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UTOPÍA

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En los procesos logístico y editorial de la Serie -topías han participado Alejandra García, Adriana Konzevik, Karla López, Arturo Ruiz y Rocío Martínez. Los editores y La Jaula Abierta agradecemos su gentileza e invaluable colaboración. Asimismo expresamos nuestra gratitud a los autores involucrados en cada uno de nuestros títulos, tanto como a Guillermo Cejudo, Sergio López Ayllón, José Carreño Carlón, Natalia Cervantes, Martha Cantú, Susana López Aranda, Josefina Alcázar y Christina Müller.

TOMÁS MORO

UTOPÍA

Fondo de Cultura Económica

TEZONTLE

Primera edición, 2016
Primera edición electrónica, 2016

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contraportada

ÍNDICE

PRÓLOGO. Utopía, reflexión de cinco siglos,
Roger Bartra

UTOPÍA

De Tomás Moro a Pedro Egidio [1]

LIBRO PRIMERO. Discurso pronunciado por Rafael Hitlodeo, ilustre varón, acerca del mejor estado de la república

LIBRO SEGUNDO. Discurso pronunciado por Rafael Hitlodeo acerca de la mejor organización de un estado

De sus ciudades y especialmente de Amauroto

De los magistrados

De los oficios

De las relaciones mutuas

Los viajes de los utópicos

De los esclavos, de los enfermos, de los matrimonios y de otros asuntos diversos

De la guerra

De sus religiones

De Tomás Moro a Pedro Egidio [2]

EPÍLOGO. La ínsula imaginaria, Jorge F. Hernández

ACERCA DEL AUTOR Y LOS COLABORADORES

PRÓLOGO

UTOPÍA,
REFLEXIÓN DE CINCO SIGLOS

Roger Bartra

TOMÁS MORO es ante todo conocido por haber escrito la famosa Utopía, donde imagina una sociedad comunista —en la que está ausente la propiedad privada— gobernada conforme a principios racionales. Utopía se publicó en 1516 y fue recibida con gran entusiasmo por los humanistas de la época. Pero no es por haber escrito este libro que Moro fue canonizado por el papa Pío XI en 1935, sino por haberse convertido en un mártir al no aceptar a Enrique VIII como jefe de la Iglesia de Inglaterra y haberse opuesto al matrimonio del rey con Ana Bolena. Por ello fue decapitado en 1535 en la Torre de Londres. Juan Pablo II lo declaró “Patrono de los gobernantes y los políticos” en 2000, pero en la carta apostólica con la que el papa polaco, conocido por su anticomunismo, justifica su proclamación no hay ninguna referencia a su obra más conocida e influyente, Utopía. A su manera, los comunistas soviéticos también canonizaron a Tomás Moro. Por instrucciones de Lenin, en 1918 se modificó un obelisco del jardín Alexandrovsky, contiguo al Kremlin, para dedicarlo a los pensadores que habían ilustrado al movimiento obrero y socialista. Ese obelisco fue el primer gran monumento, conocido como la Estela de la Libertad o como el Obelisco de los Pensadores Revolucionarios, erigido por el poder soviético después de la Revolución de Octubre. En el obelisco se esculpieron los nombres de 19 pensadores: Tomás Moro aparecía en el noveno lugar de una lista encabezada por Marx y Engels y en la que figuraban también Campanella, Saint-Simon y Bakunin. Este monumento fue desmantelado en 2013 por el gobierno de Vladimir Putin, y restaurado en su forma original de 1914, dedicado a la dinastía de los Romanov.

Para los católicos, la Utopía de Tomás Moro es especialmente incómoda. Por ejemplo, para el reverendo Germain Marc'hadour la vida de Moro es mucho más importante que su obra. Pero reconoce que su Utopía, el “pequeño libro de oro” le ha traído más fama que la corona de su martirologio o los millones de palabras del resto de sus escritos. La Utopía sería el mero juego de un intelectual que nunca pretendió comprometerse en su realización. La escribió como una obra para ser contemplada, más que como una meta práctica digna de ser perseguida.

Y sin embargo la historia posterior de este pequeño libro impulsó a pensadores y políticos no sólo a la reflexión sino también a la puesta en práctica de los principios igualitarios y comunistas que caracterizaron a la sociedad de esa Isla de Ningún Lugar que Moro imaginó. La influencia de este libro proviene en gran medida del hecho de ser una aguda sátira de la Inglaterra de su época. Es una fuerte crítica de una sociedad en proceso de transición, en la cual se extiende con ímpetu la economía mercantil moderna y se erosionan las formas tradicionales de convivencia. En esas épocas tensas de cambio con frecuencia la crítica de las miserias nuevas tiende a mirar hacia el pasado, a veces con añoranza, en busca de ideas que encaminen el disgusto y la resistencia. Curiosamente, ese mirar hacia el pasado se convierte en una visión proyectada al futuro. La queja contra los tiempos modernos y sus amenazas, que estimula reflejos conservadores, al mismo tiempo abre puertas hacia el futuro por un camino que no va a ninguna parte y que sin embargo ilumina la crítica y fomenta la reflexión. Sucedió algo similar con un contemporáneo de Tomás Moro, fray Bartolomé de Las Casas: su repudio de los tiempos modernos desde una concepción medievalizante de la sociedad lo llevó paradójicamente a una defensa de los indios americanos.

Como he dicho, se han encontrado varias personas en la figura de Tomás Moro. Hay el santo Tomás Moro católico, hay el afamado precursor del comunismo, el agudo satírico y otros alter ego que han sido desprendidos de su biografía. Lo mismo puede decirse de su Utopía: hay diversas facetas que se prestan a diferentes interpretaciones. Hay quienes, como Karl Kautsky, consideraron que es preciso entender literalmente la perspectiva comunista que hay en el libro. Pero otros han creído que Moro hubiera apoyado una lectura metafórica que describe una sociedad ideal y no un modelo para la acción política. Como ya lo he mencionado, también se ha interpretado el texto utópico de Moro como una sátira y una ironía que critica a la sociedad de su tiempo. Un estudioso como C. S. Lewis, por su parte, está convencido de que no hay en el libro una distopía satírica, ni un ideal metafórico, ni tampoco un modelo para impulsar reformas. Él cree que Moro escribió su Utopía como un jeu d’esprit, como un mero divertimento.

Ciertamente, las interpretaciones socialistas de la obra han destacado sus rasgos comunistas, así como la educación gratuita, la jornada de seis horas y los principios de tolerancia que son atribuidos a la sociedad utópica. También hay peculiaridades que se prestan a ver la Utopía como una sátira, como la belicosidad y los hipócritas hábitos guerreros de los habitantes de la isla, su usanza de encadenar a los esclavos con cadenas de oro y la costumbre de burlarse a carcajadas de los enfermos que sufren de atraso mental. Los católicos han visto semejanzas entre las prácticas utópicas y la vida monástica, así como una dimensión ética similar a la moral cristiana de las comunidades cristianas primitivas o medievales. Todas estas facetas sin duda están presentes en la obra de Moro, pero su interpretación varía según la perspectiva de cada crítico y de cada lector.

Hay una interpretación que es muy reveladora, aunque ha resultado ser falsa. Me refiero a la idea del filólogo alemán Heinrich Brockhaus, quien asumió que hubo un texto original escrito por Moro, que proponía solamente una reforma religiosa, y que habría sido corregido con muchos añadidos y cambios por su gran amigo Erasmo de Rotterdam. Esta interpretación provocó algunas reflexiones muy interesantes de Ernst Bloch. La parte agregada por Erasmo sería la que expresa posiciones comunistas, epicúreas y tolerantes fruto de una alteración de la Utopía original. Según Bloch, que tanto ha reflexionado sobre la esperanza, esta interpretación de Brockhaus es reveladora de las actitudes que pretenden eliminar de la Utopía sus malos olores comunistas y erradicar su gozo por la vida y su tolerancia religiosa. Bloch reconoce que, como buen cristiano, Moro amó la comunidad primitiva; sin embargo, el epicureísmo gozoso revela un ambiente muy poco religioso en la isla comunista, donde no rige un estado confesional sino una gran tolerancia religiosa. Bloch subraya el hecho de que las dos partes en que se divide la Utopía son muy diferentes: la primera es una crítica llena de diatribas contra las pésimas condiciones sociales en Inglaterra, mientras que la segunda parte dibuja una imagen ideal amable y tranquila de la vida utópica. Esto ya había sido señalado por Erasmo en una carta de 1519 a Ulrich von Hutten, que contiene un bello esbozo biográfico de su amigo Tomás Moro. Allí Erasmo se refirió a la Utopía:

Cuando era adolescente trabajó en un diálogo en el que defendía las doctrinas de Platón sobre el comunitarianismo [...] Publicó la Utopía con la intención de mostrar el porqué de las deficiencias de la sociedad; pero retrató sobre todo la nación inglesa porque la había estudiado y era la que mejor conocía. Escribió primero el libro segundo, en su tiempo libre; más tarde, cuando tuvo oportunidad, añadió el primer libro bajo la inspiración del momento. De ahí esa cierta desigualdad en el estilo.

No sólo hay una diferencia de estilo. Se pueden observar también algunas contradicciones entre las dos partes. Por ejemplo, mientras en la primera señala que las causas del crimen se hallan en la pobreza económica y exige que los detenidos por robo sean tratados con gran clemencia, en la segunda los criminales son encadenados permanentemente, reducidos a esclavitud y obligados a los más duros trabajos. Si se rebelan son tratados como bestias salvajes o condenados a muerte y ejecutados.

El personaje que en la Utopía relata su viaje a una isla americana que no existe en ningún lugar, Raphael Hythloday —o Rafael Hitlodeo—, es muy enfático en sus concepciones. Afirma que el único camino para que una nación sea feliz es el establecimiento de la igualdad en las condiciones de vida de todos; está seguro de que mientras exista propiedad privada esa igualdad será imposible y el cuerpo político no podrá ser perfecto. Mientras no se confisque la propiedad privada no podrá haber distribución equitativa y justa de los bienes. Acepta que con reformas se pueden mitigar los males que pesan sobre la mayor parte de los ciudadanos, pero jamás se podrán extirpar totalmente si persiste la propiedad privada. La sociedad no sería perfecta aun si se reformaran las leyes para establecer un máximo de bienes (en tierras y dinero) que cada persona pueda poseer, aun si nuevas normas limitaran el poder de los príncipes y se pusiesen barreras para bloquear el desorden y la sedición, aun si se impidiese que los cargos públicos se vendieran para que los funcionarios vivan en el lujo. Estas reformas serían como cuando se aplica un remedio para curar una enfermedad: al administrar la cura se ocasiona otra dolencia. El remedio contra un mal provoca otro acaso peor, como cuando se fortalece una parte del cuerpo y con ello se debilitan las otras y surgen más complicaciones.

Ante esta posición tan radical, quien narra en primera persona el encuentro con Raphael Hythloday, y que podemos asumir que es el propio Moro, contesta que no está de acuerdo y que piensa todo lo contrario, pues sin el estímulo de la ganancia y con muchas personas tratando de evitar el trabajo, se acabará arruinando la confianza entre los integrantes de una sociedad y cundirá la holgazanería. Eso provocaría un estado de revolución permanente y un continuo derramamiento de sangre. El viajero que ha visitado la isla utópica replica que no es así y que la prueba es la sociedad que él ha conocido. Con ello, es invitado a describir lo que ha visto y así se abre paso a la segunda parte del libro. Al final del relato, el crítico de la utopía mantiene sus discrepancias, pero acepta que muchas cosas de la constitución de Utopía serían deseables en nuestros países. Ya el mismo crítico había advertido que no debía haber un lugar para la filosofía especulativa, con normas fijas e inflexibles. Apoya en cambio una filosofía práctica que se adapta al escenario que la rodea. Es un elogio de lo que hoy llamaríamos reformismo pragmático. El defensor de la utopía, Raphael Hythloday, le contesta que si fuese como dice su crítico, lo único que se podría hacer es intentar no volverse loco al tratar de curar la locura de los demás.

En el libro de Tomás Moro no hay espacio para que el crítico pragmático se explaye en sus opiniones. El lugar central lo ocupa el viajero Raphael Hythloday, con su descripción de la sociedad utópica y su exaltación de los principios que la rigen. Y, sin embargo, allí quedó el testimonio del crítico del proyecto utópico, que trata de no enfermarse cuando se esfuerza por curar los males de los demás.

Hay que recordar con asombro que este libro se publicó hace cinco siglos. Después de tanto tiempo, la Utopía de Tomás Moro conserva su frescura y sigue siendo una lectura muy estimulante. Nos conecta con muchos temas que siguen preocupándonos hoy en día. Erasmo dijo de Moro que era un “omnium horarum homo” tomando la expresión de Quintiliano para indicar que el gran pensador inglés era un hombre preparado para todo lo que pudiera venir. Lo mismo se podría decir de su Utopía: un libro para todas las horas, una reflexión para todos los tiempos.

 

UTOPÍA

 

DE TOMÁS MORO
A PEDRO EGIDIO

AVERGÜÉNZOME, queridísimo Pedro Egidio, de enviarte, casi al cabo de un año, este librito acerca de la República Utópica, que no dudo esperabas hace mes y medio, pues sabías que, al escribirlo, no tenía que realizar ningún esfuerzo de invención, ni discurrir nada tocante a su estructura, sino limitarme a narrar lo que, juntamente contigo, oí contar a Rafael; tampoco había nada que hacer en cuanto al estilo, puesto que las palabras de su discurso improvisado, espontáneo y propio además de un hombre que, como sabes, es igualmente conocedor del latín que del griego, no pudieron ser rebuscadas, y porque cuanto más se aproximase mi relato a su descuidada sencillez, tanto más cerca había de estar de la verdad, única preocupación que en esta materia debo tener y tengo.

Confieso, amigo Pedro, que, con tantas facilidades, veíame de tal modo aligerado de trabajo, que apenas me ha quedado nada por hacer. De no haber sido así, la invención y disposición del asunto habría podido exigir de una inteligencia, ni pequeña ni indocta, no poco tiempo y esfuerzo. Pues si hubiese sido necesario tratar la materia, no sólo con exactitud, sino también con elocuencia, no habría podido yo lograrlo, por mucho tiempo y trabajo que a ello hubiera dedicado. Mas, libre ya de una preocupación que me hubiese costado no pocos sudores, todo se reducía a relatar sencillamente lo escuchado, cuestión, en realidad, de poca monta. Pero mis restantes ocupaciones apenas si me dejaban tiempo para dedicarme a tan reducido trabajo. Mientras asiduamente defiendo unas causas forenses, oigo otras, defino éstas como árbitro y dirimo aquéllas como juez; mientras visito a éste en cumplimiento de mi deber y a aquél por razones de amistad; mientras consagro a los otros en el foro casi todo el día y el resto a los míos, sólo me reservo para mí, es decir, para las letras, lo demás, que es nada. Al volver a casa, en efecto, he de hablar con mi mujer, charlar con los hijos, dialogar con los criados, cosas todas que incluyo entre las obligaciones, ya que es necesario hacerlas si no se quiere ser un extraño en la propia casa. Hay que procurar además mostrarse lo más agradable posible con aquellos a quienes la naturaleza, el azar o la propia elección hicieron nuestros compañeros, siempre y cuando la familiaridad no les corrompa, ni se transformen, con la indulgencia, los criados en señores. En todo lo que he dicho se pasan los días, los meses, los años. ¿Cuándo, entonces, escribir? Pues aún no te he hablado del sueño ni de la comida, que a muchos les quita no menos tiempo que el sueño mismo, consumidor casi de la mitad de la vida.

Por lo que a mí respecta, sólo dispongo del tiempo que robo al sueño y a la comida, que, aunque exiguo, me ha permitido terminar lentamente y enviarte, amigo Pedro, esta Utopía para que la leas y me adviertas si algo se me ha pasado por alto. Pues aunque en esto no desconfío de mí totalmente (y ojalá que así como pocas veces me falla la memoria, me distinguiese yo por mi talento y mi ciencia), no va mi confianza hasta el extremo de creer que no haya podido saltárseme alguna cosa.

Digo esto porque mi paje Juan Clemente que, como sabes, estaba con nosotros (pues no le permito ausentarse de aquellas conversaciones de las que pueda resultarle alguna utilidad, ya que de esta planta que comienza a florecer en las letras griegas y latinas espero algún día excelentes frutos), me ha sumido en una gran duda. Tratándose de que, a lo que recuerdo, Hitlodeo nos contó que el famoso puente amaurótico, tendido sobre el río Anidro, tiene quinientos pasos de longitud, y mi Juan, en cambio, afirma que hay que sustraer doscientos a esta cantidad, pues la anchura del río no es, en esa parte, superior a trescientos. Te ruego que hagas memoria del asunto, ya que si tu opinión coincide con la suya, yo la suscribiré y creeré que me he equivocado. Si tú no lo recuerdas, dejaré las cosas, según lo he hecho, tal como yo mismo creo recordarlas, pues así como procuraré que no haya en mi libro ninguna falsedad, prefiero narrar una mentira, a mentir, y ser tenido por hombre de bien, que por sabio.

Por otra parte, no creo difícil poner remedio a esa duda si la consultares con el propio Rafael, en persona o por escrito, lo cual es necesario que hagas además por otro escrúpulo que me asalta, no sé si por culpa mía, tuya o de Rafael mismo. Se trata de que ni a nosotros se nos ocurrió preguntarle ni a él decirnos en qué parte de aquel mundo nuevo está situada Utopía. Dinero daría yo por que no se hubiese omitido este detalle, ya porque me avergüenza ignorar en qué mar se halla la isla acerca de la cual he de contar tantas cosas, ya porque hay entre nosotros dos personas, especialmente una de ellas, varón piadoso y teólogo de profesión, que arde en deseos de trasladarse a Utopía, no por el placer inane y curioso de conocer cosas nuevas, sino con el designio de fomentar y aumentar nuestra religión, allí felizmente iniciada. Y para hacerlo debidamente decidió procurar de antemano que el Papa le enviase allá, nombrándole obispo de Utopía, sin que le cohibiese el escrúpulo (tratándose de un deseo nacido, no de vanidad ni motivos de lucro, sino de consideraciones de piedad) de que esta dignidad hubiera de ser solicitada por él.

Ruégote pues, Pedro amigo, que, en persona si puedes hacerlo fácilmente, o por escrito, te dirijas a Hitlodeo y consigas así que nada haya en mi obra de falso ni se eche de menos de verdadero. No sé si sería mejor que le mostrases el libro mismo, pues nadie más capacitado para corregir sus inexactitudes, lo cual no podrá hacer sino leyendo lo que he escrito. Obrando así podrás darte cuenta de si recibe con agrado o lleva a mal el que yo haya escrito esta obra, pues caso de haber resuelto confiar al papel sus trabajos, no querrá que yo lo haga, ni yo quisiera, en verdad, que esta república de los utópicos, al ser divulgada por mí, viniese a arrebatarle a la historia de nuestro amigo la flor y la gracia de la novedad.

A decir verdad, aún no estoy completamente decidido a publicarla, tan diversos son los paladares de los hombres, caprichosas las inteligencias de algunos, ingratos los espíritus y desagradables los juicios, que parecen avenirse mejor con quienes, alegres y reidores, se abandonan a su propio instinto, que con los que sienten la preocupación de producir algo que pueda ser útil y agradable a esos mismos seres, desdeñosos o desagradecidos. Muchos ignoran la literatura, otros muchos la desprecian; el bárbaro rechaza como duro todo lo que no sea absolutamente bárbaro; los “sabelotodo” desprecian por trivial cuanto no aparezca sembrado de vocablos insólitos. Algunos sólo gustan de lo antiguo, muchos únicamente de lo suyo. Aquél es tan adusto que no admite broma alguna; éste tan romo que no tolera las agudezas. Tan necios son algunos que huyen de cualquier chanza como del agua el mordido por un perro rabioso. Otros tan versátiles, que sentados aplauden una cosa y otra estando en pie. Otros, mientras beben cómodamente en las tabernas, juzgan del talento de los escritores, y con gran autoridad condenan lo que les parece, tirándoles de sus escritos como de los pelos y quedándose por su parte muy tranquilos y fuera de tiro, como suele decirse, pues están calvos y absolutamente rapados que no tienen siquiera un pelo de hombre bueno por donde se les pueda agarrar. Hay por fin otros tan desagradecidos que, aunque se deleitan sin tasa con una obra, no por ello aprecian a su autor, como esos huéspedes ingratos que, agasajados magníficamente con opíparo banquete, se marchan, hartos, sin dar las gracias al que los ha invitado. ¡Ve ahora y prepárales a tu costa manjares a hombres de tan delicado paladar, de gustos tan variados, tan recordadores y agradecidos!

No obstante, amigo Pedro, haz lo que te he dicho acerca de Hitlodeo; más tarde habrá ocasión para tratar de nuevo e íntegramente este asunto. Por más que si hubiéramos de atenernos a su voluntad, ya sería tarde, puesto que mi obra está terminada. Por lo que respecta a la publicación, seguiré el consejo de los amigos y, en primer lugar, el tuyo.

Que goces de salud, dulcísimo Pedro Egidio, con tu excelente esposa, y ámame como sueles, ya que yo te amo también más de lo que acostumbro.