, lo cercano y lo lejano, el antes y el después.

Lao Tsé, filósofo aldeano, creía que cuanto más rica es una nación, más pobre es. Y creía que conociendo la guerra se aprende la paz, porque el dolor habita la gloria:

Toda acción provoca reacciones.

La violencia siempre regresa.

Sólo zarzas y espinas nacen en el lugar donde acampan los ejércitos.

La guerra llama al hambre.

Quien se deleita en la conquista, se deleita en el dolor humano.

Los que matan en la guerra deberían celebrar cada conquista con un funeral.

Amarillo

El río más temido de China se llama Amarillo por la locura de un dragón o por la locura humana.

Antes de que China fuera China, el dragón K´au-fu intentó atravesar el cielo montado en uno de los diez soles que por entonces había.

Al mediodía, ya no pudo soportar ese fuego.

Incendiado de sol, loco de sed, el dragón se dejó caer sobre el primer río que vio. Desde las alturas se desplomó hasta el fondo y bebió toda el agua hasta la última gota, y donde el río había estado no quedó más que un largo lecho de barro amarillo.

Hay quienes dicen que esta versión no es seria. Y dicen que está históricamente comprobado que el río Amarillo se llama así desde hace unos dos mil años, cuando fueron asesinados los bosques vecinos que lo defendían de las avalanchas de nieve, barro y basura. Y entonces el río, que había sido verde como el jade, perdió su color y ganó su nombre. Y con el paso del tiempo, las cosas fueron empeorando, hasta que el río se convirtió en una gran cloaca. En 1980, cuatrocientos delfines vivían allí. En el año 2004, quedaba uno. No duró mucho.

Yi y la sequía

Los diez soles se habían enloquecido y andaban girando todos juntos por el cielo.

Los dioses convocaron a Yi, el flechador infalible, el más diestro en artes de arquerías.

La tierra arde —le dijeron—. Mueren las gentes y mueren los animales y las plantas.

Al fin de la noche, el arquero Yi esperó. Y al amanecer, disparó.

Uno tras otro, los soles fueron apagados para siempre.

Sólo sobrevivió el sol que ahora enciende nuestros días.

Los dioses lloraron la muerte de sus hijos ardientes. Y aunque Yi había sido convocado por los dioses, ellos lo expulsaron del cielo:

Si tanto amas a los terrestres, vete con ellos.

Y Yi marchó al exilio.

Y fue mortal.

Yu y la inundación

Tras la sequía, llegó la inundación.

Crujían las rocas, aullaban los árboles. El río Amarillo, sin nombre todavía, tragó gentes y sembradíos y ahogó valles y montañas.

Yu, el dios cojo, vino en auxilio del mundo.

Caminando a duras penas, Yu entró en la inundación y con su pala abrió canales y túneles para desahogar el agua enloquecida.

Yu fue ayudado por un pez que conocía los secretos del río, por un dragón que marchaba delante desviando el agua con la cola y por una tortuga que iba detrás cargando el lodo.

Fundación del libro chino

Cang Jie tenía cuatro ojos.

Se ganaba la vida leyendo estrellas y adivinando destinos.

Él creó los signos que dibujan palabras, después de mucho estudiar el diseño de las constelaciones, el perfil de las montañas y el plumaje de las aves.

En uno de los libros más antiguos, hecho de tablillas de bambú, los ideogramas inventados por Cang Jie cuentan la historia de un reino donde los hombres vivían más de ocho siglos y las mujeres eran del color de la luz, porque comían sol.

El Señor del Fuego, que comía rocas, desafió el poder real y rumbo al trono lanzó sus tropas. Y sus artes mágicas hicieron caer una espesa cortina de niebla que dejó bobo al ejército del palacio. Los soldados se tambaleaban en la cerrazón, ciegos, sin rumbo, cuando la Mujer Negra, que volaba con plumas de ave, bajó de las alturas, inventó la brújula y la regaló al rey desesperado.

Y la niebla fue vencida, y el enemigo también.

Retrato de familia en China

En la antigüedad de los tiempos, Shun, el hibisco, reinó en ­China. Y Ho Yi, el mijo, fue su ministro de agricultura.

Los dos habían tenido ciertas dificultades en su vida infantil.

Desde que nació, Shun no resultó nada simpático a su papá ni a su hermano mayor, y ellos prendieron fuego a su casa, con él adentro, pero el bebé ni siquiera se chamuscó. Y lo metieron en un pozo y le echaron tierra encima, hasta taparlo del todo, pero el bebé ni siquie­ra se enteró.

También su ministro, Ho Yi, había sobrevivido a los mimos familiares. Su mamá, convencida de que ese recién nacido iba a darle mala suerte, lo abandonó en pleno campo, para que lo matara el hambre. Y como el hambre no lo mató, lo arrojó al bosque, para que lo comieran los tigres. Y como a los tigres no les interesó, lo tiró en la nieve, para que el frío acabara con él. Y unos días después lo encontró, de buen humor y un poquito acalorado.

Seda que fue baba

Lei Zu, la reina de Huangdi, fundó el arte chino de la seda.

Según cuentan los cuentacuentos de la memoria, Lei Zu crió el primer gusano. Le dio de comer hojas de morera blanca, y al poco tiempo los hilos de baba del gusano fueron tejiendo un capullo que envolvió su cuerpo. Entonces los dedos de Lei Zu desenrollaron ese hilo kilométrico, poquito a poco, de la más delicada manera. Y así el capullo, que iba a ser mariposa, fue seda.

La seda se convirtió en gasas transparentes, muselinas, tules y tafetanes, y vistió a las damas y a los señores con espesos terciopelos y brocados suntuosos, bordados de perlas.

Fuera del reino, la seda era un lujo prohibido. Sus rutas atravesaban montañas de nieve, desiertos de fuego y mares poblados de sirenas y piratas.

La fuga del gusano chino

Mucho tiempo después, en las rutas de la seda ya no acechaban tantos enemigos temibles, pero perdía la cabeza quien sacara de China semillas de morera o huevos del gusano hilandero.

En el año 420, Xuanzang, rey de Yutian, pidió la mano de una princesa china. Él la había visto una sola vez, dijo, pero desde entonces la había seguido viendo noche y día.

La princesa, Lu Shi se llamaba, le fue concedida.

Un embajador viajó a buscarla.

Hubo intercambio de regalos y hubo interminables agasajos y ceremonias.

En cierto momento, cuando pudo hablar a solas, el embajador contó a la princesa las angustias del marido que la esperaba. Desde siempre Yutian pagaba con jade la seda de China, pero ya poco jade quedaba en el reino.

Lu Shi no dijo nada. Su cara de luna llena no se movió.

Y se puso en marcha. La caravana que la acompañaba, miles de camellos, miles de tintineantes campanillas, atravesó el vasto desierto y llegó a la frontera en el paso de Yumenguan.

Unos cuantos días llevó la inspección. Ni la princesa se salvó de ser registrada.

Por fin, después de mucho andar, el cortejo nupcial llegó a destino.

Sin decir palabra, sin gesto alguno, había viajado Lu Shi.