Tu Yin, su Yang

C. Martínez Ubero

 

 

 

 

 

 

 

 

"Este libro está dedicado a todas las chicas de la Túnica Rosa,

qué gracias a su imaginación nos hacen volar hasta sus mundos mágicos".

 


Primera edición en digital: abril 2017

Título Original: Tu yin, su yang

©C. Martínez Ubero

©Editorial Romantic Ediciones, 2017

www.romantic-ediciones.com

Imagen de portada ©ArturVerkhovetskiy

Diseño de portada: SW Dising

ISBN: 978-84-16927-35-7

 

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de lostitulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

Image


Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8


 

¡Otro día en esta dichosa oficina! No era muy especial, ni por bueno, ni por malo, pero hoy en particular tenía uno, de los que ya iban siendo habituales, bajones de ánimo.

Había pasado tanto tiempo desde mi viaje, que parecía como si todo aquello no hubiese sido más que un sueño. Seguía revisando aquellas fotografías a escondidas para que, por centésima vez, mis amigos no me regañasen por hacerlo. Yo, mejor que nadie sabía el daño que aquello me hacía, no necesitaba que nadie me lo advirtiera.

Recordé los momentos de risas y caricias que pasamos juntos, también mi terquedad y su intransigencia, que realmente fueron los que nos llevaron a esta horrible situación, en la que ninguno de los dos hubiésemos querido estar nunca.

Miré su cara, pasé mis dedos por la suave textura de aquel papel y una lágrima se escapó de nuevo.

¡Hasta ahí había llegado, no se podía ser más idiota! Metí la fotografía de mala gana en mi cajón y seguí trabajando.

Pero como si de una terrible adicción se tratara me detuve y pensé: ¡Bueno, solo una vez más y ya está! Volví a abrirlo, y como a una boba, me nació una sonrisa en los labios. ¡Es que había sido algo tan maravilloso que me costaría mucho esfuerzo sacarlo de mis pensamientos! Y sobre todo arrancarlo de mi alma, que era donde, por más que lo intentaba, él se empeñaba en permanecer.

 

CAPÍTULO 1

 

El éxito, en cualquier campo de la vida, es una sensación inigualable para el ser humano. La prueba era que yo ese día me sentía el ser más afortunado sobre la tierra. ¡Estaba pletórica! ¿Cómo algo tan pequeño como una figurita de cristal, con tu nombre en una pequeña placa grabada podía significar tanto para alguien? Ese estado pleno de felicidad no se debía a otra cosa que al reconocimiento por mi trabajo, al esfuerzo enjuiciado de una, aún corta pero fructífera carrera como periodista de investigación. Sentía el orgullo por una labor bien hecha, la cual se había visto compensada con el premio que me habían entregado la noche anterior.

Por lo menos, eso era lo que yo pensaba aquella soleada mañana de Madrid, mientras me dirigía caminando hacía la redacción. No quise coger el coche, me levanté temprano y decidí sentirme bien un ratito más conmigo misma, recordando lo vivido hacía apenas unas horas.

Antes de entrar a mi lugar de trabajo, alcé la mirada, contemplé aquel majestuoso edificio de ocho plantas y recorrí con mis ojos su imponente fachada. Era antiguo, pero eso le daba aún más carácter. Allí erguido, rozando con su antena el precioso cielo azul de aquella agradable mañana, se encontraba la central de la revista donde afortunadamente había conseguido mi puesto de trabajo.

Hoy en día bullían entre sus paredes los temas de actualidad más latentes de última hora, pero desde hacía algo más de siglo y medio, por aquella puerta habían pasado los mejores reporteros, filósofos y pensadores del mundo y había conocido los mejores y peores momentos de mi país. Ese lugar, que desde pequeña había soñado pisar, era ahora donde me pagaban por hacer aquello que más me gustaba en el mundo, ser periodista. Y por imposible que le pareciese a mi madre, con solo mis veintiséis años, era toda una realidad.

Tomé aire y entré en aquel enorme hall. Toñi, la chica de recepción, salió de su puesto para darme un beso y comenzó a gritar:

– ¡Chicos está aquí, Rebeca ha llegado!

Algunos de los que allí se encontraban, y me conocían, empezaron a aplaudir. Yo agaché la cabeza y con apenas un hilo de voz le rogué para que guardara silencio:

–¡Por favor cállate, estas cosas me dan mucha vergüenza!

–¡Chica, no todos los días le dan a una conocida un “Ortega y Gasset”!

Me volvió a dar un achuchón y ante su insistencia en no dejarme marchar, y el apuro que me estaba haciendo pasar delante de toda la gente, me deshice de ella como pude. Desde ese primer momento todo eran felicitaciones, pasé delante de un grupo de directivos de la empresa que también me felicitaron, me sentí algo avergonzada aunque henchida de orgullo, todas aquellas muestras de cariño las estaba recibiendo por parte de personas a las que yo respetaba por su talento y trabajo.

Subí en el ascensor y tres cuartos de lo mismo, felicitaciones a las que yo respondía con un poco de falsa modestia y con unos: “Gracias, el premio es de todos”.

Al salir en la sexta planta, mis compañeros estaban esperándome dando gritos y aplausos, habían puesto un gran cartel de felicitación, tiraban globos y confetis, me tapé la cara con las manos.

–¡Vale, vale! ¡Por Dios, qué vergüenza!

Ante la insistencia de todos, me vi obligada incluso, a repetir el pequeño discurso de agradecimiento que di la noche anterior cuando recogí el premio. Al terminar hice un saludo y mis compañeros volvieron a aplaudir de nuevo.

Pedro (mi jefe) salió de entre ellos, me cogió en brazos dándome una vuelta completa y sin esperarlo, me dio un espectacular beso en los labios. ¡Delante de todos! ¡Maldita la gracia que me hizo!

Nosotros habíamos tenido una brevísima pero intensa historia que acabó tan rápido como empezó. Fueron algunos encuentros fruto de nuestra soledad, en algunos casos por no tener ninguno de los dos, tiempo para poder mantener una relación seria, y en otros, porque realmente era lo que teníamos más a mano para unos pocos momentos de desahogo. Aunque realmente ambos supimos desde el principio que aquello no tenía futuro, a pesar que lo intentamos en varias ocasiones, pero siempre fue inútil. Por su parte, no asumía que fuera del despacho era mi pareja y no mi jefe, y seguía siendo el mismo mandón en casa que en la redacción. Y por la mía, fue que antes de empezar ya me había dado cuenta que no sería nunca el que captase por completo mi atención. Así que antes que las cosas pudiesen ir a más, decidí cortar por lo sano y borrar de mi mente el volver a intentarlo. Aunque… ese pequeño detalle de nuestra ruptura no terminaba de llegarle nunca hasta la parte de su cerebro donde decía que ya no estábamos juntos, y a pesar de llevar más de un año separados, en cuanto tenía ocasión se le iban las manos, o mejor dicho, como en esta, la boca.

En el mismo momento que me dejó en el suelo lo miré y con una sonrisa más falsa que Judas, le dije en voz bastante baja:

–¡Te has pasado veinte pueblos! Lo sabes, ¿verdad?

Como siempre que se salía con la suya, no daba ninguna explicación ni pedía perdón, se limitó a mirarme y sonreír sin dar importancia a hacer lo que le salía de sus “muy maravillosas narices”.

De pronto comenzó a pegar unos palmetazos al aire y a gritar, con aquel vozarrón que tenía, a todo el mundo para que volvieran a sus puestos de trabajos:

–¡Venga, que hay que sacar una revista adelante para que nos den muchos más premios! ¡Vamos, vamos!

Pedro, sin más, dio por concluida aquella pequeña fiesta, y se dirigió presto hacia su despacho, supongo que intentando dejarme atrás. Sabía que ambos teníamos una conversación pendiente e intentaba por todos los medios retrasarla.

Realmente, como dije en mi discurso, el reportaje que me había dado aquella enorme satisfacción no era solo mío. Pedro era un maravilloso periodista de investigación, en cuanto le planteé la idea y las pruebas para el reportaje, me apoyó por completo, aun sabiendo lo mucho que se jugaba. El trabajo había consistido en destapar una red que se dedicaba a la malversación de fondos públicos. Nos movimos en el oscuro mundo de confidentes y espías resentidos, hasta obtener todas las pruebas concluyentes, sin dejar cabos en el aire que les permitieran evadirse. Eso nos valió el reconocimiento de una buena parte de la sociedad, incluso, aún me sentía más orgullosa por la satisfacción moral de haber logrado algo tan importante como la de atrapar a aquella panda de corruptos de moral intachable. Y aunque finalmente firmó con mi nombre, porque decía que el mérito era mío por haber seguido las pistas adecuadas, todos sabían que había sido una labor conjunta.

Pero de vuelta al firme fin con el que me había levantado aquella mañana. Pedro conocía de sobra cuál era mi siguiente meta, la misma de la que había estado intentando disuadirme durante mucho tiempo, a costa incluso de poner el mejor trabajo de investigación que había llegado a sus manos plenamente a mi disposición.

A lo largo de mi vida había intentado enfocar mis reportajes hacia la labor social y así unía mis dos pasiones, el periodismo y ayudar con mi trabajo a los demás cuando la causa lo merecía. En plena crisis no solo monetaria sino de valores, no sabía cómo, pero quería poner mi pequeña aportación en intentar mejorar, aunque solamente fuese un poquito, este mundo decadente que nos estaba tocando vivir.

Lo vi entrar en su despacho, intenté detenerlo, llamándolo en medio de aquel barullo:

–Pedro, ¡escúchame! ¡Tenemos que hablar! ¡Pedro, espera!

Pasó sin contestarme, mientras yo intentaba seguirlo, a la vez que seguía agradeciendo a mis compañeros sus muestras de cariño. Finalmente logré zafarme de ellos, y entré en su oficina dispuesta a salirme con la mía.

–¡Pedro! ¿Me estás escuchando? –Se dirigió hacia su sillón y se sentó ignorándome por completo. Yo planté las palmas de mis manos sobre su mesa en forma de ancla, no me pensaba mover de allí hasta que él no me escuchase–. ¡He escrito el reportaje que “tú” querías y ahí tienes “tu” premio! ¡Me prometiste que luego haría el que yo quería, no puedes negarte de nuevo! –Rodeé su mesa y me planté delante de él–. ¡Tú me lo prometiste!

Me miró con una amplia sonrisa en su cara, sin dirigirme la palabra metió la mano en el cajón de su mesa y sacó un billete de avión y un montón de permisos sellados.

–¡Ahh! ¿Me voy? ¿De verdad puedo hacer el viaje? –le dije sin dejar de dar saltos de alegría.

A él no se le desdibujaba la sonrisa de su cara, avanzando su cuerpo hacia delante me contestó:

–Y un beso, esto merece un beso –me dijo mientras golpeaba suavemente con un dedo sus labios.

Ni siquiera levanté los ojos de su mano, que seguía sosteniendo todos aquellos papeles para contestarle:

–¡No guapo, ya te has llevado uno robado y delante de todos! –Puse mis brazos en jarra y lo miré con cara de “digna”–. ¿No te da vergüenza ir robando besos como un adolescente?

Soltó una sonora carcajada e intentó cogerme por la cintura, pero yo me deshice de él con la agilidad de un pez, agarrando de un manotazo todos los documentos que sostenía en su mano. Antes de salir de su despacho a toda prisa, me volví y lo miré:

–No te vas a arrepentir de darme esta oportunidad, va a ser un reportaje genial, te lo prometo.

–Eso espero, porque no sabes lo que me ha costado convencer a los jefes de que no sería otro ñoño trabajo de niños dando penita, sino el fruto de una reconocida periodista premiada.

– ¡Ya verás cómo no, quiero que todos vean la realidad y el trabajo de mucha gente maravillosa, va a ser genial, este reportaje va a ser el que nos dé el “Pulitzer”!

 

Salí directa hacia mi mesa como las balas, en el escritorio contiguo al mío estaba el de mi compañera de fatigas, Pilar. La pobre estaba ensimismada como cada día mirando al guapísimo de Juanma, el encargado de la sección de deportes, que por otro lado no creo que nunca se hubiese fijado en absoluto en ella.

–¡Pili, Pili! ¡Por fin me han dado el permiso! ¡Gordi! ¿Me estás escuchando? –le dije zarandeándola.

Toda apática, sin dejar de mirarlo me contestó:

–Rebeca, he invitado a Juanma a tomar algo y me ha dicho que ya había quedado.

Levanté la cabeza y lo miré, estaba hablando o más bien tonteando con la secretaria de Pedro.

–¡Olvídate de él, so boba! ¡Ese es un idiota! ¡Mira lo que tengo!

Ella se volvió hacia mí y casi dio un grito al ver los documentos que tenía en mi mano.

–¿No me digas que te han dado el permiso para ir a Honduras? ¡No me lo puedo creer!

Me puse a buscar entre los cientos de papeles que tenía sobre mi mesa.

–¿Dónde está? ¿Dónde está?

–¿Qué buscas?

–Las fotos y los documentos que me enviaron del voluntario que va a hacer en breve el viaje a Honduras.

–¡Esos los tengo yo! Es que las chicas y yo estuvimos viendo las fotos. –Buscó entre una de las bandejas de su mesa y sacó las fotografías y direcciones que yo estaba buscando. Con las fotos en su mano, volvió a darles un buen repaso–. ¡Qué tío más guapo! ¡No solo está buenísimo, además de ser arquitecto, tiene pinta de ser un tipo genial! ¿Has visto todas estas fotos con los niños, y…?

Le conseguí quitar una de ellas de su mano de un tirón y mirándola muy seria le repliqué:

–¡Tú te lo tienes que mirar, ¿eh?, lo tuyo no es normal!

Ella con los ojos abiertos de par en par me preguntó:

–¿Que me tengo que mirar, qué?

–¡Lo salidilla que estás chica, lo tuyo no es normal!

Se puso a reír con ganas y me replicó:

–¡No, lo normal va a ser lo tuyo, que no creo que una monja de clausura lleve más tiempo a pan y agua que tú!

Mientras ordenaba mis papeles la escuchaba, al decirme aquello enseguida le contesté:

–¡Eso no es verdad, salí hace poco con…! –Me quedé pensando, porque no me acordaba con quién fue aquella cita–. ¡Ah, José, el de contabilidad!

–¡Sí, claro! Una cerveza y si te he visto no me acuerdo. ¡Otro, otro, dime otro!

Intenté hacer memoria de nuevo, desde lo mío con Pedro no había salido con nadie en serio y de aquello ya hacía más de un año. Es verdad que mi vida amorosa había brillado siempre por su ausencia, pero estuve tan ocupada con mi carrera, que no saqué nunca tiempo para amoríos, polvetes rápidos, como decía Pilar y poco más.

–¡Vale ya tontalaba, que me des los papeles! Tengo muchas cosas que preparar para el viaje y no puedo perder más tiempo con esas bobadas, ya te tengo dicho que el día que encuentre a mi media naranja lo reconoceré a la primera. –Acercándome sigilosamente a su oído, para que los demás no nos escuchasen le susurré–: Además, mientras tenga a mi pequeño “amiguito a pilas” no me hace falta aguantar los caprichos de novios celosos y mandones.

Ella moviendo sus manos con fuerza y con una voz chillona me contestó:

– ¡Sí, lo mismo no es, te pongas como te pongas, lo mismo no es!

Me senté en la mesa con una sonrisa pintada en mi cara y comencé a mirar aquellas fotos. Desde luego, el muchacho que aparecía era un morenazo guapísimo de unos treinta años, se veía tan feliz y relajado con todos aquellos niños a su alrededor que lo abrazaban con tanto cariño, que pensé para mis adentros, aunque con este no me importaba darle el pasaporte a mi pequeño amigo y reemplazarlo por un buen revolcón con el morenazo.

 

El trabajo por el que había intentado convencer a mis jefes en tantas ocasiones y el que estaba a punto de realizar, trataba sobre el apadrinamiento de niños. Desde que yo era pequeña, mi familia siempre se había hecho cargo de algún crío, eso me llevó a investigar a una fundación española que se dedicaba al apadrinamiento y a ayudar a personas en Honduras; su labor estaba siendo encomiable, quería hacer un buen reportaje sobre ellos, pensando que quizás con mi trabajo pudiese ayudarles. En un principio mi jefe se negó, decía que supondría muchos gastos, que el viaje era muy arriesgado y que tampoco merecía la atención del público lo suficiente. Estaba segura que quizás la segunda razón, sí era el verdadero motivo para negarme hacer aquel trabajo. Aunque entre nosotros no había relación amorosa, sí se había creado un vínculo en el que él intentaba protegerme de algún modo.

Por ese motivo me puso una condición inamovible para darme el permiso, debería ir acompañada por alguien que conociese el terreno, si no, ya podía olvidarme de hacerlo.

Busqué entre los cooperantes de la fundación y me hablaron de aquel joven arquitecto sevillano, que en muchas ocasiones era requerido por las personas que trabajaban en ella para realizar sus trabajos.

Supe que en breve viajaría de nuevo para una obra que tenía que ser ejecutada con la mayor urgencia, pero al ponerme en contacto con él, me topé con otro muro parecido al de mi jefe.

Pablo Muñoz, que así se llamaba el arquitecto, se negaba en redondo a que yo le acompañara, entre algunas de las excusas que ponía era que sería un estorbo para él, porque iba allí a trabajar y no a servir de guía turístico a nadie. Necesitaba ir acompañada por él, porque conocía a fondo la fundación y sobre todo los riesgos que podía correr en aquella zona. Era la persona adecuada para ponerme en contacto con el fundador, los cooperantes y además (esto sí era solo para mi yo interno, tenía una presencia impresionante y desde el primer momento me moría por conocerlo).

Pero a pesar de todas mis frivolidades, yo sabía que aquel podía ser un reportaje importante en mi carrera y en mi vida, no solamente por la calidad humana de las personas que trabajaban en ese proyecto, sino porque al hacer que los lectores supiesen de la fundación, animaría a muchas personas a contribuir con ellos, seguramente podría aportar mi granito de arena a nuevas donaciones y ayudas para su causa.

Así que ya tenía el permiso de la revista, ahora me tocaba convencer a aquel obstinado compañero de viaje para que me dejara acompañarlo, había utilizado con él todas mis armas de persuasión, había sido educada, simpática, sexi, incluso borde, pero no había manera de convencerlo.

Busqué su número de teléfono en la agenda del mío, aunque no comprendía cómo no me lo sabía de memoria, era por lo menos la treinta llamada que le hacía.

Marqué de nuevo. Tomé aire, miré al cielo pidiendo ayuda y pensé: hoy me toca ser educada. Escuché cómo el teléfono daba tono y a la segunda llamada descolgaron.

 

Sí.

Su voz era tan profunda que me produjo escalofríos.

¡Hola, buenos días! Soy Rebeca Ferrer de la revista, ya hemos hablado en otras ocasiones.

¡Sí, dígame!

Perdone que le moleste de nuevo, pero ya tengo la autorización para el reportaje y me peguntaba si podíamos vernos en persona para poder explicarle con detalle mi proyecto.

¡No me queda otra! Su revista se ha puesto en contacto con nosotros, prácticamente nos obligan a aceptarla en el viaje.

Yo movía mis manos arriba y abajo sin querer hacer ningún ruido, pero en silencio gritaba de alegría, intenté reprimirme poniendo voz de consternación.

¡De verdad, siento que esto le importune tanto! Pero creo que va a ser un buen trabajo y ayudará mucho a su fundación.

¡Eso espero! Porque lo último que necesitamos es que con todo lo que estamos trabajando, usted quiera venir nada más que a sacar trapos sucios, que por supuesto en la fundación no encontrará.

¡Tenga por seguro que mi revista es seria, no es ningún tipo de prensa amarilla! Pretendo que la gente vea la labor que se está realizando. Pero quiero que sea la verdad y punto, por eso insisto tanto en ir en persona para comprobarlo y poder contar absolutamente toda la verdad.

Él guardó silencio un segundo y luego continuó:

Salgo pasado mañana para Honduras, ¿lo sabe? Si quiere venir conmigo, tendría que ser ahora.

Mi yo interior dio saltos de alegría y enseguida le contesté:

Perfecto, mañana cojo el AVE, nos vemos y concretamos la salida.

¿Tiene mi dirección?

Sí.

Bien, la estaré esperando, ojalá no tenga usted que arrepentirse de su cabezonería.

Créame señor Muñoz, pocas veces me arrepiento de mis decisiones.

Colgué el teléfono y me estiré todo lo larga que era en mi sillón, con aire de triunfo. Justo por encima de mi cabeza vi aparecer la cara de Ignacio que me dio un beso en la frente.

–¡Enhorabuena otra vez, “Natasha”!

–¡Gracias, guapo!

Ignacio o Nacho como yo le llamaba, era mi mejor amigo, más, era prácticamente mi hermano, la nuestra era una de esas amistades que surgen instantáneamente, nosotros ya habíamos conectado a los cinco segundos después de conocernos. Hicimos juntos la carrera de periodismo y luego entramos como becarios en la revista, con la suerte que ambos nos quedamos trabajando en ella y desde entonces siempre había estado a mi lado. Y lo del apodo de “Natasha” venía desde que vio Ironman II, se empeñó en cambiarme el nombre y me llamaba como la que salía en la peli, decía que nos parecíamos muchísimo, sobre todo en el color y estilo del pelo.

La noche anterior me había acompañado a la entrega de los premios, junto a Pilar, Pedro y mi madre. Mi padre, como en casi todas las ocasiones importantes de mi vida, no pudo asistir. Aunque había que reconocerlo, esta vez la excusa era buena, no acudió porque estaba de viaje de novios con su nueva esposa, antes conocida como “Susi, su secretaria”, así que como casi siempre con él, no nos quedaba otro camino que la resignación. Pero lo de no tener pareja era un pequeño inconveniente para este tipo de cosas y tuve que recurrir a mis amigos para no presentarme allí sola o del brazo de mi madre.

Desde la misma posición en la que estaba él, me dijo:

–¿Cansada de lo de anoche?

Hice un gesto con la boca.

–¡Un poco, sabes que esos líos no son lo que más me gusta! Pero estuvo bastante bien, ¿verdad?

Asintió con su cabeza, se apoyó sobre mi mesa y continuó diciéndome:

–La que no está tan bien es tu madre, no pudo parar de llorar durante todos los premios.

Me incorporé sentándome bien en mi silla para poder verlo.

–Pobrecita, desde lo del divorcio no ha sido capaz de levantar cabeza y cualquier cosa es un motivo para sacar el pañuelo y ponerse a llorar.

Nacho comenzó a clavarme con insistencia su dedo en mi hombro, cosa que me molestó mucho.

–¡Oye! ¿A qué ha venido la demostración de cariño de tu jefe? ¿No me digas que con el champán de anoche perdiste el control y habéis vuelto?

Masajeé mi hombro poniendo cara de ¿quéééé? Me incorporé en la silla, y bastante seria le contesté:

–¡Ni loca!, no vuelvo con Mr. mal genio y D. aquí mando yo, aunque me den dinero. Ha sido una gracia de las suyas, ya lo conoces, aprovecha lo más mínimo para darse un buen refregón. La verdad, no creo que mi pareja ideal fuera nunca un hombre tan mandón y con tan mal genio. (¡O por lo menos eso pensaba yo!).

Él hizo el gesto de una media sonrisa.

– Bueno, yo no tengo mal genio y no has pensado nunca en mí como pareja.

Cogí los papeles que tenía que llevar para mi viaje, le planté un beso en su guapísima cara y le dije con un poco de guasa:

–¡Porque contigo sería como salir con mi hermano y eso es pecado, chiquitín!

 

Al día siguiente, estaba bien temprano en la estación de Santa Justa en Sevilla, fui a primera hora porque antes de verme con mi malhumorado compañero de viaje, tenía que hacer una entrevista a un joven empresario y aristócrata residente en la capital. Mi trabajo no era nada fácil y la mayoría de las veces, un reportaje importante costaba tiempo y ruegos y con este no había sido menos. Porque una de dos, estaba perdiendo mi gancho o era definitivo, los hombres sevillanos eran inmunes a todos mis encantos telefónicos. Pero la suerte pareció estar de cara conmigo ese día y al final conseguí que también me recibiese, aunque según él, solo serían diez minutos contados. Así que para la ocasión no iba vestida nada cómoda, como cualquiera hubiera preferido para el tipo de viaje que comenzaría en pocas horas, todo lo contrario, la cita era con un personaje muy importante y me puse toda formal, a pesar de ser a primera hora y en su despacho de la Avenida de la Constitución.

Pensé mil veces qué hacer con el equipaje al llegar, pero si quería poder atender a todo lo que tenía previsto no había tiempo de buscar un hotel y dejarlo, así que me presenté allí con maletas en mano.

Entré en las lujosísimas oficinas de su compañía, en la misma recepción de entrada me recibió una chica morena súper atractiva, a la que rogué para que me hiciese el favor de guardar todos mi bultos, (más que una reportera parecía una sin techo acarreando con todo aquello), y es que cuando vi mi enorme maletón, el neceser, la bolsa de los zapatos y todo el resto de accesorios detrás de la mesa, pensé que me había pasado un poquito, solamente iba a estar fuera un par de semanas, pero como no sabía qué me haría falta y con la inestimable ayuda y consejos climáticos de mi amiga Pili, pusimos dentro un poco de todo.

La chica me indicó que subiese hasta la quinta planta y una vez allí, otra de sus secretarias me acompañó por aquel laberinto de oficinas hasta el despacho donde me esperaban para mi entrevista. Ella tocó en la puerta y al escuchar la voz de su jefe abrió.

–Señor Soto, la señorita Ferrer ha llegado ya.

–¡Hágala pasar, por favor!

La chica se volvió hacia mí.

–Señorita, puede usted pasar.

Me recompuse mi falda de tubo, retoqué con la mano mi pelo recogido en un moño y tomé aire antes de entrar. A pesar de llevar algunos años en la profesión, seguía poniéndome nerviosa en las entrevistas cara a cara, todo lo contrario que me ocurría cuando tenía que hacer mi trabajo a pie de calle, ahí y detrás de mi inseparable cámara de fotos, sí me sentía muy segura de mí misma.

Entré en aquel impresionante despacho y al fondo, sentado detrás de un gran escritorio de roble, estaba el señor Andrés Soto, uno de los empresarios de más éxito del momento. Su aspecto era impecable, con un pelo perfectamente cortado, un traje oscuro y una presencia imponente. Levantó su cabeza de los papeles que estaba leyendo para saludarme con bastante indiferencia, pero al verme hizo un gesto de sorpresa.

Mi yo interior sabía que le había gustado lo que veía, ahora tenía además que caerle bien para que aquella entrevista fuese todo un éxito. Me acerqué hasta su mesa con paso enérgico y mi mano extendida para saludarle:

–Buenos días señor Soto, soy Rebeca del “Magazine, Nuestro Tiempo”.

Aquellos ojazos negros se clavaron en mí y una pícara sonrisa asomó en su cara.

–¡Señorita Ferrer! –Quedó en silencio unos segundos y enseguida reaccionó–: Discúlpeme por favor, no sé por qué me había hecho una idea preconcebida, ni en un millón de años hubiese puesto su cara a la imagen que me había formado de usted.

Utilicé una de mis cautivadoras sonrisas y le contesté:

–Creo que eso es culpa mía, tengo que pedirle mil perdones, sé que he sido tan insistente con usted para que me concediese esta entrevista, que supongo me habrá imaginado con gafas de culo de vaso y 100 kilos más de los que ya tengo.

Dio una gran risotada y me invitó a sentarme.

La entrevista fue amena y toda la distancia que en nuestras anteriores conversaciones telefónicas eran patentes, desaparecieron enseguida. Es verdad que para el primer contacto y poder ganarme su confianza le lancé todas mis armas de mujer (no es que me creyese nada del otro mundo, pero tenía claro que no había tenido pareja porque realmente no me interesaba atarme a nadie. Pero sabía que mis ojos verdes, adornado con una buena melena pelirroja y acompañada de un tipo bastante aceptable, abría muchas puertas en mi trabajo, sobre todo con el género masculino), y como un plan perfectamente trazado él cayó totalmente rendido a cuantas preguntas bobas le hice; en cuanto tomé confianza, comencé con otras bastante más incómodas sobre las tramas de corrupción recientemente destapadas, con las que el cariz de la entrevista dio un giro completo, aclarando así muchas dudas que aún me quedaban. Al final estuvimos hablando durante casi dos horas. Al terminar la entrevista y después de algunas fotos, que muy amablemente accedió a que le hiciese, Andrés, que así insistió él en que lo llamara, ya me había propuesto más de cuatro veces a que accediese a cenar con él aquella noche.

Mientras yo guardaba mi cámara, la grabadora y mi cuaderno de notas, sonreí al escuchar de nuevo su ofrecimiento y le contesté:

–Se lo agradezco muchísimo, pero como ya le dije, mañana mismo salgo para hacer un reportaje en Sudamérica, creo que lo mejor será reservarme todo lo que pueda para ese agotador viaje.

Él hizo una mueca con su boca, no parecía un hombre demasiado acostumbrado a que no se cumpliese su voluntad de inmediato, pero ni modo. Elegantemente metió la mano en el bolsillo de su pantalón, me acompañó hasta la puerta, y lejos de darse por vencido continuó:

–De acuerdo, pero mi oferta sigue en pie para cuando usted vuelva. –Se detuvo justo delante de mí y apartando un mechón de cabello que se había salido del recogido y caído sobre mi cara prosiguió–: Me gustaría volver a verla, sobre todo para aclarar bien si sus ojos son verdes o azules.

Me estaba empezando a cansar su insistencia así que, sin demasiado entusiasmo por su vano intento de flirteo, quise acabar rápido.

–Mi padre siempre dice que son agua marina. –Continué andando hasta salir de su despacho, pero antes de marcharme lo pensé dos veces y en vez de seguir siendo tan cortante con él y pensando que siempre era bueno dejar una puerta entreabierta con alguien importante para futuros nuevos contactos, relajé mi tono de voz–: Y de lo de volver a vernos, no le quepa duda. Tengo que enviarle una copia de la entrevista para tener su autorización y poder publicarla, así que si le parece bien, le llamaré en cuanto vuelva, ¿de acuerdo?

Él me ofreció su mano como despedida, sin apartar sus ojos negros de los míos, yo le correspondí. Pero lejos de estrecharla y soltarme, comenzó a acariciarme con su dedo pulgar. Cosa que no me hizo demasiada gracia. Pero seguí sonriéndole a la vez que volví a darle las gracias por su tiempo y la aparté cuidadosamente.

Yo, mejor que nadie sabía que si algo no me interesaba podía ser bastante tajante, al fin y al cabo con él ya había conseguido mi meta, que era entrevistar a uno de los más esquivos empresarios de nuestro panorama nacional, y aunque fuese muy interesante y bastante atractivo, mi objetivo a partir de esos momentos ya estaba en otro punto y no demasiado lejos de aquellas oficinas.

 

Eran casi las doce cuando salí, busqué la dirección que tenía grabada en la agenda de mi teléfono y llamé a un taxi, di las señas de mi siguiente parada, a la que por otro lado sí estaba realmente interesada en llegar. Era la de mi guapísimo arquitecto, al que si todo salía bien, acompañaría en su viaje.

Agradecí al extremo el aire acondicionado que había dentro, era finales de julio, pero no de uno cualquiera, sino finales de julio en Sevilla; hacía un calor sofocante. Nada más acomodarme dentro me quité la chaqueta, miré hacia el espejo retrovisor del chófer, que estaba más pendiente de mí que de la carretera y con una voz bastante mandona le dije en un tono muy subido:

–¡Haga el favor de mirar hacia la carretera, que por la velocidad a la que vamos nos estrellamos, sí o sí!

Esperé que mirara hacia delante y me quité las medias. ¡Uff, qué descanso! Las metí en el bolso y volví a calzar mis súper taconazos; quería haberme cambiado también los zapatos, pero todo estaba guardado en el maletero del taxi.

Pronto llegamos al barrio de Triana. Se detuvo enfrente de una gran nave que parecía abandonada, me asomé por la ventanilla toda extrañada.

–¿Está usted seguro que esta es la dirección?

–Sí, señorita: calle Pagés, 125.

Salí del taxi casi convencida que Muñoz había falsificado la dirección de su casa y me había enviado a una nave abandonada, así que esperándome lo peor, me dirigí junto con todo mi equipaje a un portón que estaba entreabierto. Desde la calle se escuchaba la radio que sonaba a todo volumen, toqué pero nadie me contestaba, pensé: ¡Cómo me van a oír, si no se podrán escuchar ni sus propios pensamientos!

Entré sin esperar contestación, aquello parecía una especie de gimnasio-garaje, por los trastos de pesas, sacos y todos los cachivaches de coches que estaban por allí rociados; al fondo vi un Jeep prácticamente desmontado, desde el que por debajo asomaban unas piernas de hombre en pantalones cortos, con unas gruesas botas de trabajo. Hice un gesto de aprobación y me dije, tendrá mal humor, pero si este es mi arquitecto tiene unas piernas increíbles. Me reí para mis adentros e intenté hacerme notar carraspeando la garganta, al ver que no obtenía contestación, opté por llamarlo:

–¿Señor Muñoz?

Volví a repetir su nombre, pero con aquella música tan alta no me escuchaba ni mis propias palabras, me dirigí hacia la radio y bajé el volumen.

Escuché una voz ronca proveniente de los bajos del Jeep, que ya empezaba a serme familiar y que preguntó:

–¿Quién anda por ahí? Daniel, ¿eres tú?

Me puse delante del coche, hablando prácticamente con sus piernas porque él seguía debajo.

–No señor, soy Rebeca del “Magazine, Nuestro Tiempo”. ¿Es usted Pablo Muñoz?

–Sí señorita.

–¿Recuerda? Habíamos quedado para esta mañana.

–Sí, pero en su mensaje me dijo que llegaría sobre las diez, ya pensé que le habría entrado la cordura y había desistido en acompañarme.

–Ni lo piense. He tenido que acudir a una cita para una entrevista a primera hora por eso he llegado tan tarde, no sabía que me esperaría con tanta impaciencia, si no, le hubiese avisado.

Dio un escueto ja y no me hizo más caso, sentí cómo seguía trasteando bajo aquel más que maltrecho Jeep. Justo antes de desesperarme escuché de nuevo su voz:

–¿Me puede pasar el destornillador rojo que está cerca de su pie derecho? –Miré hacia el suelo y sin agacharme arrastré con mi pie el dichoso destornillador hacia su mano que aparecía por los bajos del coche–. ¡Bonitos tobillos! –me dijo–. ¡Un momento! ¡Bien! Una vuelta más y soy todo suyo.

Conforme iba saliendo lentamente desde debajo del coche, subido en una especie de tabla con ruedas, pude ir recreándome en su cuerpo, que acompañaba en bastante buena proporción a los músculos de sus piernas. Al sacar la cabeza de debajo del coche creo que se me cayó la baba directamente al suelo. Me regañé a mí misma para recuperar la compostura lo antes posible, pero irremediablemente me vino a la cabeza mi compañera Pili, si hubiese estado allí, seguro habría protagonizado un vídeo de esos bien subiditos de tono sobre aquella tabla.

Se incorporó y sacó una especie de trapo de su bolsillo trasero con casi más grasa de la que ya tenía él encima, e intentó limpiarse.

–¡Lo siento, no puedo darle la mano con lo blanca que trae su camisa la pondría negra enseguida!