portada

José Ramón Cossío Díaz, actualmente ministro de la SCJN y profesor del ITAM, es doctor por la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid. Su formación profesional se ha dividido entre la docencia, la investigación y el servicio público. Considerado un especialista en derecho constitucional, ha recibido los premios Nacional de Investigación (1998) y Nacional de Comunicación José Pagés Llergo (2010). Es doctor Honoris Causa por la UANL, la UABJ y la Universidad de Colima. El FCE ha publicado de su autoría El poder judicial en el ordenamiento mexicano (1996), Derecho y análisis económico (1997) y La justicia prometida (2014), entre otros.

Jesús Silva-Herzog Márquez es maestro en ciencia política por la Universidad Columbia en Nueva York. Es profesor de la Escuela de Gobierno y Transformación Pública del Tecnológico de Monterrey y articulista del diario Reforma. Ha publicado, entre otros libros, El antiguo régimen y la transición en México, Andar y ver y La idiotez de lo perfecto, este último publicado por el FCE. Es miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

SECCIÓN DE OBRAS DE POLÍTICA Y DERECHO


LECTURAS DE LA CONSTITUCIÓN

Lecturas
de la
Constitución

EL CONSTITUCIONALISMO MEXICANO FRENTE A LA CONSTITUCIÓN DE 1917

JOSÉ RAMÓN COSSÍO DÍAZ
JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ
(Coordinadores)

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2017
Primera edición electrónica, 2017

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contraportada

 

ÍNDICE GENERAL

Sumario

Presentación

Emilio Rabasa y la Constitución de 1917, José Antonio Aguilar Rivera

El jurista y la Constitución

El silencio hostil

El atractivo dramático de las víctimas

Conclusión: ¿la “imposición legal de la tiranía”?

Miguel Lanz Duret: un maestro para hacer eficaz y reformar la nueva Constitución de 1917, F. Jorge Gaxiola Moraila

Semblanza

Salvar la circunstancia

Derecho constitucional mexicano

Concepción de Constitución

El derecho internacional

La función judicial

Modificar el alcance del sufragio

Educación, Estado e Iglesia(s)

Legitimidad de las constituciones

Manuel Herrera y Lasso: abogado constitucionalista por vocación y maestro por pasión, José Fernando Franco González Salas

Obra jurídica

Comentarios finales

Felipe Tena Ramírez y la Constitución de 1917, José Ramón Cossío Díaz

Mario de la Cueva y el muralismo constitucional, Jesús Silva-Herzog Márquez

Ignacio Burgoa: una biografía intelectual, José Roldán Xopa

Breve nota biográfica

De lo procesal a lo sustantivo. De los derechos y su garantía a lo constitucional

El individuo y el bien común: los derechos y las restricciones

Los derechos públicos subjetivos y las garantías

El derecho a la información: doctrina y litigio

Del amparo a la Constitución

La teoría constitucional

Los poderes: órganos y funciones constitucionales

Burgoa y las teorías constitucionales

Jorge Carpizo: un constitucionalista entre dos generaciones, Raúl Manuel Mejía Garza

Teoría de la Constitución

Teoría de fuentes

Sistema federal

División de poderes y presidencialismo

Derechos humanos

Antonio Martínez Báez: constitucionalista revolucionario, María del Refugio González

Notas para una biografía

Visión de la Constitución y pensamiento constitucional

Las obras de conjunto

Otras materias

Reflexión final

La alteridad “de derechas” o el denuesto de la falsificación, Rafael Estrada Michel

Verdad, analogía y efectividad en la garantía de los derechos humanos

Las iniciativas garantistas

Herrera y Lasso: ficciones caballerescas. Preciado: democracia y verdad

Cambio democrático de estructuras simuladas

La mentira con nivel constitucional

Lujambio: pluralidad orgánica

Constitucionalismo de izquierda: la alternativa pendiente, Julio M. Martínez Rivas

Revolucionarios de Estado

La izquierda cercada por la Constitución

Materialismo histórico y constitucionalismo mexicano

Los años difíciles

Conclusiones

 

SUMARIO

Presentación

Emilio Rabasa y la Constitución de 1917,
José Antonio Aguilar Rivera

Miguel Lanz Duret: un maestro para hacer eficaz y reformar la nueva Constitución de 1917,
F. Jorge Gaxiola Moraila

Manuel Herrera y Lasso: abogado constitucionalista por vocación y maestro por pasión,
José Fernando Franco González Salas

Felipe Tena Ramírez y la Constitución de 1917,
José Ramón Cossío Díaz

Mario de la Cueva y el muralismo constitucional,
Jesús Silva-Herzog Márquez,

Ignacio Burgoa: una biografía intelectual,
José Roldán Xopa

Jorge Carpizo: un constitucionalista entre dos generaciones,
Raúl Manuel Mejía Garza

Antonio Martínez Báez: constitucionalista revolucionario,
María del Refugio González

La alteridad “de derechas” o el denuesto de la falsificación,
Rafael Estrada Michel

Constitucionalismo de izquierda: la alternativa pendiente,
Julio M. Martínez Rivas

 

PRESENTACIÓN

La Constitución de Querétaro cumple su primer siglo. La más longeva de nuestra historia, la más longeva de hispanoamérica. Sus autores no la reconocerían como propia si leyeran su texto vigente en la actualidad, pero se asombrarían, quizá, de su pervivencia. El producto del movimiento iniciado por Venustiano Carranza logró escapar de la trampa de las constituciones transitorias que cubrieron la historia de la primera mitad del siglo XIX.

Durante dos meses los constituyentes debatieron la forma de la República a partir del proyecto que había presentado el propio Carranza. Los debates queretanos han sido ampliamente estudiados. Se ha examinado la integración de la asamblea, la controversia ideológica de sus distintas facciones; se ha enfatizado la relevancia de sus innovaciones en educación, propiedad, trabajo y relaciones entre el Estado y la Iglesia. Uno de los más agudos historiadores de ese momento ha dicho que el Constituyente fue una revolución en sí mismo.1 A un siglo de esa revolución constitucional consideramos que es necesario examinar sus lecturas.

Las interpretaciones del fundamento normativo del Estado merecen una atención que apenas han recibido. No aspiramos a la celebración, sino a la crítica: es francamente pobre lo que la reflexión jurídica ha aportado a la comprensión de la Constitución de 1917. Ni en los defensores del régimen que se ostentó como heredero de la Revolución ni en sus críticos puede encontrarse una producción intelectual comparable a la que suscitó la Carta de 1857.

Desde luego, la promulgación de la Constitución de Querétaro generó reacciones de inmediato. Manuel Aguirre Berlanga reconstruyó en tono periodístico el origen de la nueva ley y los trazos básicos de su obra.2 En forma más de panfleto que de libro, Jorge Vera Estañol y el arzobispo de México, José Mora y del Río, sonaron la alarma por una Constitución que consideraron aberrante, tal vez herética. Embestidas más que reflexiones.3 En el extranjero el texto mereció la atención pronta de Branch, Burgues, Dekelbaum, Kerr, Moses y Whelles, entre otros.4 No son escasos los trabajos periodísticos acerca de la Constitución que se publicaron en los años posteriores a su promulgación.5

A esos reflejos sucedieron diversos estudios que abordan aspectos puntuales de la Constitución.6 Sus innovaciones radicales recibieron, naturalmente, la atención de quienes buscaban sentido y consecuencia en la normativa revolucionaria. La nueva filosofía de la propiedad de la tierra, las consecuencias del régimen agrario y el estatuto jurídico del subsuelo (en especial de la minería y el petróleo), así como la fisonomía del trabajo, fueron estudiados con atención. También pudieron leerse en los años posteriores trabajos monográficos relacionados con el amparo, las garantías individuales, el municipio, el sistema electoral y las juntas de conciliación y arbitraje. La nota común de estos ejercicios es su carácter parcial, fragmentario. La Constitución se escondía en sus partes. Nadie se atrevía a observarla como un todo. La profundidad de la sacudida constitucional de Querétaro pasaba, de algún modo, desapercibida: la Constitución no alcanzaba a ser vista como la unidad normativa suprema del orden jurídico nacional. Tampoco se integraban sus funciones jurídicas ni la estela de sus complejos efectos políticos. Sus arreglos cruciales, a saber, la división de poderes, el federalismo, la organización legislativa y judicial, y el estatuto de la Iglesia, recibieron silencio. Queda la sensación de que para los juristas de entonces la Constitución no merecía una explicación unitaria. Apenas surgieron con alguna frecuencia apuntes parciales enfocados en los intereses afectados por las nuevas reglas.

Los primeros esfuerzos de explicación integral de la Constitución se deben a Paulino Machorro Narváez y a Miguel Lanz Duret. El primero, diputado constituyente, ministro de la Suprema Corte y profesor de la Escuela de Jurisprudencia de la Universidad Nacional, publicó una serie de artículos de manera mensual en la revista La Justicia. En sus entregas se propuso elaborar lo que hoy llamaríamos una teoría de la Constitución y una exposición detallada del articulado constitucional. No alcanzó a cubrir todo el arco de la norma suprema, pero pudo asentar los rudimentos de una teoría constitucional del Estado y dilucidar el sentido de los primeros artículos del capítulo ii del título primero, relativos a los mexicanos, sus derechos y obligaciones.7

El primer libro auténticamente sistemático y completo acerca de la Constitución de 1917 lo escribió Miguel Lanz Duret, se publicó en 1931 con el título: Derecho constitucional mexicano y consideraciones sobre la realidad política de nuestro régimen.8

A los artículos de Machorro y el libro de Lanz siguieron los trabajos de Herrera y Lasso de 1940,9 y otros más complejos y ambiciosos como el Derecho constitucional mexicano de Tena Ramírez, de 1944.10 A partir de ahí surgieron textos para el aula que tuvieron mayor o menor éxito. En 1958 se publicó el Manual de derecho constitucional de Enrique González Flores;11 tres años después, el Derecho constitucional mexicano de Serafín Ramírez.12 Manuel Herrera y Lasso publicó una segunda serie de sus Estudios constitucionales, en 1964.13 En 1965, Fausto Vallado Berrón entregó el Sistema constitucional: declaración de garantías, orgánica constitucional, leyes constitucionales.14 Fruto de su tesis de licenciatura y bajo la dirección de Mario de la Cueva, Jorge Carpizo publicó en 1969 La Constitución mexicana de 1917.15 En 1971 apareció un libro notable que lamentablemente alcanzó poca difusión: el Sistema de la Constitución mexicana de Ulises Schmill.16 Ese mismo año se publicaron La primera Constitución político-social del mundo. Teoría y proyección de Trueba Urbina17 y las Notas de derecho constitucional y administrativo de Enrique Pérez de León.18 Daniel Moreno y Jorge Sayeg Helú publicaron obras idiosincráticas en 1972; el primero con su Derecho constitucional mexicano19 y el segundo con El constitucionalismo social mexicano.20 En 1973 apareció el libro de Ignacio Burgoa que ya alcanzó las 20 ediciones.21 Aurora Arnaiz publicó Instituciones constitucionales mexicanas en 197522 y ese mismo año Porfirio Marquet Guerrero La estructura constitucional del Estado mexicano.23 En 1976 vio la luz el Manual de derecho constitucional de Fernando Flores Gómez y Gustavo Carbajal.24

Como se percibe en este veloz recuento, la bibliografía es abundante pero su foco es limitado. Son ostentosos el didactismo, por una parte, y los afanes de legitimación, por la otra. Apuntes y propaganda, material para el salón de clase y para el discurso público. No es irrelevante que el instrumento de expresión de esa doctrina constitucional haya adquirido la forma del manual escolar: documento cerrado que invoca autoridad profesoral. Los artículos en revistas especializadas, abiertos naturalmente a la discusión pública, fueron francamente escasos. La visión panorámica de ese didactismo tuvo un efecto notable: desaparecieron los estudios puntuales que pudieran afilar la crítica de los nudos constitucionales.

Como quiera que sea, al final se impuso una lectura canónica de la Constitución a partir de un manojo de textos que adquirieron estatura de clásicos. El culto a la Constitución replicó en un apego casi devocional a unas cuantas lecturas escolares.

¿Cómo hemos leído la Constitución de 1917? ¿Qué anteojos hemos usado para enfocarla? ¿Qué explicaciones se han impuesto en la cátedra y la práctica constitucionales? ¿Quiénes han sido los juristas; cuáles los textos más influyentes de derecho constitucional en nuestro país? Este libro pretende reconstruir el pensamiento constitucional del siglo XX mexicano a partir de las lecturas de sus intérpretes. Reconociendo la influencia de autores que siguen estudiando nuestro régimen constitucional, como Héctor Fix Zamudio y Ulises Schmill, hemos decidido, no sin algunas reservas, concentrar nuestra atención en los juristas con obra concluida.

Por el peso intelectual de sus reflexiones, por la influencia que ejercieron en la cátedra, por la difusión de sus trabajos, resaltan ocho constitucionalistas: Emilio Rabasa, Miguel Lanz Duret, Manuel Herrera y Lasso, Antonio Martínez Báez, Felipe Tena Ramírez, Ignacio Burgoa Orihuela, Mario de la Cueva y Jorge Carpizo. Cada uno de ellos ofreció una lectura peculiar de la Constitución. Un método, una noción de la ley suprema y del orden jurídico, una perspectiva ideológica más o menos explícita, una versión de la historia mexicana, una propuesta política. Cada uno de ellos impuso su sello en la manera en que los mexicanos hemos entendido y vivido la Constitución. Nuestra reconstrucción, sin embargo, no tiene solamente ese sello magisterial. Hay otros lentes que escapan de la autoría. La Constitución de 1917 ha interpelado a todos las corrientes de opinión. Socialistas y conservadores, marxistas y sinarquistas la han leído a su modo. Sería incompleto este panorama de lecturas constitucionales si prescindiéramos de estas perspectivas difusas. Por este motivo abrimos espacio a dos observadores relevantes. Corriendo el riesgo de la simplificación, consideramos necesario acercarnos a las lecturas que la izquierda y la derecha han realizado de la Constitución. Confiamos que esas perspectivas ofrecerán un abanico más amplio y representativo de lecturas constitucionales.

No pretendemos sintetizar aquí la riqueza de lo expuesto en cada uno de los capítulos incluidos. Lejos de ello, quisieramos simplemente identificar algunos rasgos comunes del pensamiento mexicano frente a la Constitución de Querétaro que pueden extraerse de estos perfiles.

Es perceptible, en primer lugar, una noción de lo político que surge de una teoría del Estado detenida en las postrimerías del siglo XIX y principios del XX. El constitucionalismo mexicano hizo una extraña mezcla de ideas —muchas veces contrapuestas y aun contradictorias— de los tratados de Jellinek, Heller, Duguit, Hauriou, Carré de Malberg e, inclusive, Schmitt. Se impuso así un entendimiento intensamente político de la Carta constitucional: el producto de una voluntad política vencedora, eficaz e imbatible. El pasado prestó lienzo para armar el rompecabezas constitucional. La marcha constitucional mexicana aparecía como un camino solitario que apenas conectaba con la tradición del constitucionalismo occidental. Poco desarrollo tuvo entre nosotros el método comparativo que tan buenos resultados dio en otros sitios. Algunos autores, como De la Cueva y Carpizo, destacadamente, adoptaron la perspectiva decisionista. Entender la Constitución era comprender la voluntad del soberano. Desde ese ángulo, las instituciones resultaban un acto de fuerza apenas normativizante. La norma desmerecía frente a los deseos del poder.

Otro rasgo común de los constitucionalistas que examinamos en el libro es la frecuente desconexión de teoría, historia y norma. La exposición teórica suele ser clara, la narración histórica puede ser coherente (aunque muchas veces resulta superficial), pero en escasas ocasiones se logra una vinculación orgánica entre la idea, la norma y la experiencia. Las vicisitudes de la vida política mexicana apenas aparecen en la reflexión constitucional. A la distancia, sorprende el escaso diálogo del constitucionalismo, técnica jurídica de control del poder, con la práctica política. Cierta lectura normativista excusaba la ceguera frente a la realidad.

Eurocéntrica, más concretamente afrancesada y germanófila, la doctrina constitucional mexicana pasó por alto buena parte de las contribuciones de nuestra influencia más evidente. Escasas fueron las referencias a la tradición angloamericana. Gravosa ausencia para un país que calcó de ella su modelo presidencial, su régimen judical, su federalismo. El rico debate de su trazo original, la compleja transformación jurisprudencial de su normativa y las diversas escuelas académicas que la han estudiado quedaron fuera de nuestro debate. No deja de llamar la atención el contraste con los juristas del siglo XIX; Vallarta, Lozano y Rabasa estaban empapados de la tradición angloamericana e hicieron buen uso de esa herramienta. Conocían bien su doctrina y la labor de sus tribunales. Sus sucesores decidieron desprenderse de ese instrumental; se aferraron a referencias remotas y abstractas, desconectadas del derecho positivo.25

Vale también detenerse en la dimensión externa de las normas supremas. Pocos constitucionalistas mexicanos advirtieron el vínculo entre nuestro derecho y el internacional. A partir de la posguerra el tema se desarrolló intensamente en otros países. Sin ir muy lejos, en nuestro continente hubo reflexiones teóricas de gran trascendencia, transformaciones normativas importantes y resoluciones históricas de los tribunales supremos. Los ignoramos. Aquí seguimos viéndonos en nuestro mural solitario.

A todas estas ausencias, hay que agregar la jurisprudencial. Siguiendo una tradición lamentablemente arraigada en las dogmáticas prevalecientes en el país y en buena parte del orbe romano-germánico, los constitucionalistas mexicanos prestaron poca atención a los criterios jurisprudenciales que precisaban el sentido del texto constitucional. Basta una mirada veloz a los manuales para comprobar que la explicación jurídica de la Constitución se consideraba posible ignorando la palabra de los tribunales, incluyendo, por supuesto, a la Suprema Corte. La palabra de la Constitución no fue entendida como el diálogo del texto y la interpretación de los jueces.

El resultado de estas influencias y estos olvidos es curioso. La Constitución se entendía nominalmente como norma, pero ello no se asumía a cabalidad. No se le ubicaba como criterio supremo de validez, sino, más bien, como un objeto explicable como hecho histórico y político. En el constitucionalismo a la mexicana la dialéctica Independencia-Reforma-Revolución era la clave de una comprensión autóctona, aderezada de una muy lejana y abstracta idea de lo estatal. Desde esas alturas se descendía precipitadamente y sin línea de continuidad al mundo de los preceptos, para entenderlos como resultado de una evolución jurídica nacional concreta, siempre explicada con un restrictivo código gramatical y sistémico. Un constitucionalismo esquizofrénico. El Congreso era una entidad que podía reducirse a lo que de ella disponía un paquete de artículos constitucionales. Se componía de tantos miembros, electos bajo determinados mecanismos y autorizados para ejercer un inventario de facultades. Poco más. Se pasaron por alto: el sitio del Congreso en los engranajes del régimen presidencial, su composición partidista, su labor en el dispositivo de representación y la imprecisión de sus permisos. La historia y la teoría sirvieron de subterfugios.

El constitucionalismo que se dedicó a leer la Constitución del 1917 fue, en ocasiones, provinciano y bizantino, legalista y antinormativo. Tal vez no es extraño que fuera así. La hegemonía de un régimen autoritario se impuso también en la lectura del libro primordial. No obstante, es importante reconocer también que el esfuerzo intelectual de los constitucionalistas del siglo XX mexicano, su dedicación y vocación, permitieron avanzar en el entendimiento de la Constitución de 1917 y del régimen jurídico y político derivado de ésta. Hoy estamos convencidos no solamente de la importancia de estas lecturas para el constitucionalismo moderno, sino de su valor para el entendimiento del poder en el siglo XX y su reconstrucción hacia el futuro.

Por último, no queremos dejar de agradecer a todas las personas involucradas en este proyecto. En primer lugar, a José Carreño Carlón, quien amablemente nos abrió las puertas del Fondo de Cultura Económica. Agradecemos también a Julio M. Martínez Rivas, quien nos prestó auxilio insustituible para la coordinación de esta obra. Finalmente, a todos los autores que, comprometidos con este proyecto, participaron activamente en él. En buena medida, este trabajo es producto de la discusión y el intercambio de ideas entre los 10 autores que participamos en esta obra colectiva.

JOSÉ RAMÓN COSSÍO DÍAZ
JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

 

EMILIO RABASA
Y LA CONSTITUCIÓN DE 1917

JOSÉ ANTONIO AGUILAR RIVERA*

Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros.

GEORGE ORWELL,
Rebelión en la granja

EN EL OTOÑO de 1916 Emilio Rabasa, jurista, hombre de Estado y negociador internacional fallido, miraba desde su exilio en Nueva York, con mucho escepticismo, los acontecimientos de su patria. En particular, mostraba suspicacia por el proyecto de constitución que Venustiano Carranza, primer jefe del Ejército constitucionalista, había propuesto al Congreso que se reuniría en Querétaro. A José Yves Limantour, quien se encontraba en París, le escribió el 19 de noviembre, un día antes de que se cumpliera la efeméride revolucionaria

Ni a Santa Anna [se] le ocurrió dar un proyecto de constitución hecho y derecho a los constituyentes como lo hace ahora el Primer Jefe. Supongo que es obra de Macías y Luis Manuel Rojas no sin ideas del mismo Carranza, que como Napoleón, es capaz de legislar en las materias más arduas en los descansos que las armas le permiten. Tengo la más viva curiosidad de conocer nuestra nueva Ley fundamental; pero creo que será secreta hasta que esté firmada por los nuevos Arriagas y Matas [que] van a inmortalizarse en Querétaro.1

Cuatro meses después se satisfizo la curiosidad de Rabasa. El 12 de marzo de 1917, menos de un mes después de que se promulgara en Querétaro la nueva Carta Magna, Rabasa le escribió a Limantour:

yo también quisiera hablarle a usted de nuestra nueva constitución pero en realidad gastaríamos usted y yo inútilmente párrafos que podemos dedicar a puntos de mayor importancia en nuestras cartas, puesto que en todo lo relativo a la nueva ley es seguro que estamos sobradamente de acuerdo. Yo sólo diré a usted un concepto general: no es posible que subsista como Ley fundamental de un país lo que establece como base de organización el desconocimiento de los derechos más elementales y la imposición legal de la tiranía.2

El rechazo de Rabasa involucraba una paradoja. Por un lado, muchos le atribuyeron la inspiración de la nueva Carta mientras que él la rechazó tajantemente en un inicio. Se ha estudiado con bastante detalle la influencia del pensamiento de Rabasa en la Constitución de 1917.3 Lo que no se ha hecho es ofrecer un análisis de las opiniones del propio Rabasa acerca del producto constitucional del nuevo Leviatán revolucionario. ¿Qué pensaba Emilio Rabasa de la Constitución de 1917? Responder esta pregunta no es sencillo. En los 13 años que Rabasa vivió después de promulgada la Constitución de Querétaro escribió muy poco sobre ella. Volvió del exilio en 1920 y entonces evitó, debido a su pasado político, pronunciarse sobre la Ley fundamental de los revolucionarios. La prudencia política prevaleció. Con todo, debería sorprendernos la poca atención que han recibido las opiniones de Rabasa sobre la Constitución actual. Parecería como si el autor de la Constitución y la dictadura nunca hubiera visto la nueva Carta que se promulgó en Querétaro. Sólo habría influido en los constituyentes por medio de sus libros. Para algunos críticos Rabasa fue un legislador “no reconocido”, como diría Shelley.4

Para reconstruir la posición de Rabasa sobre la Constitución de 1917 —más matizada y compleja de lo que aparece a primera vista— es necesario echar mano a materiales dispersos y fragmentarios (muchos de ellos no públicos): sus clases como profesor de derecho constitucional, su correspondencia y algunos cuantos artículos de prensa. Hasta hace muy poco tiempo no se conocía nada más.5

EL JURISTA Y LA CONSTITUCIÓN

En 1956 Hilario Medina, ex diputado constituyente de Querétaro y posteriormente ministro de la Suprema Corte, analizó la influencia del pensamiento de Rabasa en la Carta de 1917.6 Ahí identificó correctamente la tensión ideológica que existía entre la obra de esa asamblea y las ideas del jurista. “Hay una parte de la Constitución vigente —afirmaba Medina— la del Derecho social, que nada debe a Rabasa, sencillamente porque éste la ignoró, nunca la entendió, nunca quiso explicarla ni comentarla. Su silencio era una franca hostilidad”.7

La renuencia de Rabasa a pronunciarse públicamente sobre la obra del Constituyente de Querétaro era comprensible. Sabía lo que se había dicho de él en los debates del Congreso. En la sesión del 20 de enero de 1917, en la que se discutió la estructura del poder judicial, el diputado José María Truchuelo se expresó de esta manera sobre el dictamen de los artículos 94 al 102 del proyecto de Constitución:

[…] no me explico, repito, cómo la Comisión nos quiere hacer retroceder siglos y siglos para venir a sostener como principios de ese dictamen teorías que han sido ya cubiertas con el polvo del olvido y del desprecio jurídico. Si examinamos cuáles pueden haber sido esos motivos, no encuentro otros, señores, sino la lectura de un libro reaccionario en muchos puntos: La Constitución y la dictadura de Emilio Rabasa. No necesito discutir aquí la personalidad de un hombre que con todo gusto voló hacia la Casa Blanca a representar al usurpador Huerta (Voces: ¡Muy bien dicho está eso!) Simple y sencillamente, señores, el anhelo, el entusiasmo con que ese hombre fue a cumplir los deseos de un usurpador, nos dicen que sus obras tienen que responder a sus aspiraciones, a sus principios y a todas aquellas tendencias que nos han revelado por sus funciones políticas. Ahora don Emilio Rabasa es el que viene sentando la absurda idea de que el Poder Judicial no es poder, es un departamento judicial.8

No existe en los años posteriores a la promulgación de la Constitución un análisis sistemático de ella por parte de Rabasa. Sin embargo, hay una crítica acerba, ideológica, que había permanecido en el silencio de los archivos. Se trata de un estudio legal sobre el artículo 27. En efecto, al poco tiempo de que entrara en vigor la Carta Magna, el inglés Weetman Pearson (lord Cowdray), quien tenía intereses petroleros en México, le comisionó a Rabasa un estudio legal de ese artículo.9 Herbert Carr, agente de Pearson, le solicitó el análisis del artículo para entender cómo podría afectar sus intereses económicos.10 El 12 de abril de 1917 Rabasa le escribió a Limantour:

[…] la Casa que usted debe suponer me encargó un estudio legal completo del famoso artículo 27 recomendándome lo terminara cuanto antes y este encargo me tuvo enteramente ocupado durante dos semanas. Hace cuatro días lo entregué a la Casa de aquí para ser enviado a México.11

Aunque según Hale, el trabajo, traducido por su hijo Óscar, apareció anónimamente en inglés y también fue enviado a México para ser publicado, lo más probable es que esto no ocurriera.12

Un borrador del documento, cuya existencia se desconocía, permaneció oculto en el archivo del texano William F. Buckley sr., un amigo y socio de Rabasa, en la biblioteca Nettie Lee Benson de la Universidad de Texas en Austin. Ahí lo encontré.13 La importancia del estudio legal del artículo 27 es evidente. Se trata del único escrito largo y sustancioso de Emilio Rabasa en el cual critica abiertamente y por razones ideológicas a la Constitución de 1917. Ahí Rabasa explica por qué la Constitución implicaba la “imposición legal de la tiranía”. Utiliza el mismo filo analítico con el que diseccionó a la Constitución de 1857. Sin embargo, la mirada que escudriñó críticamente a la Carta decimonónica tuvo la ventaja de la distancia y el desapego. Ahí está Rabasa el historiador. En el caso de la Constitución de 1917 se apersona la pasión del testigo que no puede sustraerse a la acción. Rabasa era un hombre de pasiones, aunque, como él mismo diría, algunos creían lo contrario: “sólo yo sé el trabajo y el sacrificio que me cuesta reprimirlas para que no dañen mis intenciones básicas”.

Como era de esperarse por su origen, el texto El derecho de propiedad y la Constitución mexicana de 1917 no está firmado. Se encuentra estructurado como una respuesta a una consulta muy específica y con intereses muy definidos. El texto de 60 páginas mecanografiadas y con correcciones manuscritas está dividido en cinco secciones: “El derecho de propiedad en general”, “La propiedad del subsuelo y los contratos vigentes”, “Capacidad legal de las compañías y de los extranjeros para adquirir y poseer bienes raíces”, “Recursos legales contra los preceptos de la Constitución” y “La intervención diplomática”.

El texto hace un análisis de la manera en que la nueva Constitución afectaba los derechos de propiedad; en particular, qué posibles repercusiones tendría sobre los contratos existentes en relación con el subsuelo. Los derechos de los extranjeros son examinados específicamente. Rabasa criticó la inclusión en la Constitución de un “tratado” fuera de lugar sobre la propiedad. El procedimiento para reformar la Constitución de 1857, previsto en la misma Carta, no se había seguido. El atropello constitucional era consustancial al proyecto revolucionario. En efecto,

este procedimiento consumía tiempo y entregaba a la publicidad y al influjo de la opinión pública las reformas propuestas y hacían imposibles las transformaciones radicales de forma agresiva contra el Estado social. No había, así, más medio que el desconocimiento de la Constitución protectora, para atacar en el fondo el derecho de propiedad, y a él se apeló. Para expedir la Constitución de 1917, ha sido necesario suponer la no existencia de la de 1857, que no ha sido reformada, como el título de la nueva dice por invocar su prestigio, sino simplemente desconocida.

La Constitución de 1917 iba en contra del estado social; era una forma de violentar el progreso civilizatorio alcanzado. Además de las anomalías en su génesis, la Constitución de 1917 en su artículo 27 había desprotegido a la propiedad. Y lo había hecho de una manera bastante peculiar. Había invadido los dominios del derecho civil para redefinir radicalmente el significado de propiedad. Así, la propiedad no era lo que se destilaba por la costumbre a lo largo del tiempo y quedaba plasmado en las leyes ordinarias, sino la invención de unos cuantos iluminados por dudosas teorías sociales. Así,

la Constitución mexicana [de 1857] no hablaba en su breve artículo 27 de la propiedad, sino para garantizarla contra el atentado del poder o de las autoridades. Ese artículo, bajo el mismo número, se sustituye en la nueva con todo un tratado que cambia las bases de la propiedad del suelo, del subsuelo y de las aguas.

Aquí está la clave para entender por qué Rabasa afirmó, 11 años después, que el artículo 27 no era un artículo, sino un tratado. A sus alumnos le dijo: “allí tenemos en esa Constitución el artículo 27, que es más un tratado que un artículo. Con sólo ese artículo se puede hacer un folleto”.

Ese tratado no sólo estaba fuera de lugar, sino que su contenido sustantivo era en extremo preocupante, pues instauraba la arbitrariedad en el texto constitucional. La Constitución no podría servir de salvaguarda al derecho de propiedad, porque la arbitrariedad había sido constitucionalizada y, de esa manera, hacía improcedente el recurso de amparo. Presentamos aquí la quinta sección del estudio legal sobre el artículo 27 de Rabasa.

Rabasa, en el exilio, además de escribir el estudio legal mencionado, también contribuyó con artículos anónimos a la Revista Mexicana. Semanario Ilustrado, una publicación de los exiliados en los Estados Unidos. Escribió para la Revista Mexicana algunas de las estampas de los carrancistas en el poder. En los retratos de la “Galería constitucionalista” Rabasa diseccionó a los que veía como los nuevos amos de la política mexicana. Sobre Pastor Rouaix (diputado al Congreso Constituyente por Tehuacán y secretario de Fomento) Rabasa escribió que antes de la Revolución constitucionalista había sido un ingeniero juicioso y moderado. En efecto,

Pastor Rouaix que hasta el 3 de julio de 1911 era un ciudadano correcto y juicioso […] al romper su vida de soledad y abstracciones y atravesar la plaza pública el primer día, para respirar aires de libertad queda envuelto en la red que le tienden unos cuantos criminales, atrayéndolo con la magia de las palabras encantadas “Democracia”, “Distribución por igual de la riqueza entre todos los hombres”, “Redención de las clases oprimidas” y otras muchas que, por no estar preparado para entenderlas, turbaron su cabeza y envenenaron su alma para siempre. Desde ese día, Pastor Rouaix dejó de ser un hombre juicioso y bueno para convertirse en lo que es actualmente: un descamisado.14

El tono era propio de la amargura del exilio. En los años que siguieron a su regreso a México Rabasa evitó referirse a los aspectos políticos de la nueva Constitución. En su condición de antiguo exiliado, la crítica tomó la forma de análisis jurídico-institucionales de aspectos muy concretos. Sin embargo, salvo en algunos momentos de sus clases de Derecho constitucional, Rabasa evitó referirse a los aspectos “sociales” del constitucionalismo mexicano. Sin embargo, en estos textos podemos entrever, a veces de manera directa, a veces de manera oblicua, su posición frente al nuevo texto constitucional en su conjunto.

Un elemento adicional es que la crítica de Rabasa a la Constitución de 1917 es la crítica a un ordenamiento dinámico, en movimiento, no a un texto fundacional estable. En efecto, la Constitución empezó a ser enmendada a los pocos años de promulgarse, en un patrón transformativo que continúa hasta la actualidad. Así, algunas de las críticas de Rabasa se refieren a las propuestas de reforma al texto original de 1917 que se consideraban al momento de escribir. Paradójicamente, Rabasa defendió algunos aspectos del texto original de Querétaro (el cual le pareció espurio en sus comienzos), contra transformaciones que consideraba ilegítimas. Como veremos, el caso de la libertad de trabajo es crítico en este sentido. Aquí yace la ambigüedad de Rabasa frente a la Constitución de 1917.

Algunas de las innovaciones le parecían desafortunadas a Rabasa. Por ejemplo, en 1921 escribió un artículo publicado en la Revista Jurídica de la Escuela Libre de Derecho, en el cual criticó el procedimiento mediante el cual el Senado ejercía la facultad, conferida por los constituyentes de Querétaro, de designar al gobernador provisional de un estado cuando la gubernatura hubiese quedado acéfala (artículo 76, fracción V). Se trataba, creía el jurista, de un “procedimiento singular en que hay algo menos que malicia y algo más de inocencia”.15 Para Rabasa había un problema en la regla que estableció el Constituyente de requerir una mayoría de dos terceras partes para dichos nombramientos. Mientras que por una parte defendió, en lo general, la racionalidad de algunas votaciones que requiriesen mayorías calificadas; por otra, consideraba un error que ese método se empleara para elegir. En efecto, afirmaba: “el sistema era racional y en muchos casos excelente; pero sólo aplicado a las votaciones que deben aprobar o reprobar: aplicado para elegir, como lo hace la Constitución de Querétaro, es modestamente absurdo y da y dará los frutos propios de lo absurdo”.16 Mediante este método, la minoría prevalecía sobre la mayoría, “no sirve para sostener algo establecido, es la simple voluntad, el capricho o el interés de los menos, sobreponiéndose a la voluntad del mayor número”. De esa manera la minoría imponía al Ejecutivo la necesidad de proponer una nueva terna y burlaba “el mandato constitucional; y como con la segunda terna y la subsecuente puede una minoría obstinada repetir el procedimiento, el estado acéfalo continuará sin gobierno, caerá en el desorden y en la anarquía”.17 ¿Era ése el propósito deliberado de los constituyentes?, se preguntaba Rabasa. “Es de justicia creer que no. Por eso he dicho antes que esta disposición se adoptó con algo menos que malicia y algo más que inocencia”.18

En el desarrollo histórico del constitucionalismo mexicano la Carta de 1917, pensaba Rabasa, había continuado algunas tendencias heredadas de la Constitución de 1857. Si bien no era la causante del mal, sí lo había legitimado y profundizado. Era el caso de las deformaciones del papel del Poder Judicial y el juicio de amparo. Un mal que era de facto y que la Constitución lo volvió de jure.

En su intervención en el primer Congreso Jurídico Nacional, celebrado en 1921, Rabasa criticó que la Carta de 1917 había sobrecargado de funciones a la Suprema Corte de Justicia. Le atribuía tareas que no podía cumplir de manera realista: “¿cómo hacer para que un solo hombre haga cada año el vestuario del ejército imperial?”. La respuesta era clara: “no hay medio ninguno”.19 En virtud del artículo 107 la mayor parte de las resoluciones de los tribunales del país acababan en la Corte. Por ello los asuntos simplemente no podían desahogarse.

Si se quiere —argüía Rabasa— como solución una reforma constitucional que permita al Alto Tribunal “garantizar la rapidez de despacho” sin amenguar la tarea, el problema es igual al de contener el rebose del estanque sin reducir el surtidor, cuando es imposible ampliar el desagüe. Lo que la Constitución de 1917 hizo fue ampliar el surtidor en el artículo 107, como si la dificultad no hubiese existido nunca, como si el foro nacional no se hubiera dado cuenta jamás del estancamiento de la justicia en el tribunal que más altamente la imparte.20

En efecto, señalaba Rabasa, “el artículo 107 hizo constitucional y expresó lo que había sido hasta entonces malamente consuetudinario o interpretativo, y quizá pueda yo decir que dio entrada legal a lo que antes andaba con las timideces de lo subrepticio”. Los constituyentes de 1917, insinuaba Rabasa, habían olvidado o simplemente desconocían una verdad fundamental: la Suprema Corte no era un tribunal, sino un poder nacional supremo.21 La función de la Corte era siempre y exclusivamente política: “como elemento regulador de la organización del gobierno”. Su papel judicial procedía de atribuciones anexas, “adicionales, accidentales, no inherentes a su institución ni necesarias para su objeto”. Para Rabasa:

la Corte Suprema fue instituida como poder limitador de los poderes nacionales; para ceñirles en el círculo de sus atribuciones legítimas; para levantar ante cada uno de ellos las barreras de la Constitución con los derechos individuales que fundan la soberanía popular, con la división de poderes que previene el despotismo, con la delimitación de las competencias que asegura la libertad de los Estados y el régimen federal […] Esto no es un tribunal, es el Poder de resistencia que ampara la obra de la soberanía nacional.22

Aquí la crítica a los constituyentes de 1917 es indirecta, pero bastante clara y contundente. Tal vez la “práctica” del régimen constitucional durante el periodo de vigencia de la Carta de 1857 hubiese sido censurable por la hipertrofia de facto del sistema que había producido (mediante la jurisprudencia de algunas cortes imprudentes), pero los hombres que forjaron esa Constitución tenían mucho más clara la función del la Suprema Corte y del amparo que los de Querétaro. Así, para Rabasa los constituyentes de 1856-1857 comprendieron que el sistema de gobierno que fundaron estaba basado en la supremacía del Poder Judicial: “supremacía que se hace efectiva por medio del juicio constitucional. Así lo entendieron los legisladores de 1857 y sistemaron el amparo con una precisión que aún no admiramos lo bastante”.

Dos años después Rabasa repetiría esta tesis sobre la degeneración legal del recurso de amparo con mayor claridad:

hoy todo el mundo sabe que el juicio de amparo es un recurso último cuyo objeto es detener el curso de la justicia común de un modo fácil y por tiempo indefinido. La constitución de Querétaro confirmó absolutamente la nueva teoría del amparo, incluyendo en sus artículos una reglamentación tan impropia de una Ley fundamental como inadecuada para texto de buen castellano en las escuelas rurales.

De la atrofia de la Corte, inundada de recursos, “no tiene la culpa la Corte, sino la constitución, la ley orgánica, los vicios de práctica, la mala organización del tribunal”.23

Las propuestas de dividir a la Suprema Corte en salas trabajarían, creía Rabasa, en contra de su autoridad moral y política. El pasado decimonónico era claramente superior. De este modo, la Corte de Vallarta “en su breve existencia comenzó a formar un cuerpo de precedentes que se impuso a los jueces y respetaron los letrados, no por ley conminatoria ni por cuenta de tendero, sino por la autoridad de aquel cuerpo que siempre supo ser el Poder Judicial, un Poder Supremo entre los Supremos Poderes”.24

Como para Rabasa la tendencia de que la justicia tuviese la última palabra en un tribunal central era claramente irreversible, la solución estaba en la creación de una corte de casación de acuerdo con el modelo francés. El lugar del Poder Judicial, el control de la constitucionalidad y la protección de los derechos individuales son temas que recorren el amplio arco de la reflexión jurídica y política del autor. Estas preocupaciones lo ocuparon por lo menos desde 1906 y se extendieron hasta el final de su vida. De ello dan cuenta sus trabajos titulados: El artículo 14 y El juicio constitucional.25

Dos años después de su intervención en el Congreso Jurídico Nacional, Rabasa escribió una serie de artículos periodísticos en relación con las propuestas que se discutían entonces para enmendar la Constitución que establecía la inamovilidad de los ministros de la Suprema Corte. Éste era un tema que le era cercano desde hacía mucho tiempo.

El 9 de mayo de 1923 Rabasa reconoció que en dos ocasiones antes de 1917, a saber en 1892 y en 1911, la idea de volver inamovibles a los “altos funcionarios de la justicia federal” había estado a punto de volverse realidad. En ambas ocasiones el proyecto había naufragado en el último instante debido a la misma causa: la animadversión del Poder Ejecutivo hacia un poder autónomo. En este punto coincidían tanto la dictadura de Díaz como la democracia de Madero.

Y es que —reflexionaba Rabasa— las garantías de la libertad no se han de pedir nunca al poder, sino que han de imponérsele. La psicología política lo demuestra con razonamiento incontestables y la historia constitucional de los pueblos libres lo confirma con hechos. Al forjarse la Constitución de 1917, el poder inseguro y vacilante tenía más de criado socarrón que de amo altivo.

El amo de la situación era la Revolución, no el gobierno. Ésa fue la coyuntura excepcional que en Querétaro permitió a las “garantías de la libertad” prevalecer en el tercer intento. El Congreso Constituyente,

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