Sandokán: Los tigres de Mompracem

Emilio Salgàri


Publicado: 1900
Categoría(s): Ficción, Acción y Aventura

Capítulo 1 Los piratas de Mompracem

En la noche del 20 de diciembre de 1849 un violentísimo huracán azotaba a Mompracem, isla salvaje de siniestra fama, guarida de temibles piratas situada en el mar de la Malasia, a pocos centenares de kilómetros de las costas occidentales de Borneo.

Empujadas por un viento irresistible, corrían por el cielo negras masas de nubes que de cuando en cuando dejaban caer furiosos aguaceros, y el bramido de las olas se confundía con el ensordecedor ruido de los truenos.

Ni en las cabañas alineadas al fondo de la bahía, ni en las fortificaciones que la defendían, ni en los barcos anclados al otro lado de la escollera, ni en los bosques se distinguía luz alguna. Sólo en la cima de una roca elevadísima, cortada a pique sobre el mar, brillaban dos ventanas intensamente iluminadas.

¿Quién, a pesar de la tempestad, velaba en la isla de los sanguinarios piratas? En un verdadero laberinto de trincheras hundidas, cerca de las cuales se veían armas quebradas y huesos humanos, se alzaba una amplia y sólida construcción, sobre la cual ondeaba una gran bandera roja con una cabeza de tigre en el centro.

Una de las habitaciones estaba iluminada. En medio de ella había una mesa de ébano con botellas y vasos del cristal más puro; en las esquinas, grandes vitrinas medio rotas, repletas de anillos, brazaletes de oro, medallones, preciosos objetos sagrados, perlas, esmeraldas, rubíes y diamantes que brillaban como soles bajo los rayos de una lámpara dorada que colgaba del techo. En indescriptible confusión, se veían obras de pintores famosos, carabinas indias, sables, cimitarras, puñales y pistolas.

Sentado en una poltrona coja había un hombre. Era de alta estatura, musculoso, de facciones enérgicas de extraña belleza. Sobre los hombros le caían los largos cabellos negros y una barba oscura enmarcaba su rostro de color ligeramente bronceado. Tenía la frente amplia, un par de cejas enormes, boca pequeña y ojos muy negros, que obligaban a bajar la vista a quienquiera los mirase.

De pronto echó hacia atrás sus cabellos, se aseguró en la cabeza el turbante adornado con un espléndido diamante, y se levantó con una mirada tétrica y amenazadora.

—¡Es ya medianoche —murmuró— y todavía no vuelve!

Abrió la puerta, caminó con paso firme por entre las trincheras y se detuvo al borde de la gran roca, en cuya base rugía el mar. Permaneció allí durante algunos instantes con los brazos cruzados; al rato se retiró y volvió a entrar en la casa.

—¡Qué contraste! —exclamó—. ¡Fuera el huracán y yo acá dentro! ¿Cuál de las dos tempestades es más terrible?

Se quedó un rato escuchando por la puerta entreabierta, y por fin salió a toda prisa hacia el extremo de la roca.

A la rápida claridad de un relámpago vio un barco pequeño con las velas casi amainadas, que entraba en la bahía.

—¡Es él! —murmuró emocionado—. Ya era tiempo. Cinco minutos después, un hombre envuelto en una capa que estilaba se le acercó.

—¡Yáñez! —dijo el del turbante, abrazándolo.

—¡Sandokán! —exclamó el recién llegado, con marcadísimo acento extranjero—. ¡Qué noche infernal, hermano mío!

Entraron en la habitación. Sandokán llenó dos vasos.

—¡Bebe, mi buen Yáñez!

—-¡A tu salud, Sandokán!

Vaciaron los vasos y se sentaron a la mesa.

El recién llegado era un hombre de unos treinta y tres años, es decir, un poco mayor que su compañero, y de estatura mediana, robusto, de piel muy blanca, facciones regulares, ojos grises y astutos, labios burlones, que indicaban una voluntad de hierro.

—¿Viste a la muchacha de los cabellos de oro? —preguntó Sandokán con cierta emoción.

—No, pero sé cuanto quería saber.

—¿No fuiste a Labuán?

—Sí, pero ya sabes que esas costas están vigiladas por los cruceros ingleses y se hace difícil el desembarco para gentes de nuestra especie. Pero te diré que la muchacha es una criatura maravillosamente bella, capaz de embrujar al pirata más formidable. Me han dicho que tiene rubios los cabellos, los ojos más azules que el mar y la piel blanca como el alabastro. Algunos dicen que es hija de un lord, y otros, que es nada menos que pariente del gobernador de Labuán.

El pirata no habló. Se levantó bruscamente, presa de gran agitación. Su frente se había contraído, de sus ojos salían relámpagos de luz sombría, tenía los labios apretados. Era el jefe de los feroces piratas de Mompracem; era el hombre que hacía diez años ensangrentaba las costas de la Malasia; el hombre que libraba batallas terribles en todas partes; el hombre cuya audacia y valor indómito le valieron el sobrenombre de Tigre de la Malasia.

—Yáñez —dijo—, ¿qué hacen los ingleses en Labuán?

—Se fortifican.

—Quizás traman algo contra mí.

—Eso creo.

—¡Pues que se atrevan a levantar un dedo contra mi isla de Mompracem! ¡Que prueben a desafiar a los piratas en su propia madriguera! El Tigre los destruirá y beberá su sangre. Dime, ¿qué dicen de mí?

—Que ya es hora de concluir con un pirata tan atrevido.

—¿Me odian mucho?

—Tanto que perderían todos sus barcos con tal de poder ahorcarte. Hermanito mío, hace muchos años que vienes cometiendo fechorías. Todas las costas tienen recuerdos de tus correrías; todas sus aldeas han sido saqueadas por ti; todos los fuertes tienen señales de tus balas, y el fondo del mar está erizado de barcos que has echado a pique.

—Es verdad, pero ¿de quién ha sido la culpa? ¿Es que los hombres de raza blanca han sido menos inexorables conmigo? ¿No me destronaron con el pretexto de que me hacía poderoso y temible? ¿No asesinaron a mi madre, a mis hermanos y a mis hermanas? ¿Qué daño les había causado yo? ¡Los blancos no tenían queja alguna contra mí! ¡Ahora los odio, sean españoles, holandeses, ingleses o portugueses, tus compatriotas, y me vengaré de ellos de un modo terrible! Así lo juré sobre los cadáveres de mi familia y mantendré mi juramento. Sí, he sido despiadado con mis enemigos. Sin embargo, alguna voz se levantará para decir que también he sido generoso.

—No una, sino cientos; con los débiles has sido quizás demasiado generoso —dijo Yáñez—. Lo dirán las mujeres que han caído en tu poder y a quienes, a riesgo de que echaran a pique tu barco, llevaste a los puertos de los hombres blancos. Lo dirán las débiles tribus que defendiste contra los fuertes; los pobres marineros náufragos a quienes salvaste de las olas y colmaste de regalos, y miles de otros que no olvidarán nunca tus beneficios, Sandokán. Pero, ¿qué quieres decir con todo esto?

El Tigre de la Malasia no contestó. Se paseaba con los brazos cruzados y la cabeza inclinada. ¿Qué pensaba? El portugués Yáñez no podía adivinarlo, a pesar de conocerlo hacía muchos años.

Ante el silencio de su amigo, Yáñez se dirigió hacia una puerta escondida tras una tapicería.

—Buenas noches, hermanito —dijo.

Al oír estas palabras, Sandokán se estremeció y detuvo con un gesto al portugués.

—Quiero ir a Labuán, Yáñez.

—¡A Labuán, tú!

—¿Por qué te sorprendes?

—Porque es una locura ir a la madriguera de tus enemigos más encarnizados. ¡No tientes a la fortuna! Los ingleses no esperan otra cosa que tu muerte para arrojarse sobre tus tigrecitos y destruirlos.

—¡Pero antes encontrarán al Tigre! —exclamó Sandokán, temblando de ira.

—Sí, pero nuevos enemigos se arrojarán contra ti. Caerán muchos leones ingleses, pero también morirá el Tigre.

Sandokán dio un salto hacia adelante con los labios contraídos por el furor y los ojos inflamados, pero todo fue un relámpago. Se sentó ante la mesa, bebió de un sorbo un vaso colmado de licor, y dijo con voz perfectamente tranquila:

—Tienes razón, Yáñez. Sin embargo, mañana iré a Labuán. Una voz me dice que he de ver a la muchacha de los cabellos de oro. Y ahora, ¡a dormir, hermanito!

Capítulo 2 Ferocidad y generosidad

A la mañana siguiente, y antes que saliera el sol, Sandokán se alejó de la vivienda dispuesto a realizar el atrevido proyecto que imaginara.

Iba vestido con traje de guerra; calzaba altas botas de cuero rojo; llevaba una magnífica casaca de terciopelo, también rojo, y anchos pantalones de seda azul. En bandolera portaba una carabina india de cañón largo; a la cintura, una pesada cimitarra con la empuñadura de oro macizo, y atravesado en la franja, un kriss, puñal de hoja ondulada y envenenada, arma favorita de los pueblos malayos. Se detuvo un momento en el borde de la alta roca, recorrió con su mirada de águila la superficie del mar, y la detuvo en dirección del Oriente.

—¡Destino que me empujas hacia allá —dijo al cabo de algunos instantes de contemplación—, dime si esa mujer de ojos azules y cabellos de oro que todas las noches viene a turbar mi sueño será mi perdición! Lentamente descendió por una estrecha escalera abierta en la roca que conducía a la playa. Abajo lo esperaba Yáñez.

—Todo está dispuesto —dijo éste—. Mandé preparar los dos mejores barcos de nuestra flota.

—¿Y los hombres?

—En la playa están con sus respectivos jefes. No tendrás más que escoger los mejores.

—¡Gracias, Yáñez!

—No me des las gracias; quizá haya preparado tu ruina.

—No temas, seré prudente. Apenas haya visto a esa muchacha regresaré.

—¡Condenada mujer! ¡De buena gana estrangularía al que te habló de ella!

Llegaron al extremo de la rada, donde flotaban unos quince veleros de los llamados paraos. Trescientos hombres esperaban su voz para lanzarse a las naves como una legión de demonios y esparcir el terror por los mares de la Malasia.

Había malayos de estatura más bien baja, vigorosos y ágiles como monos, famosos por su ferocidad; otros de color más oscuro, conocidos por su pasión por la carne humana; dayakos de alta estatura y bellas facciones; siameses, cochinchinos, indios, javaneses y negritos de enormes cabezas y facciones repulsivas.

Sandokán echó una mirada de complacencia a sus tigrecitos, como él los llamaba, y dijo:

—¡Patán, adelante!

Se adelantó un malayo vestido con un simple sayo y adornado con algunas plumas.

—¿Cuántos hombres tiene tu banda?

—Cincuenta.

—¿Son buenos?

—Todos tienen sed de sangre, Tigre de la Malasia.

—Embárcalos en aquellos dos paraos, y cédele la mitad a Giro Batol, el javanés.

El malayo se alejó rápidamente, volviendo junto a su banda, compuesta de hombres valientes hasta la locura, y que a una simple señal de Sandokán no hubieran dudado en saquear el sepulcro de Mahoma, a pesar de ser todos mahometanos.

—Ven, Yáñez —dijo Sandokán en cuanto los vio embarcados.

Pero en ese momento los alcanzó un feísimo negro, uno de esos horribles negritos que se encuentran en el interior de casi todas las islas de ¡a Malasia.

—Vengo de la costa meridional, jefe blanco —dijo el negrito a Yáñez—. He visto un gran junco que va hacia las islas Romades.

—¿Iba cargado?

—Sí, Tigre.

—Está bien, dentro de tres horas caerá en mi poder.

—¿Después irás a Labuán?

—Directamente, Yáñez.

—¡Adiós, Sandokán, que te guarde tu buena estrella!

—No temas, seré prudente.

Sandokán saltó al barco. De la playa se elevó un entusiasta grito:

—¡Viva el Tigre de la Malasia!

—¡Zarpemos! —ordenó el pirata.

—¿Qué ruta? -preguntó Sabau, que había tomado el mando del barco más grande.

—Derecho a las islas Romades —contestó el jefe. Volviéndose hacia la tripulación, gritó:

—¡Tigrecitos, abran bien los ojos! ¡Tenemos que saquear un junco!

Los dos barcos con los cuales iba a emprender el Tigre su audaz expedición, no eran dos paraos corrientes. Sandokán y Yáñez, que en cosas de mar no tenían competidor en toda la Malasia, habían modificado sus veleros para hacer frente con ventaja a las naves enemigas. Conservaron las inmensas velas, pero dieron mayores dimensiones y formas más esbeltas a los cascos, al propio tiempo que reforzaron sólidamente las proas. Además eliminaron uno de los dos timones para facilitar el abordaje.

A pesar de que ambas naves se encontraban todavía a gran distancia de las Romades, apenas difundida la noticia de la presencia del junco, los piratas empezaron a ejecutar las operaciones necesarias para disponer el combate.

Se cargaron los dos cañones; llevaron al puente balas y granadas de mano, fusiles, hachas y sables de abordaje. Sandokán parecía participar de la ansiedad e inquietud de sus hombres. Paseaba de popa a proa con paso nervioso, escrutando la inmensa extensión de agua, mientras apretaba con rabia la empuñadura de oro de su magnífica cimitarra.

A las diez de la mañana desapareció en el horizonte la isla de Mompracem, pero el mar continuaba desierto. Ni un penacho de humo que indicara la presencia de un vapor, ni un punto blanco que señalara la cercanía de un velero.

Una gran impaciencia comenzaba a apoderarse de las tripulaciones; los hombres subían y bajaban las escalillas maldiciendo.

De pronto, poco después de mediodía, se oyó gritar desde lo alto del palo mayor:

—¡Nave a sotavento!

Sandokán lanzó una rápida mirada al puente de su barco y otra al del que mandaba Giro Batol, y ordenó:

—¡Tigrecitos, a sus puestos!

Los piratas obedecieron con presteza.

—Araña de Mar—dijo Sandokán—, ¿qué más ves?

—La vela de un junco.

—Hubiera preferido un barco europeo —murmuró Sandokán frunciendo el ceño—. No tengo odio alguno contra las gentes del Celeste Imperio. Pero, quién sabe… Volvió a sus paseos y no dijo nada más.

Al cabo de media hora volvió a oírse la voz de Araña de Mar.

—¡Capitán! Creo que el junco nos ha visto y está virando.

—¡Giro Batol! ¡Impídele la fuga!

Un instante después se separaban los dos barcos y, describiendo un gran semicírculo, se dirigían hacia el buque mercante a velas desplegadas.

Era una de esas naves pesadas llamadas juncos, de formas sin gracia y de dudosa solidez, que se usan mucho en los mares de la China. Apenas advirtió la presencia de los sospechosos paraos, contra los cuales no podía competir en velocidad, se detuvo y arboló una gran bandera. Al verla, Sandokán dio un salto adelante.

—¡La bandera del rajá Broocke, el exterminador de los piratas! —exclamó con acento de odio—. ¡Tigrecitos, al abordaje!

Un grito salvaje, feroz, se elevó en ambas tripulaciones, para quienes no era desconocida la fama del inglés James Broocke, convertido en rajá de Sarawack.

—¿Puedo comenzar? —preguntó Patán, apuntando con el cañón de proa.

—Sí, pero que no se pierda una sola bala.

De repente sonó una detonación a bordo del junco, y una bala de poco calibre pasó silbando por entre las velas del parao.

Patán hizo fuego. El efecto fue instantáneo: el palo mayor del junco, agujereado en la base, osciló con violencia y cayó sobre cubierta con las velas y todo el cordaje.

Una pequeña canoa tripulada por seis hombres se separó del junco y huyó hacia las islas Romades.

—¡Hay hombres que huyen en lugar de batirse! —exclamó Sandokán con ira—. ¡Patán, haz fuego contra esos cobardes!

El malayo lanzó a flor de agua una oleada de metralla, que echó a pique la canoa e hirió a todos los que la tripulaban.

—¡Bravo, Patán! —gritó Sandokán—. ¡Ahora deja ese barco tan raso como una mesa, pues todavía veo numerosa tripulación!

Los dos buques corsarios recomenzaron la infernal música de balas, granadas y metralla, destrozando el junco y matando marineros, que se defendían desesperadamente a tiros de fusil.

—¡Valientes! —exclamó Sandokán, admirado del valor de aquel grupo de hombres que quedaba en pie en el junco—. ¡Son dignos de combatir con los tigres de la Malasia!

Los barcos corsarios, envueltos en una espesa nube de humo, seguían avanzando, y en pocos instantes llegaron a los costados del junco. La nave de Sandokán lo abordó por babor y se lanzaron los arpeos de abordaje.

-¡Tigrecitos, al asalto! —gritó el terrible pirata.

Se recogió sobre sí mismo como un tigre que se dispone a lanzarse sobre la presa, e hizo un movimiento para saltar; pero una mano robusta lo detuvo.

Se volvió con un grito de rabia. Era Araña de Mar, que se colocó con rapidez delante de él, cubriéndolo con su cuerpo.

En aquel instante disparaban del junco un tiro de fusil y Araña de Mar cayó herido sobre el puente.

—¡Ah, gracias, tigrecito! —dijo Sandokán—. ¡Me has salvado!

Se lanzó adelante como un toro herido, saltó sobre el puente del junco, y se precipitó entre los combatientes con esa temeridad loca que todos admiraban.

Toda la tripulación del mercante se le fue encima.

—¡Tigrecitos, a mí! —gritó, tumbando a dos hombres con el revés de la cimitarra.

Doce piratas treparon por los aparejos y se lanzaron a la cubierta, en tanto el otro parao arrojaba los arpeos y se aferraba al junco. Los siete sobrevivientes arrojaron las armas.

—¿Quién es el capitán? —preguntó Sandokán.

—Yo respondió un chino, adelantándose.

—¡Eres un héroe y tus hombres son dignos de ti! —le dijo Sandokán—. Le dirás al rajá Broocke que un día cualquiera iré a anclar en la bahía de Sarawack y veremos si el exterminador de piratas es capaz de vencer a los míos.

En seguida se quitó del cuello un collar de diamantes de gran valor y se lo dio al capitán.

—Toma, valiente. Siento haber destruido tu junco, que tan bien has sabido defender. Pero con estos diamantes podrás comprar otros diez barcos nuevos.

—Pero, ¿quién es usted? —preguntó asombrado el capitán. Sandokán se le acercó, le puso una mano en un hombro y le dijo:

—¡Yo soy el Tigre de la Malasia!

Y antes de que el capitán y sus marineros hubieran podido rehacerse de su aturdimiento y de su terror, Sandokán y los piratas volvieron a bajar a sus naves.

—¿Qué ruta? —preguntó Patán.

El Tigre extendió el brazo al Este y con voz metálica, en la que se advertía una vibración extraña, gritó:

—¡A Labuán!

Capítulo 3 La travesía

Abandonaron el desarbolado junco y volvieron a emprender su camino hacia Labuán. Sandokán encendió un cigarro y llamó a Patán.

—Dime, malayo —le dijo, mirándolo de tal modo que daba miedo—, ¿sabes cómo ha muerto Araña de Mar?

—Sí —respondió Patán, estremeciéndose.

—¿Sabes cuál es tu puesto cuando yo subo al abordaje?

—Detrás de usted.

—Y como tú no estabas, murió Araña en lugar de morir tú.

—Es verdad, capitán.

—Debiera fusilarte por esa falta; pero no me gusta sacrificar a los valientes. Sin embargo, en el primer abordaje te harás matar a la cabeza de mis hombres.

—¡Gracias, Tigre!

—¡Sabau! —llamó en seguida Sandokán—. Como fuiste el primero en saltar al junco detrás de mí, cuando haya muerto Patán tú le sucederás en el mando.

Los barcos navegaron sin encontrar otra nave. La fama siniestra de que gozaba el Tigre se había esparcido por esos mares y muy pocos barcos se aventuraban por ellos.

A eso de la medianoche aparecieron a la vista las tres islas que son los centinelas avanzados de Labuán. Sandokán se paseaba inquieto por el puente. A las tres de la madrugada gritó:

—¡Labuán!

En efecto, hacia el Este, donde el mar se confundía con el horizonte, apareció muy confusamente una sutil línea oscura.

—¡Labuán! —repitió el pirata, respirando como si le hubieran quitado un gran peso del corazón.

Labuán, cuya superficie no pasa de ciento dieciséis kilómetros cuadrados, no tenía la importancia que tiene hoy. Ocupada por orden del gobierno inglés con el objeto de suprimir la piratería, contaba en aquellos tiempos con unos mil habitantes, casi todos malayos y sólo unos doscientos de raza blanca. Hacía muy poco que habían fundado una ciudadela, Victoria, rodeada de algunos fortines construidos para impedir que la destruyeran los piratas de Mompracem, que varias veces habían devastado las costas. El resto de la isla estaba cubierto de bosques espesísimos, todavía poblados de tigres.

Después de costear varios kilómetros de la isla, los dos paraos se introdujeron silenciosamente en un riachuelo cuyas orillas estaban cubiertas de espléndidos bosques. Remontaron la corriente unos setecientos metros y allí anclaron a la sombra de los árboles. Ningún crucero que recorriera la costa habría podido sospechar la presencia de los piratas en ese lugar.

A mediodía Sandokán desembarcó, armado de su carabina y seguido por Patán.

Había recorrido unos cuantos kilómetros, cuando oyó ladridos lejanos.

—Alguien está cazando —dijo—. Vamos a ver.

Muy pronto se encontraron frente a un horrendo negrito, que sujetaba un mastín.

—¿Adónde vas? —dijo Sandokán, cortándole el paso.

—Busco la pista de un tigre.

—¿Y quién te ha dado permiso para cazar en mis bosques?

—Estoy al servicio de lord Guillonk.

—Dime, esclavo maldito, ¿has oído hablar de una joven a quien llaman la Perla de Labuán?

—¿Quién no la conoce en esta isla? Es el ángel bueno de Labuán, a quien todos adoran.

—¿Es hermosa?

—Creo que no hay mujer alguna que pueda igualarla.

Un fuerte estremecimiento de emoción agitó al Tigre de la Malasia.

—¿Dónde vive? volvió a preguntar después de un breve silencio.

—A dos kilómetros de aquí, en medio de una pradera.

-Basta con eso. Vete, y si aprecias la vida no vuelvas atrás.

Le dio un puñado de oro y se echó al pie de un árbol.

—Esperaremos la noche para espiar los alrededores —dijo.

Patán se tumbó a su lado, con la carabina en la mano. Hacia las siete de la tarde resonó un cañonazo. Sandokán se puso de pie de un salto, con el rostro demudado.

—¡Ven, Patán —exclamó—, veo sangre!

Se lanzó como un tigre a través de la floresta, seguido por el malayo que se veía en apuros para seguirlo.

Capítulo 4 Tigres y leopardos

En menos de diez minutos llegaron los piratas a la orilla del río. Todos sus hombres habían subido a bordo de los paraos y estaban ocupados en bajar las velas, pues no corría viento.

—¿Qué sucede? —preguntó Sandokán subiendo al puente.

—Capitán, nos han descubierto —dijo Giro Batol—. Un crucero nos cierra el camino en la boca del río.

—¿Conque los ingleses vienen a atacarnos? —dijo el Tigre—. Está bien. Tigrecitos, empuñen las armas y salgamos al mar. ¡Enseñemos a esos hombres cómo se baten los tigres de Mompracem!

—¡Viva el Tigre! —gritaron con entusiasmo los tripulantes—. ¡Al abordaje!

Un instante después ambos barcos descendían por el río, y a los pocos minutos salían a plena mar.

A seiscientos metros de la costa navegaba a poca máquina un gran buque poderosamente armado. Se oía redoblar los tambores en su cubierta, llamando a la tripulación a sus puestos de combate.

Sandokán miró con frialdad al formidable adversario, sin que su mole le asustase en lo más mínimo, y gritó:

—¡Tigrecitos, a los remos!

Los piratas se precipitaron bajo cubierta, mientras los artilleros apuntaban los cañones. Los paraos volaban al impulso de los remos.

De pronto una bala de grueso calibre pasó, silbando por entre los mástiles.

—¡Patán —gritó Sandokán—, a tu cañón! No hay que perder un solo tiro. ¡Derriba los mástiles de ese maldito, desmóntale las piezas, y cuando ya no tengas la vista firme, hazte matar!

En ese momento un huracán de hierro atravesó el espacio y dio de lleno en los dos paraos, dejándolos rasos como lanchones.

Gritos espantosos de rabia y de dolor se alzaron entre los piratas, que fueron ahogados por otra andanada de artillería.

El crucero se alejó más de un kilómetro, dispuesto a recomenzar el fuego.

Sandokán, que había salido ileso, se levantó rápidamente.

—¡Miserables! —gritó, mostrando el puño al enemigo—. ¡Huyes, cobarde, pero yo te alcanzaré!

En un momento fueron acumulados en la proa de ambos barcos los mástiles de recambio, cajas llenas de balas, cañones viejos y maderos de toda especie, formando una sólida barricada. Veinte hombres de los más vigorosos volvieron a descender para manejar los remos, y los otros se agolparon en cubierta, temblorosos de furia, empuñando las carabinas y sujetando con los apretados dientes sus puñales.

El crucero avanzó a toda máquina, arrojando por la chimenea torrentes de humo negro.

—¡Fuego a discreción! —gritó el Tigre.

Y recomenzó por ambas partes la música infernal, respondiendo tiro a tiro, bala a bala y metralla a metralla. Los tres buques parecían dispuestos a sucumbir antes que a retroceder. En los paraos, con el agua ya en las bodegas, horadados en cien sitios, la locura se apoderó de sus tripulantes; todos querían subir a la cubierta del crucero y, si no vencer, morir al menos en el campo enemigo.

Patán, fiel a su palabra, murió al pie de su cañón; pero otro artillero ocupó de inmediato su puesto. Había muchos hombres muertos y otros horriblemente heridos, con las piernas y brazos rotos o separados del tronco, que se debatían con desesperación entre torrentes de sangre.

Pero en las cubiertas de ambos paraos quedaban todavía otros tigres, sedientos de sangre, que cumplían con valor su misión..

La cruel batalla duró veinte minutos. El crucero se alejó una vez más otros seiscientos metros, a fin de evitar el abordaje. Un bramido de furor estalló a bordo de los paraos ante la nueva retirada. Ya no era posible luchar con ese enemigo que se libraba del abordaje. Y sin embargo Sandokán no cedía.

Se arrojó impetuoso en medio de sus hombres, corrigió la puntería del cañón que les quedaba, y disparó. Pocos segundos después el palo mayor del crucero se precipitaba al mar, arrastrando a los soldados de las cofas y crucetas.

Mientras el crucero se detenía para salvar a sus hombres, Sandokán aprovechó para embarcar en su parao a la tripulación del que mandaba Giro Batol, que flotaba por verdadero milagro.

—¡Ahora, a la costa y volando! —gritó.

El parao de Giro Batol quedó abandonado a las olas con su carga de cadáveres.

Aprovechando la inacción del enemigo, los piratas se alejaron a toda prisa y se refugiaron en el riachuelo. Ya era tiempo, pues el pobre barco hacía agua por todas partes y se hundía lentamente. Gemía como un moribundo. Sandokán lo embarrancó en un banco de arena.