Esta historia es en honor a mi familia,
la de sangre y la escogida, por traerme
de vuelta al mundo de los vivos.

Nada es tan manejable como un muerto. Los muertos son muy obedientes, dicen todo lo que se les hace decir, no hay más que servirse de ellos. Además, los cementerios son jardines siempre en orden, los muertos no se levantan para desordenar las tumbas, hay largos paseos, alamedas muy ordenadas, muy simétricas, cortándose en ángulos rectos, uno encuentra siempre la tumba que busca. No hay ningún lugar en la ciudad de los hombres que sea más ordenado que un cementerio.

VLADIMIR JANKÉLÉVITCH

It is difficult

to get the news from poems

yet men die miserably everyday

for lack

of what is found there

WILLIAM CARLOS WILLIAMS

I

Bajo la lluvia, ocho filas larguísimas de autos trazan un anómalo tablero sobre el asfalto. Luz roja. Luz verde. Luz roja. Los motores rugen. Apenas si los neumáticos giran. J ve su reloj/calculadora. El chofer golpea tres veces el claxon. Siete conductores lo imitan. Maldice, o al menos eso parece. Se afloja el cuello de la camisa. Murmura algo que J no alcanza a entender. Solo ve su cabeza sacudirse y sus dedos tamborilear sobre el volante. J contempla el interior del autobús lleno de extraños que se empalman perfectamente como pastillas de menta dentro de su caja. Nadie habla, nadie se mira. Algunos escuchan música, otros leen el diario o algún libro; los más tienen la mirada extraviada propia de los autómatas somnolientos. J ve hacia el exterior. Un futbolista gigante sostiene una bebida naranja. «La vida es deporte. Bébetela». Baja la vista. Sus zapatos muestran ya algunas vetas. Su suéter, ahora lo nota, también comienza a sufrir desperfectos: el escudo ha comenzado a desprenderse y la manga a deshilacharse. Rechina los dientes al imaginar el futuro inmediato: dos reportes, uno por impuntualidad y otro por vestimenta, y la burla segura de los pendejitos esos del salón. El carril izquierdo comienza a avanzar. El autobús se mueve pero frena con violencia. El chofer vuelve a maldecir. Avanza otra vez, lentamente, buscando la manera de cambiar de carril. Parece que nadie, excepto J, escucha el golpe ni ve al auto impactar a la mujer. J contempla la figura de traje sastre en el suelo. No puede verle el rostro, solo las gotas de sangre salir como hormigas de su cabeza. El zapato a un costado, el maletín en el otro, la lluvia que todo lo cubre. El chofer vuelve a mentar madres y pisa el acelerador para salir del atolladero. J ve al bulto perderse en el horizonte hasta que es sustituido por las luces de los autos en fila india. Tres cuadras después, de nuevo la luz roja.

Era la primera vez en poco más de cuatro años que iba tarde al trabajo. Su auto, un Tsuru modelo 96, simplemente no quiso arrancar. La situación no era de sorprender: hacía más de un año desde la última revisión. La excusa era la misma que utilizaba para no comprar ropa o un paquete vacacional: no había dinero y, en cambio, sí muchas deudas. Giró la llave un total de trece veces. Luego se asomó al cofre, aun con su ignorancia en cuestiones automotrices. Por supuesto, no encontró nada. Lo intentó una vez más. Nada. Se llevó las manos al rostro, como limpiándoselo, como arrancándoselo. Tamborileó los dedos sobre el volante. Vio la hora. Suspiró. Quizá, si se apuraba, aún podía llegar a tiempo.

Debido a su localización, tenía varias opciones: camión, tren, tren-camión, camión-tren, camión-tren-camión, tren-camión-camión… Le costó trabajo decidirse puesto que, para empezar, odiaba usar el transporte público y porque, no importaba cuál eligiera, en todas tendría que caminar un buen tramo.

A pesar de la enojosa situación, parecía que los astros conspiraban en su favor: el autobús pasó justo al llegar, pagó con el cambio exacto e incluso encontró un asiento disponible, cosa rarísima a esas horas de la mañana. Todo para llegar a las puertas de la oficina a las 8:59 a.m.

Subió corriendo las escaleras. Pasó de largo frente al guardia y a la recepcionista. Ni siquiera se puso el gafete al entrar al área de trabajo. No quería checar ni un minuto después de las nueve. Tras ponchar la tarjeta, se acomodó la corbata, prendió su gafete de la bolsa de la camisa, respiró profundamente y se dirigió a su cubículo.

Apenas encendió su computadora, corrió a la cocina por una taza de café. Debía hacerlo de manera rápida y sutil, casi criminal, pues realmente sufría los ridículos intentos de charla casual de sus compañeros. Nunca había sido un buen conversador. Cuando recién conocía a alguien, transcurrían no más de cuarenta segundos antes de que la otra persona huyera bajo las más ramplonas excusas. Al principio intentaba evitarlo; tiempo después comprendió que la socialización no estaba en él. Por ello, para evitar incomodidades propias y ajenas, decidió adelantárseles a todos, ser el primero en la fila de la cafetera.

Colocó la taza a un palmo del teclado. Encendió el monitor. Introdujo la clave de usuario. Sacó sus audífonos del primer cajón de la derecha. Apenas iba a conectarlos cuando se dio cuenta de algo. El teléfono del cubículo de al lado timbraba. Asomó la cabeza con discreción. Nadie alrededor. El teléfono seguía sonando. J regresó a su lugar, conectó sus audífonos a la computadora y dio play al reproductor de música. Pero la pequeña luz roja no paraba de titilar. Detuvo la música y respiró resignadamente, decidido a contestar la llamada. Antes de que incluso lograra ponerse de pie, un hombre de camisa y corbata azul se le adelantó. Tan pronto como sintió su presencia, J volvió a su cubículo con la misma presteza con la que ciertos gatos corren a esconderse bajo los autos. Mientras se colocaba los audífonos, notó algo en el rostro de su compañero, cuyo nombre, por supuesto, no podía recordar. Su nariz resplandecía, por su tamaño, sí, pero también por lo que se asomaba de ella: una gota traslúcida que hacía juego con el sudor aperlado en su frente. Un ligero movimiento de cabeza bastó para que J saliera de su trance y volviera la vista inmediatamente al monitor de su computadora.

La jornada parecía transcurrir sin mayor percance. Eran las 17:37 —los correos habían sido mandados, las tablas de Excel guardadas y la presentación estaba casi lista— cuando sintió una presencia a sus espaldas. Dubitativo, interrumpió el canto de Axl Rose llegando a la Ciudad Paraíso y se quitó los audífonos. Giró lentamente sobre su silla. Frente a él apareció un joven mal rasurado, de camisa arrugada y pantalón de mezclilla. Ambos se miraron por varios segundos sin decir nada; él con el ceño fruncido, el otro con una sonrisa enorme y fija.

—¿Sí…? —dijo al fin J.

—Muy buenas tardes. Disculpe usted la molestia. Vengo a dejar una solicitud de empleo.

J reparó en la carpeta que el joven llevaba contra el pecho. Luego volteó a uno y otro lado en busca de ayuda, pero la oficina estaba casi vacía y aquellos que aún se encontraban pegados a su escritorio, o parecían demasiado ocupados, o le resultaban totalmente desconocidos.

—Sí... bueno… la oficina de Recursos Humanos se encuentra por allá; seguro ahí le podrán ayudar.

El joven buscó con la mirada el lugar indicado.

—Muchas gracias, ¡qué amable! —repuso sin quitar, ni por un segundo, su cándida sonrisa.

J lo vio emprender el camino. Volvió a asegurarse de que ninguno de sus compañeros estuviera cerca e insertó de nuevo los chícharos en sus oídos.

—Disculpe… —interrumpió otra vez el joven—. No quisiera molestarlo pero… ¿sería mucho pedir que le diera un vistazo a mi solicitud? Solo para que me dé su opinión.

Por un momento, J se quedó sin habla. Miró su reloj, luego al monitor de su computadora. Aún le quedaban cosas por hacer y auxiliar al desconocido podría resultar en un significativo retraso. Empero, le costaba luchar contra su impulso de obligada cortesía, aprendido desde muy pequeño.

—Claro… no hay problema —contestó con un tono ya bien ensayado de amabilidad y urgencia.

Tomó la carpeta. Revisó el contenido con extrañeza. Miró al suelo, como en busca de algo, y de nuevo al contenido de la carpeta.

—Esta solicitud está vacía.

—Sí, lo sé —contestó el joven con una sonrisa encantadora—. Verá… La cosa es que no sé cómo llenar una de estas. No sabría cómo hacerlo. Nunca lo he hecho antes.

—¿Es tu primer trabajo, entonces?

—No. Siempre he trabajado; desde niño. He sido cocinero, barrendero, botarga, albañil, vendedor, pintor de brocha gorda y hasta escritor de cartas románticas. Pero siempre por recomendación o porque la gente me ha tenido la suficiente confianza como para contratarme. Ahora quiero dar el siguiente paso, ¡y qué mejor que en un lugar como este! Solo que… bueno. Nunca he tenido un trabajo formal y… a nadie le viene mal un poco de ayuda.

—Sí… uno debe siempre buscar superarse —dijo como si de veras lo creyera—, pero no hay mucho que yo pueda hacer. Para trabajar aquí necesitas por lo menos una carrera, algo de experiencia y conocimientos básicos de computación y finanzas. Además, yo solo soy un achichincle —dijo con amargura, queriendo sonar humilde—, no tengo ningún tipo de influencia en esas decisiones. Lo más que puedo hacer es dirigirte a Recursos Humanos para que ellos tomen la decisión.

—¡Oh! ¡Sería perfecto! —dijo el joven con tanto entusiasmo que resultaba entre divertido y chocante.

J se levantó lentamente de su asiento. Revisó una vez más la solicitud vacía, respiró profundamente y comenzó a avanzar. El joven lo siguió a través de cubículos perfectamente ordenados, con gente al teléfono o pegada al monitor de la computadora. Caminaron por pasillos alfombrados, elegantes y tristes, junto a lámparas de pie y muebles polvosos. En todos, el ambiente era similar: paredes blancas, escritorios grises y el constante tac tac tac del teclado.

J detestaba el área administrativa. Le resultaba imposible concebir que, estando bajo el mismo ambiente deprimente de escritorios metálicos y luz artificial, los administrativos tuvieran ese molesto talante de superioridad. No lo decían, pero con cada requisición, con cada firma de nómina, lo hacían notar: uy, no, ahorita no se puede, vente el martes, estoy en mi hora de comida, te faltó la hojita amarilla, ¿ya lo autorizó tu jefe?, sí, vas a tener que darme el recibo del contrarrecibo y esperar tres días hábiles… Por eso, al ver vacía la silla de la asistente, su primer impulso fue encogerse de hombros como diciendo «bueno, lo intentamos» y salir corriendo de ahí. Pero, quizá por lástima o por una suerte de empatía que no alcanzaba a reconocer, decidió seguir adelante y dar un par de golpes en la gran puerta de madera hasta que una voz apagada gritó «¡Adelante!».

—Buenas tardes, licenciada —dijo J asomando la cabeza.

No recibió respuesta. La licenciada, mujer vestida en un tristísimo traje sastre, observaba fijamente el monitor de su computadora y daba clics de manera sistemática mientras imitaba con balbuceos la voz de Ricardo Montaner que salía de las bocinas.

J permaneció inmóvil en el marco de la puerta, con la carpeta en la mano, sin saber qué hacer. Analizó el lugar ocupado casi en su totalidad por dos grandes archiveros de metal y un olor a frituras. En el escritorio, cuatro pilas de carpetas que vomitaban expedientes apenas si dejaban espacio para la computadora y el pequeño cuadro con la frase motivacional que la adornaba. Aquello no era una oficina, sino una jaula encementada. Acaso, una bodega.

—Adelante —vociferó la licenciada—. Deme un segundito, por favor. Tome asiento.

J obedeció. Inmediatamente, jaló de la camisa al joven para llevarlo a su lado.

—Díganme, ¿en qué puedo servirles, compañeros? —dijo la mujer, tras bajar el volumen de la música y entrecruzar las manos sobre el escritorio.

—Vengo acompañando aquí al joven porque está interesado en entregar una solicitud. Pensaba dejarlo en manos de su asistente, pero…

—Ah, sí. Está enferma. Ya saben cómo son las cosas en las oficinas. Es un caldo de cultivo para los virus. Por eso siempre tengo la puerta cerrada. Sobre todo en esta época del año. Aunque les diré… muchos se aprovechan de esto y lo utilizan como excusa para faltar.

—Sí, bueno… —dijo J, sin saber cómo contestar—. Le decía que aquí al joven le interesa dejar una solicitud de empleo.

—¡Ah, qué maravilla! Nosotros tenemos un interés muy especial en explotar el talento joven, formar carrera, hacer una comunidad. Lamentablemente —continuó con lo que J sintió el tono más deferente de la historia— las plazas están prácticamente cubiertas en su totalidad y hay un par de pasos que deben cubrirse antes de aceptar cualquier solicitud. ¿Qué experiencia tiene? —preguntó a J.

—Ah… no lo sé. Ha hecho de todo. Es una persona muy trabajadora… según sé… —contestó, como arrinconado, como si fuera su obligación hablar bien del desconocido.

—Bien, vamos a ver —repuso ella, reclinándose en su asiento y hojeando la carpeta—. Pero esto está vacío —exclamó seria al momento —. ¿Acaso se están burlando de mí?

— ¡No! ¡Nada de eso! —se excusó el joven, abochornado—. Eso es mi culpa. La verdad es que vine aquí con la intención de presentarme como soy, de platicarles un poco de lo que he hecho y de lo que me gustaría hacer con ustedes, de lo que puedo llegar a lograr. Pero, más que nada, de ponerme a su total disposición.

La mujer respiró profundamente y, contrario a lo que J esperaba, esbozó una gran sonrisa.

—Compañero —le dijo a J—, ¿le importaría esperar afuera para entrevistar al joven en privado?

—Sí… sin problema —contestó al mismo tiempo que salía torpemente de la oficina.

Se instaló en el escritorio de la asistente. Vio ir y venir a los administrativos. Algunos le dedicaron una mueca parecida a una sonrisa. Los más, ni siquiera lo notaron. Poco a poco el ritmo de la oficina fue apaciguándose hasta quedar completamente vacía. A las 18:23 el joven seguía encerrado con la licenciada. J contempló la foto que estaba sobre el escritorio, en la que aparecía una niña de tres años bañada en su propia saliva. Probablemente la hija de la asistente. Era bastante fea y J se preguntó cómo alguien, de manera voluntaria, podía tener una foto así en su oficina. 18:26. Aunque bien sabía que no era su responsabilidad, por alguna razón sintió algo parecido a la culpa cuando se levantó del asiento y se encaminó a la salida. Quizá, si se daba prisa, llegaría a tiempo a su cita.

Como de costumbre, J llegó quince minutos antes de las ocho. Le gustaba elegir la mesa —usualmente, la del rincón izquierdo en la terraza—, pedir una cerveza clara y ver los videos musicales que ponían una y otra vez en el bar, desde que él tenía memoria, como si fueran un mantra. Aprovechaba esos minutos para dar el primer trago en soledad: una frescura liberadora lo envolvía y entonces se dedicaba, ya sin presiones, a observar a la gente pasar: hombres y mujeres que caminaban deprisa con la mirada fija en el futuro, en las vacaciones, en la familia, o quizá en el pasado, en la junta de las nueve, en el regaño de los padres, en la última vez que hicieron el amor; luego dirigía la vista hacia aquellos jóvenes que, a lo lejos, se paseaban en patineta, reían despreocupados, se besuqueaban como si no hubiera nadie alrededor… Todo ello le hacía sentir que, al menos durante esos novecientos segundos, dejaba de formar parte de una monótona realidad y podía, como en un sueño, ser testigo omnisciente de todas las posibilidades que, por las deudas, el tiempo o el puro miedo, le habían sido vetadas.

—¡Esa canción me tiene hasta el huevo! —interrumpió Épsilon sus cavilaciones, con un ademán hacia las bocinas del lugar—. El Ultra fue lo último bueno de estos tipos. De ahí en adelante todo ha sido decadencia.

J sonrió. No supo cómo contestar. Siempre le había costado interactuar con Épsilon cuando, como ahora, parecía hablar consigo mismo.

—La mayoría de la gente solo recuerda el Violator. Pero se olvidan de Speak & Spell o de A Broken Frame. Cuando mucho recordarán el Music for the Masses. Eso en el caso de que los conozcan. La gente solo sabe de los one-hit-wonders, de la mala y vendida radio, de la MTV que muestra todo excepto música, de las mismas canciones que tocan todos los bares «alternativos» en esta ciudad. Al final de la noche terminarán tocando la misma canción, cual fallido homenaje a La Hora Nacional. Déjame decirte algo: Personal Jesus puede llegar a fastidiarme.

Los monólogos de Épsilon se antojaban el reverso de una laminita Sunrise furibunda, inconforme y sempiterna. Siempre tenía algo qué decir. A veces —casi siempre— sus saberes tenían más de reseña de Pitchfork, de encabezado de Proceso, de entrada wikipédica, que de verdadera opinión. Podía hablar horas y horas sobre cómo tal canción/pintura/filme/novela inédita —de la cual nadie había oído hablar— reflejaba perfectamente la poética de equis autor. No había manera de alegar con él. Mucho menos de detenerlo. Por eso J decidió esperar a que terminara su perorata o, lo más probable, a que alguien más llegara a acompañarlo en ese viaje verborréico cuyo final no se veía próximo. Pero aquel terminó de golpe su discurso. Como si se hubiera acordado de algo. Como si hubiera entendido lo inútil de sus palabras.

—Qué vida tan pinchi, ¿verdad? —dijo con una mueca mientras se llevaba un cigarrillo a la boca.

—¿Qué pasa? —preguntó J, intrigado.

—Nada… Todo... No sé... Son los días, hijo. Los días y la ciudad. Y la gente. Me caga la gente…

Apenas encendía el cigarrillo, la mesera le mostró el letrero de no fumar.

—¡Qué la chingada! ¡Ya ni siquiera contamos con el derecho fundamental de fumar donde se nos dé nuestra reputísima gana! ¡A este país se lo está llevando la verga! Ven —tomó a J del hombro y lo arrastró hacia afuera.

Era una noche particularmente cálida. J extrañó el aire acondicionado de la oficina. Se remangó la camisa mientras veía el humo salir de la boca de Épsilon. Se secó el sudor de la frente. Añoró un trago de cerveza, seguro ya tibia, y admiró la calle mal iluminada. Pensó que quizá hubiera preferido quedarse en casa, descansar, tomar un baño fresco y acostarse temprano, pero uno tiene sus tiempos ya bien planeados y hay que apegarse a esa estabilidad tan trabajosamente construida: esa que, a pesar del calor, el humo del cigarro y los monólogos de Épsilon, hace girar al mundo.

—Te digo: entre la locura del tráfico, la violencia, el calor y el constante olor a basura, esta ciudad se está yendo al demonio.

—Pero no está tan mal… —contestó J, sin mucho interés.

—Por supuesto que está mal. Muy mal. No podría estar peor. Mira, hoy me enteré de la desaparición de un colega, un gran reportero cuyo único crimen fue perseguir la verdad. Mientras la clase política gana en un día lo que ni tú ni yo veremos en toda una vida, y los bancos y multinacionales evaden impuestos y manejan la legislación a su antojo, un cabrón que se la rifa todos los días de manera honesta ha desaparecido sin razón aparente. ¿Y a alguien le importa? Las «autoridades» dicen que harán lo que tengan que hacer, que no escatimarán en gastos ni esfuerzos para descubrir el paradero del colega; ¡por favor! ¿Y la gente? ¿Qué hace la gente? La mayoría no se enterará, algunos cuando mucho dirán «esto es un abuso» y cambiarán el canal de televisión como se cambia la hoja del calendario o se pisa una hormiga.

—Pero… ¿hay alguna pista?

—El colega hacía un reportaje sobre uno de los municipios del norte. Ya sabes: falta de servicios básicos, injusticia social, lo usual. De eso, hará ya un mes. Iba de regreso a casa cuando sucedió la primera de varias ejecuciones en serie. Ya sabes que en esos pueblos los asesinatos son cosa de todos los días: líos de faldas, borracheras, ajuste de cuentas… Pero la brutalidad y violencia de esta y sus sucesoras fueron algo inusual. De acuerdo con esa primera nota, se había encontrado el cuerpo de un hombre de aproximadamente 27 años de edad, con 16 tiros repartidos en todo el cuerpo, sin contar el de la cabeza. Tenía el rostro destrozado y navajazos post mortem en brazos y pies. Las marcas, al parecer, estaban dispuestas de una manera específica, como una suerte de mensaje que nadie supo interpretar. Ese día no pasó de la nota roja. Pero al día siguiente apareció otro cuerpo en la cercanías, al tercero aparecieron dos, al cuarto tres, y al quinto otro. Tú ya sabes, es lo que ha salido en los diarios y los noticieros durante el último par de semanas y la razón de la marcha por la paz del próximo domingo —da otra calada al cigarro—. En fin. Resulta que mi colega comenzó a investigar este asunto que, como se rumora, parece estar relacionado con el crimen organizado; pero esa noche no regresó. Al día siguiente tampoco hubo noticias. Comenzó la búsqueda. Preguntaron a la gente cercana, a aquellos que frecuentaba en el pueblo; nada. Desapareció. ¿Crees que es casualidad? ¿Crees que lo volveremos a ver? ¿Crees que los medios y el resto de mundo se acordarán de él en tres meses? Este país padece amnesia colectiva, un Alzheimer perpetuo. Eso o nos encanta la mala vida; nos fascina que nos maltraten, que nos humillen. ¡Nos encanta oler a basura!

J no supo qué responder. Por primera vez se daba cuenta del olor a basura que inundaba el ambiente. ¿Qué otras cosas, pensó, se habría perdido por no poner atención en los detalles? Su entrega al trabajo era tal que no había tomado un diario en meses. La noche se apropiaba de la calle. Miró a Épsilon fumar con un aire de detective, con la cabeza levemente inclinada, en un ángulo premeditado para que el interlocutor pudiera apreciar su gesto pensativo, colérico y melancólico.

Detrás de él, dos siluetas se aproximaban rápidamente.

—¡Muchachos! ¡Perdón por la demora! Es inicio de mes y ya saben cómo se pone el negocio. Entre que sacamos las cuentas y atendemos a los proveedores, aquello era un caos. ¡Pero, bueno! ¿Cómo han estado? ¿Ya llegó aquella?

Aquella aún no ha llegado —contestó J.

—Y nosotros estamos… estamos bien, dentro de lo que cabe —repuso Épsilon, tratando de conservar su pose—. Estamos tan bien como se puede estar en estos tiempos. Ya sabes, uno va a la tienda de la esquina y si no le disparan en el trayecto, es un buen día. Sales a correr a los cinco metros cuadrados que tiene el parque de la colonia y no te han raptado. Es un buen día. Llega la noche sin que horas antes te hayan hecho firmar tu renuncia «voluntaria». Día maravilloso. Llamas a tu madre y te dice que hoy no le diagnosticaron cáncer de pulmón por inhalar el venenoso aire de la ciudad. Día extraordinario. Precisamente le platicaba a este muchacho que a un colega no le ha ido tan bien. Desapareció mientras investigaba una red criminal. Quizá puedo decir que lo mejor que me ha pasado es que no he sido yo.

—¡Ya sé! —dijo C. —¡Esto es una locura! Precisamente la semana pasada, el miércoles, vimos cómo asaltaron a una señora, ¿verdad? —preguntó al esposo sin darle tiempo de contestar —. En realidad no la asaltaron. La mujer caminaba tranquila cuando de la nada sale un tipo corriendo a toda velocidad. Choca con ella, como si hubiera sido un accidente. Pero, al tumbarla, toma su bolso y huye corriendo. Nadie hizo nada. Simplemente se fue.

—¿Y tú qué hiciste?

—Pues nada. Te digo que no pude. Nadie pudo reaccionar. Además, el tráfico estaba muy pesado y precisamente en ese momento me tocó la luz verde. ¿Qué podía hacer? ¿Bajarme del auto y perseguir al ladrón en tacones? Son cosas que pasan. Que causan rabia, coraje, impotencia, sí, pero que pasan. De haber podido, por supuesto que hubiera hecho algo, atropellarlo, ¡o yo qué sé!

—¿Y qué hizo la señora?

—No lo sé. Te digo que se puso en siga y yo tenía que avanzar. Además era tarde. Ese día habíamos quedado en llegar temprano para salir al cine y a cenar, ¿verdad? —de nuevo el esposo no alcanzó a contestar—. Vimos una película divertida —continuó C mientras tomaban asiento—. Ya sabes, de esas bobas pero entretenidas. Era de una chica muy trabajadora que conoce a un patanazo en su oficina y, bueno, por alguna razón tienen que trabajar juntos en un proyecto. Compiten mucho al principio, pero al final se enamoran. Muy divertida.

C habló durante cuarenta minutos sobre muchas cosas. Tantas que al final nadie supo en qué momento pasaron de la película a la familia, a los hijos que no tenían, a Ch, al trabajo, a su salud…

—He estado tan estresada que me he comenzado a sentir enferma. Dolor de cabeza continuo y mucho cansancio. Unos días en la playa o en la sierra me vendrían bien.

Su monólogo se había vuelto una espiral cuyo fin no se vislumbraba. Épsilon buscaba el reloj para saber si las cuatro horas que estimaba habían transcurrido eran una exageración o, por el contrario, una estimación muy optimista.

J se perdió en la conversación. De pronto, las palabras de C se convirtieron en un balbuceo, en el sonido de un trombón que se mueve como una ola en un dibujo animado. Miró a Épsilon. Sus manos destrozaban la tercera servilleta. Recordó que, por las prisas, había olvidado limpiar su escritorio al salir de la oficina. Lo haría mañana a primera hora. Por alguna razón, que quizá tenía que ver con su entrada en Recursos Humanos, se sentía agotado. Hubiera preferido no ir al bar esa noche, pero era malísimo para inventarse excusas. Miró el reloj. Muy temprano para partir. Quizá una media hora más. Apelaría a su cansancio, a la necesidad de levantarse temprano al día siguiente. Diría que fue un día difícil, como todos los lunes, que comenzaba a dolerle la cabeza por las sorpresas de la mañana, el ruido del bar y el olor a basura que no podía quitarse de la nariz desde que Épsilon lo mencionara. Tras pensar en todo ello, se dio cuenta de que un malestar generalizado comenzaba a invadirlo. No eran náuseas, no era cuerpo cortado, no eran escalofríos. Era todo. Necesitaba aire. Respiró profundo. Dio un trago a la cerveza, pero esta le resultó pesada, más amarga de lo usual, como un sorbo de agua puerca. Hizo su asiento hacia atrás, decidido a salir corriendo, pero la silla chocó con algo. Le costó trabajo enfocar y reconocer a Ch con una sonrisa en la boca y una Tecate en la mano.

De pronto, todos en la mesa callaron y la miraron, expectantes. Ella cerró los ojos y se llevó el latón a la boca en un trago amplio y rítmico. Luego, lo dejó de un golpe en la mesa. Respiró profundamente y eructó. Sonrió y exhaló un aire de satisfacción.

—¿Qué onda? —dijo finalmente.

—«¿Qué onda?». Nada. Aquí, esperándote desde hace una hora.

—Y nosotros pensábamos que Sudamérica te haría algún bien, que agarrarías buenas mañas.

—Ella es una artista, señores. Una de las pocas aún comprometidas con el estilo de vida que corresponde: coge, viaja de ride y bebe más de lo que pinta. Llegar tarde es parte del paquete.

—Cállate, culero —dijo a Épsilon, con una sonrisa, al golpearlo en el hombro—. Iba a llegar temprano, ¡lo juro! Me bañé a tiempo, le di de comer al bebé, lo llevé con mi mamá, tomé las rutas rápidas... Hasta venía con tiempo de sobra. Creo que te vi de lejos —dijo dirigiéndose a J—. Pero a unas cuadras de aquí, una chica me saludó. La verdad no la reconocí, pero no me gusta parecer mamona así que le devolví el saludo. Luego dijo mi nombre y me trabé. La dejé hablar, tratando de hacer memoria. Y nada. No sabía quién chingados era. Pero entonces me dijo «¿Te acuerdas del Güero? Uno alto» y ahí recordé que la conocía de la prepa. Ellos eran muy amigos. «Sí», le dije «¿Cómo está? ¿Qué ha hecho?» y le cambió el rostro. No sé si le cambió o si por andar en la pendeja no me había dado cuenta de que así lo traía. «Acaba de fallecer», me dijo. «Lo están velando en la funeraria que está aquí a cinco cuadras. ¿Por qué no me acompañas? A él le hubiera gustado verte». Se me hizo gacho decirle que no.

—¿Era amigo tuyo?

—Pues… no. No realmente. Hablamos un par de veces. Buen muchacho. Un poco loco, pero buen muchacho. En alguna ocasión bailamos en una de esas fiestas que hacían en la azotea de uno de sus amigos. Probablemente ustedes también lo conocieron. No sé. No iba mucho a la escuela. Ni siquiera recuerdo cómo se llamaba. Cuando iba, se salía a las dos horas. Luego lo veíamos por ahí en alguna de las calluejuelas con un cigarro y una cerveza. Cuando salimos de la prepa ya no supe nada de él o sus amigos. Hasta hoy.

—¿Y de qué murió? —preguntó Épsilon.

—Nadie me dijo y yo no quise preguntar. Por lo que oí, lo asesinaron. Supongo que lo asaltaron y opuso resistencia. No lo sé. Mi amiga tampoco sabía bien. O si sabía, no me quiso decir. Yo no quería parecer chismosa. Me limité a platicar con ella y con algunos conocidos. Luego vi el reloj, vi que era muy tarde y me vine corriendo.

—Es una lástima —dijo C, ceremoniosa—. Hablábamos hace un momento de lo difícil que está la situación en estos días. Sería más sencillo si todo fuera como una película —continuó, como añorando—, ya saben: los personajes pasan por un montón de cosas de las que salen adelante. Si es una de acción, el malo secuestra a la hija; si es de terror, el monstruo los persigue y mata a la promiscua; si es de romance, al principio se odian pero terminan enamorados. A lo mejor sufren durante dos horas, pero ya sabemos que al final van a ser felices.

—Sí. Pero no es así. Por eso tenemos que hacer algo, empezar a movernos, reclamar los derechos que por definición nos pertenecen.

—¿Y cómo se hace eso? —preguntó Ch, burlona.

—En pequeñas y grandes cosas. Desde denunciar al vecino que se roba la luz, hasta asistir a marchas como la del próximo domingo.

—Pero… ¿qué en esas marchas luego no hay disturbios y entra la policía y todo eso? —preguntó C.

—¡Para nada! Es una marcha pacífica. Digo… siempre cabe la posibilidad de que haya infiltrados, pero basta con seguir el protocolo, alejarse y resguardarse hasta que pase el peligro.

—Pues si la marcha pasa por aquí —intervino J— y sucede algún altercado, me vendría corriendo al bar.

—¿Y si está cerrado?

—No habría ningún problema. ¡Tantos años viniendo aquí! ¿No te has fijado que el candado que ponen es mera faramalla? No cierra. Atoran la puerta de tal manera que se traba, pero yo he visto cómo la abren.

—¡Salud por el candado falso! —Épsilon levantó su cerveza.

—¡Salud! —respondieron todos, imitándolo.

Ch contempló la escena con una sonrisa.

—Los extrañaba, mensos.

C la miró con algo parecido a la ternura y, tras pedir una coca de dieta, le preguntó sobre su viaje.

Ch habló sobre las complicaciones para encontrar un vuelo barato, el vino que corría como agua, las fiestas, los artistas sudamericanos… Ninguno quiso escuchar esas trivialidades; lo que todos querían saber era lo del asunto del niño. Ch rio cuando por fin se lo preguntaron.

—Simplemente pasó. Me tomó por sorpresa, y pensé en no tenerlo. Pero luego lo pensé bien y… y ya. Ahora estoy muy contenta.

No era la respuesta que esperaban. Y, aun así, al escuchar tales palabras y ver el rostro que las emitía, incluso Épsilon contuvo una batería de comentarios y preguntas que se tenía guardados desde que supo del asunto y se limitó a alzar su tarro y brindar por la ocasión.

—¿Y ustedes? ¿Qué han hecho? ¿Tú sigues sacando copias? —preguntó a J.

—No. No saco copias —contestó J, resignado a que el numerito que se avecinaba, por enésima vez, era inevitable—. Y sí. Sigo ahí.

—No, pero, en serio, ¿qué es lo que haces ahí? —secundó C.

—Yo me encargo de/

—Él lleva café al jefe y se encarga de resolverle el crucigrama.

—No. Él saca las copias.

—Ya les dije que no saco copias. Yo me encargo de/

—¿Eres el que hace la voz del conmutador? «Tuuuuut. Está usted llamando a/

—Ya les dije que él saca las copias.

—¡Que no saco las copias, chingada madre! Lo que yo hago es… ¿Saben qué? Váyanse a la verga.

Todos rieron como hacía mucho no lo hacían. La charla avanzó, desde las anécdotas recientes hasta las rememoraciones de la preparatoria. Se estaba bien en ese lugar. Todos comenzaron a sentirse mejor. Incluso J, quien había olvidado por completo su malestar y la urgencia de salir de ahí.

Las horas pasaron hasta que la cerveza y la saliva se agotaron. Los primeros en partir fueron C y su esposo. Quince minutos después, Ch se levantó de su asiento.

—No mames, tómate otra —gruñó Épsilon.

—No. No puedo. Necesito ir por el bebé. Además —continuó tras dar el último trago a la cerveza y dejar un billete de cien pesos sobre la mesa—, no me estoy sintiendo bien. Me duele todo el cuerpo, seguro por el jet lag. Mejor me voy a descansar. Nos vemos en la semana.

Ambos vieron a Ch perderse en la noche. Fue refrescante volver a verla, volver a estar todos juntos. J miró la televisión empotrada; Épsilon, su vaso espumoso. With a Little Help From My Friends sonaba en las bocinas y ambos sonrieron para sí.

—Es raro, ¿no?

J no dijo nada. Se limitó a observarlo.

—Es raro cómo un puñado de personas, que en realidad no tienen nada en común, pueden ser tan unidas después de tantos años. Pasa el tiempo y nosotros seguimos aquí. Sí, seguro hay un montón de cosas que no nos hemos dicho, pero aquí, en este preciso lugar, en el que tantas borracheras nos hemos puesto, pareciera que no pasa el tiempo. Hasta la música es la misma.

Ambos rieron.

—A veces es necesario, ¿sabes?, tener un happy place, como dicen los terapeutas gringos. Un lugar donde te sientas seguro, al que puedas huir de toda esa mierda que está allá afuera. Un lugar en el que tus amigos te reciban con una cerveza en la mano, y no con la noticia de que uno de ellos ha muerto... ¿Sabes? —continuó tras una sombría pausa—. Creo que deberíamos ir.

—¿A dónde? —preguntó J tras pedir la cuenta con el ademán de escribir sobre una libreta invisible.

—Al velorio. Creo haber conocido al tipo. Sería un buen gesto visitar a la familia.

J suspiró profundamente. Miró su reloj.

—Bueno —dijo muy a su pesar y sin saber por qué, aunque intuía que a la mañana siguiente se arrepentiría de ello.

Mostrador de mármol oscuro, hojas de registro membretadas, plumas fuente, cuadros de paisajes exóticos y bodegones tropicales comprados en Tonalá o Tlaquepaque, monitor digital, recepcionista perfumada y vestida en traje sastre, bien peinada, sonriente. «Buenas noches, ¿a qué familia acompañan?». Enormes coronas de flores. Colillas de cigarro ahogadas en vasos de unicel con restos de café o té de manzanilla. Gente bloqueando la entrada, distribuida en los pasillos, sentada en los escalones y en los muebles de piel. Algunos llorando. Otros conversando tranquilos. Los más, bebiendo café, degustando galletas; paseando de un lado a otro sin hallar su lugar.

El de esta funeraria era un patio grande, con un par de bancas verdes, paredes blancas y flores largas. La gente se encontraba repartida en grupos. El extremo derecho era el de los hombres de mediana edad, trajeados y relamidos, tomaban agua de manantial con whisky o alguna bebida que no figuraba en el menú de la cafetería. Probablemente, amigos de la familia y tíos no muy allegados. En el extremo izquierdo, las señoras y los niños. En medio, jóvenes con refresco y canapé en mano, de círculo en círculo, de habitación en habitación. Primos y amigos, seguramente. Todos con algo común en el rostro: si bien no felicidad, tampoco tristeza profunda. La mayoría conversaba de manera desenfadada. Unos, del estado de la madre. Otros, de los buenos tiempos con el Güero. Los demás, que no pueden mantener el ánimo fatal, ríen de manera, según ellos, discreta.

Al fondo, J y Épsilon vislumbraron una puerta. Detrás de ella, el padrino, la abuela, la novia, los primos... Todos, como en una pintura barroca, alrededor de la madre con la cabeza inclinada y la mirada fija en una diminuta marca del féretro, como perdida en un aleph, con la mente en otro plano, sin espacio ni tiempo. Sonreía cuando alguno de los dolientes se acercaba a darle el pésame, a entregarle un pañuelo, a preguntarle si quería comer; pero, apenas se retiraba, volvía su semblante de autómata.

Épsilon tomó uno de los pañuelos dispuestos en una de las mesas, asió a J de la camisa y se dirigió hacia ella.

—Mi más sentido pésame, señora —dijo mientras le entregaba el pañuelo.

—Muchas gracias —contestó con su sonrisa ensayada mientras, con un ademán igualmente mecánico, se limpiaba con el pañuelo las lágrimas ya secas.

—Es una pena en verdad. Uno nunca espera la muerte de un ser querido. Menos de un hijo. No puedo decir que comprendo cómo se siente, pero sí, al menos, que la acompañamos en su dolor.

—Gracias. En verdad —de pronto, salió de su ensimismamiento. Los recorrió con la mirada. Estaba segura de no haberlos visto antes—. ¿Eran amigos de mi hijo?

—Sí... Bueno, lo fuimos hace tiempo. Nos conocimos en la preparatoria y coincidimos un par de veces. Buen muchacho. Siempre alegre, siempre dispuesto a hablar, siempre optimista. Es una lástima, de verdad, una lástima.

Antes de contestar, respiró profundamente, como asimilando las palabras.

—Qué gusto que tengan un buen recuerdo de él...

De pronto, el rostro se le contrajo y las lágrimas comenzaron a brotar. Los asistentes volvieron de inmediato la mirada hacia la fuente de los sollozos. J miró a ambos lados, como asustado. No supo cómo reaccionar; solo atinó a encogerse de hombros y dar un paso atrás. Épsilon, por su parte, aprovechó para tomarla entre sus brazos, hacer un ademán de suficiencia hacia aquellos que quisieron acercarse, como diciendo «yo me encargo», y consolarla como si fueran viejos conocidos.

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—Disculpa… —una voz femenina interrumpió su discurrir —¿Sabes dónde está el baño?

J la miró confundido. El rímel corrido que encerraba sus ojos irritados lo perturbó. No sabía si había llorando desconsolada, si estaba ebria o muy enferma.

—Sí, claro —contestó presto, antes de que su escrutinio se volviera incómodo—. Por ese pasillo, al fondo.

La chica se perdió dando tumbos entre la gente. Épsilon, a lo lejos, seguía conversando con la mujer. J ignoraba cuánto tiempo más tendría que esperarlo. Bostezó. Miró el reloj. Fue a la cafetería, se sirvió un vaso de café, tomó un folleto, se sentó en una esquina y, para evitar interactuar con los dolientes, dio lectura una y otra vez a los servicios económico, plus y plus ultra que ofrecía la funeraria.

—Una pena lo de esa señora —dijo Épsilon en el taxi camino a casa.

—Imagino. ¿Te dijo algo interesante?

—Algo. No demasiado. Pienso que todo este asunto puede estar relacionado con lo de los nuevos cárteles. Aunque también puede ser un hecho aislado. No lo sé. Lo único que me dijo de interés fue lo que le comentó el doctor: que de no haber estado tan enfermo hubiera podido resistir la herida. Es curioso —continuó tras un breve silencio—. A veces uno no mide cuán débil puede llegar a estar. Uno se cree en la mejor de las condiciones, hasta que algo pasa y... y luego ya no pasa.

J miró al reloj y luego al taxímetro. Ambos mostraban cifras preocupantes.

—Mañana es el entierro. Deberías acompañarme.

—¿Qué? No. No lo sé. Tengo trabajo y... no sé.

—Bueno. Nos marcamos.

El resto del trayecto transcurrió en silencio. A J le sorprendía la facilidad con la que su amigo establecía vínculos con extraños, con la que se ganaba su confianza. Por desgracia para aquella señora, era muy probable que al día siguiente Épsilon se olvidara de todo el asunto.

Antes de despedirse, Épsilon insistió: «Deberías venir».

J volvió a mirar el reloj. Tenía cuatro horas antes de levantarse para ir al trabajo.