logo-ediciones-carena

Primera edición: mayo de 2017

 

© J.C. Márquez, 2017

© Ediciones Carena, 2017

c/Alpens, 31-33

08014 Barcelona

Tel. 934 310 283

www.edicionescarena.com

info@edicionescarena.com

Diseño colección: Silvio García-Aguirre

Diseño cubierta: Rocío Morilla

Fotografía de cubierta: Marisa Parrilla

Maquetación: Raül Bellés

Corrección: José Enrique Martínez Lapuente

 

ISBN: 978-84-16843-61-9

Depósito legal: B 13047-2017

 

Impreso en España - Printed in Spain

 

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público.

Como alas de mariposa

J. C. Márquez

A todos los «Ángeles Martínez» del mundo,
verdaderos héroes en la sombra:
seres frágiles y preciosos.
Como alas de mariposas.


A mis padres, Juan y Paqui,
por ser luchadores infatigables:
el espejo en el que mirarme.


Y, por supuesto, a Marcelo,
salvavidas en los momentos más bajos.

La falsedad tiene alas y vuela,
y la verdad sigue arrastrándose
de modo que cuando las gentes
se dan cuenta del engaño
ya es demasiado tarde.


Don Quijote de la Mancha
Miguel de Cervantes Saavedra



…Bueno, lo que estaba diciendo, que cuesta 
mucho ser auténtica, señora, y en estas cosas
no hay que ser rácana, porque una es más auténtica
cuanto más se parece a lo que ha soñado
de sí misma.


Todo sobre mi madre
Pedro Almodóvar

ÁNGEL SALVADOR

GÉNESIS

Lunes, 17 de octubre de 2005.
Aeropuerto de Barcelona. 14:03.

—Prefiero llamarla situación complicada —respondió Ángel, sorprendido por su propia reacción, mientras estiraba el brazo para recoger la tarjeta.

El caballero frunció el ceño, con una clara mirada de desconcierto.

—Me llamo Salvador Duque. Soy cirujano en el Hospital del Mar y viajo a Madrid en el próximo vuelo. Ya tengo la tarjeta de embarque, pero acabo de darme cuenta de que he olvidado entregarle este sobre a mi secretaria. Y es necesario que ella lo reciba hoy. Se trata de unos informes de idoneidad para un trasplante de corazón. Es cuestión de vida o muerte.

La petición se salía de lo habitual. Y en el fondo, le divertía.

—Entiendo. Veamos qué podemos hacer.

—Muchas gracias. Es un alivio que esté dispuesto a ayudarme. Si un mensajero pudiera recoger el sobre en el aeropuerto, ¿usted se podría acercar al control de seguridad?

Dos pasajeros entraron en la sala y entregaron sendas tarjetas de embarque a Ángel. Él procedió a introducirlas en la máquina registradora. Tras darles la bienvenida (los hombres aceptaron las tarjetas sin mirarle), Ángel y Salvador continuaron su conversación.

—Señor Duque, no puedo abandonar la sala. Estoy solo toda la tarde. Pero, por un momento, no creo que pase nada. Y si con ello vamos a salvar la vida de alguien, yo encantado…

Ángel repetía el proceso de bienvenida con los nuevos clientes que llegaban. De pronto reparó en que Salvador le estaba sonriendo. Se sintió incómodo hasta un grado desconocido.

Una hora antes.

Como casi siempre, tenía turno de tarde. Le gustaba: así no se daba esos horribles madrugones que le sacaban de la cama malhumorado e interrumpían de forma abrupta sus sueños.

Hacía seis años que Ángel trabajaba como agente de protocolo en el Aeropuerto del Prat, en Barcelona. Atendía a los viajeros frecuentes (los pasajeros vips), en las lujosas salas, habilitadas para que pudieran descansar mientras esperaban la salida de sus vuelos. No le acababa de gustar aquel término: no entendía cómo alguien podía ser considerado una Very Important Person por el mero hecho de tomar un avión de forma frecuente.

Las jornadas vespertinas comenzaban a las dos y terminaban a las diez de la noche. Tras engullir en veinte minutos el menú cariñosamente improvisado por su madre, condujo a toda prisa hacia el aeropuerto, para llegar en hora: su puntualidad era obsesiva. El camino, el de siempre: aparcamiento, mural de Miró, caballo de Botero, mostradores veintidós y veintitrés.

Pasó primero por el fichero; sacó la tarjeta y la deslizó por la máquina. En la pantalla apareció la hora. Respiró aliviado: la una cuarenta y seis; aún tenía tiempo suficiente. Saludó a los compañeros de batalla y amigos, que esperaban ansiosos la hora de salida, abigarrados alrededor del fichero. Un hormiguero atestado de hormigas obreras. Hormigas veloces, dirigidas y caóticas tan sólo en apariencia.

Cuatro minutos después, el joven atravesaba la puerta de la sala del Puente Aéreo: un espacio pequeño pero lujoso, rectangular, con suelos de mármol, sofás de terciopelo rojo y azul y mesitas (altas y bajas) de cristal opaco. Piluca, la compañera de la mañana, atendía pacientemente a uno de aquellos pasajeros habituales que, por alguna razón inexplicable, tendían a actuar con aires de superioridad. Ángel adoraba a Piluca: era una profesional de los pies a la cabeza, además de una persona amable y risueña.

—¡Buenos días, Ángel! Porque a juzgar por esos ojillos hinchados, debes haberte levantado hace bien poco. ¿Me equivoco?

—¡Vaya! —contestó avergonzado—. Pensaba que no se me notaba. Pues sí: ya sabes, adoro el turno de tarde…

—¡Qué envidia! Y yo despierta desde las cuatro y media de la mañana. En fin, cambiemos de tema, que me deprimo. Te dejo la sala estupenda. ¿Vale? No te podrás quejar. Únicamente tienes a esos dos señores del fondo que van a Madrid en el próximo Puente, el 14.45; el embarque empieza en veinte minutos. Aunque ya sabes, en esta casa…

La pizpireta «recepcionista cualificada», como ella misma se denominaba, soltó una sonora carcajada. Había pronunciado la última frase entre divertida y resignada. Los veinticinco años de dedicación a la compañía la avalaban: sabía que pasar de la tranquilidad a la locura en aquel trabajo era tan fácil como habitual.

Ángel tomó el asiento (que entre los empleados él mismo había bautizado como «la silla eléctrica»). Aún no había terminado de hacerse con el tablero del ordenador cuando las puertas automáticas del Lounge se abrieron, de par en par: entró un hombre de unos cuarenta años. Era alto: debía medir un metro ochenta y cinco centímetros; el cabello, castaño oscuro, peinado hacia atrás con un ligero toque de gomina, le daba un look mojado y elegante. De complexión delgada y atlética, iba vestido con un moderno traje de ejecutivo azul marino, zapatos de piel negros, corbata azul (a topos blancos y de tallo estrecho) y camisa blanca.

—Tengo un problema y espero que Usted pueda ayudarme —dijo el hombre mirando a los ojos de Ángel—. No sé si servirá de algo, pero tengo la tarjeta Platino.

El caballero metió la mano en el bolsillo interior de la americana para extraer un tarjetero de piel en el que se apilaban, sin orden aparente, multitud de tarjetas. Tras un leve forcejeo, consiguió sacar el pasaporte diplomático dentro de la compañía. No podía creerlo. Intentando mantener la calma, se decía que menuda suerte la suya: no hacía ni un minuto que había empezado a trabajar, y ya tenía al Platino de turno complicándole la jornada. Una jornada que había planeado como tranquila e intrascendente.

14:30.

Organizada la entrega de los informes, Ángel anunció la salida del puente aéreo. Los pasajeros comenzaron a salir en estampida, Salvador incluido. Cuando estaba a punto de cruzar el umbral de la puerta, se volvió hacia él:

—Oiga —espetó con una mirada que Ángel interpretó como pícara—, le dejo mi número de móvil. Ya sabe: por si surgiera algún problema con la entrega del sobre.

Extrañado y visiblemente nervioso, Ángel tomó nota del número. Acto seguido, se sorprendió a sí mismo apuntando también su teléfono particular en un papel. «Para su mayor tranquilidad —alegó—. Por si necesita tener localizado el sobre.»

Por primera vez en su vida creyó haber ligado con un chico.

Se despidieron abruptamente: un vaivén continuo de pasajeros impedía la prolongación de aquel momento. Un momento que (sin que ninguno de los dos fuese consciente) les uniría para siempre.

Al acabar la jornada, pasó por el fichero; se despidió de sus compañeros y se dirigió hacia el parking de empleados. En cuestión de minutos, conducía el destartalado Ford Orion (de tercera mano), de vuelta a casa, en Castelldefels. Estaba tan nervioso, que no podía —ni le apetecía— encerrarse en su habitación. Necesitaba airearse un poco, distraerse.

Cogió el móvil y marcó el número de Gonzalo.

Quince minutos más tarde, Ángel llegaba a casa de su amigo.

Se habían conocido el primer día de instituto, dieciséis años atrás, mientras hacían cola en la secretaría. Allí de pie, entre formularios indescifrables, rodeados de compañeros nuevos —y profesores con cara de pocos amigos— establecieron un vínculo irrompible.

Ángel no podía creer lo rápido que había pasado el tiempo.

Compartieron cerveza y restos de pizza durante poco más de una hora. Y charlaron, mirando hipnotizados la pantalla del televisor.

A las doce de la noche, Ángel dio por finalizada la velada.

De camino a casa recordaba los sorprendentes acontecimientos de la jornada. Le sobrevenían al volante imágenes del pasajero sonriéndole, el intercambio de números. Aquella mirada.

Un día más estaba a punto de terminar. Hacía tiempo que los días se habían convertido en oportunidades perdidas. Anhelaba el momento de contarle al mundo, de gritar. Pero nunca encontraba las palabras adecuadas. ¿Acaso existían? ¿Cómo explicar con una sola frase lo que le reconcomía? ¿Cuán imprevisible sería la reacción de Bárbara, Gonzalo, Sandra, Carol y Laura, de sus padres…? No podía. Debía continuar como hasta ahora: temeroso, sometido, infeliz.

Jueves, 20 de octubre de 2005.

Llevaba dos noches sin pegar ojo.

Todos los esquemas que Ángel había construido durante treinta años, en una singular y defectuosa arquitectura, estaban a punto de resquebrajarse, desmoronándose irremediablemente. Como una enclenque fortaleza de naipes.

Sentía un cúmulo de sensaciones que jamás había experimentado antes. Esto le desconcertaba: siempre se había considerado una persona equilibrada, inmune al desaliento. No obstante, y a pesar de los esfuerzos por mantener la cabeza fría, no lograba reconocer ninguna de aquellas nuevas emociones. Lo primero —y más evidente— era aquel nerviosismo sin control: un nido de orugas excavaban, libres, las paredes de su vientre. También sentía una enorme presión en el plexo solar. Sin lugar a dudas, lo más desconcertante era una ajena y vergonzosa sensación de desnudez. Así pasó los tres días que duró la
—eterna— espera, hasta el encuentro con Salvador.

Salva le había llamado y habían quedado para verse el jueves, justo después de la clase de alemán. Estuvo ausente, sin dar pie con bola en los ejercicios que la profesora proponía. Acudir, o no, a la cita con Salvador; cada cinco minutos cambiaba de opinión. Al fin y al cabo, se justificaba: no era precisamente una actitud muy profesional.

Sin embargo, algo había cambiado en él. Y aunque no podía explicar con exactitud de qué se trataba, sabía que ya no podía seguir huyendo. Intentaba encontrar argumentos para acudir a la dichosa cita.

Al finalizar la clase, se armó de valor y llamó a Salva.

—Hola —contestó el médico—. ¿Qué tal?

Intentó, sin éxito, parecer relajado.

—Hola. Bien. ¿Y tú?

—Pues acabo de llegar a casa y estoy devorando unas galletas. Soy el monstruo de las galletas.

Ángel oía cómo su interlocutor masticaba al otro lado de la línea. No supo qué decir y, durante unos segundos, esperó a que Salva propusiera algo.

—Bueno, ¿quedamos entonces? —continuó el médico.

Se arrepintió de haber llamado.

Casi sin darse cuenta se encontró delante del edificio, una finca regia de principios de siglo xx, en el Ensanche, con una puerta de hierro forjado con barrotes negros y una enorme cristalera. A través de ésta, forzando un poco la vista, se podía ver el interior de la portería.

Se acercó intentando evitar los reflejos de la luz de fuera: quizás hallaría alguna señal de peligro. De la nada, al otro lado, apareció una mujer de unos sesenta años, bajita y regordeta; vestida con una bata azul, llevaba una gafa de cristales gruesos que hacía sus minúsculos ojos marrones aún más pequeños. Ángel se sobresaltó. Allí de pie, incómodo (sintiéndose juzgado), miró hacia arriba; respiró hondo (como si fuese a realizar un esfuerzo olímpico) y tocó el timbre del ático segunda.

—¡Hallo! —se oyó la voz de Salva, enérgica y risueña, al otro lado del interfono—. Ya pensé que no vendrías.

Antes de que pudiera pronunciar palabra, sonó el ruido electrónico y seco que indicaba que la puerta se abría.

PREGUNTAS

Lunes, 16 de octubre de 2017.
El Prat de Llobregat (Barcelona). 10.15.

Hacía poco más de dos meses que Roberto había tomado posesión del cargo de cabo en la comisaría de su pueblo natal. Acababa de cumplir los treinta y dos y aún se sentía pletórico por el reciente ascenso: era agente especial de la Unidad de Delitos contra las Personas y Salud Pública.

Si algo lamentaba era que él no hubiera podido ver sus logros en el cuerpo. De nombre también Roberto, su padre siempre había deseado ser detective. Pero toda posibilidad se había truncado cuando una bala le redujo la movilidad de la pierna derecha. Dos años atrás había fallecido de un paro cardíaco.

Era el mejor momento del día: vestir su metro noventa y dos centímetros con el preciado uniforme. Había convertido aquel rutinario proceso en un ritual casi sagrado: shorts, calcetines, pantalón, camisa, cinturón, chaqueta, botas, gorra, placa, pistola. Y su inseparable libreta de notas: una Moleskine negra clásica, con goma.

Era un hombre guapo; y lo sabía. De rostro anguloso, ojos negros y boca generosa, tenía el cabello moreno, muy corto, a lo militar. Había comprobado que la indumentaria de policía era un verdadero reclamo para las mujeres. Casi tanto como la pequeña cicatriz de la barbilla, recuerdo de una infancia traviesa.

Leia le observaba atenta, cuello ladeado, lengua fuera y respiración agitada. Era una bóxer que le había regalado una antigua novia. ¿Quién regala un cachorro a alguien a los dos meses de salir? Cuando la chica se marchó, dio un portazo y dejó allí a la perra. Inútil resistirse a su mirada lánguida. Desde entonces, se hacían compañía mutua.

Unos minutos antes.
Barrio de El Raval (Barcelona).

Pleno día, y sin embargo, casi no se podía ver nada: desde su vuelta había optado por tapiar las ventanas con cartones y sábanas. Algún rayo de luz había traspasado las barreras, estrellándose contra los rincones del sucio apartamento. Restos de comida y latas vacías se amontonaban por el suelo.

Repasaba mentalmente el plan paso a paso, una y otra vez. Quería que todo saliera perfecto. No debía fallar. Con dificultad, metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón. Extrajo una hoja de papel plegada. La desdobló con cuidado y leyó en voz alta (por enésima vez) la lista de artículos que contenía:


1. Insulina y jeringuillas para Joana. ¡Muy importante!

2. Botiquín de primeros auxilios.

3. Dalsy, un par de botes.

4. Comida preparada.

5. Varios metros de cuerda.

6. Cinta de embalar.

7. Unas tijeras.

8. Una navaja suiza.


Satisfecho, volvió a doblar el papel y a guardarlo.

—¡Todo listo!— exclamó dando una sonora palmada.

Era la hora. Bajó las escaleras con dificultad: las bolsas pesaban como piedras. En las escaleras se cruzó con un vecino de raza asiática, al que miró con reprobación. Le recordó el tiempo que había pasado fuera. Balanceándose, llegó al aparcamiento; tiró las bolsas en la parte trasera de la furgoneta y, una vez dentro, para su sorpresa, arrancó sólo en dos intentos.

—¡Muy bien, pequeña!

A las diez y cincuenta (según lo establecido) llegaba al colegio.

Mientras se acercaba, las vio junto a la verja. Sonrió.

Comisaría de los Mossos d’Esquadra de El Prat (Barcelona).
11:15.

Roberto dio los buenos días a los compañeros y se dirigió a su mesa. Era un gran espacio diáfano, con mucha luz —que compensaba el gris dominante—, en el que se distribuían en fila ocho mesas, separadas por un pasillo central; todas de frente a la entrada. La de Roberto era la última a la izquierda, justo al lado del despacho del jefe.

Casi no había tenido tiempo de llegar a su mesa cuando el teléfono sonó. Se apresuró a contestar. La secretaria le informó de que era «el director de no sé qué colegio de Barcelona».

—Me llamo Ferran Mas. Soy director de las Escuelas Luz de María de Sarrià. ¡Joana y Carla no aparecen por ningún lado! ¡Me ha dicho la chica que era usted con quien debía hablar!

—Está bien, señor Mas —respondió apuntando el nombre y el colegio en la libreta—. Tranquilícese y cuénteme qué ha ocurrido.

Roberto escuchó con atención los balbuceos del denunciante. El hombre hablaba de dos niñas que habían sido secuestradas, pero se hacía difícil seguirle. No obstante, Roberto comprendió que no se trataba de una más, de entre tantas bromas que recibían.

Pidió los datos al denunciante. Debía avisar al sargento Puig. No había tiempo que perder.

—Escúcheme bien, señor Mas. No deje salir ni entrar a nadie del centro. Estaremos ahí en veinte minutos.

Bar La Parada.

El sargento sumergía una magdalena en un gran vaso de leche, a escasos metros de la comisaría.

De abultada figura, tenía el cabello cano, el rostro mofletudo (camuflado por un frondoso bigote y una pequeña gafa); y los ojos pequeños pero vivarachos. Estaba cerca de los sesenta: la jubilación tampoco andaba lejos. Tenía la esperanza de vivir tranquilo el tiempo que le quedara en servicio. Por otra parte, en sus treinta y cinco años de policía y militar —se jactaba a menudo—: «He visto absolutamente de todo».

—Buenos días, mi sargento. Ruego me disculpe, pero dos niñas acaban de desaparecer en un colegio de Barcelona.

—Me cago en mi puta vida. ¿Es que siempre me van a agriar la jodida leche?

Escuelas Luz de María de Sarrià.
12.01 horas.

En pocos minutos, una docena de agentes tomó el centro. Multitud de curiosos supervisaban los alrededores. Dos policías vigilaban la puerta principal, mientras el resto escudriñaba cada rincón del edificio.

El sargento Puig y Roberto intentaban reconstruir los hechos, interrogando al director en el despacho de éste.

Interrogatorio a Ferran Mas. 12.10.

—Entonces, según nos cuenta —concluyó Joan Puig—, una profesora del centro, una tal —hizo una pausa para revisar las notas que había tomado— Carme Costa, irrumpió en su despacho sobre las once para denunciar que las niñas Joana Rapetti y Carla Salvat habían desaparecido. ¿Es eso correcto, señor Mas?

El hombre, alicaído, asintió con la cabeza.

—Y según la señora Costa, ella se dio cuenta de la ausencia de las crías al regresar del recreo, cuando pasaba lista.

—Señorita —susurró con un hilo de voz.

—¿Disculpe?

—La señorita Costa. Es soltera.

—Es soltera. Muy bien. Volvamos a los hechos, si no le importa. Lo primero que hicieron usted y la señorita Costa fue mirar qué profesores estaban a cargo de los niños a la hora del descanso. Una tal Ariadna Barniol, profesora de inglés, y Mateo Ruiz, de plástica. Y fueron a hablar con ellos —no esperó a la confirmación del director—. Entonces, la señorita Barniol les contó que, al margen de un pequeño accidente con unos mocosos que se habían lastimado en el patio, todo había ido bien. Inmediatamente después, usted regresó al despacho y llamó a los padres para comprobar que no se las hubieran llevado ellos. ¿Es eso cierto?

—Cierto.

—Señor Mas —intervino Roberto—, ¿tienen ustedes cámaras de seguridad en el patio?

—No. Es una de mis principales reivindicaciones a la Junta. Lo he propuesto mil veces, con el apoyo de la ampa. Pero nada.

—Ya veo —dijo el sargento.

—Hemos observado que la verja principal es del todo infranqueable —observó Roberto—. ¿Hay alguna otra entrada al centro?

—No, ninguna.

—¿Y quién tiene la llave de esa puerta?

El rostro del director se desencajó.

—¿Le ocurre algo, señor Mas? —preguntó el sargento.

El hombre se vino abajo. Según explicó a los agentes, la pregunta del cabo le había hecho caer en la cuenta de que alguien había cometido una imprudencia, olvidando cerrar la puerta principal. Sin embargo, la idea de que hubieran podido hacer daño —intencionadamente— a su alumnado no había cruzado su mente, aún.

—Tenemos tres copias —dijo al fin—. Una, la llevo siempre conmigo.

Ferran se metió la mano en el bolsillo para rescatar un llavero repleto de llaves, que entregó a los mossos.

—Otra la tiene el Conserje, Pep Regueras —continuó mientras los policías tomaban notas sin parar—. Y la última está en la caja fuerte, en secretaría.

—¿Podemos ver esa llave? —inquirió el cabo.

Ferran se levantó de un salto y recorrió los escasos quince metros que separaban la secretaría de su despacho. Agarró el abanico de llaves y —con poca destreza— consiguió abrir la caja fuerte. Allí dentro había un juego de llaves que abrían todas las puertas de la escuela. De todas, excepto de una: la de la verja principal.

—Reúna al personal. Queremos interrogarles a todos —ordenó el sargento—. Desde ese conserje hasta el último de los profesores. ¿Ha hecho lo que le dijo mi compañero y ha impedido que nadie entrara ni saliera de la escuela?

De pronto, el director se llevó las manos a la cabeza.

Entre balbuceos, confesó que Mateo (el profesor que vigilaba a los niños en el recreo) sí había abandonado el recinto.

Los dos agentes se miraron.

—Localíceme a ese maestrucho cagando leches —gritó el sargento Puig, mientras lanzaba una mirada furiosa al director—. ¡Le quiero aquí ya!

Los policías pidieron a Ferran que preparara un listado de todo el personal del centro, con la información relevante sobre cada uno: nombre completo y datos personales, cargo, antigüedad en el centro; y, lo más importante, si se encontraban de servicio en el momento de la desaparición de las niñas.

El hombre salió del despacho como un rayo, dejando a Roberto y al sargento un instante a solas. A través de la cristalera que separaba el despacho del director de la secretaría, vieron cómo daba instrucciones a los empleados. Entonces entró una mujer menuda, de rostro cadavérico y cabello frágil peinado en una trenza de espiga, seca. Parecía afectada.

El director regresó al despacho.

—Hay algo más que deben saber. Con toda esta locura he olvidado decirles que una de las niñas secuestradas, Joana Rapetti, es diabética.

—Le rogaría que evitara conclusiones precipitadas —dijo el sargento—. Aún no sabemos si esas crías han sido secuestradas. ¿Está claro? En cuanto a lo de la diabetes de la pequeña, nosotros nos encargaremos de eso. Necesitaremos dos fotografías recientes de las niñas. ¿Puede conseguírmelas?

—Inmediatamente.

—Cabo, usted organice la distribución de la noticia con el departamento de comunicación. Y asegúrese de que mencionan lo de la enfermedad. Señor Mas, ha comentado que avisó a los padres de las pequeñas.

En ese mismo instante, unos gritos retumbaron contra los muros silenciosos de la escuela.

Los primeros padres en llegar fueron los de la pequeña Carla. Mientras los psicólogos de la Unidad les atendían, Roberto (sin levantar la vista de su libreta de notas) y el sargento Puig acordaban el orden de los interrogatorios.


Notas de Roberto Martínez.

SOSPECHOSOS:

Ferran Mas. Dir. Insiste «secuestro»…

Carme Costa: prof. relig. 1ª en denunciar ausencia niñas.

Ernest Salvat-Mariona Milà/Santiago Rapetti-Fernanda Do Santos.

Ariadna Barniol y Mateo Ruiz: profs. patio.

Pep Regueras: cons. Llave verja.


Todo estaba preparado para iniciar los interrogatorios en una de las aulas de la escuela. Habían colocado una silla justo enfrente de la mesa del profesor, donde se habían instalado los policías.

—Y la primera afortunada es... La señorita Carme Costa. ¿Qué sabemos?

—Alertó al director de la ausencia de las niñas —respondió revisando su libreta—; enseña religión y lleva en el centro desde 2012.

—Perfecto. Que empiece la diversión.

Roberto se acercó a la sala de profesores, donde el personal aguardaba instrucciones.

Carme se encontraba al teléfono, en una esquina de la habitación; apartada del grupo. La maestra parecía parcialmente recuperada del impacto inicial sufrido hacía dos horas. Saltaba a la vista, sin embargo, que todavía estaba nerviosa: se masajeaba las manos, aplicándose gel anti bacterias mientras sostenía el móvil con el hombro huesudo.

Al oír su nombre, se despidió de su interlocutor y siguió a Roberto en silencio, con pasos pequeños y apresurados, como de japonesa.

Interrogatorio de Carme Costa (profesora de religión). 12.45.

—Buenas —saludó el sargento mientras la invitaba, con un gesto de cabeza, a tomar asiento.

—Señorita Costa —se apresuró a preguntar Roberto antes de que el sargento diera el pistoletazo de salida—. ¿Con quién hablaba usted por teléfono cuando he ido a buscarla?

—Con mi psicólogo. Necesitaba que me calmara. ¡Qué disgusto! Pobrecitas niñas… —Y susurró mientras se santiguaba: «¡Que el Señor las bendiga y las proteja, haga resplandecer Su rostro sobre ellas y les conceda Su favor!»—. Sepan que, en absoluto, ha habido negligencia por mi parte. ¡Dios mío, qué terrible lo que ha pasado! Pero yo no era la responsable de cuidarlas en el patio hoy. Pobrecitas mías. ¿Entienden lo que quiero decir?

—Necesito que se tranquilice, señorita —pidió el sargento mirando a Roberto.

La maestra, con ojos enrojecidos, gimoteó y asintió con la cabeza.

Joan se levantó y se colocó justo enfrente de ella; se apoyó en la mesa y agarró un clínex, se lo ofreció a la profesora. Empezó el interrogatorio, preguntándole desde su nombre completo y dirección, hasta los años que había trabajado en el centro; preguntas (cuya respuesta ya conocían) que servían para centrar la atención de los interrogados. Y, sobre todo, para que éstos bajaran la guardia.

—Está bien, señorita Costa. Ahora, cuéntenos qué relación tiene usted con las niñas. Y cómo se dio cuenta de su desaparición.

La maestra respondió con voz quebradiza a las preguntas del policía.

—O sea, que usted vio los dos pupitres vacíos y enseguida supo que las niñas ya no estaban en la escuela. ¿No podía ser, no sé, que estuvieran en el servicio, acompañadas por otro profesor?

—Imposible. El colegio tiene normas muy rigurosas respecto a la cadena de custodia de los alumnos. Durante el recreo, dos profesores deben cuidar de ellos. A la hora de regresar a las clases, hacen filas indias controladas por éstos. Si algún niño hubiera faltado por cualquier motivo, yo debería haber sido prevenida. Por eso, al ver los pupitres vacíos, enseguida supe que algo malo había pasado.

Roberto tomaba notas sin descanso.

—Muy bien, señorita Costa. Si no estoy equivocado, los compañeros que estaban de guardia eran —dijo el sargento, mientras volvía a su silla removiendo los papeles— un tal Marcelo y Ariadna.

Sobresaltado, Roberto levantó la vista. El sargento no era precisamente un lince, pero errar así (cuando él mismo había dado la orden de encontrar a Mateo), era inaceptable.

—¡No, señor! Aquí no hay ningún Marcelo —se apresuró a corregir Carme.

Roberto anotó la corrección de la mujer:

«…Querrá usted decir Mateo.»

—Sí, eso es. Disculpe mi estupidez. Me hago viejo. —Se disculpó—. Entonces, Mateo y Ariadna cuidaban de los enanos en el patio. ¿Cuándo los vio usted por última vez?

—Pues, al comienzo del recreo.

—O sea, a las diez y media.

—¿Dónde?

—En el pasillo. Yo salía de mi segunda clase del día y me crucé con ellos.

—¿Iban juntos?

—Sí.

—¿Y notó algo raro?

—No.

—¿Está usted segura?

Asintió cabizbaja.

—¿Y usted dónde fue a pasar su media hora de descanso?

—A la capilla de la iglesia, agente. Siempre voy allí en mis ratos libres.

—¿Para?

Roberto alzó nuevamente la vista.

—¿Es usted monja?

Sorprendida, la joven se tomó unos segundos para responder.

—Disculpe mi atrevimiento, señorita. Y perdone si la he incomodado. Hace tiempo que su Dios me abandonó.

—Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos.

La mujer habló casi en susurros. Pero las palabras llegaron a los agentes con claridad. El sargento hizo caso omiso. En cierto modo, se merecía aquella reprimenda; por insolente.

—Bien. Y estando en la iglesia esa, hemos quedado que usted iba a…

—Rezar.

—Aham. Rezar. Ya veo. ¿Todo el rato?

Roberto abrió los ojos, estupefacto. ¿Cuánto más irrespetuoso se podía ser? No entendía a cuento de qué venía todo aquel número. Ciertamente, parecía una mujer retraída, y poco (o más bien nada) atractiva. Pero ahondar en sus creencias religiosas no iba a ayudarles a resolver el caso. Sin embargo, siendo el sargento Joan Puig su superior, no osaba entrometerse.

—Sí, todo el rato.

—Y estando allí, ¿vio usted algo? ¿oyó algo?

—Es un sitio tranquilo, un espacio de paz.

—¿Y después? Me refiero a cuando acabó de rezar y todo eso.

—Volví al aula de profesores a recoger los libros para mi clase.

—Y una vez allí, fue cuando se percató de la ausencia de las niñas. ¿Es así?

Carme movió la cabeza, en confirmación.

—Y vio a Mateo y a Ariadna por los pasillos.

—No. Ya no les vi más. Además, con el alboroto de los chiquillos, el caos es total. Imagínese. Ciento veinte chavales gritando por los pasillos.

—Puedo imaginármelo.

El sargento la miró pensativo.

Al cabo de unos segundos dio por terminada la entrevista, pidiéndole que estuviera localizable. El hombre extendió la mano, que ella miró con perplejidad: como si le estuviera entregando una manzana plagada de gusanos. Con recelo, aceptó el saludo. Roberto hizo lo propio. Su mano era pequeña y huesuda. Era como estrujar ramas de arbusto: pequeñas, secas y frágiles.

La profesora dio media vuelta. Y mientras caminaba hacia la salida, Roberto observó cómo extraía del bolso el pequeño bote de gel anti bacterias y se frotaba las manos, compulsivamente.

A escasos metros aguardaban los padres de la pequeña Carla: Ernest Salvat y Mariona Milà. Su testimonio era de suma importancia pues no era inusual que los secuestradores fueran los propios progenitores, enzarzados en un lucha por la custodia de los hijos.

Interrogatorio de Mariona Milà (madre de Carla Salvat).
13.10.

Treinta y ocho años, elegante y de porte altivo. Tenía el cabello largo y liso; y vestía una camisa blanca estrecha, una falda de tubo y unos zapatos de tacón imposible.

Roberto la invitó a tomar asiento.

Parecía aturdida. Durante las presentaciones, mantuvo la mirada clavada en el suelo.

Joan no estaba seguro de que hubiera prestado atención.

—Señora Milà, ¿entiende lo que le estoy diciendo?

La mujer asintió con un movimiento de cabeza casi imperceptible.

—Perdone mi atrevimiento —procedió—. Usted y el señor Salvat están casados, separados, divorciados. Ya sabe.

A juzgar por la expresión de asombro, la pregunta del detective debió impactar su adormilado cerebro como un meteorito en la tierra.

—La pregunta del sargento es puro trámite —dijo Roberto—. Sólo queremos ayudarles a encontrar a Carla.

La señora Milà les relató con mirada gélida las delicias de su perfecto matrimonio. Conocía a Ernest desde hacía veinte años: jamás osaría raptar a su hija «por muy separados que podamos estar, que no es el caso». La mujer se persignó. Les explicó que ella y su esposo eran propietarios de una importante agencia inmobiliaria en Barcelona: Fincas Salvat.

Averiguaron que el marido la había avisado pasadas las once (poco después de acabar sus ejercicios de Pilates) durante el desayuno. A la pregunta de si sabía de enemistades manifiestas que pudieran desearles mal, respondió (con rabia) que eran gente de bien —«muy comprometidos con la sociedad»—; y que disfrutaban de una reputación intachable.

Pronto dedujeron que, de ella, no obtendrían nada más.

La mujer se levantó con movimientos lentos y abandonó la sala.

Los policías decidieron dar tregua a los padres. Quizás en unos minutos las declaraciones serían más productivas.

Roberto llamó a la central para ver si habían dado con Mateo Ruiz: ni rastro desde las once de la mañana.

Seguirían tomando declaración al profesorado del centro. Era el turno de Ariadna Barniol, la maestra que vigilaba a los alumnos a la hora del patio.

Ariadna era muy joven; recién se acababa de graduar en educación infantil. Había llegado al colegio justo para inaugurar el curso escolar.

Desde que Ferran y Carme habían interrumpido su clase (para informarle de la desaparición de las alumnas) Ariadna se había mostrado muy afectada. Permaneció de pie —como esperando instrucciones— mientras Roberto se acomodaba en la silla al lado del sargento. Éste levantó la mirada por encima de la gafa e hizo una seña a la joven para que tomara asiento.

Interrogatorio de Ariadna Barniol (profesora de inglés). 13.30.

Joan la saludó con desgana, fingiendo comprobar su libreta. En realidad, observaba de reojo cómo ella apretaba las manos.

—Señorita. Si no estamos mal informados, estaba encargada de vigilar a los niños durante la hora del recreo, ¿es así?

—Sí —su voz sonó débil e insegura—. Así es.

—¿Puede por favor indicarme qué hizo esta mañana, antes del descanso?

La muchacha pareció sorprendida. Pero tras unos instantes de reflexión, contestó que a las ocho y media tuvo su primera clase y que después descansó una hora. También dijo que (como tenía guardia) se fue a tomar un café. Pero que a las diez ya estaba de vuelta. Fue a dejar sus cosas a la sala de profesores y luego se dirigió al patio.

—Ha dicho que se fue a tomar un café fuera del colegio. ¿Iba acompañada?

—No —respondió tajante, mientras las mejillas se sonrosaban.

Roberto se inclinó hacia delante.

—Ya veo —el sargento hizo una pausa tensa y cuando retomó el interrogatorio el tono se tornó ligeramente agresivo—. ¿Qué puede decirme de Mateo Ruiz?

La profesora titubeó un instante.

—¿Qué ocurre con él?

—Usted y el señor Ruiz estaban encargados de cuidar a los chavales. Y fueron vistos sobre las diez y media, juntos, en el pasillo. ¿Es cierto?

—Podría ser.

—¿Sabe usted que el señor Ruiz se ha esfumado?

No respondió inmediatamente.

—¿Por qué iba a saberlo yo?

—Está bien, señorita. Volvamos a la hora del descanso. ¿Durante ese rato usted y su amiguito estuvieron en todo momento juntos?

—¡No es mi amiguito! ¿Vale?

La joven hizo una mueca de hartazgo.

Roberto dejó de tomar notas. Se limitó a mirarla fijamente. De ojos azules y frondosa melena rubia era de belleza inigualable. De algún modo, se alegraba de que fuera el sargento quien dirigiera la toma de declaración: ante una mujer como aquella le costaba concentrarse.

«Miente», anotó.

—¿Cuándo vio por última vez a Joana y a Carla?

—Sobre las diez y veinte. Después ocurrió lo de los otros dos pequeños.

Roberto sintió compasión. Parecía a punto de hundirse: el sargento estaba siendo especialmente duro.

La joven relató cómo dos críos se magullaron las rodillas y los codos; y que, tras calmarles, les habían llevado a botiquín.

—¿Quiénes? ¿El señor Ruiz y usted? ¿Y dejaron solos a los demás críos?

—No, bueno, yo —rectificó—. Él se quedó en el patio mientras yo llevaba a los pequeños a la enfermería. Y ya no sé más.

Para entonces, lloraba.

Interrogatorio de Santiago Rapetti (padre de Joana Rapetti). 14.00.

Santiago Rapetti era un prestigioso psiquiatra de Barcelona. Cincuenta y un años, cabello cano peinado en una media melena que hacía tiempo clareaba. De incipiente tripa, vestía un pantalón docker ancho y una camisa de cuadros.

Estaba fuera de sí.

La delicadeza no era el punto fuerte de Joan Puig. No obstante, pareció esforzarse durante los momentos preliminares de la entrevista. Pero Santiago Rapetti no parecía dispuesto a colaborar y mantenía la mirada fija (a través de su gafa de montura al aire) en algún punto de la enorme panza del sargento.

De repente, el hombre comenzó a lanzar improperios contra los agentes.

Roberto tomó las siguientes notas:

«—¿¿Teatro??
—Diabet. Joana: ¿Salvac. o sent. de muerte?.
—Sarg. asegura “todo bajo control”. ¿¿??»

Un mosso asomó la cabeza por el cristal.
—Hemos encontrado esta bomba de insulina —el agente ofreció al sargento la prueba dentro de una bolsita transparente—. Estaba tirada a unos metros del centro. Nos ha confirmado el director que pertenece a una de las niñas.

Roberto sintió un pellizco en el estómago: tan pequeña y ya se administraba medicación de forma autónoma. Una medicina que necesitaba y que ahora no tenía.

Había que encontrarlas.

CONFESIÓN

Jueves, 20 de octubre de 2005.

Se dejaría llevar. Ya era demasiado tarde para echarse atrás. Dio tres tímidos golpecitos en la antigua puerta de madera e inspiró profundamente. Unos segundos después, oyó unos pasos en el interior del piso.

El médico sonreía, de oreja a oreja. Ángel pensó que aquella sonrisa (tan poco natural) sólo podía obedecer a un intento desesperado de ocultar la incomodidad.

Salva iba vestido impecablemente: vaqueros azul oscuro slim fit y camisa blanca. Era mucho más guapo de lo que recordaba tras su atropellado encuentro en el aeropuerto.

—¡Has venido!

—Sí —respondió cabizbajo.

—Me alegro mucho. Pasa. Y bienvenido a mi humilde hogar.

A buen seguro, lo que Salva debía esperar de aquel primer encuentro distaba mucho de lo que él estaba dispuesto a dar. Se preguntaba qué esperaba él mismo. Algo le decía que, por fin, iba a llegar hasta el final; que todas sus dudas iban a obtener respuesta.

Salva extendió los brazos en señal de bienvenida, como el Mesías ante los siervos entrando por la Puerta Dorada en Jerusalén.

—Bueno, pues como puedes ver, esto es el recibidor.

Ángel alcanzó a despegar los labios, hasta entonces sellados como un sobre.

—Ya veo. Muy acogedor.

Se trataba de un espacio amplio y luminoso, sólo había un mueble de madera de caoba, de tres cajones decorados con una simple cenefa en el borde. Estaba situado frente a la puerta y era lo primero que se veía al entrar en el apartamento. Pensó que debía tratarse de un mueble muy caro, una reliquia delicadamente restaurada. Sobre el mueble había una pequeña lámpara, un par de libros de arte y una orquídea. La luminosidad del recibidor se debía a una suntuosa araña que coronaba todo el espacio: una lámpara como aquella sólo podía quedar bien en un piso de techos altísimos, como lo eran las viviendas antiguas de la Ciudad Condal.

Entraron en la cocina, toda decorada con mobiliario de roble.

—¿Quieres beber algo?

—No, no, me espero. Muchas gracias.

—Está bien, pues sigamos.

Salva pasó por delante de él y Ángel notó cómo sus manos se topaban. Se sobresaltó. Sin embargo —para su desconcierto—, lo que más le turbó fue el repentino escalofrío que recorrió su espalda. ¿Era un roce intencionado o involuntario? Toda duda se disipó en cuanto el doctor se giró para lanzarle una sonrisa pícara.

Salva abrió la puerta del baño, de blanco impoluto, con las toallas perfectamente alineadas en la barra.

—Tienes un piso muy bonito, la verdad.

Aunque realmente lo pensara, lo había dicho simplemente por decir algo.

—Y para acabar, el dormitorio.

Era el cuarto de Salva y, por ende, zona altamente peligrosa. Allí no quería entretenerse demasiado.

—¡Precioso! —exclamó tras contar hasta tres.

Se sentía violento. No quiso prestar demasiada atención. Pero alcanzó a ver una enorme cama cubierta con un edredón de color blanco (con motivos azules a los pies) coronada con dos cojines a juego. Sobre ella, un respaldo tallado en una pieza única de madera clara, sin florituras ni adornos. Flanqueando la cama, dos mesitas de noche del mismo tono. Sobre la derecha, vio un marco con una foto en la que pudo distinguir la figura de un chico abrazando a Salva; y un libro. Las prisas le impidieron reparar en más detalles.

Regresaron a la cocina. Ángel permanecía de pie, junto a la puerta, con la cabeza ligeramente apoyada en el marco: atravesarlo significaba lanzarse al vacío. Así —ni dentro ni fuera— se sentía seguro. Observaba a Salva, que parecía mucho más experimentado en aquel tipo de situaciones. Su cabeza era un auténtico volcán de ideas. Ideas que intentaba disimular a toda costa.

Mientras Salva acababa de preparar la cena, Ángel se dirigió al salón. De pie, en medio de la sala, oteó el espacio como el cervatillo asustado que escapa del león al acecho. Al fondo, una moderna mesa de despacho blanca, un ordenador de mesa Mac y una silla de cuero negra. Al lado de ésta, un elegante y antiguo mueble negro, con cristaleras, que hacía las veces de improvisada biblioteca. Se acercó despacio para curiosear. Al fin y al cabo, los libros revelan mucho más sobre sus lectores que las propias declaraciones de éstos. Repasó con la vista la estantería de arriba: tratados de medicina varios. Hasta aquí, pensó, todo normal. Pasó entonces a la estantería de abajo, integrada por decenas de novelas. ¡Eureka! Sólo pudo reconocer algunos títulos como Madame Bovary,El viejo y el mar, La colmena o El amor en los tiempos del cólera. El resto le resultaban completamente desconocidos: La mujer justa de un tal Sándor Márai;Corazón tan blanco, de Javier Marías;La flecha del tiempo, de Martin Amis; y La montaña mágica, de Thomas Mann; entre muchos otros. Le tranquilizó no hallar historias de médicos asesinos sueltos por la ciudad con un maletín de cirujano, arrancando vísceras a sus víctimas.

Reculó unos pasos y miró hacia el otro extremo del salón. Dominando el espacio, un enorme sofá de terciopelo verde y una mesita de espejo, que le llamó especialmente la atención: nunca había visto nada parecido. Sobre ésta descansaban un par de figuras orientales y cuatro libros de arte apilados. La televisión, a la izquierda de la mesita, era una pantalla plana que se le antojó gigante, acostumbrado al minúsculo televisor de su casa.

De pronto, Salva apareció con una bandeja individual que colocó con cuidado enfrente de Ángel. El menú consistía en unas tostadas de pan de payés con tomate, aceite y jamón serrano. Para beber: sendas Coca-Colas Light. De postre: dos yogures griegos. Unos segundos después volvió con su bandeja (a juego con la de Ángel), que colocó con cuidado de cirujano al lado de la de él.

Ángel sentía el estómago como si estuviera adherido con pegamento extra fuerte.

—Bonitas bandejas —dijo.

Salva sonrió.

—En este momento de mi vida, sólo quiero colores alegres, muchos colores. Como habrás notado, llevo aquí poco tiempo. Algo más de tres meses. Por eso faltan aún muchísimos detalles. Soy de Barcelona, pero durante diez años trabajé en el Ramón y Cajal de Madrid. Entonces, un viejo amigo me ofreció el puesto de Cirujano jefe de la Unidad de Trasplantes del Hospital del Mar. Por una historia personal, no me lo pensé dos veces —se sinceró—. Además, la playa me tira mucho.

—¿Puedo preguntar qué pasó?

De la expresión del cirujano, Ángel dedujo que no tenía el más mínimo interés en intimar tanto. Como posteriormente supo, explicarle que tras el fallecimiento de su pareja perdió el norte y cometió un error que causó la muerte de un paciente, no era algo que entrara en sus planes.

—Mejor no.

—Vaya —respondió Ángel intentando sonar empático—. No tienes que hablar de lo que no quieras. Eso sí, soy bueno escuchando. Si te apetece, soy todo oídos.

—No. ¡Tengo una idea mejor! —exclamó el doctor—. Hablemos de ti. Por lo que sé, trabajas en la Sala Vip de Iberia en el aeropuerto; te gusta ayudar a los desconocidos que aseguran salvar vidas ajenas y estudias alemán.

—Sí, sí y sí —respondió ruborizado—. Bueno, hay un matiz. En realidad trabajo en el Departamento de Protocolo de Iberia. No en la Sala Vip.

—¿Y eso consiste en?

—Pues además de estar en las salas de Iberia, también asistimos a Gobierno y Casa Real.

—Curioso trabajo el tuyo.

—Bueno, no está mal —contestó encogiéndose de hombros.

—¿Y qué se estudia para trabajar en Protocolo?

—Ahora viene cuando flipas —previno Ángel con una amplia sonrisa—. En realidad, soy licenciado en Derecho y tengo dos másters en Derecho Internacional Público.

—Y entonces, ¿por qué sigues trabajando en la recepción de una Sala Vip?

Ángel se sintió ofendido: no estaba acostumbrado a que le confrontaran tan bruscamente a su situación profesional. O mejor dicho, a su falta de ésta. Sabía que aquel desconocido tenía razón.

—Ya lo sé —tragó saliva—. Tengo que hacer algo. Pero no sé por dónde empezar.

—Vas a tener que ponerte las pilas, señor picapleitos —le advirtió Salva con una sonrisa maliciosa, llevándose un bocado de jamón a la boca.

—Joder con el matasanos… No te muerdes la lengua, ¿eh? ¿Quién es el chico de la foto que tienes en la mesita de noche? ¿Un novio?

De repente, el semblante del cirujano se tornó serio.

—Es, era Armando. Fue mi pareja durante nueve años. Murió hace dos. De cáncer.

Ángel se sintió conmovido. El tono en la voz de Salva había cambiado, por completo.

—¡Ostras! Lo siento. Debiste pasarlo fatal. ¿Quieres hablar de ello? —preguntó con una sonrisa generosa, intentando quitar hierro al asunto.

—Quizás otro día.

Tras unos segundos, Salva inició el contraataque.

—¿Y tú? ¿Sales con alguien?

Ángel sabía que no iba a poder escapar. Hizo acopio de todas sus fuerzas y respiró hondo.

—No —mintió con la imagen de Sandra clavada en la retina, mirando al suelo—. Además, nunca me he acostado con ningún chico —confesó.

Salva no pudo disimular la sorpresa.

—No tienes por qué tener miedo. Sólo vamos a hacer lo que tú quieras. Tranquilo.

Ángel se sintió aliviado: Salva parecía un tipo cabal. El hecho de que fuera tan encantador le serenaba. Además, no sabía bien por qué, pero ahora se sentía extrañamente cómodo. ¿Sería aquello a lo que llamaban química?

De pronto, Salva se levantó y le tendió la mano.

Ángel se dejó llevar hacia la habitación. Atravesaron el largo pasillo y cuando llegaron al cuarto, Salva le besó lentamente en los labios tomándole la cara con ambas manos.

—Espera aquí un segundo —le susurró al oído.